José Monleón
José Monleón o el iluminador de sombras
Colección Libros de la Academia
Publicado por la Academia de las Artes Escénicas de España
www.academiadelasartesescenicas.es – comunicacion@academiaae.es
En colaboración con Primer Acto / Cuadernos de Investigación Teatral
y la Asociación Cultural José Monleón – www.primeracto.com
Con el apoyo del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM) y de la Fundación Aisge.
© Del texto: Herederos de José Monleón Bennácer
© De la presentación: Ángela Monleón Cuesta y Jaime Millás Covas
© Del prólogo: Rodolf Sirera Turó
© Del retrato del autor: Archivo José Monléon
© De esta edición: Academia de las Artes Escénicas de España
Diseño de cubierta: Mola Studio
Coordinación editorial y producción: www.bolchiroservicios.com
ISBN del libro impreso: 978-84-946585-9-4
ISBN del libro electrónico: 978-84-949059-0-2
Depósito legal: M-22861-2018
Versión electrónica disponible en www.academiadelasartesescenicas.es
Elegir una veintena de textos, artículos y conferencias de José Monleón no es tarea fácil. Hace poco comentaba Guillermo Heras que la obra de Pepe es como un océano. Y es cierto. Sólo en Primer Acto son más de mil artículos, a los que habría que sumar los casi dos mil de Triunfo, más los años de críticas en Diario 16. A todo este ingente material podríamos añadir prólogos, colaboraciones en otros medios, y centenares de conferencias ofrecidas por todo el mundo. Y no acabaríamos. Todavía tendríamos que incluir en esta recopilación sus libros de ensayo, obras dramáticas e innumerables ediciones. Sólo el enunciado de los títulos de todo lo escrito por Monleón necesitaría de varios tomos y nos sitúa ante la pertinencia de emprender un día la publicación de sus obras completas.
Ahora, el criterio ha sido, dentro de las características de la colección Libros de la Academia, afrontar una selección de materiales que permita al lector compartir la trayectoria de uno de los pensadores más importantes, no sólo de nuestro teatro, sino del teatro. Un intelectual y, al tiempo, un hombre de acción. Un niño de la guerra empeñado, cada vez con más urgencia, en la construcción de una nueva cultura de paz. Un visionario, dirán algunos, que llama sin cesar al amotinamiento, a la rebeldía contra tanta injusticia, contra tanto desprecio hacia el ser humano. Un apasionado del teatro, de ese que se escribe con letras grandes, que sirve para descubrirnos, para confrontarnos con lo que vemos y con lo que imaginamos que somos, para temblar, para crecer, para volar, para reconocernos en el otro, para sabernos todos personas, habitantes de ese país sin nombre.
De ahí que el índice haya reunido documentos diversos, desde algunos más biográficos a otros más formales. Desde los recuerdos de infancia hasta un fragmento final, recogido de su libro de memorias La travesía, donde Monleón nos cuenta su viaje, aquel que no ha de terminar nunca gracias a libros como el que ahora se publica. El Mediterráneo como espacio de pertenencia y de futuro, la voz de Lorca, la infancia y su memoria, la tragedia griega, el sueño de Mérida, la Guerra Civil, el exilio, la creación de Primer Acto, la historia inasumible, el teatro y sus maestros, las bases para una nueva crítica, el encuentro con Don Quijote, el valor del flamenco como expresión popular, el papel del actor y del público, la llamada a la necesidad de una nueva cultura en distintas intervenciones como director del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo… Mucho que leer, mucho que disfrutar dejándonos llevar por las palabras de este generador de emociones y pensamientos, de ese iluminador de sombras, que fue, que será siempre Monleón.
Una vez más, gracias Pepe. Por todo. Por tanto.
Ángela Monleón / Jaime Millás
Creo que una de las últimas veces que vi a José Monleón y hablé con él fue en la primavera de 2011, con motivo de la entrega del Max de honor que le había sido concedido por la SGAE. Por aquel entonces yo formaba parte de la comisión organizadora de los premios, y a mí, junto con otros compañeros, nos cupo el honor de defender su candidatura. El día de la entrega de premios, Monleón, que ya comenzaba a encontrarse físicamente bastante desmejorado, fue recibido con una gran ovación, con todo el auditorio puesto en pie. Pero como sucede en ese tipo de actos, cuya duración acaba siendo siempre desmesurada, Monleón no llegó a pronunciar entero su discurso de agradecimiento, lo que, como luego me comentó cuando fui a felicitarlo, le produjo una cierta decepción. Y es que para Monleón articular el pensamiento a través de la palabra, fuera oral o escrita, era algo consustancial a su forma de ser y no cabían resúmenes. Porque el pensamiento, el razonamiento, era su manera de luchar contra la arbitrariedad y la intolerancia. Monleón tenía una enorme capacidad de comunicación, que nacía de su convicción de que sólo a través del respeto, de ser capaces de ponerse en el lugar del otro para entender sus razones, se podía alcanzar un verdadero diálogo.
Porque aunque la trayectoria vital y profesional de Monleón –y voy desde ahora a llamarlo Pepe, que es como siempre lo conocí– sea inseparable de la historia del teatro español de los últimos sesenta años, y aunque en un lugar él mismo afirme que «he buscado a menudo en los personajes dramáticos la guía para entender cómo viven los humanos», es importante señalar que sus inquietudes no sólo transitaron estos caminos, sino que buscaron territorios más amplios, territorios que tienen que ver con la ética de la creación artística y el compromiso del intelectual con el tiempo y la sociedad en la que le ha tocado vivir, compromiso que tuvo su plasmación en una decidida voluntad de ayudar a la comprensión entre pueblos y culturas, geográficamente próximos pero histórica y culturalmente muy lejanos.
Otro aspecto a destacar en la extensa obra de Pepe Monleón es su carácter multifacético: crítico de teatro y de cine, autor de textos dramáticos originales y de adaptaciones, historiador, publicista, promotor teatral, director de festivales, seminarios e institutos de investigación, pero sobre todo «constructor de puentes», de lugares de encuentro y de reflexión. Monleón no sabía parar quieto, era hiperactivo, incapaz de abandonar un proyecto hasta que le había extraído toda la sustancia, o hasta que por desgracia dicho proyecto se había mostrado, tras haber ensayado todos los enfoques posibles y uno más, definitivamente inviable. Y esto era algo que, sin duda, le remordía la conciencia.
La selección de textos realizada por dos buenos conocedores de su obra, como son su hija Ángela y uno de sus más próximos colaboradores –y, como todos los que trabajaban con él, amigos– Jaime Millás, abarca muchos aspectos y muchos momentos de la trayectoria vital y de la actividad profesional de Pepe Monleón. Se trata de textos la mayor parte de ellos escritos en el curso de los últimos quince años, y alguno –conferencias, comunicaciones en congresos– por eso mismo inéditos. Son textos, pues, relativamente recientes –y por ello precisamente ofrecen reflexiones del autor decantadas por el paso de la historia, tanto la externa como la propia, profesional y personal–. Pese a esta proximidad en el tiempo, en algunos de dichos textos se hace referencia, como ocurre con el que abre el volumen, «Donde José Monleón se presenta a sí mismo», a la infancia y la juventud del autor. Y en otros se hace presente el recuerdo de la guerra («Doblemos definitivamente la página de una historia de España marcada por las represiones más diversas hasta llegar al punto de proclamar las cadenas como un refugio contra la libertad y el derecho a construir el bien común»), como sucede en el emotivo fragmento de la introducción del libro Siglo XXI: la evolución pendiente (2011), en «Yo fui un niño de la guerra», o en el texto inédito encontrado en los archivos personales de J.M. «Un e-mail de García Lorca». Aunque, como dice en otro lugar, «recordar nunca debiera ser dar la espalda al presente, al que pertenecemos y nos debemos hasta el final» (el subrayado es mío). En esta misma línea, la de ubicar en la historia del teatro español contemporáneo a una serie de dramaturgos marcados de un modo u otro por la guerra –Alberti, Max Aub, Buero Vallejo, José Ricardo Morales–, se mueven otros textos de los seleccionados para conformar esta interesantísima antología. Y merece la pena destacar las reflexiones sobre el teatro de Valle Inclán y la España de su época contenidos en la intervención de Monleón en el Congreso dedicado a dicho escritor por la Universidad de La Coruña y titulada «La historia inasumible (2007)».
Otros trabajos versan sobre el teatro clásico grecorromano, como texto o en cuanto a su posible representación ante el espectador contemporáneo –no en balde Pepe Monleón dirigió durante cinco años, entre 1984 y 1989, el Festival de Teatro Clásico de Mérida, tema sobre el que desarrolla una amplia reflexión–. Pero hay también artículos sobre el flamenco y el cante jondo, sobre la revista Primer Acto, su creación quizá más personal, y sobre la pedagogía teatral. En otro lugar, Monleón analiza el trabajo de los grandes maestros del teatro contemporáneo (Brecht, Strehler, Brook et alii), e insiste en varios artículos sobre la necesidad de desarrollar ese espacio de encuentro entre culturas que él soñó que podía llegar a ser el Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo (IITM), que fundó en 1991. El teatro, se dice en el Manifiesto: un teatro para el siglo XXI, uno de los últimos textos recogidos en esta antología, constituye «una expresión fundamental dentro de la concepción totalizadora de la Cultura de la Paz». Un texto de 2012 que la deriva de estos últimos años corre el peligro de arrumbar en el desván de las utopías y los sueños rotos.
Y ahora una última reflexión personal: cuando consulto la amplia biografía de José Monleón me doy cuenta de cuántas cosas importantes de la historia del teatro español me he perdido. En 1995 quise romper, por motivos que ahora no vienen al caso, mi relación con el teatro, relación que no he recuperado hasta fechas relativamente recientes. Pero fui un tramposo, y mi ruptura fue una ruptura de boquilla, porque, aun repitiendo que ya no me interesaba el teatro, fui consejero de la SGAE y participé en un proyecto organizado por el Teatre Nacional de Catalunya. Pero apenas si visitaba las salas, menos aún en Valencia. Y apenas si escribí textos dramáticos. En estos años de travesía del desierto, eran pocas las veces que lograba superar esa desgana sobrevenida. Y esas pocas veces, apoyadas alguna de ellas en el entusiasmo irredento de mi hermano Josep Lluís, casi todas tenían algo que ver con Pepe Monleón: encuentros de La Valldigna, congresos del IITM (Francia, Portugal), colaboraciones para Primer Acto... Y es que a Pepe Monleón no le podías negar nada.
El libro, vayamos acabando, se cierra con un hermoso texto, extraído de las memorias de Pepe Monleón, La travesía, 1927-2008. Memorias de mi tiempo. En él, un joven soldado se sueña dormido en el barco que le lleva de Valencia a Palma de Mallorca. La sombra de un militar le pide que se identifique. «José Monleón Bennácer, agnóstico, judeo-español, moro, latinoamericano y mediterráneo». Así sea.
Rodolf Sirera
Julio de 2018
JOSÉ MONLEÓN
O EL ILUMINADOR DE SOMBRAS
He tenido en mi vida muchas experiencias que rara vez he considerado pasajeras y he intentado asimilar. Mi primer trabajo fue el de maestro de escuela, en Aldaya (Valencia), para asegurar unos ingresos que me garantizaran la asistencia a la Facultad de Derecho. Aprendí mucho en aquel par de años, y de entonces me viene un interés por la educación que se ha reavivado en el Instituto Internacional de Teatro del Mediterráneo (IITM) últimamente. Me hice abogado y abrí un bufete en Valencia, donde, paralelamente, inicié mi trabajo de crítico teatral, que luego proseguí en Madrid. Aquí me matriculé en la Escuela Oficial de Cine y conseguí entrar en la revista Triunfo. Luego ya han venido muchas cosas. Fundé –con José Ángel Ezcurra– la revista Primer Acto, entré por oposición en la RESAD, de la que soy profesor emérito tras la jubilación, escribí obras dramáticas, compaginé mis críticas teatrales en Triunfo y Diario 16, fundé, también con José Ángel Ezcurra, la revista Nuestro Cine, fui a los Estados Unidos un par de años como profesor invitado, estuve repetidas veces en numerosos países de América Latina, fundé una Escuela de Arte Dramático (Centro Dramático 1 de Madrid), un Centro de Teatro Infantil, el Centro Español para las Relaciones con el Teatro de América Latina (CERTAL), dirigí varios festivales, creé el IITM, publiqué obras de ensayo y participé en un centenar de libros colectivos, puse en marcha los Foros Ibn Arabí, creé la colección El Teatro de Papel… y no sé cuántas cosas más. Nunca me he conformado, aunque la sociedad me haya exigido a menudo detenerme. Y así he seguido hasta hoy (…). He recibido los más importantes premios teatrales nacionales españoles, además de la Creu de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya y el Premio de la Comunidad de Madrid, aparte de diversas distinciones de Argentina, Colombia, Cuba, Venezuela, EE.UU., Italia, Francia, Portugal, Bosnia, Serbia, Marruecos y Túnez. Para mí, la escritura y el unirme con otros compañeros para organizar determinadas iniciativas, ha sido todo uno, porque siempre he sido consciente de que aquí muchas cosas no se hacían porque faltaban los cauces básicos para posibilitarlas. El camino ha sido hermoso y, a menudo, agotador. De hecho, estoy cansado, porque tampoco, en el orden personal y político, me ha gustado quedarme quieto.
José Monleón, La travesía.
Amigos, amigas, amotinados potenciales, resignados, interesados, curiosos, vecinos, visitantes y autoridades, gracias a todos por estar aquí y tener la buena voluntad de escucharme.
Convertido en Amotinado Mayor de la Fiesta Teatral de Aranjuez, por la generosidad del Excelentísimo Ayuntamiento, al que agradezco la distinción por las causas alegadas en el otorgamiento y por la presencia de admirables maestros entre mis predecesores, no seré yo quien, sin embargo, recomiende el apaño de nuevos motines sin saber a ciencia cierta quién va a sacar partido de ellos. Pues muchos han sido los que, nacidos con noble causa, nos trajeron nuevos males en sustitución de los antiguos.
Hace un par de años tuve ocasión de asistir a la representación de la batalla de la Albuera, ciudad extremeña, en cuyos campos fue derrotado el ejército napoleónico. Con aquella representación, espléndidamente dirigida por Francisco Carrillo, el mismo que conduce la de El Motín de Aranjuez, se pretendía, se pretende, honrar a los soldados que murieron en defensa de nuestra independencia, españoles o de países interesados en enterrar los sueños napoleónicos. Todo eso se entendía perfectamente. Pero algo fallaba cuando uno se ponía a pensar que el beneficiario de aquellas muertes no iba a ser el pueblo español sino Fernando VII, el mismo que acabó comiéndose el postre de El Motín de Aranjuez. En Albuera fui Adalid de la Paz y la Libertad y aquí soy el Amotinado Mayor, por razones igualmente honrosas para mí, aunque no puedo dejar de pensar que Fernando VII fue un monarca absolutista y que la Inquisición estuvo vigente en nuestro país hasta que la derogó Pepe Botella, el rey intruso impuesto por Napoleón.
Así que atención a los motines y sepamos quién puede salir ganando con ellos, que también los oídos modernos, sin necesidad de remontarnos a dos siglos atrás, saben de incitaciones a la algarabía política sin otro propósito que entrar al final como deseados apaciguadores.
Por eso, el Amotinado Mayor de este año, aún a riesgo de perder prestigio, pide calma para que no sea la crispación mitinesca la que nos guíe, sino el trabajo de cada día y la vigilancia para que nadie haga cuenta de sus ganancias a costa de calentarnos la sangre.
Además, pronto cumpliremos los 30 años de Constitución democrática, que, en esta ocasión, no pudo interrumpir golpe militar alguno, a pesar de que hubo uno bien sonado. Un golpe que no fue derrotado por ningún ejército o milicia popular, sino por la serenidad de la inmensa mayoría de los españoles, que sintieron cuanto había de viejo teatro histórico, de preparación para un tiempo de sangre, que, esta vez, el golpe no consiguió. ¡Qué motín más hermoso, ¿verdad?! Justamente porque fracasó, porque los españoles optamos por la vida, por dejar a un lado la Gracia de Dios y seguir avanzando en nuestra educación y nuestra construcción democrática.
Tuve el privilegio de ser amigo del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, y recuerdo que un día, en un país latinoamericano, cuando aquí aún teníamos dictadura, me dijo: «Lo peor de las dictaduras es que crean una cultura de la intolerancia, un modo de ver el mundo y unas normas de comportamiento, que, luego, cuando el tirano desaparece, esa cultura permanece e intenta sobrevivir».
¡Qué reflexión tan desoladora para los que creen que basta un cambio institucional, un cambio de himno y de bandera, o incluso la instauración de unas periódicas elecciones, para que todo cambie!
Algo parecido dijo un español con mal destino, Indalecio Prieto, que debió de preguntarse hasta dónde aquel gozoso 14 de abril, vivido por la mayoría del pueblo español como una fiesta, podía ser la nueva realidad del país o sólo una imagen fugaz.
Queridos amigos y amigas. Hagamos de este sencillo acto una conjura para no dejarnos embaucar por ningún fabricante de motines. Doblemos definitivamente la página de una historia de España marcada por las represiones más diversas hasta llegar al punto de proclamar las cadenas como un refugio contra la libertad de pensamiento y el derecho a construir el bien común. Si reclamamos, por ejemplo, el derecho de los poderes democráticos a la educación para la ciudadanía, que no sea para imponer ningún color, sino, simplemente, porque necesitamos que sea la democracia, que seamos todos sin exclusión, quienes creemos, al amparo de la Constitución, las normas necesarias para vivir juntos. Queremos, recordando a Miguel Ángel Asturias, estar seguros de que ningún hábito o norma nos domina por haber legitimado en otra época la dependencia, y no por menosprecio del pasado, sino porque somos todos, ahora, los que debemos construir esa nueva cultura, donde encontrarnos y vivir en paz.
Quizá muchos penséis que esto es imposible, que son viejas prédicas mil veces traicionadas. Que es propio de la naturaleza humana la ambición de poder, y que la historia política es un ejemplo de ello. Si esto fuera necesariamente así, si la política estuviera obligada a ser, en todos los tiempos y lugares, una lucha donde todo vale para conseguir los beneficios y satisfacciones de quienes gobiernan, ¿qué sentido tendría hablar de democracia? ¿Qué decir entonces como Amotinado Mayor nombrado en un pleno municipal?
Recordemos siempre que ese pesimismo político, por más que lo avalen mil experiencias, tiene enfrente a otras que lo niegan y que son la razón de los avances de nuestro pensamiento, y, en lugares y ocasiones, de nuestra realidad. ¿Qué haríamos aquí reunidos si no pensáramos tal cosa? ¡Cuántas razones para amotinarse, como hace dos siglos, como siempre, contra los comportamientos y las ideas que obstaculizan nuestro avance! Ideas que incluso consideran risible, entre golpe y golpe de pecho, que alguien proponga, desde un parlamento, o desde un foro internacional, la paz y la alianza planetaria.
El Amotinado se asombra de las gentes que salen de sus cuevas, de sus palacios o de sus templos y que le recriminan sus palabras, que quizá tienen la torpeza de no decir que hacemos la guerra por la paz, que la culpa de que mueran de hambre millones de seres humanos se debe a su indolencia, o que sólo una, a gusto del auditorio, es la religión verdadera, en cuya defensa hemos de salvaguardar y aumentar nuestras propiedades. ¡Tenemos razón!, ¡Somos los mejores! Y lo demuestran porque son los que mejor viven y porque tienen dioses y libros que lo proclaman.
El Amotinado aprovecha la representación que, excepcionalmente, le ha sido conferida, para, con permiso del Excelentísimo Ayuntamiento y sin desdoro de la Fiesta, unirse a los millones de personas que hoy reclaman la necesidad de ser aceptados, indiscriminadamente, como habitantes del planeta y sujetos de su historia. Y protesta, se amotina, contra cualquier sistema de principios que distinga la muerte de los unos de la muerte de los otros, que añada a cada mandamiento un invisible párrafo adicional que permita a unos cuantos incumplirlo en su beneficio. Se proclama parte de la periferia de la sociedad reconocida, condenado a ser televiviente, a la espera de que le anuncien las desgracias o le recuerden a quien ha de odiar como enemigo. Y se niega a aceptar ese papel en un mundo del que sólo nos enseñan las catástrofes naturales y los acontecimientos supuestamente inevitables, las idas y venidas de quienes construyen las desigualdades, las represiones, los inmigrantes hambrientos y las falsas identidades. Un mundo que no nos gusta y que ya no quiere motines ni amotinados a menos que todos sepamos que nadie nos utiliza.
Y aquí, abusando del título que me ha sido confiado, os nombro a todos Amotinados Mayores para que, día a día, hagamos un mundo más solidario, más nuestro, más cercano a esa aspiración ética de la que quieren avergonzarnos, diciéndonos que es una debilidad opuesta a la naturaleza humana. Para que los avances de la ciencia sirvan a todos los humanos y no se traduzcan en artilugios mercantiles, negocio de paz o de guerra, embaucamiento para unos y muerte para otros. Para que Aranjuez recupere su viejo teatro, cuya restauración está sometida a una serie de parálisis administrativas que deshonran a nuestros gobiernos democráticos.
El teatro nació para hacer preguntas e imaginar otras realidades. En numerosas ocasiones, se perdió en pequeñas fantasías; pero en otras, las mejores, hizo de la imaginación el camino del cambio. Buena ha sido, pues, esta ocasión para mezclar lo que uno ve con lo que quisiéramos ver todos los millones de Amotinados Mayores del mundo, constituidos aquí, en Aranjuez, en república planetaria, a uno de septiembre del año 2007.
No sé quién fue el primero, pero, desde entonces, tenemos dos raíces, una en la tierra y otra en el viento, dos memorias y un sueño escondido. Somos los mediterráneos.
Una raíz creó el ciprés y los almendros, las aldeas y el arado, y la otra la filosofía y el teatro, los caminos y el viaje. Una memoria se aferró a las luces cercanas del amor y de los bienes, la otra se pobló de naves y fantasmas, de ciudades sumergidas, de atardeceres habitados por lenguas hermosas ya desaparecidas. ¿Y el sueño? Guarda en nosotros el regusto de aquella dulce tarde de Atenas, cuando las gradas del teatro Dionisos cobijaron a los primeros y quizá últimos brujos de la historia. En la escena, cubiertos con sus máscaras, esbeltos y erguidos sobre sus coturnos, varios actores alzaban sus voces en medio del silencio. ¿Qué invocaban? ¿Por qué ese silencio? ¡Era el sueño! ¡El sueño que, dos mil quinientos años después, sigue esperando en el corazón de tantos mediterráneos! Hablaban de la tragedia de tantos seres humanos y se preguntaban, por medio de extrañas historias, donde se mezclaban dioses, reyes y gente llana, si algún día sería posible la paz y la armonía. De momento tenían la palabra, sólo la palabra. Pero todos sabían que eso no era bastante. Y las crónicas cuentan que aquellos aprendices de brujos, y sus hijos, y los hijos de sus hijos, durante muchas generaciones, murieron sin ver cumplido su deseo.
Quizá por eso, dos mil quinientos años después, mecidos por la memoria del desorden, tantos mediterráneos tenemos la añoranza de aquel viejo sueño. Y nos gusta congregarnos para evocarlo en noches como aquella, si es posible cerca del mar, como en el antiguo teatro Dionisos.
No sé quién fue el primero, pero, desde entonces, los mediterráneos tenemos dos raíces, una en la tierra y otra en el viento, dos memorias y un proyecto. El nombre lo pusieron los griegos, aunque muchos intenten vaciarlo para evitar su nacimiento. Se llama democracia.
De mis numerosos e inolvidables viajes mediterráneos hay dos que, desde antes de su inicio, tuvieron una emoción especial: el de Ítaca y el de Troya, ligados a una oscura vivencia colectiva que permanece a lo largo de los siglos. Son espacios que nos pertenecen y a los que vamos con la inesperada necesidad de un reencuentro, como si hubiéramos viajado con Ulises y sufrido la destrucción y la brutalidad de la guerra de Troya.
En mi caso, el viaje a Troya comienza en realidad a orillas del Bósforo, en un auditorio moderno, donde asistimos a la representación de una versión singular de Argonautas. Tomadas la narración de Apolonio de Rodas y la Medea de Eurípides como puntos de partida, la tragedia integra a actores y actrices turcos que representan a los personajes griegos y a actores y actrices georgianos que encarnan a las gentes de la antigua Cólquide, entre las que, obviamente, Medea ocupa el lugar estelar. Independientemente de su discreto resultado dramático, lo más sugerente del espectáculo es su interrogación sobre las relaciones entre Occidente, representado por la nave de Jasón, y el Oriente próximo. Enfrentamiento explicado en los manuales de historia con fechas y batallas que aspiran, cada vez, a zanjar la cuestión, pero que aquí, en la línea divisoria entre los dos continentes, tiene una lectura singular. A fin de cuentas, este fue el centro del Imperio Otomano y es, ahora, la patria de Ataturk, gran puerta entre dos proyectos históricos que hacen de Turquía espacio de Occidente y del Islam. Espacio, por tanto, de una confrontación, crispada o soterrada, pero real, cuyo futuro habrá de incidir –una vez más– en la historia del Mediterráneo.
Nos dirigimos a Çannakalé, capital de la provincia donde un día estuvo Troya. Hacemos el viaje desde Estambul en el autobús de línea pero, a poco de llegar, intentamos, con el apoyo de un ferry, llegar a la isla de Tenedos y volver a las playas troyanas con los ojos de un viajero que arribara desde la costa de Aúlide. Avistamos los altos de Hinarlik donde, a comienzos del III milenio antes de C., se fundó la primera Troya, la ciudad nueve veces perdida y, cuando se creía sepultada para siempre, descubierta bajo tierra, a finales del XXI, por el alemán Heinrich Schliman.
Cruzamos los campos áridos perseguidos por los desdichados personajes de La Ilíada. Guerreros insignificantes unos, elevados otros a la categoría de héroes, pero igualmente miserables, sin más destino que el de guerrear y morir. ¿Acaso no era la guerra el más digno de los destinos? Vida con sabor de sangre, mientras Agamenón, el raptor de Casandra, ajeno a su propia muerte conyugal, proclamaba: «Llegará el día en que la sagrada Troya perecerá». Y Aquiles ponía fin a la vida de Héctor, y humillaba su cadáver, para improvisar al fin un gesto magnánimo entregando los mancillados restos al suplicante Príamo, el padre del príncipe troyano.
En el centro de las excavaciones, la Universidad de Tübingen ha construido su centro de trabajo. Lo animan muchos jóvenes arqueólogos llegados de varios países de Europa y América. Todos parecen cautivos del síndrome Troya, de cuanto estas tierras guardan en su memoria. Para los que, como en mi caso, sólo sabemos de Troya lo que cuentan el relato homérico y media docena de tragedias, la primera sorpresa es saber que hubo hasta nueve ciudades, nueve Troyas, sucesivamente destruidas por las guerras, incendios, saqueos y terremotos. Homero nos habló de una Troya y de una guerra, pero esa era la Troya séptima y sólo una de las guerras; porque inmediatamente antes, estuvo la sexta, nacida a comienzos del 1600 antes de C., y destruida en 1359 por un terremoto. Esta vez la ciudad renació sin los intervalos de abandono que siguieron a otras de sus muertes anteriores. Pero también su destrucción fue más temprana, pues entre el 1250 y el 1200 tuvo lugar la guerra que guardaron los aedas en sus relatos y Homero reunió y quizás amplió en el siglo VIII antes de C.
¿Literatura? ¿Historia? Como ha sucedido a menudo en estas cuestiones, la arqueología ha establecido su propia verdad orientada por la imaginación imprecisa de los poetas. La Troya de Homero está hecha de lo que estaba a la vista en el siglo VIII antes de C. y de los murmullos épicos del medio milenio precedente. Como, a buen seguro, la Troya que yo veo está hecha también de todos los siglos ulteriores, hasta llegar a día de hoy, cuando uno tiene la impresión, en medio de estos campos desolados, asignados por la leyenda a determinados episodios de La Ilíada, de que la ciudad sigue esperando su reparación definitiva.
Han montado para los turistas un enorme caballo, destinado a recordar la estratagema de Ulises para permitir a los griegos entrar en la ciudad. Las nueve ciudades sepultadas yacen como un monumento de la muerte. Las troyanas abandonaron las costas hace siglos para convertirse en las esclavas de Occidente. Y uno siente que pisa uno de tantos lugares del planeta donde la historia de la ambición consumió la vida de miles o millones de seres humanos que nunca supieron que las cosas podían ser de otro modo. No sé si con razón. El saqueo y la destrucción de Troya aseguran la historia que fue el justo castigo al «rapto» de Helena, que deshonró a todos los griegos. Los poetas lo han explicado de un modo distinto y más convincente, sin más que poner la mirada sobre Paris, Menelao y la propia Helena. De momento, sigue ganando la historia, cargada de «raptos» que agreden y enriquecen. La desmemoria y el silencio han hecho el resto.
¿Por qué no imaginar a Troya como uno de los espacios de esa necesaria reconciliación entre Oriente y Occidente, entre el islam y el cristianismo, entre todas las orillas del Mediterráneo? ¿Qué victoria del imaginario no supondría que en sus ruinas se representaran unas Troyanas por actrices llegadas de todas las orillas? El mundo ha cambiado, pero la gran puerta sigue custodiada, a ambos lados, por parecidos leones.
Recibo un e-mail remitido desde federico@labarraca.es, dirigido a José Monleón. Dice así:
Te escribo por tu afecto de siempre y porque estás directamente implicado en los actos que van a celebrarse en Fuentevaqueros. Lo hago para que transmitas mi gratitud a los organizadores y para decir algunas cosas. Desde mi muerte no he vuelto a escribir y he tenido mucho tiempo para pensar en nuestro país. Naturalmente, he seguido de cerca cuanto ha sucedido después del 36; participando con mis dramas y mis versos en la esperanza de tantos españoles. Sé que mi nombre ha estado presente pese a los esfuerzos iniciales por ocultarlo. A veces, gracias a cuantos han amado mi obra; a veces, gracias a los infundios de quienes la han denigrado y han dicho que organicé mi propio asesinato para hacerme publicidad; a veces, por la pasión de quienes han querido subirme a los altares. Creo que, por fortuna, sólo el primer grupo sobrevive, en España y en América, donde fueron míos varios países. Los que condenaron mi teatro cuando vivía, y lo hicieron con más fuerza después de muerto, me fueron olvidando poco a poco, no sé si vencidos o porque, simplemente, dejé de interesarles. Los que me colocaron en el museo de los mártires ilustres han disminuido, aunque sigan dándole vueltas a un poema de sangre y andalucismo que no es el mío. Porque yo fui y seré siempre un andaluz lleno de amor por el mundo, ciudadano de todos los lugares donde he vivido o he imaginado. A cuantos quisieron y quieren entenderme pertenezco y añoro por igual las tardes de mi Huerta de San Vicente, los alegres días habaneros, la luz de Buenos Aires o los compañeros de la Residencia de Estudiantes. Si creé La Barraca fue por eso. Porque me gustaba el teatro, me gustaban las gentes sencillas y me gustaban los caminos…
Pero yo te escribo ahora por una necesidad concreta, aunque ella me lleve a hacer un poco de historia. La historia de alguien que vivió y murió siempre abrazado a las realidades de su pueblo. Al principio, cuando me reclamaba poeta puro y recelaba de los que introducían la política en el paraíso de los versos, quizá no lo sabía. El camino me enseñó. Descubrí pronto que las personas sufren en un planeta hecho de iglesias y oscuros principios. Y que, por más que la política escupa a menudo palabras estériles, hay «otra» política necesaria, otro modo de mirar a las gentes y de pensar en su felicidad y su justicia. Creo que mis dramas y mis versos lo demuestran. A mi amigo Rafael le he oído decir, vuelto ya del exilio, que cada vez nos entendimos un poco más y acabamos descubriendo que teníamos las mismas quemaduras.
Mi primera obra, Mariana Pineda, sufrió ya el temor a la censura. Pronto, los amigos –esos que habéis agrupado como Generación del 27– me enseñaron a leer la historia soterrada de España. Distinta a esa otra historia mal contada, donde tantos figurones han ocupado los espacios que corresponden a sus protagonistas. Hablábamos mucho de educación y de cultura popular, de la necesidad de hurtarle el magisterio a ese bloque de prejuicios huraños con que se han amasado tantas «identidades» clasistas o nacionales, y nos decíamos que nuestro primer deber era amar el mundo y convocar a todos los españoles alrededor del arte y la belleza. ¡De ahí, y no de las batallas o la unción del poder, es de donde debiera nacer nuestra condición humana!
El 14 de abril fue el día señalado. Inesperadamente, millones de españoles fueron felices, pensando en proyectos que nunca se cumplieron. Primero, porque no cabe cambiar en un día un destino largamente construido. Segundo, porque muchos republicanos pensaron más en sus programas de partido que en la República. Y, tercero, porque la España eterna no estaba dispuesta a ser distinta.
Pero yo viví, lo juro, aquel tiempo en el que muchos sentimos que la razón y la solidaridad bastaban para labrar una justicia. De aquella confianza nació La Barraca, convencidos de que era la hora de acercar la universidad y el pueblo, los clásicos y las gentes sin teatro, la imagen colectiva de España y la voz de todos los que vivían y trabajaban en ella. ¡Qué distinto resulta entonces el concepto de patria! Dos palabras se abrieron paso: Educación y cultura. Las dos presididas por el repudio de la discriminación y el rescate de la libertad. Supimos, sabíamos, sabemos, que ningún sistema democrático –y la República lo experimentó muy pronto en sus carnes– podrá avanzar sin encarar la formación de sus ciudadanos, que, sin ella, la hermosa libertad puede llegar a ser un simple instrumento al servicio de quienes quieren destruirla. La conclusión es antigua y ha sido siempre considerada cosa de poetas y gentes soñadoras. Pero yo sentí en mi última noche de La Residencia, camino del amanecer de mi asesinato, como sin duda lo habrán pensado millones de seres humanos en situaciones semejantes, que el único modo de superar la opción entre la autocracia y la anarquía, entre la ciudad y el Derecho de sus habitantes, está en contar con sujetos democráticos, capaces de construir la armonía entre ambos términos. Romances, como diría cualquiera de los aprendices de mesías que hormiguean por el mundo. Y así hemos andado siglo tras siglo, hasta un momento en el que dejamos a demasiados simples jugar con la humanidad. ¿Cuántas personas mueren de hambre cada segundo? ¿Cuántos millones de seres humanos siguen encerrados en la cárcel de los viejos prejuicios? ¿A quién ha traicionado el avance tecnológico? ¿A cuántos se les inocula una forma de «identidad» que les impide entender a los distintos?
He seguido el curso de vuestros últimos años. Y mi sombra se unió a las manifestaciones populares que celebraron el fin de la última dictadura. Pensé que el medio siglo perdido, el millón de muertos y la sordidez pública de tantos años serían una buena memoria para establecer la nueva convivencia. Descubrí que no sería tan fácil, cuando los mismos que construyeron la falsa historia de España se opusieron, ¡en una democracia!, a la Ley de la Memoria Histórica, es decir, al rescate de las voces falseadas o condenadas al silencio. ¿Acaso no es uno de los primeros derechos humanos? Estoy seguro de que no figura en la relación de los mismos por su obviedad, por la evidencia de que sólo el carcelero podría negarle la palabra al prisionero. No se trata de darle la vuelta a la tortilla y ocultar lo que antes era visible para mostrar únicamente lo que estaba oculto. No, no. Esas son teorías putrefactas, que ensucian la política. Se trata de que cada uno recuerde lo que vivió y que hagamos la historia entre todos. ¿Y qué decir de las objeciones «de conciencia» a la asignatura de Educación para la Ciudadanía? ¿Cómo puede objetarse individualmente la democracia en un país constitucionalmente democrático? De nuevo, el mismo empeño de determinadas ideologías en definir lo que es justo y bueno sin escuchar a los demás, sin atención a los órganos democráticos de gobierno, contando incluso con el beneplácito de ciertos jueces que las comparten.
Se me llena la cabeza de tristes recuerdos de los años oscuros de nuestra República. Los que me llevaron a pasar desde mis obras llenas de esperanza o de alegría popular a La casa de Bernarda Alba, cuando anuncié la muerte de Adela y el silencio impuesto por Bernarda. ¿Qué nos pasa en España? Me pregunto todavía cómo, después de haber escrito Mariana Pineda y la Bernarda, pude creer que la Huerta de San Vicente era el refugio de todas las tormentas. ¿No tenía ojos para ver lo que mi corazón no quería?
Junto a leyes atentas a la justicia social, caminos abiertos al pensamiento… cooperación cultural para el desarrollo, alianza de civilizaciones, pluralidad cultural, la España plural y solidaria, educación para la ciudadanía… palabras que contienen hermosos compromisos. Casi todas figuran en las declaraciones de los organismos internacionales. Me aterra, en esta soledad de siglos, pensar que en España, como ya sucediera en los albores de nuestra II República, muchos de esos hermosos programas son ignorados o negados incluso por las personas encargadas de aplicarlos. El menosprecio de la cultura es un virus milenario del poder y de la economía. Me dicta un ángel un párrafo de una Declaración de la UNESCO: «La cultura se encuentra en el centro de los debates contemporáneos sobre la identidad, la cohesión social y el desarrollo de una economía fundada en el saber». No es mi estilo, pero me hubiera gustado tener poder y haberlo escrito. De vosotros depende que estos sean, otra vez, años para el recuerdo de la ocasión perdida, o un gran paso hacia delante.
La memoria tiene siempre un paisaje. Impreciso, quizá marcado por sonidos o silencios, por olores, por una luz o por un aire que se queda dentro del recuerdo. Y luego están los rostros y las voces que resucitan cada vez que la memoria le gana la batalla al tiempo. Ahí está «mi» Prado, el Prado de mi infancia, con las siestas repletas de las voces, los murmullos, el motor de los camiones y el fuerte olor a pimiento que atravesaban la casa de mi abuela Sofía, una de cuyas puertas daba precisamente al gran mercado. Al anochecer, aquello era el paseo; en fiestas, el bullicio de las rifas, el pelotazo al incansable patito metálico que repartía numerosos regalos, la prodigiosa agua de limón (oscura, hecha con azúcar moreno, infinitamente mejor que todos los brebajes industriales posteriores) y, en los más gloriosos atardeceres, frente al Musical, los conciertos de una de las dos grandes bandas de mi pueblo. Ah, y estaba, sobre todo, la cúpula de los frondosos árboles, que sombreaban y daban al Prado la luz de las cuatro estaciones del año. No sé si porque el urbanismo andaba en pañales o por el buen gusto de los munícipes, lo cierto es que el Prado aún no constituía la obsesión de ningún constructor de paraísos artificiales. Árboles, espacio despejado, y la tierra para adaptarla y animarla según las necesidades humanas de los vecinos, incluida, como no, la posibilidad de armar corrillos de sillas y mecedoras –delante de la casa de mis abuelos, al pie de un hermoso árbol, mis tías Maruja y Carmen solían reunir a sus amigas– donde, a la vez, se cotilleaba y se urdían posibles matrimonios.
Arriba vivían los de arriba, cuyos lindes estaban por entonces en la calle de San Roque; abajo los de abajo, que tenían su capital en la plaza del Ayuntamiento y la calle Mayor. Pero el Prado era un poco de todos, el lugar donde la gente se mezclaba con frecuencia, donde los niños comprábamos nuestro margallón los días de fiesta y estaban los cafés más concurridos. Donde unos tomaban el aperitivo –el vermut se decía entonces– y otros jugaban al truque o, si la mesa era de más altos vuelos, al tute subastado. O, lo recuerdo muy bien, donde estaban los mejores billares que los más jóvenes pagábamos con el azafrán que sustraíamos en nuestras casas. No había cambio, y supongo que con ello salíamos ganando los comerciantes de azafrán, elegido como moneda de curso legal –en una especie de inconsciente homenaje a la vieja Europa de las especias–, y, por supuesto, los que teníamos problemas para pagar una hora de billar. ¡Qué madre o abuela iban a guardar el azafrán en el monedero!
Y luego estaba la salida de misa de once, que le valió «a Remeditos, la filla del mestre» un graciosa coplilla popular; El novio darrere li porta el catret/ y ella com es tan chula, menega el culet. ¿Hasta dónde la iglesia de la época no debía buena parte del éxito de su misa de once de los domingos a su condición de prolegómeno del paseo? Posteriormente, el Prado ha ido trazando sus caminitos de laberinto. Entre otras cosas, porque el mercado de hortalizas ha sido construido en otro lugar, estrictamente dedicado a ese menester, con todas las ventajas inherentes. Algo, sin embargo, perdió nuestro pueblo cuando aquellas tardes de tomates y pimientos dejaron de ser parte de la vida ciudadana, de quienes ni compraban ni vendían, pero se hundían –nos hundíamos– en el bullicio de las tardes inolvidables. Uno no sabe si la memoria le engaña, porque, al fin y al cabo, en el pasado éramos más jóvenes, vivíamos con proyectos que en gran parte no se han cumplido, y teníamos a nuestro lado a personas, ya ausentes, que eran y siguen siendo parte de nosotros mismos. Lo que el clásico, ya maduro, quiso decir, es que «cualquier juventud fue mejor», aunque el pudor le llevara a formularlo con aquello de que «cualquier pasado fue mejor». Cada tiempo tiene sus protagonistas de la esperanza. Y aquel tiempo, pese a la cercanía de la Guerra Civil y a una realidad social mucho más áspera y censora que la de nuestros días, fue la juventud de los que andamos ya de balance, el tiempo de «vino y rosas» del que hablaron los novelistas. Por eso se nos va el recuerdo hacia aquel Prado tan distinto al actual, en una ciudad cuyas costumbres han sufrido también numerosos cambios.
Muchas cosas ha sabido ganar la ciudadanía española desde entonces. Pero es inevitable sentir la infancia y la adolescencia como un tiempo extrañamente armónico, cuando vivir fue un juego, un descubrimiento continuo, incluso de las desdichas. Cuando un día o una semana parecían una eternidad y creíamos que contábamos con un tiempo inacabable. Hay en todo ello una construcción personal que dota a los recuerdos de una melancolía a menudo risible para quienes han llegado luego. Tavernes y el Prado son hoy otra cosa. !Hagamos buenos y luminosos los nuevos tiempos! Y aquí, enredado también por los lazos que me unen a tantos viejos amigos de Tavernes, me sale el rostro sonriente de Claudia Gascón, nieta de Pepe Gasón, el médico, y de Conchita Fuentes, la hija de Jesús, cuya casa y establecimiento estaba en la puerta de la calle Mayor, a dos pasos de la plaza del Ayuntamiento. La madre de Claudia fue fallera mayor en el 86, y ella, a sus nueve años, es fallera mayor infantil del 2007, con lo que cuatro generaciones paralelas a mi existencia desembocan ahora en el delicado e incruento reinado sobre la falla de mi antiguo Prado, al que los valleros han tenido el buen gusto de dar el nombre de Passeig, recordando uno de sus más hermosos destinos.
Recordar nunca debiera ser dar la espalda al presente, al que pertenecemos y nos debemos hasta el final. Todos los días, desde el primero al último, tienen su valor y han de ser aprovechados. Y con la misma alegría que uno saluda a la jovencísima reina Claudia, quisiera devolver la voz a tantas tardes, a tantos rostros, que están guardados en nosotros. Todo vive mientras alguien lo recuerda. ¿Acaso no es ese uno de los principales motores de la creación artística y aún de la ambición política? Y aquel Prado sigue en pie, con sus sonidos, su luz, sus aromas y sus árboles en el corazón de muchas gentes.
Después de vivir, como niño, la Guerra Civil española, y, como adolescente, las represiones que siguieron a su desenlace, había llegado al convencimiento de que la información que recibíamos y la historia que nos contaban sólo eran una fabulación. Era, en Valencia, un joven estudiante de Derecho cuando tuve ese convencimiento. Vivía en una sociedad racionada y hambrienta, en la que se filtraban horribles noticias de la II Guerra Mundial, y pesaba el trauma de una sangrienta confrontación civil, a la vez que leía que pertenecíamos a un imperio hacia Dios y éramos una «unidad de destino» en lo universal. Los libros de Historia, por supuesto, aclaraban muy poco. Y uno buscaba en la ficción literaria ese punto de verdad encubierta, de fabulación aparente, para entender algo del mundo en que vivía. Fue entonces cuando descubrí el teatro y pensé que nunca volvería a sentirme sólo. Historia de una escalera y La muerte de un viajante nos situaron a una generación de españoles ante realidades reconocibles, sin banderas ni luceros, con personajes cercanos y escondidos por las crónicas.
A partir de ahí, a lo largo de las seis décadas que median desde aquella fecha hasta hoy, he buscado a menudo en los personajes dramáticos la guía para entender cómo viven los humanos, frente al supuesto testimonio de tantas fabulaciones interesadas o doctrinarias. A partir del 57, con la creación de la revista Primer Acto, tuve ya, con otros compañeros, la posibilidad de reflexionar y escribir para encontrarnos, seguida desde entonces por lectores de muy distintos países, que han tenido la misma necesidad. Cuanto he escrito y las muy distintas iniciativas afrontadas a lo largo de mi vida han tenido a menudo el mismo origen: buscar en los personajes dramáticos las realidades encadenadas por los mitos, las ideologías y los intereses. Gracias a Primer Acto y, luego, a la creación del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, he podido vencer el yugo mortal de las fronteras culturales y administrativas. Al punto de haber dirigido o participado en actividades teatrales realizadas en 45 países de Europa, norte de África, Oriente Próximo y América, a veces en circunstancias bélicas, siempre en busca de ese espacio de diálogo entre los humanos que con frecuencia tuerce la realidad política. O dando conferencias teatrales durante la dictadura en todas las capitales de provincia españolas salvo en dos de ellas. Y conocido en el mundo a muchas personas formidables.
En el Teatro de las Naciones de París, o en el Bitef de Belgrado, cuando Europa estaba dividida por un telón de acero, un grupo de gentes de teatro tuvimos la oportunidad de ver espectáculos que, contra la norma dominante, nos mostraban los problemas de los «dos» mundos a través de la historia de los personajes, dejándonos siempre un margen de libertad para su interpretación, y permitiéndonos, en definitiva, entender cuánto hay de miserable en la definición que cada doctrina hace de sus infiernos. De la Hispanoamérica, encerrada en los viajes de Colón y la historia de la Conquista y de la colonia, pudimos liberarnos para descubrir la América Latina –tras la experiencia de nuestro exilio del 39, de cuya transmisión nos vimos privados en su momento– en los viajes de nuestros grupos independientes a los festivales de Manizales, Caracas o Bogotá, del trabajo del CELCIT en América, dirigido por el español Luis Molina, y del conocimiento de algunos textos de sus jóvenes autores. A la xenofobia contra el Islam, heredada de la Reconquista, nuestro Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo pudo oponer un discurso que iba del Teatro Dionisos de Atenas a los festivales de El Cairo o Cartago, pasando por los ya 13 Foros Ibn Arabí celebrados, con la participación de las Tres Culturas y una atención especial a Córdoba y a cuanto significó el califato Omeya. A la URSS nos acercó un congreso celebrado en el Teatro de Arte de Moscú y otro encuentro en San Petersburgo, en la época de Gorbachov, que nos enseñaron, una vez más, la distancia entre la «fabulación» política y la realidad. En los Estados Unidos los años en que fui profesor invitado de la Universidad de Albany me permitieron conocer el off-Broadway y seguir de cerca las actividades del Living Theater y los grupos radicales, que encarnaban una América muy distinta de la que ha impuesto en medio mundo la administración conservadora. Y hasta el África subsahariana he podido sentirla cerca gracias al Festival de Agüimes, cuyo Simposio he tenido el honor de dirigir, y que recibe también en este acto uno de los Premios Max de 2011. Todo ello ha constituido una experiencia teatral que me ha enseñado el profundo sentido de la exigencia democrática y solidaria, que tantas veces se deshace entre los dedos cuando la instrumentalizan los sectarismos ideológicos. O perversiones como la industrialización de la cultura o su reducción económica, que constituye hoy uno de los grandes obstáculos al avance justo, pacífico y solidario de la humanidad. Una batalla en la que ha participado el mejor teatro de todas las épocas.
Yo fui un niño de la guerra. En julio del 36 vivía en Valencia y, con 9 años, respiré la crueldad y la muerte de una Guerra Civil, vi los coches de la FAI, con sus calaveras pintadas de blanco, conocí el pavor de los bombardeos y canté la Internacional en la escuela: «El día que el triunfo alcancemos – ni pobres ni ricos habrá – la tierra será el paraíso – la patria de la humanidad». Luego, con ocasión de algún obligado viaje familiar, siempre a lugares cercanos, compartí la agonía de los controles de carretera mientras algún miliciano revisaba los rostros de los pasajeros, y una vez recuerdo que vi por la ventanilla varios cadáveres arrojados en las cunetas, entre ellos uno, con gesto sorprendido y las gafas rotas. Gracias a mi tío Emilio, que era cónsul de la República en Marrakech, estuve luego un año en Marruecos y descubrí, siendo niño, que el mundo era mucho más grande y apasionante de lo que creían en mi país y en mi pueblo. A finales del 37 estaba, de nuevo, en España, esta vez en Llansá, un pueblecito cercano a Port Bou, donde mi padre, telegrafista, había sido destinado. Allí, a dos pasos de la frontera, viví, con once años, el exilio masivo de los republicanos, envuelto por la desesperación, el miedo y los bombardeos. Así que, cuando entraron los nacionales en Llansá y se proclamó el fin de la guerra, yo ya sabía, como todos los niños de mi edad, que los seres humanos son siempre peligrosos, por más que en sus cantos, desfiles, discursos, sermones y fiestas lo disimulen.
Fue entonces cuando pasé por una experiencia que me ha marcado para siempre. Durante tres años había aprendido que la violencia era la acción predilecta de los adultos y que la muerte iba unida al placer de la victoria. Los muertos o los que iban a morir estaban siempre presentes y, a la vez, lejanos. Porque, y eso también empecé a entenderlo entonces, los humanos sólo temen a su propia muerte, considerando la muerte de los demás como una noticia, feliz o lamentable, pero, en definitiva, previsible. Aunque el crimen ocurra en la casa de al lado, o la información nos acerque a las más dolorosas catástrofes, nuestra capacidad «personal» para deshumanizar el acontecimiento, para anecdotizarlo, para celebrar oscuramente nuestra supervivencia, es infinita. Ocurrió, sin embargo, en Llansá –exactamente, en su puerto, una aldea a orillas del mar– algo que nos desbordó a todos los que allí vivíamos, quizá porque el protagonista, lejos de estar envuelto en las estadísticas o de diluirse en los términos de cualquier acontecimiento luctuoso, estaba allí, entre nosotros, y ante nosotros, con el pueblo convertido en tembloroso espectador, para representar su propia muerte.
Contado en los términos de una crónica de sucesos, la cosa era bastante simple. A los pocos días de entrar en el pueblo las fuerzas del General Camilo Alonso Vega –militar ilustre del franquismo–, un cabo, auxiliado por varios soldados, había violado a una muchacha. Lo había hecho por la noche, en un viñedo cercano a la gran plaza del puerto, después de registrar varias casas –alegando que buscaban a unos «rojos» escondidos–, hasta encontrar a la que iba a ser su víctima. También estuvieron en mi casa, y siempre recordaré la mano de mi madre alzando el quinqué, a requerimiento de los soldados, sobre la cama donde yo dormía. En la noche sin luz eléctrica –cortada desde hacía semanas por los efectos de la guerra– varios vecinos llegaron a oír los gritos de la muchacha, que regresó a su casa cuando la dejaron en libertad. Al alba un grupo de mujeres del puerto, presididas por la madre de la chica, todas enlutadas, se presentó en el cuartel provisional reclamando justicia y acusando a los supuestos liberadores. Los hechos se precipitaron. Se formó a toda la tropa y el cabo fue rápidamente reconocido. A continuación, juicio sumarísimo y condena a muerte del cabo, por su delito y para mostrar la justicia de los nacionales y su respeto a los vecinos. A mediodía corrió la noticia y el fusilamiento se preparó para primera hora de la tarde. Allí estábamos todos para asistir al más siniestro de los festivales de España. Llegó un camión del que bajó un grupo de soldados con un oficial. Todos se dirigieron al espacio libre previamente acotado. Iban en grupo, como si hubieran preparado algún juego, o quizá alguna representación para entretenernos. Uno de los soldados iba apoyado en otros dos, como si estuviera enfermo o acabara de sufrir algún accidente. En medio de un silencio absoluto fueron ocupando sus lugares. Al que parecía enfermo lo dejaron solo y frente a él, en doble fila, formaron los restantes, excepto el oficial que se quedó a un lado. El oficial dijo unas palabras que nunca he recordado, pero sí su sentido. Se las dirigía consoladoramente al enfermo y a los vecinos del puerto. Debieron ser, más o menos, estas: «Fue un buen soldado y un buen compañero. Pero cometió un grave delito por el que ahora debe pagar». Todo consistía, pues, en pagar y en paz. El muchacho comenzó a llorar silenciosamente. Se acercaron solícitos dos compañeros del piquete. Le pusieron amorosamente un pañuelo en los ojos, que él agradeció con un breve gesto. Mientras cruzaba los brazos se preparó el piquete y, de inmediato, sonaron las voces del oficial, seguidas de unos disparos que lo lanzaron por el aire como un muñeco. En el silencio, otro de los soldados cubrió su cuerpo con una bandera. Y, con unción y respeto, lo subieron entre varios al camión que salió de inmediato hacia el cementerio. La muchacha, rodeada de su familia y de las mujeres enlutadas, regresó lentamente a su casa que se encontraba muy cerca.
Imposible para mí reducir aquellos hechos a una narración o una representación o una noticia. Ver a unos hombres matando ceremoniosamente a otro hombre contiene una dimensión imposible de explicar, seguramente porque descubre, con absoluta verdad, la brutalidad del ser humano, la vigencia de comportamientos y de culturas ancestrales capaces de conferir una cierta lógica a hechos como el que vivimos aquella tarde.
Luego, encerrado mi padre en la cárcel de Gerona, por ser hermano de Emilio, tuve la triste oportunidad de conocer a muchos hijos de condenados a muerte, a los que acompañé algunas noches al cementerio del Carmen para ver si habían abierto una de las fosas comunes que precedían siempre a los fusilamientos. Después, llegó la II Guerra Mundial y vimos nuevamente la atrocidad del mundo, en una emulación de horrores, que quizá mostró uno de los mayores síntomas de la descomposición de la humanidad en el hecho de que los avances de la ciencia, cantados y esperados tanto tiempo, dieran sus más brillantes ejemplos con el lanzamiento de las dos primeras bombas atómicas y con la capacidad letal del III Reich para considerar el asesinato de más de seis millones de judíos como la solución política de uno de sus problemas.
¿Para qué más? Hay que decirlo y recordarlo, porque no se puede tener la desvergüenza de tantos políticos, chamanes, pensadores y gentes que dicen amar el bien, y viven, actúan y predican como si sólo tuviéramos que quitar el polvo para considerar este mundo hermoso y razonable. Leamos seriamente los periódicos, veamos en televisión los planos de los últimos ataques suicidas, en mercados, escuelas o a la puerta de los templos. Tengamos la paciencia de escuchar a esos líderes que sólo nos proponen el insulto al adversario y la gloria de sí mismos, seamos capaces de enfrentarnos a un solo crimen de los miles de crímenes que se cometen diariamente con el hambre, y rebelémonos contra el sinsentido acumulado por una larga historia. (…)
La realidad política contemporánea ha hecho del «encuentro con el otro» uno de los temas recurrentes. Todavía son muchos los millones de seres humanos educados en la idea de que su mundo –su cultura, su lengua, su religión y hasta su cocina– es el mejor de los posibles, acechado por intereses y malvados de la más diversa procedencia, y que, en definitiva, el Otro es siempre un enemigo potencial ante el que debemos estar en guardia. La llamada globalización ha extremado, paradójicamente, esa convicción. La creciente cercanía del Otro, la imagen superficial de sus modos de vida y el fuerte incremento de los movimientos migratorios no han hecho sino interiorizar el recelo. En las sociedades que gozan de un cierto bienestar, como es el caso de España, viendo en el Otro, procedente de realidades mucho más duras y dispuesto a ocupar un espacio entre nosotros, una amenaza; en el caso de quienes viven en sociedades en precario, material o político, considerando que su situación se debe en gran medida al orden económico impuesto por los países del bienestar. Es la relación ancestral entre los pobres y los ricos, los ocupantes y los ocupados, el poder y las colonias, donde cada parte tiene sus propias razones para menospreciar u odiar a la otra. Así ha sido siempre y, en más de una ocasión, ante la invocación de la fraternidad evangélica o coránica, he oído a sesudos conferenciantes decir que no debemos confundir al «prójimo» de los Mandamientos con el Otro, que es el «lejano», ni olvidar la interpretación que muchas sociedades islámicas han hecho de la «guerra santa» desde el mismo día de la muerte de Mahoma.
Dejando a un lado el «mundo ausente», formado por los habitantes de obscuros lugares excluidos de nuestra conciencia histórica, lo cierto es que los espacios del «mundo presente» se han ampliado considerablemente durante las últimas décadas. La televisión ofrece hoy, en el interior mismo de los hogares de numerosos países, la imagen reiterada de ese Otro, sujeto a apacibles o agitadas circunstancias. La guerra, el hambre, la desesperación, la violencia y, también, la prosperidad, los negocios florecientes y los políticos satisfechos comparten la imagen del mundo. Y, cada vez más, la globalización multiplica el número de solitarios de ese nuevo planeta, donde el Otro es más necesario y más temido que nunca. Jasón decidió, cuando Argo navegaba en busca del vellocino de oro, destruir una pequeña embarcación cuyos remos turbaban el silencio de la noche. Luego, después del crimen, descubrió que eran gentes amigas que se habían acercado con el ánimo de darle la bienvenida. Pero Jasón no sintió por ello el menor remordimiento. Para un caudillo como él, la muerte de inocentes era mucho más justificable que la derrota por el ejercicio lógico de la confianza. Jasón no sabía que estaba actuando conforme a una ley política puesta en práctica a comienzos del tercer milenio: el de la guerra preventiva, donde ni siquiera cuenta la mentira, pues se trata de evitar lo que aún no existiendo podría existir. ¿Qué importan los muertos frente a ese argumento? El Otro está ahí, aprovechando la noche para destruirnos, y hemos de anticiparnos para sobrevivir. Si luego, al conocerlos uno a uno, al saber de su vida y de las razones por las que busca un lugar al sol, descubrimos que son cercanos, que son nuestros prójimos, a menudo nos zafamos de la contradicción manteniendo el recelo generalizado y haciendo de lo conocido una excepción. ¿Por qué no aumentar, entonces, el conocimiento?
En más de una ocasión, he oído hablar de la necesidad de construir «una cultura del Otro» para responder a las exigencias de un mundo que va levantando sus fronteras, en oposición a las viejas y renovadas ideologías de la «lucha» contra la diferencia, apoyadas en la necesidad de armarse frente a ese temible desconocido portador de todos los males. Pero, ¿quién es el Otro? ¿Por qué no intentamos conocerlo? ¿Por qué generalizamos su identificación con la de «enemigo»? ¿Por qué esa especie de «cosificación» que los borra –reducidos a figuración de cadáveres, entre humeantes escenografías ruinosas– del censo de los humanos?
Ante este tipo de preguntas, he pensado muchas veces en la razón de ser del teatro y de la profesión de actor. Si, al principio, en la Grecia clásica, el teatro fue un círculo, en menos de un siglo se llegó a los tres actores, un coro y un número de máscaras que permitían multiplicar el número de personajes. Y lo sorprendente de aquellas tragedias era que, a menudo, todos esos personajes, enfrentados y tan distintos, acababan integrando un tejido del que todos eran igualmente imprescindibles. Cierto que uno era el verdugo y el otro la víctima, uno el tirano y otro el humillado, uno el noble y otro el torvo, uno el vencedor y otro el derrotado, pero, a menudo, se tenía la impresión de que todos se necesitaban, e incluso se superponían, pues en uno solo se daba a veces la crueldad y la compasión, la debilidad y la fuerza, como si todos los Otros formaran parte de uno mismo. Eran las circunstancias las que forzaban a los personajes a definirse y a ocultar sus identidades latentes, las que hacían de Hécuba una víctima, de Agamenón un triunfador y de Ulises un asesino servil. ¿Qué habría sido de estos tres personajes de ser otro el desenlace de la Guerra de Troya?
Esa ha sido una de las aportaciones del gran teatro a la historia de la humanidad. Situar a los espectadores ante personajes enfrentados que solicitaban por igual nuestra identificación. Cada uno tenía sus razones, incompatibles, y, sin embargo, dotadas de una justificación, desde su situación y desde sus circunstancias. Los actores lo saben muy bien: cuando no es posible «defender» un personaje, es mejor abandonarlo, entre otras razones porque la obra en cuestión promete muy escasas revelaciones. Al final, el malo será castigado, resplandecerá la bondad, la ley mostrará su grandeza y nos iremos a casa, sin preguntas, con la lección bien aprendida.
Pero, ¿qué hacer frente a un mundo en el que el horror va a acompañado de una serie de argumentaciones sostenidas por sus causantes con tanta convicción?, ¿cómo responder a tantas máscaras de la justicia que se excluyen entre sí?
Cabe, desde luego, apuntarse a un dogma y coger el fusil. El de los disparos o el de las palabras, afirmando una y otra vez el valor supremo de la fuerza y la consiguiente necesidad de hacer lo que hizo Jasón en aquella triste noche de su travesía. Volvemos a los orígenes. No hay más que un coro, uniforme, en el que debemos reconocernos. El objetivo es dominar, controlar ese coro, eliminar la singularidad de quienes lo conforman. O, por el contrario, cabe que aceptemos la lección de la escena y entendamos, primero, que somos muchos y distintos, y, segundo, que muchos de esos Otros están sustancialmente en cada uno de nosotros. Con otra lengua, otra religión, otros libros. Pero afines, en sus sentimientos y conflictos, a esos Otros que se rebelan en nuestro interior, castigados por un orden social y un sistema de principios que los condena.
Anda el actor saltando de uno a otro personaje. Recuerdo al autor y actor Eduardo Pavlovsky, denunciando en sus obras la violencia de la Junta Militar argentina e interpretando en el escenario al personaje del torturador. Obsesionado por descubrir ese Otro que lo atormentó en la realidad histórica de su país, y del que necesitaba saber si se escondía en alguna parte de sí mismo. El actor ha hecho de su profesión la visitación del Otro, y ha tenido que profundizar en sus circunstancias y sus razones, no para aprobarlo o condenarlo, sino, simplemente, para vivirlo, para hacerlo «creíble».
Sospecho que esa es una de las catástrofes de nuestra época. Los Otros han dejado de ser «creíbles»; son noticias, sentencias, cadáveres, números, cuerpos maquillados, abstracciones, en los que no nos reconocemos. Una de las grandezas del buen actor ha sido, precisamente, lo contrario, enfrentarse con el texto escrito y buscar las huellas de ese Otro en su propia carne, intentando asumir el espacio vital y cultural del personaje, justamente para mostrar que los Otros somos también nosotros, que en cada ser humano se resume buena parte de la humanidad, que también en cada individuo habitan muchos individuos diferentes, aunque las circunstancias conduzcan a la afirmación de uno o algunos de ellos y a la condena de los restantes.
Los griegos del siglo V antes de C. otorgaban al teatro la condición de un instrumento de la educación democrática. La primera razón para ello debía estar en la posibilidad de abarcar la pluralidad de los comportamientos, de escuchar la argumentación de los personajes enfrentados, de descubrir, como espectadores, la resonancia que muchos de ellos, siendo distintos, tenían en nosotros.
Sartre dijo aquello de «El infierno son los otros». El mejor teatro nos ha enseñado que «los otros están en nosotros mismos», y, por tanto, que el infierno de los demás es la imagen de nuestro propio infierno.
Cuando dirigí el Festival de Mérida, lo primero que me planteé fue la necesidad de organizar una serie de cursos y seminarios paralelos, publicar libros, implicar a la Universidad Menéndez Pelayo y a la de Extremadura, grabar los espectáculos, rescatar viejos documentos de la hemeroteca y del archivo municipal, organizar un Centro de Documentación e invitar a críticos, personalidades de la escena y nombres destacados de la cultura española para debatir las muchas cuestiones que suscitaba el Festival. Tratándose de un festival de teatro clásico, la primera cuestión fue la confrontación con los filólogos, porque para muchos de ellos prima una fidelidad arqueológica que contrasta con la representación teatral, sujeta siempre al tiempo en que se realiza, con sus correspondientes contextos políticos, culturales y escénicos. Días atrás se celebró el simposio de Delfos, donde, tras muchos años de indagaciones eruditas y reflexiones académicas, establecieron como tema general «El siglo de Pericles», entendido como una realidad política, agudamente expresada en las tragedias y las comedias de aquella época. Realidad que, por su vinculación a la democracia y por la incidencia de Grecia en el pensamiento occidental, permitía establecer una serie de asociaciones con la historia de nuestros días. Concretamente, y como ejemplo, yo participé con una ponencia a la que di el título de «Tragedia griega y democracia contemporánea», en la que se mezclaban las referencias al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o la Guerra de Irak con los conflictos de las tragedias, sin confusión alguna y como una vía de enriquecimiento que afectaba por igual a la interpretación de aquellas y a la percepción política de nuestro presente. En este mismo sentido se orientaron algunas de las intervenciones, rompiendo la tónica de otros años, en los que dominaron las asociaciones eruditas y los discursos académicos.
Esto nos sitúa ya ante la primera reflexión de este trabajo, conectada con una concepción del «teatro clásico», que puede estar referida a las obras de un determinado periodo, centrando la atención en sus características formales y en la relación con sus contextos históricos o, sin desdeñar el marco originario, a su proyección sobre el espectador actual. Debate pueril si se extreman las posiciones y enfrentamos el pasado con la contemporaneidad, como términos recíprocamente excluyentes, pero necesario si tomamos en consideración los dos tiempos –aquel en que se escribió la obra y el de su representación– para hacerlos igualmente presentes. Lo cual supone la solicitud de un público que, por referirnos a las tragedias de la Grecia clásica, no sólo esté interesado en la realidad política de nuestros días –ya que, en otro caso, no cabría establecer ninguna relación entre los conflictos del pasado y del presente– sino que, además, lo haga desde una perspectiva que le permita entender el antiguo conflicto. Si, como han explicado Carlos García Gual y José Luis Adrados, la tragedia fue un instrumento de la educación democrática de los griegos, es obvio que sus preguntas han de estar conectadas con la percepción de calamidades y conflictos que rechaza la racionalidad del auditorio, con tanto mayor dolor y vehemencia cuanto mayores sean su evitabilidad –negada por el «destino»– y la inocencia de sus víctimas. Una actitud opuesta, que de hecho invalidaría a un espectador para acceder a la tragedia, sería la legitimación moral de la fatalidad, la atribución del conflicto a las acciones libres y conscientes de sus personajes, la eliminación, en fin, de las preguntas y perplejidades que debe hacerse el público a la vista de los acontecimientos de la fábula. Ciertamente, muchos de los que hoy representan tragedias de la Grecia clásica no siguen esa línea. Y la fábula adquiere la condición de una serie de acontecimientos extraordinarios y luctuosos, protagonizados por víctimas que solicitan nuestra compasión, sin el ejercicio de esa interlocución crítica con los tejedores del destino que está en la base de la tragedia, y es la primera razón de su supervivencia.
Cuando yo dirigí el Festival de Mérida, esa fue la primera batalla. Porque la tradición de los años de dictadura había enfatizado la visión meramente espectacular de los clásicos –muy coherente con una educación social que potenciaba la pasividad del espectador teatral o cinematográfico frente a las aparatosas superproducciones históricas– en perjuicio de los valores intelectuales, morales, poéticos y políticos de las obras. Así que mi opción, en el sentido de establecer una nueva y activa relación entre el público y la representación clásica, me planteó numerosos problemas.
Quisiera ahora examinar una serie de equívocos. El primero, ya apuntado, sería el de aclarar que el teatro es siempre, por su propia naturaleza, una expresión contemporánea. Cada tiempo aporta una manera de actuar, unas imágenes, un sentimiento colectivo de la ceremonia teatral, un margen determinado de permisibilidad crítica y una cultura teatral y política. Circunstancias que dan a un mismo texto una significación distinta en cada época. Así, por volver a una reflexión anterior, refiriéndonos al caso de España, la sobrestimación de la espectacularidad en perjuicio de la comprensión crítica, o, posteriormente, la primacía del conflicto, como núcleo y alma de la tragedia, están en relación directa con el hecho de que, en el primer supuesto, vivíamos en dictadura, y, en el segundo, en democracia. La idea de la «congelación» de un texto, de atribuirle un mismo significado, sin prestar atención a los cambios históricos, frente a la de considerarlo hijo de su tiempo –sujeto, por tanto, en su forma y en su contenido, a los factores de su entorno– y, en consecuencia, sometido a las sucesivas interpretaciones dictadas por la evolución, es una cuestión capital en la historia de la humanidad. Gran parte de las revoluciones que hoy se producen en el campo de la hermenéutica de los textos religiosos tienen, precisamente, su fundamento, en la evidencia de que ni siquiera los llamados textos revelados escapan a la relación con su tiempo, y mucho menos todavía, lo que fueron normas dictadas por las jerarquías religiosas para responder a una exigencia inmediata, y, que luego, se han convertido en fundamentos inmutables de la ortodoxia.
Dejemos la cuestión en este punto. Pero si el debate sacude a la parte más viva de las religiones del Libro, donde, no lo olvidemos, se parte de un texto «revelado», tanto más obvia será la necesidad de resolverlo en el arte del teatro que, por su estrecha relación con la sociedad donde se representa, exige una permanente reinterpretación.
Esta sumisión de la representación teatral al espacio y tiempo donde se realiza, cuando se trata de obras extranjeras contemporáneas se resuelve con cierta facilidad. Porque aun cuando sean distintas las circunstancias del lugar, el hecho de tratarse de un mismo tiempo supone un cúmulo de afinidades establecidas por la comunicación y por la proyección supranacional de la cultura. Cada vez –dentro de lo que titulamos hoy genéricamente de «globalización– más firme y evidente. Muy distinto es, obviamente, el caso de un clásico griego, que nos obliga a dar un salto 2.500 años, moviéndonos entre realidades políticas y culturales radicalmente diferenciadas, aunque, y este es un eslabón fundamental, en buena parte del mundo existan huellas del pensamiento griego, transmitidas a través de los procesos artísticos y culturales. ¿Cómo es el público de hoy y como era el público de entonces? ¿Cómo son los actores de hoy y cómo eran los actores de entonces? ¿En función de que referencias está escrito el texto y cuáles son las referencias del público de hoy? La comunicación teatral cuenta siempre con la existencia de un subtexto, de una complicidad con los espectadores; el arte, y, por tanto el teatro, que lo explicita todo, es siempre malo; debe darnos una serie de elementos para que el espectador, desde su subjetividad, los interprete y construya significados que no estaban en la literalidad de la palabra o de la fábula. En el caso de los lenguajes no literarios, esto se deriva, necesariamente, de la abstracción forzosa de los signos; en el caso de las artes literarias, la cosa es más difícil, en la medida que la palabra encierra una funcionalidad de concreción, elogiada y necesaria en el lenguaje cotidiano, y, sin embargo, vulnerada o traicionada en la creación artística. La poesía es, por definición, el reino de las palabras abiertas, que luego nacen de la sensibilidad y la personalidad de sus lectores. El caso del teatro es el más complicado. Porque no sólo las palabras y las situaciones nos proponen una concreción, sino que esta llega a los límites de la encarnación en un espacio, es decir, a tomar rostros y figuras de carne y hueso, en una escenografía precisa, y durante un tiempo determinado, ante espectadores a su vez concretos y en estados de ánimo irrepetibles. De ahí una de las mayores dificultades del teatro como expresión artística, y el riesgo de convertirse en la ilustración escénica de una fábula, o sea, en la mera encarnación de una historia. Así ven los más y más elementales el teatro, y a ese criterio responden buena parte de las representaciones contemporáneas. Aunque para otros sea evidente que el teatro de arte, la representación escénica –lo que algunos llaman el arte dramático, para distinguirlo de la literatura dramática– es un acto revelador que se cumple, precisamente, por suscitar en sus espectadores una actividad creadora, que, lejos de limitarse a la recepción de la historia, construye diversos mundos a partir de ella y de sí mismos. Objetivo que solicita estructuras dramáticas abiertas y un tanto poemáticas, enriquecidas por pertinentes ambigüedades que solicitan imperiosamente la intervención del espectador. Pensemos, por ejemplo, en la referencia abstracta a la guerra en el parlamento de un personaje. Para los espectadores atenienses de la comedia aristofanesca suponía, inevitablemente, una alusión a la guerra del Peloponeso, con su cohorte de interesados en sus beneficios, y a nombres y episodios que, en absoluto, están en la mente de los espectadores actuales, que, probablemente, asociarán el término a cualquiera de las guerras de nuestros días en función de los términos con que es citada por el comediógrafo griego. Lo cual supone la necesidad de sustituir la antigua complicidad por otra distinta, y, sin embargo, afín, si queremos que la comedia en cuestión llegue a nuestro público de hoy y no se quede en un ejercicio literario, adornado por el ingenio, la gracia de las situaciones, o el perfil grotesco de algunos personajes, pero en nada inscrita en esa exigencia de identificación de los espectadores, de inmersión de estos últimos en la fábula, que está en la más profunda razón y naturaleza de la representación teatral.
¿Qué hacer, pues, entonces con una obra que contiene un tiempo y que exige una representación que contenga otro? De ahí es de dónde se van a derivar una serie de cuestiones y problemas. O sea ¿es la construcción cultural un bien simbólico, que procede de otra época, y que tenemos que integrar como tal a la nuestra, teniendo en cuenta que muchos de sus elementos poseen hoy una distinta lectura y un distinto valor? La falsa solución, como decíamos, es quedarse con uno de los extremos, y, o bien tomar una obra clásica para hablar exclusivamente de un conflicto contemporáneo, con la consiguiente destrucción del tiempo pasado, o encerrarse en la expresión teatral de ese pasado. Ninguna de las dos respuestas es aceptable. La primera, porque si queremos plantear un conflicto contemporáneo, dentro de las claves de comunicación que corresponden al tiempo contemporáneo, lo coherente es que escribamos un texto contemporáneo, independientemente –como ha sucedido en algunos casos afortunados– de que utilicemos los mitos de la tragedia como referente. La segunda, porque, definitivamente, no formamos parte de ese pasado, y ello reduce la representación a un acto arqueológico, que puede estar, como tal, lleno de interés, pero que excluye la implicación del público, como expresión de la sociedad en un momento dado, en los términos que solicita la representación teatral. En este orden, yo entiendo perfectamente el placer de un estudioso del teatro clásico por la restauración de unas formas y unos textos construidos en función de contextos que él conoce. Pero que, obviamente, son un arcano para la inmensa mayoría. Recuerdo una polémica con Domingo Induráin, ya fallecido, en la época en que era colaborador asiduo de Primer Acto. A cuenta no ya de los clásicos griegos, ni siquiera de los clásicos españoles, sino hablando de las representaciones del teatro de Valle Inclán, sostenía la necesidad de que los directores, los actores y el público conocieran previamente las circunstancias históricas y políticas españolas en las que había sido escrito, puesto que ahí se encerraban buena parte de sus claves. Yo cuestionaba seriamente esa posición, en tanto que Valle había escrito para «su» sociedad y hoy se le representaba para otra, que, lógicamente, añadía a la interpretación de sus esperpentos una serie de experiencias posteriores –que estaban en el ánimo, en la memoria y en la cotidianeidad de los espectadores–, a la vez que ignoraba otras vividas a comienzos del siglo XX, y que era, en definitiva, la destinataria actual de su teatro.
El problema tiene, obviamente, una dimensión política, que atañe, muy especialmente, a las democracias. Si, como yo creo firmemente, la democracia exige la existencia de una cultura democrática y supone, por definición, una participación de todos los ciudadanos, es del todo consecuente que esa cultura solicite una comunicación a la inmensa mayoría, cosa a todas luces quimérica si no partimos del estado de la sociedad y buscamos el modo de hacer real esa transmisión. Cabe que el populismo o el paternalismo «democráticos» –y pongo la palabra entre comillas, porque se trata de una contradicción– rebajen y manipulen la transmisión cultural para incrementar el número de destinatarios o futuros votantes, discurso este habitual y opuesto al que yo estoy planteando: la necesidad de buscar el encuentro con la sociedad, en lugar de practicar el principio, propio de los sistemas antidemocráticos, de escindir categóricamente la cultura en múltiples compartimentos, de los cuales, el más ínfimo, es el que corresponde a la hipotética incapacidad inamovible de las mayorías. La televisión de nuestros días o la estimación del teatro por su número de espectadores –exigencia derivada, con toda lógica, de los mecanismos comerciales, o, en el caso de las administraciones públicas, por el valor político del éxito– son un ejemplo tan opuesto a la esencia democrática, donde, no lo olvidemos, se atribuye a cada ciudadano el derecho a votar a sus gobernantes, como cualquier discurso cultural sistemáticamente reservado a unos pocos. El espacio cultural de las democracias, para que el término tenga políticamente sentido, ha de ser otro, como reza en un articulado constitucional –y, concretamente, en la Constitución española del 79– que se incumple por la subestimación de la cultura como instrumento para la transformación del pensamiento social. ¿Y qué duda cabe que el teatro, aún dentro de sus actuales limitaciones y desprestigio, es una de las expresiones potencialmente más idóneas para alcanzar una zona amplia de la sociedad? ¿No fue considerado en Grecia, donde se aseguraba la asistencia al teatro de todos los ciudadanos, uno de los principales instrumentos de la educación democrática?
Nos encontramos, pues, ante unas pocas preguntas que centran el debate sobre la representación de los clásicos. Una, aludiría a esa simultanea presencia de pasado y presente, que, a más de ser una exigencia en los términos ya señalados, entrañaría el desarrollo de la conciencia histórica de los espectadores, obligados a preguntarse por las relaciones entre esos dos tiempos, por la permanencia, desaparición o evolución de ideas y comportamientos. Otra, a los distintos modos de trabar esos dos momentos históricos, es decir, a poner de manifiesto la vigencia de la fábula.
Es el campo de los autores de las versiones y adaptaciones de los textos clásicos. Campo en el que resulta pueril, por su obligada ambigüedad, cualquier fórmula, y que solicita el examen puntual y diferenciado de cada versión, no sólo textual, sino en su relación con los demás elementos del espectáculo. Al adaptador o autor de la versión le corresponde, a partir de su talento poético y de su conocimiento de los dos tiempos implicados, la propuesta de un texto que cumpla con las dos exigencias apuntadas, exigencia que habrá de ser forzosamente complementada por el director y por los actores, porque, en primera instancia, lo que le llega al espectador es un lenguaje escénico, sujeto a una dirección, que, como decía Jean Villar, acaba siendo decisiva en la lectura final de la representación. A los directores y a los actores les corresponde en buena parte la transmisión de un conflicto o una ilustración recitativa de la anécdota.
Este debate está, en todo caso, condicionado por la circunstancia histórica en que se produce. Ya antes hablábamos de la relación entre el decorativismo de las representaciones de Mérida durante un largo periodo y el contexto de la dictadura, o el rescate de ciertos conflictos políticos con la llegada de la democracia. Pero es que, incluso dentro de una fidelidad a la condición conflictiva de la tragedia, caben diversas interpretaciones, también afectadas por las realidades políticas del momento de su representación. Tomemos el ejemplo de la Antígona, de Sófocles. Planteado el conflicto entre Antígona y Creón, ha sido habitual que en determinadas circunstancias se hiciera de Antígona la heroína enfrentada al tirano Creón, representante la primera de los derechos individuales y el segundo de la acción represora del poder, mientras, en otras, allí donde primaba la razón de estado como expresión de la justicia social, Creón fuera el personaje justo que velaba por la ley y Antígona un personaje anarquizante incapaz de entender la norma de la ciudad. A la hora de trasladar el mito a nuestro tiempo, se plantea, de algún modo, la necesidad de saber si Creón es un poder impuesto o un gobernante libremente elegido, es decir, si Antígona es una expresión de la resistencia a las tiranías, o, si por el contrario, es el rechazo individual de una ley ajustada al bien común. Es decir que la lectura contemporánea de una tragedia clásica puede alterar su lectura tradicional, simplemente porque las nuevas circunstancias determinan una nueva percepción colectiva del conflicto.
Un segundo tema para el debate es el de preguntarnos por qué en Mérida se representan obras clásicas. La respuesta parece obvia: porque hay un teatro romano. Pero no nos quedemos ahí. ¿Y si la gente fuera al teatro romano porque en los meses de julio y agosto, cuando aprieta el calor, resulta grato reunirse al aire libre, en un hermoso lugar, con la novia o la familia, entretenidos por un espectáculo? Si así fuera, ¿por qué embarcarse en la costosa y arriesgada aventura de representar a los clásicos? ¿No sería mejor y más seguro apoyarse en nombres y espectáculos de garantizada aprobación? En primera instancia, parecen preguntas fuera de lugar. Pero quizá no lo sean tanto si pensamos que esos o parecidos argumentos son los que han guiado buena parte de los espectáculos presentados en Mérida, añadiendo, eso sí, que dada la grandeza arquitectónica del espacio, los clásicos eran un buen pretexto para «reunirse al aire libre, en un hermoso lugar etc. etc.» Si se trata de pasar un rato agradable, ¿a qué viene soportar La Orestiada, o cualquier tragedia llena de las más horrendas muertes? Frente a quien tenga en el fondo esa idea, ¿por qué enfadarse cuando nos reproche que programemos a una compañía griega de la que no entiende una palabra? ¿Cómo va a ser eso el mejor modo de distraerle? ¿No comprenderemos entonces que su aprobación o rechazo estén subordinados a la espectacularidad del montaje, a los efectos inesperados, y al goce visual de las imágenes insólitas? Si es así, punto y se acabó. Y que nadie se disfrace de persona interesada en la indagación y representación de los clásicos. Se trataría de satisfacer una demanda de entretenimiento más o menos refinado, cuyo acierto habría que medirlo por el número de espectadores. ¿O acaso, sin llegar a esos extremos, nos encontraríamos ante un «decorado» natural con posibilidades de ser utilizado para la creación de espectáculos que no son posibles en los teatros a la italiana? ¿Habría de ser el «asombro» la primera de las virtudes? Quizá esa fuera la gran tentación de un personaje clave en la historia del Festival de Mérida, José Tamayo, que revolucionó el teatro español de una época gris y cerrada con una pasión espectacular, lógicamente deslumbrada por el Teatro Romano. ¿No es, entonces, coherente, que las críticas de la época expresaran su entusiasmo ante sus multitudinarias figuraciones y el juego deslumbrante de sus efectos escénicos? Sepamos, pues, lo que queremos o exigimos al Teatro Romano de Mérida antes de formular cualquier teoría.
Porque cabe también pensar que los teatros clásicos antiguos, además de ser espacios históricos, depositarios de una poética y una ceremonia social de otra época, suponen la integración en el lenguaje escénico de unos elementos que jamás podrían darse en las salas a la italiana. Y ahí se abre un nuevo discurso, radicalmente distinto a la contemplación de los teatros clásicos como unos hermosos y singulares teatros de verano. Cosa que, por cierto, institucionalizaron los Festivales de España durante una temporada, cuando, dentro del circuito, programaron danza africana y algún que otro tipo de espectáculo, cuya dignidad artística ennoblecía a aquel teatro de verano, a la vez que denigraba la significación histórica del teatro romano.
Hace años se planteó en Europa un rico debate sobre el uso de los teatros clásicos. Concretamente en Trápani, Sicilia, se celebró un simposio internacional, en el que participé como director del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo. El simposio se cerró con unas conclusiones a las que se dio el nombre de «Declaración de Segesta», en homenaje al teatro romano que se conserva en dicha ciudad. Antes, en las discusiones, abundaron los que hablaban del «valor monumental» de los teatros, y reducían prácticamente sus argumentos a la necesidad de protegerlos de su destrucción y tratarlos como reliquias de museo, con las consiguientes restricciones para ser usados como lugar de las representaciones. Yo intervine, en nombre del Instituto y representando la opinión de numerosas gentes de teatro, y me referí al valor «cultural», según el cual los teatros clásicos encierran bastante más que su valor «monumental», por cuanto incluye unos modos de representación, una disposición singular del público, una integración del paisaje, y otros elementos que forman parte de la poética del teatro antiguo. Los espacios no son simples espacios arquitectónicos, sino espacios teatrales, donde determinados textos cobran una dimensión que no tienen en ninguna otra parte. Los que hemos tenido la oportunidad –siempre excepcional, pues es un teatro que rara vez se representa– de ver algunas tragedias griegas en las salas a la italiana, cuando luego las hemos visto en un teatro griego o en un teatro romano, con sus coros, desde el graderío circular, envueltos por el paisaje o a cielo abierto, con los actores enmarcados por la imagen terrosa de las valvas y las columnas, libres las voces y los cantos de la reverberación de techos y muros, hemos sentido de inmediato que aquello tenía poco que ver con una representación del mismo texto en la cárcel de un teatro a la italiana. Los coros que ocupan los escenarios a la italiana para repetir al unísono, como si de un rezo se tratase, los versos de los clásicos, no guardan relación alguna con los coros de danzantes que cantan en la orchestra de los teatros antiguos y arrastran nuestro ánimo a lo largo, a lo ancho y a lo alto. Es una emoción estética radicalmente distinta, rescatada por el «valor cultural» del monumento. Si, pongamos por caso, un arco de triunfo constituye un monumento pensado para su contemplación, el teatro adquiere toda su razón de ser, articula todos sus elementos sólo a través de la representación. O lo que es igual, los teatros deben usarse, protegiéndolos de su destrucción, para estar vivos. Buena parte de los que han sido cercados y reducidos a museos, son hoy ruinas muertas, privadas de los renacimientos de las representaciones. Así se dijo finalmente en la Declaración de Segesta. Y es ahí donde empieza el verdadero y difícil discurso de qué teatro –es decir, el qué y el cómo– hemos de hacer en ese lugar para que ese rescate de una emoción artística se produzca, más allá de las palabras, que, como digo, aun siendo literalmente las mismas, son dramáticamente otras y pierden buena parte de su sentido cuando se encarnan en espacios cerrados, pensados para un teatro más íntimo, más psicológico y más privado.
Quisiera ahora referirme a la posición de los arqueólogos. ¿Qué hacer con las ruinas de un teatro clásico? Esta pregunta suscitó hace ya bastantes años, justamente cuando abundaron y se valoraron los descubrimientos de tales ruinas, numerosas polémicas, traducidas a distintas posiciones, que quizá, enunciadas de un modo distinto, han sido transferidas a la cuestión de cómo usar hoy esos teatros. Recordaré que hubo hasta tres posiciones:
1.- La teoría de Viollet-le-Duc (1814-1879), para quien lo importante sería que, a partir de los elementos encontrados en la propia excavación, de los planos de otros teatros afines conservados en mejor estado, pudiera reconstruirse el teatro para que fuera como en su origen.
Esta posición o escuela sufrió de inmediato la acusación de promover el «falso histórico». Imaginemos, por ejemplo, que eso se hubiera hecho con el Teatro Romano de Mérida, y que ahora, en el 2005, pudiéramos encontrarlo tal y como era hace dos mil años. Eso no sería un teatro, sino un decorado moderno, que nos propondría un espacio arqueológico, una reconstrucción que eliminaría el paso del tiempo. No olvidemos que la visualización del tiempo, el hacer tangibles las consecuencias de su paso, es quizá una de las primeras funciones de la representación dramática, y no dejaría de ser una contradicción irónica que tal objetivo se cumpliera en un espacio concebido sobre la falsa e inalterada supervivencia.
La aplicación de esta teoría al Teatro Romano de Sagunto fue origen de serías polémicas, que, en muchos casos, soslayaban la gravedad de las ruinas, y el hecho de que, con ocasión de las representaciones, se construyeran gradas metálicas, se cambiase la disposición del escenario, y, en definitiva, se vulnerara, una y otra vez, la hipotética memoria de las ruinas «naturales».
2.- En oposición a la escuela anterior, aparece la figura de Ruskin (1819-1900) que habla de la necesidad de conservar el «alma de los teatros», expresión que quizá debe su fortuna –como sucede en tantos casos– a su imprecisión. Ruskin piensa que si se puede hacer alguna pequeña reparación, se hace, pero que es mucho mejor conservar la ruina que intervenir sobre ella. La ruina contendría una verdad, y cualquier reconstrucción supone su destrucción. Si el paso del tiempo ha reducido el teatro a un determinado estado, la reconstrucción implica una negación de ese tiempo y, por tanto, la creación de un edificio despegado del curso real de la historia.
Las ruinas conservan una memoria –y el Romanticismo abundó en este tipo de consideraciones–, que borramos o destruimos cuando incorporamos nuevos materiales. Esto en teoría, sobre el papel, está bien, pero, en la práctica, plantea serios problemas.
3.- Y hay una situación intermedia, propuesta por Camilo Boito (1836-1914) que es la que se adoptó en el Teatro Romano de Mérida y en otros muchos lugares. Supone que sobre una ruina se opera de tal manera que, por la naturaleza de los materiales, quede claro lo antiguo y lo moderno, lo conservado y lo añadido. De manera que si bien se restablecen los términos arquitectónicos básicos originarios, no se produce el «falso histórico», en tanto que el espectador puede percibir la ruina –lo que existía en el momento de la intervención– y lo construido posteriormente. Diferenciación, a la vez, nítida y discreta, puesto que no debe perturbar la recepción del espectáculo, y –por la condición moderna y de los materiales– permitir a cualquier espectador avisado distinguir los dos tiempos, aunque no falten quienes, ajenos al problema, puedan tomar por «chapuza», por apaño infortunado y «visible» lo que es una decisión fundamentada. Lo cual es, además, del todo coherente con la poética de la representación de los clásicos, que debe hacernos llegar a la vez la huella original y la mirada contemporánea.
Estaríamos ante un debate arquitectónico, que tuvo su auge a comienzos del siglo XX, y que, sin embargo, tiene una clara correspondencia con el suscitado en torno a la representación de los clásicos: el «falso histórico», que nos recordaría la siempre dudosa fidelidad formal a los orígenes, con la pretensión, a su vez, de situarla en la modernidad; la teoría de las ruinas, que es la más habitual, traducida en versiones que se limitan a prescindir de aquello que se considera periclitado o incomprensible para un público moderno; y la teoría de Boito, que supone el respeto a lo persistente y la decidida intervención para completarlo, desde un criterio que aúne la indagación en las fuentes con la sensibilidad contemporánea, inevitablemente presente en una serie de decisiones, a partir ya de la naturaleza de los materiales utilizados en la «restauración» (no reconstrucción) y en el modo de integrarlos.
Otro equívoco que debemos eliminar es el que, apoyado por tantas críticas, habla de la «recuperación de los espacios originales». En el caso del Teatro Romano de Mérida ha sido habitual el espejismo de creer, cuando se representaba una tragedia griega, que asistíamos a la repetición de un hecho artístico tras casi dos mil años de silencio. Es obvio, como antes señalábamos, que tales espacios poseen unos determinados elementos que favorecen una poética y una ceremonia social que no caben en los teatros a la italiana. Y que esa es la principal razón artística de su uso contemporáneo. Pero, a su vez, hay que tener claro que esa reflexión no nace del propósito de «resucitar» o «rescatar» algo que ya sucedió en otra época, sino de una exigencia de la sensibilidad contemporánea, que, una vez más, busca el modo de construir una emoción estética, a sabiendas de que en tales lugares no se representaron, por seguir con el ejemplo de Mérida, las tragedias griegas. La presencia de tales tragedias en el Teatro Romano es una exigencia de la sensibilidad moderna y no algo unido históricamente a ese espacio. Estamos, de nuevo, ante lo que realmente sucedió y lo que, desde nuestra necesidad, fabulamos.
Supongo que ha sido esta necesidad la que ha contribuido a la fortuna del término greco-latino. Concepto que tiene un sentido en la historia de la cultura, pero que resulta difícilmente definible cuando nos referimos al teatro, a menos de limitarnos a la relación arquitectónica. En términos estrictamente teatrales, el teatro romano es una negación del teatro griego. O, lo que es igual, si se tratara de restituir al teatro romano el que fue, más que previsiblemente, su repertorio original, tendríamos que montar farsas atelanas, operetas, revistas; por eso dispone de un espacio escénico estrecho y alargado, por eso la orquestra circular, reservada al coro, ha sido reducida y fue destinada a los sillones de las autoridades, o el graderío pierde su condición casi circular para convertirse en un semicírculo. De manera que si uno analiza la tragedia griega se da cuenta de que no está pensada para ese espacio. Por eso, cuando, bajo mi dirección, el primer espectáculo que trajimos fue Los caballeros, de Aristófanes, por el Teatro de Arte de Atenas –que dirigía Carolos Koun, maestro en la renovación de las representaciones de los clásicos griegos– tuvimos que construir un practicable redondo, ajustado a las características de una orchestra griega, para las evoluciones del Coro, que era, lógicamente, un elemento esencial en aquel montaje. Así que la idea de que en el teatro romano –en el de Mérida o el de cualquier otro lugar– las obras presentadas «recuperan su espacio originario» es básicamente falsa.
Hay algo, sin embargo, más importante y decisivo. ¿Cuál era la característica fundamental del teatro romano respecto del teatro griego? La apología de la espectacularidad. El teatro romano, presidido por los emperadores, concebido como una diversión pública, ofrecía luchas de gladiadores y cristianos y cristianas devorados por los leones. La autoridad promete «pan y circo», y lo que los griegos entendían por teatro –como una expresión destinada a la educación democrática de toda la ciudad– se sustituye por una diversión, a menudo brutal, que nada tiene que ver con las formas y los fines de la comedia y la tragedia de la Grecia clásica. Por tanto si hablamos de teatro greco-romano invocamos una contradicción o, en el mejor de los casos, recordando la comedia latina, una ambigüedad que sólo tangencialmente puede tener sentido. Lo fundamental de la tragedia griega –centro de aquel teatro hoy clásico– son sus preguntas, que el espectador, a través de su identificación con los personajes en conflicto, no sólo se las hace sino que las siente y percibe dramáticamente. Siendo la confrontación de las distintas razones de los personajes, acompañadas de sus singulares circunstancias, y, a menudo, de desdichadas intervenciones de los dioses, lo que establece un tejido que cada espectador ha de ultimar e interpretar. Si, por poner un ejemplo, ante el conflicto entre Antígona y Creón, damos por hecho que la primera es una heroica luchadora contra la tiranía de Creón, según ha solido presentarse en muchos países sometidos a dictaduras, o, como han impuesto las burocracias de ciertos regímenes autocráticos, se presenta a Creón como la prudente expresión del interés común frente a una anarquista irresponsable, de hecho, la tragedia desaparece, reducida a una simple arenga dramatizada. Si, por el contrario, atendemos por igual las razones de Antígona –en defensa de lo que considera un derecho individual y una obligación para con su hermano– y las de Creón, como responsable de una norma política, derivada de lo acaecido en la ciudad, la situación del espectador es bien distinta, puesto que lejos de recibir la obra como un mensaje cerrado, se ve solicitado a un proceso activo de reflexión, del cual depende su lectura de la obra. Por eso, precisamente, Antígona, como buena parte de las tragedias griegas conservadas, constituye aún hoy, un valioso legado de la cultura democrática.
La reflexión resulta tristemente pertinente, porque si hoy, ciertamente, a la gente se la tortura fuera de la vista del público, o las bombas se lanzan sobre ciudades que la televisión transforma en imágenes virtuales, para públicos igualmente virtuales –cuando, las ciudades, las bombas, los muertos y los espectadores son reales–, cabría pensar que prevalece aquel predominio de la espectacularidad sobre el drama, que fue precisamente un rasgo de la teatralidad romana. La espectacularidad de los conflictos, la manipulación de sus términos hasta dotarlos de una extremosidad superficial, de un tonillo apocalíptico, que impide la aproximación racional y emocional, ganados simplemente por lo extraordinario, es hoy, de hecho, la regla de oro de la información. Como se decía en las escuelas de periodismo españolas –y era citado como un excelso mandamiento por numerosos periodistas– la noticia no es que un perro rabioso ande suelto por la calle y muerda y mate a un niño, sino que un niño muerda y mate a un perro rabioso. Lo primero nos llevaría a pensar en la víctima y en los responsables del hecho; lo segundo, evidentemente, no nos lleva a ninguna parte, o, acaso, a pensar por un instante en lo raro y violento que es el mundo.
Me diréis, y es cierto, que también Roma tuvo sus comediógrafos, con los ilustres nombres de Plauto y Terencio a la cabeza, y varios trágicos que siguieron las huellas de la tragedia griega. Paralelamente al reconocimiento de la importancia de Plauto en la historia de la comedia mediterránea, precisamente como creador de un modelo ingenioso, alimentado por las sorpresas y los efectos, es evidente que su relación con la realidad social romana es infinitamente más superficial que la que distingue a las grandes comedias aristofanescas. Y en cuanto a la tragedia, para no alargar el comentario, citaré los nombres de Ennio, Pacuvio y Accio, de cuyas obras se tienen noticias, aunque no se haya conservado ninguna. Para entender los efectos de la aplicación de la teatralidad romana, nos referiremos a una información sobre el estreno de Clitemnestra, de Accio, en el Teatro Romano de Pompeya, en el 55 antes de C., donde quinientas mulas y tres mil carros, además de innumerables jirafas y elefantes empleaban varias horas en pasar por la escena portando los trofeos obtenidos de la destruida Troya. Sólo el nombre de Séneca, autor de nueve tragedias, básicamente inspiradas en Eurípides, ha seguido vivo en la historia del teatro, con especial influencia en determinadas épocas y, muy concretamente, durante el Renacimiento. Aunque muchos sostienen que era un teatro «para ser leído» en veladas organizadas por los intelectuales y aristócratas de la época antes que para ser representado, lo que explicaría su disonancia con el tipo de espectáculo que gustaba al pueblo romano.
No sé muy bien si aquel montaje de Pompeya, con quinientas mulas, tres mil carros e innumerables jirafas y elefantes sería un éxito en la Europa de nuestros días. Supongo que habría que reducir el desfile porque el público no estaría dispuesto a emplear tanto tiempo. Pero, en sustancia, parece la decisión de un avispado productor de nuestros días, dispuesto a sustituir el inigualado ciclo troyano de la tragedia griega por un entretenido pasacalle de carnaval.
Así están las cosas y así está un debate que choca con una realidad cultural en la que cualquier teatro que da que pensar tiene un difícil camino y ha de enfrentarse no sólo con un público poco dispuesto a pensar y culminar la tragedia que le ofrece el escenario, sino, incluso, con numerosos críticos y periodistas que, a buen seguro, esgrimirán de inmediato el término «aburrimiento» y preguntarán por qué no se representan cosas más ligeras y divertidas. Pero acaso, ¿la tragedia es algo ligero y divertido? ¿Y qué castración política, estética, o, simplemente humana, no tiene una sociedad incapaz de afrontar la dimensión trágica de la vida social e individual?
Nos hallamos, pues, ante un grave problema, en la medida que supone la restitución o liquidación del más grande teatro occidental de todas las épocas, apenas representado hoy en los escenarios españoles, y, por ello mismo, necesitado del Festival de Mérida, el único lugar de nuestro país donde, desde hace años, se intenta, con resultados diversos, responder a la pregunta. Por eso es un Festival tan difícil. Y necesario.
«Romanizar» la tragedia griega, siguiendo, en términos más modestos, el ejemplo del citado montaje de Pompeya, es, ciertamente, destruirla. Cuando leemos en las historias que Roma contó con varios trágicos que siguieron a Eurípides, y leemos la referencia a la Clitemnestra, de Accio, pensamos que se limitaron a copiar sus argumentos. El hecho de que se hayan conservado un número de tragedias griegas –reducido, pero suficiente para entender su grandeza– y no haya sucedido lo mismo con las tragedias latinas, correspondiendo a un periodo posterior y al primer gran imperio de la historia de Occidente, es bastante significativo por sí mismo. Como si se tratara de libretos que, una vez cumplida su función de estimular grandes espectáculos, no despertaran la necesidad de ser conservados. Y eso pese a abordar un tema tan capital y simbólico como la Guerra de Troya.
Hoy –y la crueldad social es la misma, aunque hayamos cambiado los circos romanos por otros circos– conformamos una sociedad escasamente dispuesta a aceptar que el teatro pueda ser una asamblea civil, donde, a través de una expresión artística, se plantee un problema, se muestre un conflicto que nos incite a buscar sus causas y su posible corrección, compartamos los sentimientos de las víctimas, nos indigne su simultánea condición de inocentes, todo cuanto anima la tragedia. Al punto que leemos que mueren de hambre varios miles de niños por hora, o que mil doscientos millones de personas trabajan en el mundo por un dólar diario, sujetos a una hambruna que reduce brutalmente su edad media de vida, y nos tiene sin cuidado. ¿Qué tiene que ver, entonces, la tragedia griega, creada en una pequeña ciudad, donde se plantearon, por vez primera, una serie de ideas fundamentales para el pensamiento democrático, con una sociedad donde vamos al teatro buscando la diversión y la espectacularidad? Por eso, uno no tiene nada que objetar a la presencia de grandes estrellas de la escena, de primeros actores de la televisión y mediocres actores de teatro, de figuraciones multitudinarias, o a las mil maneras de sorprender al público y ganarse el aplauso. Pero eso solo, ¿qué tiene que ver con la tragedia griega?
Estamos, pues, ante uno de tantos conflictos, que emergen de una realidad cultural, la nuestra, en clara disonancia con expresiones destinadas a un público activo e interesado en cuestiones fundamentales. Aquí, durante años, las crónicas han registrado el número de espectadores y de coches aparcados. Mientras la visión del espectáculo se reducía a unas cuantas adjetivaciones superficiales. Momentos hubo, cuando apenas se habían representado media docena de clásicos griegos, cuando comenzaron a repetirse las obras de Shakespeare, y más de uno escribió en los diarios de Extremadura, que ello se debía a que el camino del teatro clásico estaba ya agotado. Es decir, que todos los trucos espectaculares habían sido cumplidos y que no valía la pena ver nuevas obras porque los directores ya no tenían con que sorprendernos.
Estamos, pues, ante un problema de fondo, derivado de una realidad cultural, de un día a día, que orienta a la sociedad por caminos distintos a los que exigiría una visión democrática y humanista que nos acercara a la tragedia griega. Bien está, por ejemplo, que se fomente la educación informática, pero si, paralelamente, como se ha hecho en España, se deshumanizan los programas de estudio –y, por ejemplo, se elimina la historia de la filosofía, como sucedió a comienzos de los ochenta– ¿a qué sorprendernos de ese desinterés de los medios de comunicación y del conjunto de la sociedad por expresiones capitales del pensamiento democrático? Y, de inmediato, la inquietante pregunta: ¿qué valor tiene el voto, como instrumento decisivo del orden democrático, si se apartan de la cultura ciudadana las grandes aportaciones que nos han precedido en este campo? ¿No es acaso la educación del imaginario –que puede estar presidido por la solidaridad o por el cielo y el infierno– un factor decisivo para el ejercicio responsable de la libertad? ¿Y qué abandonos y tutelas doctrinarias no se han producido en la educación española?
Hagámonos para terminar unas cuantas preguntas. ¿Estaban todos los romanos de acuerdo con esa teatralidad superficial a la que nos hemos referido? Obviamente no, como prueba, sobre todo, la existencia de Séneca. ¿Pero no es igualmente cierto que el dramaturgo cordobés no sobrepasó la proyección de su obra de ciertas minorías, calificadas de intelectuales? Sí. ¿Y acaso no hemos visto que mientras no conservamos ninguna de las tragedias que entonces se representaron, sí se conservan las nueve de Séneca? ¿Y no fue acaso su Medea, en la versión de Unamuno, la obra que abrió la era moderna del Teatro de Mérida? Una Medea, encabezada por Margarita Xirgu y dirigida por Cipriano Rivas Cheriff, que sigue recordándose como emblema de la política cultural de los primeros años de la II República Española. ¿Acaso en la democracia española de hoy, no deberíamos recordar el éxito, artístico y popular, de aquella noche como un camino posible y deseable?
Y aquí acabo. Para decir que el teatro sobrevive, entre otras causas, por ser el lugar donde los seres humanos construyen mundos imaginarios, con los que alumbran su percepción de realidades escondidas y aventuran compromisos y comportamientos que no figuran en el catálogo de las opciones reconocidas. Quien necesite la ilustración escénica de su conformismo, que llene los teatros antiguos de todas las baratijas que puedan ayudarle. Pero para los que queremos que el teatro afine nuestra existencia, para los que nunca hemos perdido esa imagen civil y asamblearia de la representación, hay dos antecedentes claros cuando se trata de la tragedia: uno, el del pueblo griego convocado para interpelar a los dioses por las desdichas de los humanos, y otro, aquella noche de Medea, donde, lejos del «pan y circo» o del encantamiento espectacular, se abrió una puerta a la que hoy debiéramos ser más fieles que nunca. Porque tenemos una democracia institucional y carecemos de una cultura democrática.
En el número 217 de Primer Acto (enero-febrero, 1987) publicamos un debate sobre los «Horizontes del teatro español», en uno de cuyos apartados, titulado «Necesidad de un proceso autocrítico», me permití afirmar: «Uno siente que, demasiadas veces, en nombre de la modernidad y de la creación de un nuevo lenguaje, se han hecho espectáculos huecos, por gente sin ninguna preparación ni seriedad. Son casos en los que la ruptura con el discurso anterior y la condena de una tradición dramática y literaria se convierte en un juego donde todo vale y cualquier cosa sirve para expresar la modernidad. Este planteamiento aparece en un tipo de teatro que se autocalifica como de expresión de nuestra época y que luego, con toda lógica, no conecta con el público que está más vinculado a ella. Lo cual está produciendo cierta confusión y empobrece la deseable confrontación entre los nuevos creadores y el público». En el mismo número, incluíamos varios trabajos señalando las aportaciones que nos merecían mayor estima, entre ellas, la Crónica Civil de Ananda Dansa, comentada por la excelente coreógrafa Elvira Sanz.
Sabido es que la crónica de España entró, en julio del 36, en un largo periodo dominado por las más dispares mutilaciones. Las ideologías, lejos de interpretar los acontecimientos, se centraron en su exclusión o su magnificación, en función de sus intereses. Lo cual, si fue lógico hasta cierto punto en el contexto de una Guerra Civil, pasó a ser una esquizofrenia durante las décadas de dictadura, en las que muchos españoles intentaron saber, del pasado y del presente, cuanto había sido exiliado de la información y la memoria.
Lógicamente, con el paso de los años y el desarrollo internacional de la sociedad de la información, el control fue cada vez más difícil, y puede decirse que, cuando murió el Dictador, una parte del país estaba ya «preparada» para acceder a la verdad.
En el caso del teatro, gracias sobre todo a las editoriales mexicanas y argentinas, habíamos accedido a una serie de textos fundamentales prohibidos por la censura que pesaba sobre los escenarios y las editoriales españolas. También algunas revistas especializadas de nuestro país nos habían hablado de varios grupos emblemáticos y de las poéticas escénicas más significativas, aunque, en este punto, era obvio el desnivel entre el conocimiento teórico y la ausencia de su práctica correspondiente. No olvidemos que durante aquellos años, las grandes compañías europeas –salvo algún caso esporádico, como fue el del Piccolo de Milán, con su Arlequín servidor de dos amos– o no querían trabajar en España o nuestras autoridades no querían que trabajaran. De manera que el teatro estuvo condenado a una división entre el que poblaba las carteleras y el que nuestros mejores creadores tenían en la cabeza y, esporádicamente, conseguían mostrar en un escenario.
Fue, pues, del todo lógico, que, con la transición y la desaparición de la censura previa, se abriera un deseo de recuperar el tiempo perdido, que, en plazo breve, se tradujo en desencanto, simplemente porque la irregularidad de nuestro proceso social, las presiones y cortapisas sufridas por el pensamiento durante tantos años, la ausencia de una práctica democrática, volvió a situarnos ante el problema general, derivado de la disociación entre la realidad de la dictadura y la clandestinidad o marginalidad de un nuevo proyecto cultural y político.
Esta vez, la palabra que sirvió para salvar el bache fue la de «modernidad». Se aceptó, una vez más, la castración de la memoria y rebrotó la suficiencia de nuestro espontaneísmo tradicional, conjugado con la falsa y apresurada «recuperación» de una serie de experiencias teatrales que nos habían sido prohibidas en su momento y que ahora muchos consideraron «superadas». Fue en este contexto, cuando, a finales de los ochenta, nos preguntamos por los inciertos horizontes del teatro español y Ananda Dansa estrenó su Crónica civil (V-36/39).
El hecho de que el estreno formara parte de los actos organizados para recordar, a los cincuenta años, el comienzo de la Guerra Civil, revelaba ya un claro propósito. Asediado Madrid, Valencia había sido la capital de la España republicana durante el último periodo de la guerra, y la efemérides tenía el carácter de exhumación de una memoria enterrada. Yo mismo viví los primeros meses de la guerra en Valencia, concretamente en la calle de Jesús, y recuerdo muy bien una atmósfera que tenía poco que ver con el de las zonas envueltas por el combate. Era una retaguardia enrarecida, con desfiles y entierros poblados de banderas, adultos agobiados, carreras a los refugios, apresurada acumulación de la familia bajo una mesa pegada a la pared maestra de la casa mientras sonaban las bombas, y niños que cantábamos La Internacional y Joven Guardia en las escuelas. Luego apenas supimos de los días valencianos de muchos refugiados ilustres, de su difícil salida, de las horas angustiosas en el puerto de Alicante…
El estreno de Crónica civil (V-36-39), en el 86, sacudió, a la vez, nuestra condición de españoles necesitados de memoria y la solicitud de un teatro abierto a la emoción y al reencuentro con nuestra propia humanidad. El teatro, la danza, el arte, en definitiva, eran un lenguaje para hacer más profundo y evidente el reencuentro y no para esconderlo. Era una respuesta a lo que aquella tarde un puñado de gentes de teatro discutimos en un salón del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Doy por hecho, que en este libro se incluirán numerosos trabajos que hablarán de las características estéticas de Crónica civil (V-36-39), que no era ni teatro, ni danza, ni lo que se entendía habitualmente por teatro-danza. No era teatro al uso, obviamente, porque carecía de palabras y su estructura no era la propia de un drama; no era danza, porque, contrariamente a lo que sucedía en la llamada danza contemporánea, contaba con personajes y situaciones e incluso esbozaba una historia. Y, al mismo tiempo, era las dos cosas, pues si bien generaba una emoción dramática, la solución coreográfica, contando con un grupo de notables bailarines, dotaba al lenguaje de la armonía y la expresión que son propias del cuerpo y de la música. Lo que estaba claro es que el resultado conjugaba la belleza de la danza con la comunicación propia del gran teatro.
Creo que nadie lo resumió mejor que Félix Grande cuando escribió: «Lo sorprendente no es tan solo la rigurosa profesionalidad, el incesante chorro de invención, la facilidad con que hacen inteligibles situaciones, imágenes y ritmos enigmáticos; lo sorprendente es también la piedad con que han calcificado la hora y media de belleza y moral en que consiste su espectáculo. Si los españoles aprendiéramos a asumir nuestra historia como nos lo aconsejan estos artistas valencianos podríamos entrar al futuro sin miedo. No he visto en lo que va de año una conmemoración tan progresista como esta. Quien ame la hermosura del Arte y la honradez de la memoria debe ir a verlos».
Por mi parte, sentí que Crónica civil dejaba atrás el problema suscitado por tanto teatro estéticamente mediocre alimentado por las mejores intenciones políticas o experimentales. La pertinencia de la danza estaba, para mí, en que esta posee códigos indescifrables y, sin embargo, con una significación para nuestro subconsciente y nuestra sensorialidad que no tienen las palabras. La danza, en fin, permitía la creación de un lenguaje que desbordaba la obviedad, el carácter ilustrativo, previsible, de buena parte de las representaciones teatrales. Frente a las contraposiciones entre el arte y el compromiso con la realidad, un tópico devastador, Crónica civil nos recordaba que la elección de un escenario implica la atención a su poética específica, al arte teatral. En este caso, la creación y dirección de Edison Valls, el trabajo de todo el equipo, los intérpretes –bailarines y actores perfectamente ensamblados– y la presencia de Rosángeles Valls, como bailarina y directora de la compañía, habían aunado lo que siempre debiera aunar la representación teatral: la construcción de una poética escénica y la interpelación al espectador, alimento del imaginario y del pensamiento.
Leo ahora el poema de José Ballester, escrito en 1947, que inspiró a Edison Valls la puesta en marcha de Crónica civil:
Quiero un niño
que me cuente que fui un niño.
A su manera. Con sus juegos, sus saltos de humor
su pandilla de recortables de tebeo.
Con ese poder de transformar la pesadilla en sueño.
Quiero un niño que me cuente
si tuve aquel poder.
Asomado a sus ojos quiero ser
un niño capaz de contar cuentos.
¡Cómo entiendo las palabras de Ballester, y más pensando en el año en que fueron escritas! De hecho, para muchos de los que fuimos niños entonces, el 39 supuso un corte brusco, que cambió la anarquía infantil –vivida con perplejidad y una cierta alegría– por la severa monotonía de una paz, no exenta de dolorosos sobresaltos. Al menos para los que, aun siendo niños y sin haber guerreado con nadie, «perdimos» la guerra, sin saber por dónde andaba el hilo que nos habían enseñado en el colegio. Todo era distinto. Los buenos eran los malísimos y viceversa. Y la propiedad volvía a ser el primer mandamiento. Yo creo que los niños de entonces sí sabíamos contar cuentos, hacíamos cuentos con la guerra, y, como pide el poeta, «transformábamos las pesadillas en cuentos». Nos llegaban las canciones, los desfiles, el entusiasmo de los milicianos y milicianas, y hasta los bombardeos –aquellos silbidos que oídos con antelación anunciaban la lejanía de las bombas– tenían su emoción. De los horrores de la guerra sabíamos poco porque tendíamos –como sucede ahora a muchos televidentes– a transformarlos en cuentos. Fue luego, al crecer, en la España del orden, cuando supimos que habían sido pesadillas. Cuando el mundo se detuvo, y afrontamos la lección de la adolescencia. Imagino a Ballester adolescente, viendo como los cuentos se transformaban en pesadillas, preguntándose si había sido niño alguna vez. ¿Acaso quienes fuimos niños durante la guerra no habremos encontrado el hilo perdido muchos años después? ¿Puede un niño ser detenido por el curso de la historia para reencontrarse y recuperar su inocencia ya en la vejez? ¿Nos habrá sucedido esto a muchos niños de la guerra? ¿Por qué no hablamos y dejamos que los niños hagan cuentos con los cuentos sin tener que hacerlo con las pesadillas? ¿Por qué tantos juegos infantiles que parecen ensayos o entrenamientos para la barbarie?
Crónica civil fue, como sucede siempre con las grandes propuestas teatrales, leída de diversas maneras. Pero, básicamente, supuso un hermoso ramalazo de memoria, y, coherentemente, de mirada hacia el futuro. Vuelvo a Félix Grande para terminar: «Si los españoles aprendiéramos a asumir nuestra historia como nos lo aconsejan estos artistas valencianos podríamos entrar en el futuro sin miedo». ¿Cómo no recordar Crónica civil? Fue un espléndido espectáculo que sigue, debiera seguir, en la memoria de cuantos lo vimos, de cuantos pensamos que el miedo, desde la invención del infierno, es nuestro mayor enemigo.
Hace años, durante mi etapa de director del Festival de Mérida, cambiamos su condición de festival greco-latino por el de Encuentro Teatral Mediterráneo, a partir, lógicamente, del carácter fundacional de la tragedia y la comedia griegas. Aspirábamos con ello a romper el academicismo de tantos festivales de teatro clásico –en los que importa, sobre todo, el título y el autor del texto– y a abrir un espacio al imaginario teatral mediterráneo, mostrando la posible afinidad de sus fuentes. Y, lo que quizá sea más importante, el valor de estas afinidades para el diálogo y el entendimiento contemporáneos.
Paulatinamente, la música y la danza –el coro griego en primer término– incrementaron su valor y su presencia. Y quedó claro hasta donde la magnificación de la palabra y de la sicología del personaje habían minimizado la significación inicial del cuerpo, la voz y el movimiento. De hecho, buena parte de las representaciones nos situaron a menudo ante un teatro, a la vez, verbal, musical, gestual y danzado, en distintas proporciones, cuya razón de ser se hallaba muy lejos del llamado modernamente teatro-danza, simplemente porque este parte de concepciones del teatro y de la danza ajenas a la poética y a la cultura fundacionales.
En España contamos hoy con varias compañías que indagan en las formas de un teatro mediterráneo y popular, generalmente a través de la exaltación de la fiesta, de la participación colectiva y de una imaginería sin fronteras. Pero, en general, falta la sacralidad del cuerpo, entendido no como un simple organismo sino como una construcción poética, como la mayor expresión del misterio humano, a menudo integrado en paisajes abiertos, donde el cuerpo del actor es el centro del universo. Como mediterráneo, como estudioso del hecho teatral y como animador del foros y festivales, me he preguntado muchas veces dónde buscar la unidad estética y política que tuvo un día el mejor teatro griego. Dónde volver a sentir la misma relación entre lo público y lo privado, la pulsión estética y la emoción dramática, la epopeya y la existencia singular de cada personaje. Crónica civil es uno de los ejemplos que guarda mi memoria.
Ni la música, de Pep Llopis y Vicente Alonso, sencilla y sensible, ligada a la tierra, ni los bailarines, ni la coreografía, se perdían nunca en esa tortura cerebral que ha ido alejando posteriormente la danza del gran público. En Crónica civil todo estaba cerca, dentro de cada espectador, encendiendo en paz nuestra conciencia histórica.
La Guerra Civil, saldada con la larga dictadura de los vencedores, fue, durante años, una crónica esquemática y sujeta a interpretaciones obligadamente doctrinarias. Un millón de muertos y una cifra aún mayor de víctimas supervivientes –en el exilio o en el interior del país–, es mucho dolor y mucha sangre para no escribir con letra crispada. Cabía, claro está, apelar a un hecho objetivamente innegable: la existencia de un gobierno legítimo, apoyado en unas elecciones recientes, y el estallido de un golpe militar que, después de tres años de guerra, estableció una dictadura e impuso un determinado modelo político y una concepción de España. Es decir, que nuestro país se dividió en «leales» a la República y «golpistas» y que, en función de su victoria, estos últimos mantuvieron una visión de España que excluía –reducidos a anti-España– a los perdedores.
Naturalmente, los vencedores no aceptaron esta versión y se consideraron los «salvadores» de una España eterna, que había perdido su rumbo e incluso corría el riesgo de su desmembración, en el ámbito de una República, presidida por el laicismo y la creciente influencia de los partidos obreros, con distintos programas, desde los templados a los más radicales, pero todos ellos caracterizados por la voluntad de subvertir la relación tradicional entre las clases sociales, con reformas que afectaban a la propiedad, a determinadas instituciones básicas y a la ordenación del poder. Con lo que, más allá de la «ilegitimidad» del golpe militar, lo cierto es que era mucho más que la sublevación de un puñado de generales, y representaba, llanamente, la rebelión de una España contra los caminos abiertos por la otra España, históricamente débil y sojuzgada.
De esta simplificación, apoyada, explícita o tácitamente, por los instrumentos de propaganda y represión propios de una dictadura militar, alimentada ideológicamente por un corpus en el que se conjugaban las tradiciones más conservadoras con la versión española del fascismo, surgió la práctica imposibilidad de una información objetiva sobre lo ocurrido en España, durante la Guerra e, incluso, durante los años precedentes. Muchos nombres fueron literalmente borrados de la historia política y literaria de nuestro país y fue preciso recuperar, palmo a palmo, episodio por episodio, nombre a nombre, la España desterrada. Esa fue una larga etapa, en la que, a menudo, los prejuicios establecieron una calificación doctrinaria y generalizada de los hechos. Luego, el paso del tiempo y la llegada de nuevas generaciones que no habían vivido ni la República ni la Guerra fueron matizando la crónica. La dictadura se hundió más y más en el anacronismo histórico y surgió un nuevo discurso crítico, capaz de examinar, sin la pasión de quien ha sido vencedor o víctima, la reciente historia de España. Teatro, cine y novela participaron en esta incruenta batalla.
Hasta que, a partir de un momento, los vencidos se liberaron de su etiqueta generalizadora –por ejemplo, «los exiliados»– para ser, además de las víctimas de un golpe militar –y, en muchos casos, los autores de una admirable obra literaria– «personas», que no personajes, concretas, sobre cuyos conflictos debíamos hacernos preguntas. No bastaba hablar de las dos Españas que encarnaron vencedores y vencidos. Cada vez era menos satisfactorio hablar de la literatura o el teatro del exilio como si se tratara de la obra de un colectivo desalojado violentamente de una España donde había podido expresarse felizmente. Se hizo necesario estudiar los conflictos de una República que sólo era para muchos de sus promotores, una reforma burguesa, un punto de partida provisional para acceder a nuevos sistemas políticos, en muchos casos enfrentados entre sí. Había que releer la Guerra Civil, más allá de la división nítida en dos bandos. Y, dentro de esta indagación, interrogarnos por la vida de nuestros exiliados, de cuantos, aquí o en América –dos formas de exilio para quienes se sintieron perdedores–, fueron obligados a renunciar a un proyecto social, a unas formas de pensar, para vivir en una historia y con un horizonte distintos. Antagónico, para los que se quedaron, distinto, en todo caso, para los que sufrieron el transtierro, aunque la memoria siguiera metida en las raíces.
Entre mis últimas lecturas figuran Mar de almendros, de Juan Luis Mira y Jardín quemado, de Juan Mayorga. En las dos, a través de acciones dramáticas muy distintas, prevalece un mismo interés quizá nuevo en el tratamiento del exilio, al menos desde el ámbito teatral. El centro ya no es la anécdota histórica, lo que sucedió en un momento dado, ni la lectura política de los acontecimientos, sino el exiliado. Todo eso está, porque es el marco donde vive el personaje. Pero lo que al dramaturgo le interesa no es lo que este personaje dice o piensa sino la escisión que se produce en su interior cuando es arrojado de su mundo, cuando ha de andar por un camino que no formaba parte del continuum de su existencia y, más allá del desplazamiento físico, más allá del nuevo paisaje, de la nueva ciudad, de la pérdida de su entorno, se encuentra ante un subtexto de referencias que no son las suyas. Subtexto que, en definitiva, conforma la conciencia colectiva, ofrece las claves para entender una cultura. Las raíces del exiliado permanecen, pero la tierra es otra. De ahí, a mi de modo ver, el sentido esclarecedor del término «transterrado», tantas veces usado por Max: la planta es la misma, pero es otro su paisaje, y el agua y el sol que la alimenta.
Ya no basta «entender» ese mundo «nuevo», por el que transitamos para volver luego al nuestro, según la experiencia de cualquier viajero que no se limite a hacer el turismo de consumo de nuestros días. En el caso del «exiliado», ese mundo «nuevo» se impone, súbitamente, como nuestro, y en él hay que abrirse paso, más allá –sobre todo, cuando se trata de escritores o creadores, que no se conforman con expresar su gratitud o su simpatía por el país que los acoge– de las declaraciones puntuales, de los gestos de gustosa cortesía. Obviamente, para los hijos de los exiliados, que han «hecho» ya su vida en el nuevo país, la situación es distinta, por más que, en muchos casos, puedan comprender el dolor o la amargura de los padres. Lo que los hijos perciben como palabras melancólicas, juicios con un sentido preciso, literal, para los exiliados son rebeliones, contradicciones, respuestas, a veces hijas de la voluntad, al transtierro que les ha sido impuesto, al sentimiento de que han sido desalojados de una historia donde ellos tenían o querían tener su papel. Incluso, como sucede con la inmensa mayoría de los exiliados, cuando este papel era el de rebeldes frente a la realidad establecida y de creadores del proyecto de otra distinta. Porque de una realidad, de una cultura, se puede formar parte de maneras diferentes. Y, probablemente, la disidencia es una de sus participaciones más intensas.
Integrados en una realidad, sumergidos entre sus opciones permanentes, cabe que aquella discurra en el sentido que deseamos o en otro distinto. Pero mientras formamos parte de la dinámica, siquiera como defensores de un proyecto alternativo, somos también parte activa de esa realidad, de «nuestra» realidad. La brutalidad del drama del exilio consiste en que uno es «arrojado» de ella y condenado a observar, a escribir, a opinar, desde fuera de su círculo vital, desde fuera de las exigencias de la identidad fraguada en los años constitutivos de la personalidad. Una identidad que, como decía el propio Max en uno de sus prólogos, resube de los adentros, desdeña lo cercano para volver a lo que parecía más lejano y está siempre vibrando en el inconsciente. De ahí la tragedia derivada de esa necesidad de volver a un mundo que ya no existe, de trazar un continuum que ya no es posible, rota como ha sido la línea por un acontecimiento como fue el desenlace de la Guerra Civil. Volver es la esperanza de recomponer el círculo, y esto, pasado algún tiempo, ya no es posible. Aunque, en el caso de Max Aub y de Rafael Alberti que son las dos personas de las que voy a hablar en este trabajo, se dio una circunstancia que separa decisivamente el desenlace de sus respectivos dramas. Max murió cuando en España aún teníamos dictadura. Llegó a estar con nosotros en un par de ocasiones antes de su muerte, pero ahí está el doloroso diario de La gallina ciega para mostrar la imposibilidad del encuentro. Una y otra vez, Max se queja de que apenas conocemos determinados autores que para él son parte importante de la literatura española o episodios de nuestra historia vividos por él con especial intensidad. Un elemento fundamental en la cohesión social es la memoria común, los referentes subyacentes compartidos, y era obvio que Max Aub, persona llena de curiosidad, que conocía a muchos de nuestros novelistas y dramaturgos de la dictadura –especialmente, a quienes militaban en la oposición, que, por lo demás, eran los menos convencionales y de mayor interés–, tenía una memoria distinta a la nuestra. Y no tuvo tiempo, como sí lo tuvo Alberti, para vivir el esfuerzo, si no para «recuperar» el irrecuperable pasado, sí para romper la larga tocata de la dictadura. Rafael volvió porque en España, al fin, después de tantos años, se había puesto en marcha un proceso de democratización, un debate del que él formó parte, incluso ocupando un puesto en el Parlamento y participando con entusiasmo en una campaña electoral. Rafael tuvo tiempo de sacarle el gusto a su vuelta, de estrenar algunas obras de teatro, de recibir homenajes, de recitar sus versos en cientos de ocasiones, de reencontrarse con el pueblo de Andalucía. Extremos de extraordinario valor en una personalidad como la de Rafael, tan extrovertido, tan poeta de la calle, tan volcado a valorar la cita con los paisajes y con las gentes.
Quisiera decir que yo no voy a hablar del teatro de Rafael Alberti y de Max Aub resumiendo lo que está abundantemente escrito en tantos libros y ensayos. Yo mismo he escrito un libro sobre Rafael, Tiempo y teatro de Rafael Alberti, y un ensayo sobre el teatro de Max Aub, además de una visión de La gallina ciega, en la que mezclaba las ideas y palabras del autor con la experiencia de nuestra amistad y nuestras conversaciones. Los dos autores fueron –o mejor, son– amigos míos y por los dos siento una profunda admiración y respeto. A los dos los veo, inevitablemente, como víctimas de un conflicto histórico, mucho antes que como simples autores de una extensa y valiosa obra literaria. Ni siquiera me importa mucho que mi visión de ambos personajes choque a veces con la de determinados estudiosos, también amigos y cuyas opiniones he leído con el máximo respeto, mucho más atentos que yo a la literalidad de las afirmaciones de Max y Rafael. A mí no me ha importado aventurar sus posibles contradicciones. Y lo he hecho siempre con amistad y respeto, convencido de que su vida solicita una comprensión que debe ir más allá del gesto que, a menudo, hubieron de mantener para defender una identidad y una coherencia que, desde la cultura oficial española o, incluso, desde ciertos sectores alineados con la oposición, se les negaba. Como si el «exilio» fuera el signo de un alejamiento definitivo o, en sentido contrario, una especie de santidad. Yo siempre he sentido la necesidad de adoptar otra posición. Creo que Max y Rafael han sido –son– dos víctimas, primero, de la historia y de la sociedad españolas de su tiempo, y, segundo, del desenlace de la Guerra civil. Es decir, que su sensibilidad, sus ideas, sus compromisos, su actitud crítica, los separó, primero, de una buena parte de la España de la mesocracia conservadora –la misma que, en definitiva, mató a Federico García Lorca, y concedió escaso crédito al teatro de Rafael y menos aún al de Max–, y, a partir del 39, de la España de la dictadura. Con lo que, a fin de cuentas, me sitúo en la línea de las ya citadas obras Mar de almendros y Jardín quemado a las que antes me refería. Ese fue el espíritu de mi visión de La gallina ciega, donde antes que glosar las ideas y la grandeza moral de Max, me importó preguntarme sobre sus conflictos como heredero de un proyecto al que dedicó toda su vida y, salvando los albores de la II República, nunca se abrió paso. Convencido de que mostrar ese conflicto es el mejor modo de acercarse a Max, de estar a su lado, y de poner en cuestión lo que realmente ha sido la historia de nuestro país. Sobre esta base, voy a seguir adelante.
Lo primero que debiéramos preguntarnos siempre que hablamos de los exiliados es «¿de dónde estaban exiliados?», «¿de dónde estaba exiliado Rafael?», «¿de dónde estaba exiliado Max?». Recuerdo, y así está también en buena parte de sus poemas, que cuando le preguntaba a Rafael cuál había sido su principal añoranza durante el exilio, a menudo me hablaba de la bahía de Cádiz, de la palmera del patio de su casa del Puerto de Santa María, de sus recuerdos más personales, que no en balde tituló sus memorias con el nombre de un paraje gaditano, La arboleda perdida. Y ello, más allá de sus agitados recuerdos de escritor y militante político. De hecho, es a finales de la monarquía cuando se vertebra la llamada Generación del 27 y comienza a prefigurarse, en términos culturales, el Proyecto Republicano, cuando tanto Rafael como Max «entran» de lleno en la dinámica social española, es decir, cuando se sienten parte de un proyecto y, de un modo u otro, como sucedió con tantos escritores, piensan y trabajan para él. En esa dirección, sus obras y sus actos fueron claros, aunque no hemos de olvidar que fueron años intensos pero escasos, que la República estalló en el 31 con una energía que fue pronto mellada por el conservadurismo español y, también, por las discrepancias entre quienes creían que se había abierto un camino y quienes pensaban que era un simple paso, un reformismo burgués, tras el que debía llegar la revolución proletaria. En el 34 la CEDA ganó las elecciones y muchas de las esperanzas del 31 se quebraron. Pensemos, por ejemplo, en el nacimiento de La Barraca, de Federico, en las reducciones sucesivas de su menguada subvención, en el veto de los ayuntamientos de mayoría conservadora, y lo que supuso, en muy poco tiempo, pasar de obras como Mariana Pineda, que anunciaban, pese a la muerte de la protagonista, la llegada de nuevos tiempos democráticos, a otras como La casa de Bernarda Alba, que presagiaban tiempos tenebrosos. Recordemos también el distanciamiento que existió durante un periodo entre Rafael y García Lorca que, en su defensa de la pureza poética, consideró al primero gravemente afectado por su militancia política; hasta que, no mucho tiempo después, no sólo volvieron a ser grandes amigos sino que el propio Federico reivindicó la necesidad de arraigar la poesía en la dolorosa realidad social. Rafael me hablaba a menudo de cómo Federico cambió su vocabulario e introdujo en sus conversaciones términos y argumentos que asumían claramente el compromiso del escritor con las revoluciones populares.
Si recordamos algunas de las afirmaciones de Max –incluidas incluso en La gallina ciega– tenemos el mismo sentimiento. Como él mismo nos dice, no se detuvo ante el Teatro de la Zarzuela, donde un día estuvo el Teatro de Arte y Propaganda, ni ante el palacio de los Heredia Spínola, sede de la mítica Alianza de Intelectuales Antifascistas. En cambio, todo el libro está lleno de encuentros o desencuentros con los espacios físicos, con los aromas, con un mundo personal e íntimo, que se manifiesta con un lenguaje distinto al que solicita el choque con una sociedad que no reconoce como suya. Quizá, y esa es una idea que me acerca todavía más a Max y a Rafael, porque los dos forman parte de ese grupo de españoles que proyectaron un país, una sociedad, que nunca llegó a existir, y cuyos caminos fueron obstruidos, primero, a través de los partidos conservadores hipotéticamente integrados a la República y, después, cuando se vio que el proceso iba más allá de un reformismo respetuoso, mediante un golpe militar, perfectamente entroncado con la sociedad tradicional. Recodemos el pateo que soportaron Margarita Xirgu y Rafael Alberti cuando estrenaron Fermín Galán en el Español de Madrid, en junio del 31, vivo aún el fervor republicano de abril. Pateo cuya violencia, como explicaba el autor, se debía a una discrepancia ideológica –a la invención de una Virgen que tomaba partido por los sublevados de Jaca– mucho antes que a cualquier rechazo estrictamente teatral. Y es que la gente podía pintar en las paredes «Vivas a Galán», pero el público teatral estaba formado por otro sector de la sociedad, cuyas ideas eran las de siempre. Rafael conoció el exilio físico durante la República y Max lamentó en más de una ocasión que sus obras no se representaran regularmente pese a que, a su juicio, no eran inferiores a las que subían a los escenarios. Su reflexión coincidía con la que expresó reiteradamente García Lorca. Mientras el teatro dependiera de la taquilla y esta fuera una expresión de los gustos y demandas de nuestra clase media, había muy poco que hacer. En lo que no existía ninguna interpretación voluntarista, sino una mera constatación sociológica: si el teatro era una expresión sometida a las necesidades, intereses y gustos de la mayor parte de quienes iban al teatro –definidos por una cultura de clase– no podía ser diferente del que era. Aunque, dentro del proyecto de una España distinta, abierta a la participación y los intereses de la mayoría de los españoles, cabía plantearse otro teatro, para un público todavía inexistente, o en fase de creación, que era el público de la España proyectada, de lo que por un momento se pensó que iba a ser la España republicana.
Tuñón de Lara ha explicado muy bien en su historia de España la imposibilidad material de que la República pudiera llevar adelante ese proyecto. Cuando se «proclamó» la República, el 14 de abril del 31, eran numerosos los problemas pendientes y aunque, en algunos terrenos, como el de la educación, se hicieron reformas con urgencia, en otros siguieron o se multiplicaron, porque ni se daban las circunstancias para la búsqueda de soluciones drásticas ni, obviamente, las fuerzas que habían traído la República aceptaban que muchas cosas siguieran como estaban. Las elecciones del 34 fueron el punto de inflexión. No sólo se fortalecieron las fuerzas conservadoras sino que aparecieron los brotes españoles del fascismo. Las críticas que, por ejemplo, merecieron las obras de Lorca de la prensa conservadora fueron tremendas. Y en el 35, el Ayuntamiento de Madrid decidió no renovar el arriendo del Español a Margarita Xirgu. Las elecciones del 36 estuvieron precedidas de numerosos actos de violencia y pareció evidente que los perdedores, fueran quienes fuesen, no iban a conformarse. José Antonio Primo de Rivera, en un discurso electoral, explicaba que ni valía la pena renovar la confianza en los partidos de la derecha ni un líder como Azaña podría recuperar los entusiasmos republicanos del 31. Y, además, estaba el problema de las nacionalidades, las exigencias de catalanes, gallegos y vascos, tras muchos siglos de acatar la unidad monolítica del Estado español. Las predicciones del fundador de la Falange resultaron fundadas. Ganó el Frente Popular, y en el mes de mayo, apenas elegido Manuel Azaña presidente de la República española, Max Aub se dirigió a él solicitando la creación de un Teatro Nacional y una Escuela Nacional de Baile, del todo acorde con el proyecto de cultura popular que había impregnado la llegada de la República. Los acontecimientos se precipitaron y la solicitud ya no tuvo respuesta. ¿Qué quedaba del espíritu republicano, más allá de la conciencia colectiva de un amplio sector opuesto al golpe militar y al ideario, bien conocido, que lo alimentaba? Cierto que el oportunismo político internacional –era evidente que en la II Guerra Mundial el «bando» del nuevo régimen era el de Hitler y Mussolini, frente a la alianza de los gobiernos llamados democráticos– y la participación de la Falange en la contienda tiñó, externamente, durante algún tiempo, las imágenes de la dictadura de cierta gestualidad fascista; pero eso no dejaba de ser episódico y pronto volvimos en el pensamiento oficial, en la ordenación social, en el papel de la Iglesia, en el control ciudadano, a los esquemas de la vieja España, sin memoria ni espacio para el proyecto que quiso cambiarla y que nunca pasó de ahí. Max Aub podía en Cara y Cruz agrupar las rebeliones de los generales Sanjurjo y Franco en un sólo golpe militar que daba al traste con la República y hacía del amargo discurso de su depuesto presidente –inspirado en la figura de Azaña– el relato de una sucesión de traiciones, entre los militares, que habían jurado su fidelidad a las nuevas instituciones, y entre muchos civiles, que se habían proclamado republicanos.
¿De qué España habían sido exiliados Max y Rafael? ¿Dónde estaba, en términos de realidad social, de proyecto vertebrador y aceptado por la mayoría, la España republicana? Esta fue una cuestión de la que hablé reiteradamente con Max, y que introduje en mi confrontación –que no simplemente versión– con La gallina ciega.
¿De que España me hablas, Max? ¿De qué escenarios, de qué crítica, de qué públicos, de qué éxitos? Ciertamente teníamos a Federico, a Valle, a Rafael y a unos cuantos autores, o a Díez Canedo en la crítica, que querían romper la tónica del teatro español; pero su presencia era muy inferior a la de los autores conservadores, como probó, entre otras cosas, el hecho de que, en julio del 36, la casi totalidad de los más celebrados eligió el bando nacional, se fue a América –como Arniches– o, como fue el caso de Benavente, guardó un silencio sólo entrecortado cuando las presiones le obligaron a suscribir manifiestos antifascistas por los que se apresuró a pedir perdón cuando acabó la guerra.
Las circunstancias llevaron, con la lógica impuesta por la Guerra Civil, a identificar la historia de la España de la República con la España del Proyecto Republicano, siendo, como fueron, expresiones distintas, real la primera, inscrita en un irrealizado discurso del cambio la segunda. O lo que es igual, que Max y Rafael, como autores que vivieron en el Proyecto, fueron ya autores exiliados en la realidad de la España de la República, aunque, por razones harto comprensibles, por la necesidad de establecer su pertenencia a un espacio histórico, dotaron al Proyecto de una entidad «real», que, a mi modo de ver, nunca tuvo, aunque, eso sí, formara parte, a menudo acosado, de las luchas políticas de la época.
El imaginario discurso de ingreso en la Academia de la Lengua Española de Max Aub, el 12 de diciembre de 1956, ocupando la vacante dejada por Valle Inclán, es muy ilustrativo. Imagina nuestro autor que el Proyecto Republicano fue adelante y que, en su momento, se abrió el Teatro Nacional y la Escuela Nacional de Baile que él había solicitado al presidente Azaña. Chabás, otro escritor del exilio, pronuncia el discurso de recepción. Y allí están, además de Bergamín, Pedro Salinas y Rafael Alberti, Federico y Miguel Hernández, autores ambos de obras escritas después del año real de su muerte, con títulos inventados por el propio Aub, junto a otros autores de la España de la dictadura que se caracterizaron por la calidad de su obra y su posición crítica. Creo que es mucho más que una ironía o un documento de política-ficción. Es un testimonio de la España que nunca fue, de la España exiliada para la que Max vivió.
¿Y cuáles eran los principios de ese Proyecto de España? En términos muy generales, y en el marco teatral en el que sitúo estas reflexiones, el primer paso era abrir la participación de los españoles en la construcción de la historia del país. Sabemos –y las experiencias recientes, en muchos lugares del mundo, así lo demuestran– que la representación formal de los ciudadanos por unos determinados gobernantes o partidos periódicamente elegidos muestra, a partir de los mecanismos generalmente aplicados, graves fisuras. Naturalmente, la solución no está, como ha sucedido en determinados regímenes autocráticos, en que unas minorías autoproclamen su indiscutible lucidez e impongan sus decisiones asegurando que es lo más conveniente para el conjunto de los pueblos o, más estrictamente, para el pueblo que gobiernan. Los elevados porcentajes de abstención electoral, en muchos casos, y la creciente distancia entre los administrados y la clase política, revela, simplemente, que la actual concepción de la política democrática es mala y escamotea la participación razonable de la opinión pública en las actuaciones y decisiones del Poder. No se trata, lógicamente, de añorar un asamblearismo que, además de imposible, entorpecería la ordenación de la vida social. La inmensa mayoría de los ciudadanos carecen de opinión fundada sobre muchos asuntos y es lógico que las decisiones las tomen quienes dedican su tiempo y su capacidad a los mismos, sin olvidar nunca que actúan en nombre de la ciudadanía –lo que un día se llamó pomposamente la soberanía popular– y, por tanto, que están obligados a dar, sobre todo en asuntos de cierta gravedad, cuantas explicaciones sean necesarias para clarificar y razonar su actitud, sin ver en esa tarea una claudicación o una pugna con la opinión pública. Lo cierto –y sin dejarnos llevar por una reflexión que nos separaría del objetivo inmediato de esta intervención– es que existe la conciencia mundial de que los regímenes democráticos no siempre defienden los intereses de los ciudadanos, derivados como están sus gobiernos de una serie de pactos e intereses que excluyen las apetencias e, incluso, la vida, de los seres humanos, del propio país o de otros países. El voto periódico o es un «reconocimiento» político del votante o es muy poco, reducido este a una especie de cliente potencial sobre el que los distintos partidos o personas postulantes al poder proyectan sus campañas de publicidad para conseguir que compren el producto. Una vez comprado, el pacto acaba y hay que esperar equis años en silencio –y ciertos líderes así lo pregonan, como prueba de la salud democrática– para someterse a una nueva campaña de publicidad que determine quienes habrán de ser los nuevos gobernantes, es decir, los que van a hacer la historia con independencia de sus electores. Al margen que, de vez en cuando, el Poder reitere su discurso y atribuya las más viles intenciones a quienes no lo comparten para intentar calmar a sus votantes.
Yo creo que el gran principio de la II República española, como corresponde a la significación del propio término, era sustraer de la esfera de unos pocos, de los sectores que controlaban el país, la ordenación de la sociedad. Es decir, de «potenciar la cosa pública», de establecer unas reglas de juego que dieran entrada en la vida colectiva a millones de españoles que vivían arrinconados en su supervivencia. Entrada que tenía, entre sus primeros escalones, la educación, es decir, el incremento de la capacidad intelectual, de la sensibilidad y de la información de los sectores excluidos, por lo que suponía de enriquecimiento individual y por ser un supuesto indispensable de la auténtica vida democrática. Como se ha dicho modernamente, la democracia descansa en la existencia de sujetos democráticos, y esta condición es indisociable de una cultura que estimule el ejercicio crítico y libere al individuo de su sentimiento de marginalidad. Obviamente, la República estaba hecha de muchos caminos, pero creo que ese era el que asumieron los escritores, los dramaturgos, los actores, los directores de escena, las instituciones pedagógicas, los teatros universitarios, y cuantos quisieron poner su obra al servicio de esa gran liberación popular. Entre los que estuvieron Max y Rafael.
Este propósito tiene, además, una especial conexión con el teatro. Porque sabido es que el teatro necesita de los públicos y cualquier consideración sobre la renovación teatral –a menos que se trate de un teatro oficial, que, por razones de imagen o propaganda, imponga un determinado repertorio con la esperanza de ganar adictos a la causa– ha de pasar por el tema de la composición de los públicos. Si el público, tal como aparece en buena parte de los estudios teatrales, fuera una «representación» o delegación de la sociedad, un magma neutro, y no la expresión de un sector determinado, no habría más problema que el de la discusión sobre lo que se hace en el escenario. Pero así no. Porque el público, lejos de ser un vago destinatario, es un factor activo, y de su capacidad, de su sensibilidad, de su cultura y de su concepción de la sociedad, depende, decisivamente, que el teatro siga unos u otros rumbos. De ahí uno de los principales problemas de los autores de la España del Proyecto Republicano: la creación de públicos populares exigentes, tarea inseparable del movimiento cultural que fue una de las columnas vertebrales del añorado cambio, como demuestran una serie de iniciativas de todos conocidas y, como decíamos antes, paulatinamente asfixiadas por la presión social del conservadurismo y, en nuestro campo, por su visión del teatro.
Es cierto que en nuestros días, en el ámbito del pensamiento individualista e insolidario dominante, esta reflexión se presta a una confusión que es necesario eliminar. Hoy, para muchos, hablar de la importancia del «público» supone una especie de concesión indeseable. Se identifica al «público» con un grupo social que impone una mediocridad a la expresión teatral; es decir, se identifica con una masa de consumidores que busca el entretenimiento y rechaza cuanto solicita, con algún rigor, la reflexión y la emoción. Y, como respuesta, se propone un teatro pensado «sin el público», a la espera de que determinados espectadores, en tanto que individuos singularmente inteligentes, se adentren en la obra, incontaminada de toda concesión. En estos términos se expresan muchos autores y se formula la llamada teoría de la recepción. El pensamiento de los autores del Proyecto Republicano es bien distinto, en la medida que se inscribe en una voluntad de cambio de la sociedad española. El dilema masa/individuo está, para ellos, fuera de lugar. Como explicó Antonio Machado en una ocasión solemne –e incluso arriesgada– el individualismo es una negación cultural tan grave como la masificación. Porque el sujeto pensante, con conciencia personal, es, a su vez, parte de una sociedad, representada en el teatro por el concepto de público. E interesarse por el público teatral no supone en absoluto la negación de la libertad personal; lo que procede es hacerlo por ambos sujetos, en la medida que son igualmente necesarios para construir la armonía y la justicia social. De ahí, la necesidad de trabajar para un «público» aún inexistente pero absolutamente necesario para hacer real el Proyecto Republicano. De ahí, ese vacío creciente en la medida que el proceso de cambio no se produce.
La pertenencia al campo republicano de ambos autores, incluso el mayor radicalismo de Rafael –siendo como era andaluz, donde era más evidente la desigualdad social y, por tanto, más fuerte la rebelión obrera y campesina– estaba, pues, en perfecta cohesión con ese Proyecto de «recuperación popular». Como lo estuvo su clara alineación con la causa republicana cuando estalló la Guerra Civil, aunque, en apoyo de muchas de mis observaciones anteriores, no debemos olvidar que Max, nombrado vocal del Consejo Nacional del Teatro, hubo de enfrentarse más de una vez con los profesionales del teatro español que, aún alineados con la República, consideraban extemporáneas, intelectuales y fuera de lugar muchas de las reclamaciones de nuestro autor. De nuestro autor y de otros autores y críticos que creían llegada la ocasión de impulsar el Proyecto y denunciaban la pervivencia de la banalidad del teatro anterior al 36 y el aceptado argumento de que el buen teatro era aburrido y de escaso interés para el público. Lo que nos lleva a la cuestión capital: ¿para qué público?
¿Acaso no sois vosotros los que permitisteis que el teatro español llegara a la deplorable situación en que se encontraba el 18 de julio del 36?, hubo de decir Max en réplica a quienes le atacaban. Y en cuanto a Rafael, no olvidemos que su Teatro de Arte y Propaganda, abierto en la Zarzuela de Madrid, durante el asedio, hubo de interrumpir su labor por un cambio en el gobierno republicano.
Un factor importante del «largo exilio» teatral de Max y Rafael fue su concepción de la poética teatral. En España dominaba una preceptiva que tenía en Benavente, en los hermanos Álvarez Quintero, y quizá también en el Arniches más populista y convencional, sus principales puntos de referencia. Se partía de la base de que, independientemente de la materia dramática, del pensamiento y de la estilización, el teatro tenía que sujetarse a unas pautas formales –que eran distintas, según los géneros, pero que estaban igualmente establecidas– en las que críticos y públicos reconocían la consistencia, la adecuación a su finalidad escénica, de las obras. La relación entre esta preceptiva y un determinado pensamiento e, incluso, unos hábitos sociales –que, por ejemplo, exigían los entreactos para la ceremonia social de los vestíbulos– no era contemplada. Lo que expresa, simplemente, que el «teatro» pertenecía a una clase social, con unos determinados gustos, ideas y costumbres, y sólo se concebía en el marco de esa realidad. Naturalmente no todo el mundo pensaba igual. Entre otras razones, porque la clase media –y también la aristocracia– han engendrado sus propios críticos y disidentes. A menudo cuando uno usa ciertas categorías sociológicas –como hacía Lorca cuando hablaba del público español– tiene el temor de que sus palabras puedan parecer groseras generalizaciones. En el discurso político ha sucedido a menudo. Pero es evidente que Lorca, o antes, Unamuno, o Pío Baroja, no incurrían en ese error cuando condenaban la escasa exigencia del público teatral, puesto que todos ellos, especialmente los dos primeros, escribieron teatro con la esperanza de que se abriera paso entre las fisuras de esa clase media, independientemente de que alcanzara ocasionalmente a los sectores populares.
Un propósito primordial en todo nuestro teatro «disidente» ha sido el de romper la preceptiva tradicional. No por el afán de hacerse notar, o apuntarse a las vanguardias –aunque pueda haber sido así en determinados casos, generalmente a cargo de autores de los que, en general, no ha quedado memoria– sino, porque siendo la forma la expresión artística de una cosmovisión, en el sentido total del término, era lógico que, cuando esta fuera distinta, lo fuera también la forma de expresarla, la poética. Ocurre que, a menudo, autores considerados conservadores y autores tenidos por revolucionarios han escrito dramas formalmente afines, con la diferencia de que eran distintos los ganadores y antagónicos los argumentos. Pero la visión de la sociedad y de la existencia personal, de unos y otros, tenía en común el aceptar un mismo sistema de referencias, para ensalzarlas o rechazarlas, pero, en definitiva, asumidas como el único horizonte. Se era «pro» o «anti» dentro del mismo discurso. Y, llegado el caso, la crítica procedente de cada uno de los campos aceptaba el valor dramático de obras que, sin embargo, rechazaba ideológicamente, puesto que, en definitiva, aceptaban la preceptiva establecida.
Especialmente importantes han sido en nuestro teatro los autores que se han puesto a escribir dejando que la forma fluyera de su pensamiento dramático, generando los lenguajes y estructuras que correspondían a su creación. Autores que han conocido un habitual «exilio» de la escena española, aunque, en algunos casos, hayan estrenado esporádicamente y ocupen un puesto de honor en las Historias de la Literatura Española. El caso de Valle Inclán es quizá el más llamativo. Por cuanto se dijo en contra del valor teatral de sus obras –incluso proclamando sus excelencias como escritor– y porque, luego, pasado algún tiempo, ha sido considerado como uno de los grandes, sino el más grande, de los dramaturgos españoles del siglo XX.
Hablar del teatro de Max y de Rafael, y más aún desde la perspectiva de esta intervención, obliga a señalar cuanto hubo en su obra, independientemente de la diversidad poética existente entre sus textos, de indagación permanente, de rechazo de la cautela «profesional» con que ha solido escribirse la mayor parte del teatro que ha gozado del favor de los escenarios. Esta cautela, u oficio, este saber dosificar los efectos, mantener un diálogo fluido, evitar los parlamentos largos –independientemente de su necesidad dramática–, romper las situaciones en su momento álgido, dejar abiertos los finales de acto, atar todos los cabos en el desenlace, y, en primer lugar, ir «detrás» del espectador, para que este mantenga su atención y no se aburra en ningún momento, se ha convertido para muchos en la «esencia» misma del teatro. A esto se refería Pemán cuando habló, precisamente en un homenaje a los hermanos Álvarez Quintero, del valor de un «teatro de lo sabido», de un teatro «dominado» por los espectadores, frente a ese otro teatro neurótico e irrespetuoso que introducía elementos nuevos, desconocidos, inquietantes, en sus planteamientos y en sus formas. El propio Ramón J. Sender, en su estudio del teatro de Valle Inclán, después de ponderar su calidad literaria, no vacilaba en cuestionarlo porque a menudo los espectadores se sentían desbordados y sorprendidos por el drama, en lugar de estar por encima de él, como solía suceder con el teatro de la escuela benaventina.
Del teatro de Rafael habría que decir que priva en él una sensorialidad, una carnalidad, una pasión plástica, una luz, que nunca ha formado parte de la escena española. Cuando, por ejemplo, escribe Noche de guerra en el Museo del Prado, está imaginando la amenaza de las bombas incendiarias sobre la piel y el color de los desnudos de Rubens. Ciertamente, en una simplificación, cabría decir que las bombas representaban la barbarie, y los lienzos la belleza y la vida. Pero eso no es apenas nada si el conflicto no se percibe, a la vez, en términos sensoriales, como una imagen vital y no meramente conceptual. Y lo mismo sucede con otras de sus obras, que se han puesto mal o no se han puesto en absoluto. ¿Qué pensar del montaje que se hizo en el Maravillas, viviendo aún Rafael –que aparecía en el prólogo para informar sobre la figura de Francisco Delicado– de La lozana andaluza, donde Roma estaba representada por una serie de burdos y funcionales aparatos escenográficos? ¿O aún de la que montó este mismo año, con ocasión de cumplirse el centenario del nacimiento de Rafael, el Centro Andaluz de Teatro? No se trata, obviamente, de hacer del escenario una reproducción naturalista y meramente espectacular del mundo evocado por el autor, pero, en la medida que una de las grandes virtudes del texto es su luminosidad, su carácter épico, su condición de gran mural en el que se alza la figura de una humilde prostituta, es imprescindible que la representación construya un lenguaje escénico, una estilización, afín a la que hizo el propio Alberti con las palabras y la imaginería de su drama. ¿Y qué pensar del montaje de La gallarda, presentado en la Expo de Sevilla, con un gran reparto y un elevado costo de producción, que nunca fue visto en otros escenarios? Para Rafael la experiencia teatral fue, en general, amarga. Y no es extraño que, finalmente, se volcara en los poemas escénicos, que él mismo interpretó, en algunos casos formando parte de sus innumerables recitales con Nuria Espert. La parte final de mi libro, Teatro y tiempo de Rafael Alberti, está dedicada a una serie de entrevistas con Rafael en las que explica, con desolación, sus relaciones con la escena española. Empezó con el grito de «¡Muera la podredumbre del teatro español!» tras el estreno de El hombre deshabitado, pasó por el pateo –cuya violencia obligó a echar el telón metálico– del Fermín Galán, conoció la apoteosis crítica de El adefesio, cuando, en plena transición, muchos quisieron aprovechar la obra de Alberti para proclamar su adhesión a los nuevos tiempos, y acabó –tras varios estrenos decepcionantes– en los más diversos espacios, de España y América Latina, a menudo al aire libre, aclamado por amplios públicos en buena parte populares, actor y poeta en la calle, siendo él mismo al cien por cien, sin la mediación de la cultura escénica española, tan distante de su personalidad.
El caso de Max es distinto. Pero también es obvio que su inventiva dramática y su expresión poética, estaban lejos de la servidumbre «profesional». En raras ocasiones –y no deja de ser sintomático que una de ellas fuera Deseada, que más de uno pensó entre nosotros que era el título que debía ser representado para su «rescate»– hizo un teatro de mera ficción. Pero él fue, ante todo, un dramaturgo alimentado por la experiencia histórica, un ciudadano de su época, parte, víctima o testigo de los graves y dolorosos acontecimientos que ensangrentaron el siglo XX y han hecho de él una vergonzosa memoria. En Max hay algo de cronista independiente que escribe al pie del cañón, y que cuenta, a su vez, lo que observa y lo que a él mismo le sucede, con absoluta libertad y un criterio siempre vinculado al Proyecto de la España Republicana. El lenguaje de sus personajes son siempre sus propias voces interiores. Y en alguna ocasión, como sucede concretamente en Comedia que no acaba, una de sus obras contra el nazismo alemán –contra su racismo–, tras plantear el conflicto y mostrar la condición de sus personajes, un apuesto ario de las SS y una muchacha judía, interrumpe la acción para señalar que existen varios finales posibles, a cuyo servicio podría seguir escribiendo. Pero, ¿para qué hacerlo? Vivida ya la situación básica, el clímax de lo que podría ser la obra, creada la emoción y hechas las preguntas, ¿para qué recurrir al oficio de estirar lo ya dicho, de fabular para ilustrar lo sabido? Este era el talante de Max, su perpetúa negación a la banalidad, al ingenio. El gusto de escribir y de imaginar es siempre una expresión de su perplejidad ante la brutalidad y la traición de la historia, es un modo de preguntar y opinar. ¿Y qué tiene eso que ver con el teatro en Babia, con el mero oficio de entretener con los platos de siempre? Max es de los que no pone límites a su obra y, en consecuencia, a la forma, aunque corra el riesgo, como le sucedía a Rafael, de que no falten quienes leen su teatro, dentro de la tradición española, como un anecdotario. ¿Acaso no hubo quien interpretó su San Juan como un racimo de historias mínimas, de pequeñas crónicas interpersonales, reduciendo el drama –¡tan vigente!– de un pueblo condenado a muerte a mero telón decorativo?
Fueron dos exilios de la escena española, sólo rotos esporádicamente. Y ello, con independencia del sistema político o del curso de la Guerra Civil. Fueron autores para una España que no supimos hacer.
Entre los desórdenes e injusticias irreparables que trajo nuestra Guerra Civil, estuvo, refiriéndonos estrictamente al teatro, la ausencia, primero radical, luego progresivamente rescatada, de la obra de nuestros autores exiliados, en buena parte vinculada a sus recuerdos y circunstancias, pero en otras, y José Ricardo Morales sería el gran ejemplo, inscrita dentro del discurso más lúcido y contemporáneo del teatro occidental. La publicación en España del primer volumen de sus obras completas, dedicado a su teatro, es, en este sentido, el testimonio apabullante de una ausencia escénica que significó una sensible pérdida para nuestros públicos y para nuestro movimiento teatral. No ya por el interés dramático de los textos, sino por cuanto hay en ellos de reflexión y de respuesta a un proceso histórico que no ha hecho si no hundirse cada día un poco más en la deshumanización y la violencia.
Desde la reducción del teatro, generalmente practicada, a mera diversión, ejercicio de ingenio o más o menos encubierta soflama ideológica, la obra de Morales resulta de una enjundiosa riqueza intelectual, crítica y moral, a partir ya de la condición de un autor que, pese al dramatismo de su experiencia personal –desde oficial republicano e incipiente y brillante escritor vinculado al movimiento teatral universitario a la derrota del 39 y su llegada a Chile tras la obligada escala en los campos franceses de concentración– fue capaz de integrarla en una percepción planetaria, con respuestas que están hoy en los debates más lúcidos sobre lo que Amin Maalouf ha llamado «el desajuste del mundo».
El volumen incluye 42 obras, desde la Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante, teatro de títeres, que estrenó en España en el 38, hasta El destinatario (2002), escrita, como el resto de su obra, en Chile, y su adaptación de La Celestina que estrenó Margarita Xirgu en el Teatro Solís, de Montevideo, el 28 de octubre de 1949. Manuel Aznar Soler, Ricardo Doménech y el propio José Ricardo Morales conforman una espléndida introducción a través de la cual quedan precisadas muchas de las ideas y propósitos fundamentales del autor.
Quisiera referirme especialmente a un punto, que es el que da título a esta breve intervención. Me refiero al valor y significación del extrañamiento en la obra de Morales. Una significación que excede de la propuesta por Bertold Brecht, y generalmente aceptada como una definición del concepto. Como sabemos, al autor alemán le preocupaba la mera identificación del espectador con el personaje a través de una corriente de empatía, y propuso, para evitarlo, la inclusión de una serie de factores –que iban desde el carácter alegórico del argumento a la discontinuidad de la acción dramática, pasando por un estilo de interpretación y una ruptura de la escenografía– resumidos en el término «extrañamiento». No es ese el caso de José Ricardo Morales, aunque sus objetivos puedan ser afines: sustraer al espectador de la «ilusión de realidad», de la exclusiva participación emocional, para generar un sentimiento de extrañeza o distanciación que le permita juzgar cuanto le ofrece el escenario, más allá del contenido puntual de la historia. Lejos de admitir la lógica propuesta por el autor, el espectador deja de identificar el mundo con la representación, rechazando así cuanto, por una razón u otra, le resulta artificioso o incoherente. El escenario sigue siendo una representación del mundo, pero el espectador contrapone, con mayor o menor conciencia de ello, otro mundo, humano y aceptable. Se cumpliría la paradoja de que se historiza, entra en la verdadera historia, precisamente porque no acepta los acontecimientos e ideologías que formalmente la definen.
Ciertamente, la reflexión de Brecht era política y pedagógica, convencido de que el teatro debía mantener despierto el juicio crítico y había que evitar cualquier tendenciosidad o sentimentalismo que pudiera adormecerlo. Y cierto también que ese es uno de los propósitos del extrañamiento que nos propone José Ricardo. Pero teniendo en ambos casos un componente político afín, son distintos, por cuanto Brecht solicitaría el ejercicio de un compromiso ideológico mientras José Ricardo aspira a que el espectador se descubra a sí mismo y constate la estupidez cotidiana sin dejarse atrapar por la identificación.
El origen de la poética de José Ricardo estaría ligado, en tales obras, al deseo del autor por hacer de Chile una tierra «adoptada» antes que «adoptiva», es decir, por integrarse en su realidad y no hacer de la nostalgia de España, la experiencia de la Guerra Civil o la esperanza de retorno, la razón de su obra. Sin eso, tanto esta como su vida serían incomprensibles, pese a que siempre ha mostrado su interés por estrenar en España y, durante los últimos años, ha visitado nuestro país con frecuencia y recibido constantes homenajes. Escribe José Ricardo:
Dado que salvo mis piezas de guiñol, el total de mi teatro está escrito en el destierro –en Chile, concretamente, país al que le debo la vida–, algunos se han preguntado de qué manera afectaron a estas obras una guerra no deseada, en la que participé hasta el fin, y el exilio consiguiente, sufridos por defender la posibilidad de pensar con libertad en nuestra tierra perdida. A esta interrogación le di sobradas respuestas, señalando que si mi teatro no propone el tema bélico ni tampoco el del exilio en su inmediatez directa, se debe a que sus problemas aparecen formulados en mis obras con una óptica ajena a la habitual. Me refiero a la del escritor que en el destierro vive por partida doble aquello que constituye su oficio: la extrañeza ante el mundo cotidiano, del que se suele apartar para poder apreciarlo como un todo y descubrir su sentido. Porque en el exilio su extrañeza se acrecienta, debido a que el entorno en que vive le es por completo extranjero y además –y sobre todo– porque la causó el forzoso extrañamiento de aquel que fue despojado con violencia de su origen.
Reflexión que nos ayuda a entender que el extrañamiento no nace en José Ricardo de un proceso meramente intelectual, pedagógico o ideológico, sino de la percepción existencial de que vive en un mundo que, en principio, no es el suyo y en el que le es fácil detectar las disonancias, el decir o hacer lo que no toca. El absurdo, que alimentó uno de los grandes teatros europeos en los años 50, tendría, pues, en José Ricardo, una expresión en buena parte anticipada, aunque su génesis y su sentido difieren de los que tuvo la obra de un Ionesco o un Adamov. Y no incluyo a Beckett en la relación porque, a mi modo de ver, este autor posee una conciencia crítica distinta, que explica el hecho, desconcertante en su día para la crítica rutinaria, de que acabara siendo montado por un Giorgio Strehler, que jamás se habría acercado a Ionesco o Adamov. No olvidemos que la mayor parte de la crítica de la época situó a Ionesco en las antípodas de Brecht, mientras que la obra de José Ricardo Morales sería incomprensible si no percibiéramos su voluntad de elevar el absurdo, a través de la visión irónica de la realidad, a la categoría de un teatro crítico o, tomado el término en su más amplio sentido, político.
A este propósito, el autor escribe:
Como quiera que se entienda, esa visión distanciada, atribuible a la persona y al teatro, así como al escritor y al exiliado, la apliqué con ironía –que implica pensar «en doble»– a las muchas dictaduras castrenses y similares que adornaron nuestro tiempo, algunas de ellas sufridas en carne propia, denunciándolas de diferentes maneras.
Ironía que, en todo caso, no aparece sólo en las obras explícitamente referidas a las dictaduras, sino en buena parte de su teatro, donde la percepción de la irracionalidad del comportamiento humano y, a la vez, la renuncia a cualquier crítica explícita, le lleva a menudo a ese «doble juego», aceptando irónicamente la detestable lógica vigente.
Manuel Aznar, en el artículo de introducción a la obra completa de José Ricardo, resume los conflictos abordados por su teatro. Son los abusos de poder, la irracionalidad del lenguaje, la tecnificación deshumanizadora, la manipulación política y propagandística del poder, los desastres ecológicos, la capacidad destructora de la revolución científico-técnica, la cosificación del hombre contemporáneo; conflictos, todos ellos, universales y situados al margen de las visiones doctrinarias de, como diría José Ricardo en toda una declaración de principios, las «ideolatrías». Si la enumeración de los temas de nuestro autor nos vale para comprender los compromisos éticos que lo sustentan, lo realmente interesante –puesto que en su mayor parte figuran en la producción dramática de los movimientos críticos e inconformistas– es situarnos en el discurso intelectual y poético que le lleva hasta cada uno de ellos. Y aquí surge la conexión y la discrepancia entre el «extrañamiento» del teatro del absurdo europeo y la obra dramática de José Ricardo.
Aclaremos, en primer lugar, que el término teatro del absurdo ha tenido, en la historia moderna, significaciones distintas. En España, el «absurdo», vinculado a los nombres de Jardiel Poncela, defensor de un «teatro inverosímil», y de La Codorniz, desdeñosa siempre de cuanto nos remitiera a la crónica de la cotidianeidad, fue estimado como una categoría superior e intelectual de la comedia. Frente al juguete cómico, basado en el chiste y el efecto risible de artificiosas situaciones, el humor nos conducía, con imaginación y ternurismo, a un mundo irreal, entendido como una evasión de la oscura y monótona realidad. Era algo así como un pequeño refugio de la inteligencia individual que, no sabiendo qué decir ni qué hacer con el mundo, ni aceptar la manipulación color de rosa de la vida española, se encerraba en invenciones «absurdas» en busca, paradójicamente, de un mundo sin tristeza y sin censura. Personajes, diálogos y situaciones eran desesperadas y confortables huidas a un mundo inexistente. Obviamente, eso no tenía nada que ver con Ionesco o Adamov, aunque aquí, a más de un crítico de la época se le ocurriera decir que Mihura y Jardiel eran dos antecedentes del teatro del absurdo. Una calificación que vino a escindirse en dos sentidos radicalmente opuestos. Pues si en uno el absurdo era el recurso para reírse de la bobería del mundo desde el butacón confortable del ingenio, en el otro, el que nos importa, expresaba la crisis de la cultura contemporánea. Si en un caso servía para que el espectador se sintiera feliz e inteligente frente al tedioso costumbrismo, en el otro suponía el desolado descubrimiento de la incomunicación entre los humanos. Sin duda, el teatro de José Ricardo Morales pertenecería a la segunda corriente, aunque situado en un tiempo y una experiencia personal distintos a los del celebrado teatro del absurdo, con la consiguiente incorporación de los elementos derivados de la singular biografía del autor.
Nuestro mundo de hoy, respecto del que existía cuando Morales tuvo que exiliarse, es muy distinto. El ascenso de los totalitarismos y las brutalidades de la II Guerra Mundial pusieron de manifiesto los peligros del radicalismo ideológico. Frente a la idea del enfrentamiento, liquidado con el engrandecimiento de los vencedores, creció, después de Hiroshima, el sentimiento de que ambas partes podían ser igualmente perdedoras. La creación de las Naciones Unidas y los grandes textos de la década de los 40, culminados con la Declaración de los Derechos Humanos, parecieron asumir la tarea de aplicar las transformaciones necesarias. La paz y la justicia social tomaron un nuevo sentido, y el mundo empezó a entender que necesitábamos asumir la interdependencia planetaria frente a todos los principios e ideologías que santificaban la independencia. Si esta última se sustanciaba a través de sucesivas confrontaciones, y conllevaba catástrofes incontrolables, era lógico pensar que el futuro estaba en un ordenamiento humano y democrático de las interdependencias. La evolución tecnológica hizo el resto y, sin duda, estamos en un tiempo caótico justamente por la coexistencia de un discurso que mira hacia delante, apoyado en las nuevas circunstancias, y otro que se alimenta de los valores históricos del pasado. Lo expresa muy bien Amin Maalouf en su ya emblemático libro El desajuste del mundo, y lo pone de manifiesto el extrañamiento que propone José Ricardo Morales, donde, en definitiva, aparecen unos personajes que viven en un mundo que resulta absurdo para quienes mentalmente pertenecen a otro. El realismo es aquí un ejercicio irónico para que el espectador tome conciencia de que está viviendo en un mundo reconocible, cercano, incluso familiar, y sin embargo incoherente y lejano.
Estaríamos aquí ante un debate contemporáneo esencial, que lleva más de medio siglo, desde la hora pujante de las ideologías hasta la evidencia de su fracaso. Ideas muy distintas que compartían los grandes ideales con la condena radical de quienes no los compartían. Todavía hay mucha gente que piensa así y echa pestes de una evolución tecnológica que permite, por ejemplo, a un millón y medio de egipcios, reunirse en las calles de El Cairo a pesar del control oficial de todos los medios de comunicación. Irrita a todos los integrismos religiosos y a cuantos han creído o creen que el orden mundial solo es la expresión matemática de la relación de fuerzas existentes. No sé si el hecho de que un muchacho o una muchacha, fanatizados por cualquier principio, entren en un templo o en un aeropuerto con un cinturón de bombas, y causen cientos de muertos, es suficiente. Seguramente no, puesto que sigue sucediendo. Pero es obvio que cada vez que esto ocurre la visión tradicional del poder se desmorona y, como le ocurrió al presidente Bush, acaba provocando miles de muertos a causa de las medidas adoptadas para evitar la muerte de uno solo. El ejemplo viene a cuento porque ahí está una de las tantas expresiones del absurdo, que se diluye cuando aceptamos los discursos de la guerra para asegurar la paz, o de la seguridad como argumento para limitar las libertades, viniendo a ser el extrañamiento, la irónica inocencia del espectador de tales atrocidades, una de las formas más claras y más libres de descubrirlas.
Ante el hecho de que la tecnología, convertida en expresión de Morales, en tecnolatría, haya determinado una globalización imparable, cabrían dos respuestas: una, propondría la vuelta atrás, identificando globalización con pensamiento único, reivindicando el valor de las singularidades culturales; y otra, dando por hecho, primero, que la globalización es irreversible, y segundo, que si ha sido utilizada por los más fuertes, como era lógico, en las nuevas estrategias de la lucha por el poder, cabe librar una batalla para cambiar su actual orientación. El tema es importante y nos sitúa ante una aporía: si el proceso tecnológico ha favorecido una percepción global de la humanidad, ¿por qué no emplearla en potenciar la aproximación intercultural frente a la radicalización agresiva de las identidades nacionales, religiosas o ideológicas? ¿Tiene sentido, como se plantearon los ciudadanos de la antigua Yugoslavia, rebelarse contra el orden federal matándose con la ferocidad de su guerra secesionista? ¿Hemos de poner en un plato de la balanza el pensamiento único y en el otro la sublimada discrepancia de la pluralidad? ¿O cabría imaginar un orden nuevo, aprovechando la proximidad y el mayor conocimiento entre los pueblos, para despojar a la diversidad de sus veneradas incompatibilidades culturales? La cuestión está directamente relacionada con el tema del absurdo y el caos de nuestro tiempo. Aquí el extrañamiento toma una nueva dimensión, porque, lejos de limitarse a mirar «desde fuera», solicita «meterse dentro», no para adoctrinar a unos y otros según las viejas prácticas históricas, sino desde esa nueva percepción del planeta y la exigencia de un discurso político que está sin hacer. Quizá la historia haya tenido sus avances en sucesivos extrañamientos, enfrentados a demagógicas y apasionadas integraciones. Visto así, nuestra más vigente percepción del absurdo debería incorporar los elementos de la era científica, la percepción de sus consecuencias estrictamente fácticas utilizadas por los herederos de la peor historia política, para rescatar un compromiso que ya no puede conformarse con certificar la defunción del viejo mundo, sino que ha de construir una realidad distinta, coherente con un planeta en el que, en frase de José Ricardo Morales, pervive esa otra que «aparece como la real amenaza que es».
Una limitación casi permanente del pensamiento político ha sido la de definirse fundamentalmente en la denuncia y la acusación de los correspondientes adversarios. Es como una sinfonía inacabable, a la que se van añadiendo nuevos tiempos, girando siempre sobre un mismo encono. El extrañamiento consiste, entonces, en un acto de liberación, en la posibilidad de ver y entender los horrores del concierto para no sumarse a él. Y, con la ironía del que sabe mucho y la inocencia del que quiere mucho, avanzar por otro camino.
Afortunadamente, Valle no sólo ha sido considerado uno de nuestros más grandes escritores del siglo XX por sucesivas generaciones de españoles de ánimo crítico sino también por muchos estudiosos de ánimo académico. En la propia Santiago existe una Cátedra Valle Inclán que da constantes pruebas de su tarea de investigación y de divulgación del insigne gallego. Así que voy a prescindir de cualquier glosa para centrarme en mi propia observación, aunque, lógicamente, nada de lo que diga será nuevo por más que sea mío, porque Valle anda ya por los adentros de muchos de nosotros, y ya se sabe que uno está hecho en buena parte de lo que han sido o son los demás.
Mi primera reflexión está relacionada con el «descubrimiento» de Valle durante la dictadura. Obviamente, su nombre figuraba, de manera destacada, en todos los manuales de literatura. Pero, en lo concerniente a su teatro, prevalecía le idea de que la literatura ahogaba la expresión dramática. Para toda la escuela crítica agrupada en torno a Benavente, Muñoz Seca, o los hermanos Álvarez Quintero, las razones de su menosprecio eran obvias. Existía una profunda diferencia temática y lingüística entre las obras de don Ramón y el teatro cotidiano, pero, sobre todo, una profunda diferencia sociocultural. Nuestro teatro era hijo de la Restauración, con sus felices imágenes de la monarquía borbónica, mientras don Ramón representaba el espíritu crítico del 98, primer germen de lo que, décadas después, fue ya el espíritu republicano.
Sabido es que el público teatral no constituye una representación de la sociedad, sino de un determinado sector, que por razones económicas y culturales, impone su criterio en los escenarios. Nuestro público de finales y comienzo de siglo pertenecería a esa mesocracia acrítica dispuesta a interpretar la realidad española desde los viejos supuestos históricos del nacionalismo. En cambio, la actitud del 98, y por lo tanto también la de Valle, supondría su profundo cuestionamiento. Basta recordar el paso de la Guerra de Cuba por el repertorio valleinclanesco y compararlo con las imágenes de buena parte del teatro poético –poético y patriótico– de la España de la época. Se perpetuaba el viejo choque que ya conocimos con la picaresca y el teatro barroco, cara y cruz de una imagen de la sociedad española. El testimonio frente a la crónica oficial, la historia de la gente frente a los representantes declarados del país.
Era esta distinta manera de mirar la historia la que generaba un distinto lenguaje literario y una distinta estructura dramática; la que rompía la unidad de acción, entendida bien como una figuración girando en torno al conflicto personal de los protagonistas, o bien como un concepto compatible con la pluralidad de acciones y la existencia de personajes sujetos a distintas raíces ideológicas y culturales. El autor, lejos de la «omnisciencia» tradicional, término este reiterado por una serie de ensayistas de nuestros días, renunciaba a su posibilidad de reducir la realidad a un hilo manejado y elaborado para incitar a la identificación entre espectadores y protagonistas, para, en su lugar, enfrentarse con un mundo que, en alguna medida, le desbordaba y del cual sólo podía dar algunas señales en vez de su crónica completa. El teatro no contaba lo que previamente había reducido el autor a una escaleta sabiamente ordenada, sino que nacía de un combate poético, de una creación que dejaba huecos y abría puertas a los espectadores. El autor no estaba «con» ni «a las órdenes» del público, no escribía con un afán de gratificación –a mayor gratificación, mayor éxito– sino con la insolencia de un descubridor.
El sentido de esta divergencia me parece evidente, sobre todo a la vista de lo sucedido con el teatro posterior y, muy especialmente, ante la obra de Beckett y de Brecht, ejemplo de un teatro abierto a la «construcción» de los espectadores, nunca conducidos por el encantamiento de la historia.
Es obvio que, en el teatro occidental, la posición de Valle significaba un avance respecto del teatro español de su tiempo. La representación teatral dejaba de ser la fiesta de una clase social, con el debido acatamiento a sus principios –tanto más necesarios cuanto más eran cuestionados por las transformaciones y turbulencias sociales– para mostrar, justamente, los choques producidos por la pluralidad de culturas, de clases y de intereses. La historia oficial, esa historia que debía unirnos a todos bajo un mismo palio, se rompía ante las miradas de muy distinto signo, que discrepaban en sus juicios sobre el pasado y en los proyectos de futuro.
En cuanto a la identificación de los espectadores con los protagonistas, el sentimiento de que ellos eran la medida del mundo, y que las cosas iban según les iban a ellos, es lógico que se viera seriamente afectada por la pluralidad cultural de los personajes. Lo que un día fue amable servidumbre se convertía en galería de excluidos, en los falsos invitados a la fiesta. El sainete abandonaba el culto a san Isidro para teñirse de tragicomedia y mostrar lo grotesco de situaciones consideradas un día como graciosas expresiones de la sencilla vida de los pobres. Y lo que era también importante en la historia del teatro, la acción perdía su carrerilla, se atascaba, se interrumpía o desaparecía, entraban los afluentes y el río ya no era la única guía del paisaje.
Naturalmente Valle no sabía que todo eso sería desarrollado y estructurado por Bertolt Brecht, que, a su vez, se alimentaría de una corriente de opinión que tuvo en don Ramón su antecedente hispánico. Aquí no se hablaba de «teatro épico», ni se usaba el término «distanciación», pero ahí estaban y a nadie sorprendería, años después, que Tirano Banderas fuera también representada.
Pero ¿cómo contar una historia desde fuera de ella? Y, en consecuencia, ¿cómo trasladar ese sentimiento al espectador, sustituyendo su vieja identificación con el protagonista por una observación que, sin renunciar a la empatía, le permitiera advertir sus contradicciones y abrir los ojos al conjunto de personajes? Valle no teorizó como el alemán, probablemente porque la teoría del teatro español no estaba para esos trotes. Pero sí aventuró respuestas precisas en la estructura de sus obras que se orientaban en la misma discontinuidad y distanciamiento. Y, sobre todo, echó mano de lo que era para él un instrumento precioso: la palabra, y, paralelamente, el color del verbo y del clima dramático. Dos virtudes inspiradas en la narración y en la poesía. O sea en la literatura.
Representar no era adaptar el mundo al lenguaje coloquial de la mesocracia. Era, por el contrario, renunciar a esa convención para que afloraran esas otras historias de los españoles postergadas por el patriotismo consolador de la nueva clase media. Si el Teatro Poético hacía de la palabra un instrumento de la exaltación españolista, Valle hubo de inventarse un lenguaje distinto, una «deformación sistemática» del verbo, que nos diese la necesaria perspectiva, la conciencia de que éramos «observadores» mucho antes que fragmentos inmóviles del paisaje.
Entre las fuerzas que aglutinaron el llamado Movimiento Nacional las había de distinto signo, unidas entre sí por su común rechazo de la República, entendida no ya como un régimen político determinado sino como el marco de un proceso social de consecuencias imprevisibles, divergente, en todo caso, del de la España tradicional, autocalificada de España eterna. Entre tales fuerzas ocupaba un lugar destacado la Iglesia en su versión integrista, pronta a asumir la herencia de los Reyes Católicos –incluida la Inquisición– y del Imperio. La relación entre la Iglesia y el Estado se presentaba como algo sustancial e indisociable. Idea, según hemos oído en boca de algunas de nuestras actuales jerarquías religiosas, que permanece en todos aquellos que tienen por descabellada cualquier imagen de España asociada a un proyecto laico. España, como dijo el cardenal Rouco Varela, obispo de Madrid, «será católica o no será». Y esa era una de las columnas del llamado nacional-catolicismo que superponía sin el menor problema los intereses del país con los intereses de la Iglesia.
Otra fuerza era el Ejército, asumido, no como una institución, sino como una ideología. La Guerra había mostrado la existencia de una incipiente oficialidad republicana, que asociaba el ejército a la legalidad constitucional y a la sociedad civil, negando otro de los pilares de la España oficial: el papel del ejército como garantía de la inmovilidad institucional, su condición de depositario de todas las batallas un día solicitadas para la creación y mantenimiento de un imperio.
Una tercera fuerza era la Propiedad. Conocidas eran las frustraciones de la República en el terreno de la reforma agraria. Salvo en Cataluña y en el País Vasco, donde la revolución industrial permitía ya hablar de capitalismo, la mayor parte de las regiones españolas se definían por la muy desigual propiedad de la tierra, por la sumisión de los jornaleros o arrendatarios –en forma de medieros, obligados a entregar la mitad de la cosechas a los dueños de la tierra–, con su correspondiente traducción a la vida política y social. Iglesia, Propiedad y Ejército diseñaban así una ideología asumida por una mesocracia que, en verdad, carecía de algunos de los estímulos que hicieron en otros países de la burguesía uno de sus estamentos más activos y renovadores. Me atrevería, en la línea de este trabajo, a comparar el papel de la cultura entre la clase media española respecto del que ocupaba en otros países europeos, para evidenciar nuestro atraso en este punto. Dato importante si hablamos de teatro, en la medida que la clase media ha sido el banco de su público, y en España fue incapaz de alcanzar los niveles de indagación formal y de crítica de la mayor parte del teatro europeo.
Y aún habría que añadir, como cuarto punto cardinal, la Falange, expresión de un pensamiento que quiso dar una nueva categoría intelectual a nuestro nacionalismo histórico. Ya no se trataba de hablar de Al Ándalus o de la Reconquista, de Bartolomé de las Casas o de los conquistadores, de la España diseñada por los Reyes Católicos o de la constante sangría de españoles que, por razones religiosas o políticas, hubieron de abandonar el país. Ahora entrábamos en la afirmación de que «España era una unidad de destino en lo universal» o que «ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo».
Fue esa carga ideológica la que dio a la España del 39 un carácter grotesco completamente nuevo. Ya no se trataba, al modo benaventino, de decir que lo mejor era que nuestros invitados llegaran a los postres, para así poder presumir de una comida que no hicimos; ni caer en el sentimentalismo o la melancolía de los que perdieron sus viejas propiedades. Éramos, según esto, «pobres pero más honrados que nadie», con una memoria de pasadas grandezas pronta a rescatarnos. Pero el impacto falangista –es decir, un eco del fascismo italiano e incluso del racismo alemán– nos transformó. Y dejamos atrás los pleitos de la Guerra de Cuba o la Guerra de África, para afirmar que éramos un gran país, nada menos que un imperio hacia Dios. Cierto que tuvimos años de racionamiento, de paro y de pobreza, cierto que el curso y desenlace de la II Guerra Mundial destruyeron las ilusorias esperanzas; pero España adquirió, a lo largo de sus casi cuatro décadas de dictadura, una nueva conciencia histórica, negada, una y otra vez, en su confrontación con la realidad.
En ese marco, fue del todo coherente que el «pleito» de Valle Inclán recobrara toda su vigencia. Nuevamente teníamos una historia oficial que, cada vez que pasaba ante un espejo, mostraba sus grotescas contradicciones. Grotescas por la altisonancia de un discurso ante el que cualquier pícaro del siglo XX podía sonreír o tender su escudilla. Cuatro décadas de dictadura –con su correspondiente censura previa y un aparato represivo, justo es decirlo, cada vez más deteriorado por el curso de la realidad internacional y la propia evolución del país– son muchos años, que nos permitieron ir rescatando algunas de las piezas «ocultas», recobrar escritores prohibidos o marginados, despertar la memoria histórica, recomponer y continuar aquel discurso iniciado en el 98, y sólo brevemente renacido en los años inmediatos y posteriores a la proclamación de la II República.
Valle Inclán fue una bendición. Curiosamente, aun cuando situaba sus obras en un periodo histórico anterior y nos hablaba de una Galicia que ya no era la de entonces, su discurso valía, justamente, porque correspondía a un tramo del camino que, ahora, nos había colocado frente a la dictadura. De poco servía que la censura suprimiera algunas escenas de sus obras, mutiladas en la representación o en la edición (en Primer Acto publicamos Luces de bohemia a falta de una escena prohibida), o que, en algún caso, como hizo con Tamayo cuando iniciaba en el Español los ensayos del mismo esperpento, lo prohibiese. Las respuestas eran siempre claras. En el caso del Español, sustituyendo Tamayo el esperpento de Valle por El genio alegre, de los hermanos Álvarez Quintero, con el inri de que Torrente Ballester –defensor de Valle y opuesto a la censura– hiciera la crítica en el diario Arriba, el órgano oficial de la Falange.
Algunos, es cierto, se interesaron básicamente por el «lenguaje» de Valle y escribieron obras que imitaban su estilo literario. Pero ese fue el capítulo menor y pintoresco de la aventura, como a otros les dio por «imitar» a Beckett en el lenguaje creyendo que se trataba de una simple moda literaria. Lo importante no estuvo ahí, sino en una renovada percepción del carácter esperpéntico de una cierta historia oficial de España, con sus soflamas, sus ínfulas nacionalistas y una sublimación patética de cuanto es parte de nuestras venturosas o desventuradas andanzas colectivas.
Si Valle había sido, en su día, el aldabonazo contra la ideología «histórica» de España, ahora volvió a serlo para quienes lo leíamos, a la par que escuchábamos los Diarios de Radio Nacional de España, veíamos el NODO y, simplemente, mirábamos el mundo. Otra vez nos situábamos ante la necesidad de una nueva lectura de la vida española, otra vez entrábamos con Valle en los cuarteles, periódicos, comisarías y despachos oficiales, que nos llenaban de imágenes deformes frente a las imágenes sorprendidas en la realidad. La dialéctica nacional –quizá desde la misma fundación del Estado Español, desde la expulsión de moros y judíos por los Reyes Católicos–, la pugna entre dos concepciones de España, constituía, de hecho, uno de nuestros principales estímulos políticos. España–Antiespaña. España del interior–España peregrina, una antítesis que estallaba tragicómicamente cuando Friolera se empeñaba en cantar las glorias del cuerpo de carabineros.
Paralelamente, la crítica oficial de mayor prestigio, encabezada por Alfredo Marquerie, condenaba el «pesimismo» de los noventayochistas. El pesimismo de los que no cantaron la gloria de los luceros en el calvario que nos llevó al trienio del millón de muertos.
Tercer reencuentro con Valle y su amarga percepción de la crónica histórica. Otra vez, los humanos se enfrentan a la oposición entre las palabras, la declaración de intenciones, y la realidad. Otra vez, se da una «explicación» de la historia que la experiencia concreta desmiente. Otra vez, se predica la paz desde una práctica política que la imposibilita.
Podría decirse, sin más, que esa es una constante, que la historia del crimen y la violencia históricas ha tenido siempre doctrinas pacíficas que las justifican. Es una de las características de la política: la profesión de inocencia, la sistemática demonización del adversario. De hecho, es quizá la primera «virtud» del político, la más celebrada: la victoria sin culpa, la violencia inevitable. Para lo cual, es necesario construir una teoría que concilie la agresión con la legítima defensa, la ocupación de la tierra ajena con el derecho a no ser invadidos en la propia.
Sobre esta contradicción, cada parte ha escrito su propia historia. Y, aún dentro de cada parte, el poder es el que, lógicamente, ha establecido las imágenes y ha propuesto las conclusiones. Por eso, en principio, hay tantas historias como litigantes y, aún dentro de cada una de ellas, versiones y contrahistorias de quienes no compartían las razones del poder.
Todo ello es, en principio, lógico. Las llamadas identidades nacionales son, en principio, interpretaciones contrapuestas de unos mismos hechos, que, debidamente sistematizadas y llevadas hasta sus últimas conclusiones, se convierten en una cultura. Pongamos el ejemplo de la guerra entre Israel y Palestina, la más larga de cuantas han condicionado y condicionan la historia contemporánea. Si para unos es tierra prometida lo que, para otros, es un simple mito religioso; si unos invocan a Dios como fuente de su derecho a la ocupación y otros no creen en ese Dios y han sido sus únicos habitantes durante siglos, es obvio que la paz es imposible. Es el ejemplo de dos culturas –y, al decir cultura, hablamos de un pensamiento colectivo– incompatibles, a menos que se produjese una nueva y distinta interpretación de la historia, que entraran en juego nuevos principios, absolutamente inconcebibles desde la conciencia histórica actual de ambos pueblos.
¿Qué hacer, entonces? Sobre todo, como es el caso, cuando se proclama la necesidad de la paz. Para judíos y palestinos y para todo el Mediterráneo. La historia es, sobre todo, una manera de contarla. Y necesitamos que una nueva cultura, atenta a unos objetivos distintos, la cuente de otro modo y abra las vías de una solución pacífica.
Por eso, hablar sin más de «entendimiento de culturas» o «alianza de civilizaciones» resulta, en tantas ocasiones, estéril. Sobre los principios establecidos sólo cabe un vencedor y un vencido, sin que las treguas o apaños alcancen a otra cosa que a asegurar temporalmente la paz impuesta por las armas de terceros. Quizá sea ese el punto en que estamos. Y no está nada claro que la mera «pacificación» –tan vieja, por lo demás, como la conquista– conduzca a ese planeta en paz y alianza que muchos deseamos.
Bueno, ¿y qué falta nos hace? ¿Acaso no hemos vivido siglos sin entendernos? ¿Por qué no admitir que la historia seguirá adelante cruzando y oponiendo sus historias? ¿Por qué no aceptar que se trata de un juego, con sus periódicos ganadores y perdedores, como lo es el destino de cada individuo en el interior de sus sociedades? Algo ha sucedido para no responder a estas preguntas con la pasividad de un gesto fatalista. Ya es revelador que los tratados internacionales hayan incluido la palabra paz cada vez con más frecuencia. La simple ocupación y absorción de un país por otro es un fenómeno cada vez más impensable. Y los organismos internacionales, aun cuando entre sus fines suela existir el recíproco apoyo ante las agresiones, es lo cierto que han dejado de ser alianzas estratégicas en función de conflictos previsibles. Se asocian con fines muy distintos, más relacionados con la creación de una paz que con el alineamiento ante una guerra. Y si esto no sucede es, precisamente, porque es algo nuevo en la práctica política internacional, que roza conceptos históricamente intocables, como es el de la soberanía, o ha de enfrentarse a una realidad migratoria como no la hubo hasta la fecha. Las fronteras han ido perdiendo su antiguo carácter, independientemente de la voluntad de los gobernantes, simplemente porque se está creando una sociedad de la información de carácter cada vez más planetario, porque la luz ha llegado a muchos rincones del planeta y cada vez tiene menos sentido, ante los avances de la ciencia, permanecer atado al lugar de nacimiento. Cierto que los integrismos, políticos y religiosos, siguen siendo un azote. Pero es evidente que son respuestas radicales asentadas en principios frontalmente opuestos a aquellos otros que, a lo largo de la historia, se inspiraron en una convivencia. La Reconquista, por ejemplo, puede ser evocada como una lucha de los cristianos españoles contra los árabes –como hizo el expresidente Aznar en un discurso pronunciado en una universidad norteamericana– o como ocho siglos en los que hubo largos periodos de paz y convivencia entre las tres grandes culturas mediterráneas. Y algo análogo sucede si oponemos el pensamiento sufí al rigor de los almorávides o a San Juan de la Cruz frente a la Inquisición.
Quizá sea el momento de preguntarnos, a la vista de los datos objetivos que nos conducen paulatinamente a la interdependencia planetaria –expresada a través de varios fenómenos, entre los que añadiría, a los ya apuntados, la defensa del ecosistema planetario, o los riesgos de la inevitable proliferación de las armas de destrucción masiva–, si no sería imprescindible construir un pensamiento que analizara la herencia histórica a la luz de las nuevas circunstancias. Porque si se trata de seguir con la guerra de los imperios, lógico es que siga valiendo cuanto ha hecho de ella una sucia compañera del hombre. Pero si, sermones y divagaciones a un lado, se trata de construir un planeta en paz y con mayor justicia, tendremos que poner en cuarentena muchas de nuestras convicciones, a menudo interiorizadas como parte de nuestra identidad.
Todo esto sería quimérico, si no jugaran dos factores quizá decisivos; uno, la creciente posibilidad de conocer al otro, de ponernos en su lugar, de ir quitándonos los prejuicios de la xenofobia, y, otro, la pertinente interrogación sobre la necesidad de asegurar nuestra supervivencia y no esperar pacientemente a que el poder universal nos anuncie televisivamente la catástrofe. Quizá, si aunáramos los antecedentes éticos y políticos con la racionalidad y el instinto de la supervivencia, surgiría la fuerza colectiva que ya no podemos encontrar en ninguna respuesta doctrinaria, sea del color o del signo que sea.
Y aquí, para terminar, vuelvo a nuestro Valle. Porque es su «sentimiento esperpéntico» de la historia el que ha de ayudarnos a reírnos cada vez que veamos en la televisión las imágenes tragicómicas de la historia moderna. De la falsa historia. De los cromos de la historia. De las hazañas de los héroes de la historia. Que no son, naturalmente, los cromos de los millones de seres humanos que mueren de hambre o de hambruna, ni los millones de los «deshabitados» –como dijo nuestro Rafael Alberti en una de sus obras– que viven sin otro horizonte que la supervivencia material, sin formar parte del mundo activo, de la humanidad en la que queremos crecer.
El primero que habló de la ciudadanía del mundo fue un idealista, que quizá no sabía muy bien lo que decía. Hoy es una meta. Y para ello, habremos de encontrar el lenguaje que nos permita, como hiciera don Ramón, ver la historia del mundo, que ya no es la historia de un presidente, de un imperio, de una guerra o de una doctrina. Hemos de volver a vernos uno a uno, como en el gran teatro, y vernos todos a todos, como nos propone la historia todos los días, aunque, todavía, muchos limitemos al Este con el ombligo.
Una característica habitual de mi trabajo ha sido la creación de espacios propios. Es decir, que, cuando no había publicación, plataforma o centro desde donde escribir o hacer lo que yo quería, tenía que crearlo. De ahí el movimiento incesante de mi biografía. Cada vez que he necesitado decir una cosa, he buscado el modo de hacerlo, fuera a través de artículos, de conferencias, de obras teatrales, o de diversas iniciativas que duraban el tiempo preciso. Sólo Triunfo fue para mí un espacio impagable sin más episodio que ser aceptado por José Ángel Ezcurra. Y esto a pesar de no casar mucho con el equipo de ilustres veteranos que asumió su etapa de semanario de espectáculos. Fue entonces, cuando Ezcurra –cuya participación era fundamental para resolver los problemas y cortapisas administrativas de la época–, Alfonso Sastre, José López Rubio, José Luis Alonso (el director del María Guerrero), Adolfo Marsillach y yo decidimos hacer una revista diferente a Teatro, de la editorial Alfil, donde también colaboré, y que era muy fiel al curso de la escena española, mientras nosotros constituíamos un grupo convencido de que la censura nos separaba de un teatro más o menos escondido del que había que ocuparse. Aseguramos unas aportaciones periódicas para los gastos de imprenta –Ezcurra, Marsillach, un viejo cliente de mi bufete valenciano (Vicente Folgado), más tarde Enrique Blanco, Enrique Llovet, José Garate, e incluso Alfonso Paso durante un periodo– e hicimos Primer Acto, que salió en el número uno con Esperando a Godot e hizo que un montón de gente muy valiosa, que luego participaría en el teatro independiente, se acercara a nosotros porque hablábamos de otra manera.
Una de mis mayores satisfacciones es que mucha gente que luego ha hecho cosas importantes, descubrió nuevos horizontes a través de Primer Acto. Las obras que publicábamos empezaron a representarse en circuitos marginales y creo que todo el equipo contribuyó a que Primer Acto adquiriese una valiosa significación en la vida teatral española. La cultura oficial, blindada por la censura, imponía una imagen del mundo y nosotros propusimos otra, otros mapas de la realidad internacional. Los Pirineos nos separaban del mundo y el desenlace de la Guerra Civil era una norma para siempre. Quizá uno de los valores de Primer Acto es que las revistas culturales suelen envejecer cuando se alteran las circunstancias, cuando surgen nuevas expectativas y la imagen creada con esfuerzo se vuelve anacrónica. En Primer Acto hemos tratado de superar, día a día, durante medio siglo, ese peligro.
Un problema habitual de la información es que suele tratar el presente con criterios del pasado inmediato, intentando interpretar la realidad en función de los mismos. Yo creo, en cambio, que los proyectos debemos hacerlos en cada momento, mirando hacia atrás sólo lo necesario. Quizá por ello, Primer Acto ha recogido, desde su especificidad teatral, cincuenta años de historia de España. Nació conjugando su vocación crítica con el aura ideológica propia de quien se opone a una dictadura. Lo cual era bueno, porque contribuyó a asegurarnos un número de fieles lectores, pero tenía el peligro de generar un esquema que debilitara el espíritu crítico. En Primer Acto escribió mucha gente que, en mi opinión, ha constituido una parte fundamental de lo más fresco y vivo del teatro español de medio siglo.
Nuestras líneas de trabajo han sido varias, atentas a las sucesivas exigencias de los tiempos. Así publicamos autores, españoles o no, prácticamente desconocidos entre nosotros. Prestamos una atención a América Latina, divulgando a sus autores, publicando crónicas de sus festivales, y analizando el teatro vinculado a sus grandes movimientos sociales y políticos. Luego llegó la hora de estudiar, en números monográficos, a los maestros de la dirección escénica contemporánea, como Stanislawski, Meyerhold, Artaud, Brook, Grotowski, Brecht, Ronconi o Kantor, que, por entonces, eran escasamente conocidos o tratados de un modo pintoresco por la tradición crítica española. Todo esto, conjugado con mi asistencia a ciertos Festivales internacionales, me dio una cierta imagen. Recuerdo que cuando vino a España Grotowski, huésped de la Dirección General de Teatro –con el ánimo de montar un espectáculo que, naturalmente, no cuajó– me invitaron a una comida que le habían preparado. Suponían, sin duda, que podía darle conversación. Era un tipo raro, pero denso y nada convencional. Hablábamos en francés. De los maestros que pude conocer se me han quedado muchas cosas. Grotowski sabía que vivir era buscar. Y cuando se convirtió en un referente del teatro occidental, después de enfrentarse en la Polonia comunista con las corrientes del teatro oficial, siguió buscando, sin importarle la opinión de quienes lo dejaron de lado por considerar que se había alejado de la poética específicamente teatral. Acabó en Pontedera, en Italia, donde, con un pequeño grupo, siguió profundizando en su concepto del despojamiento. Pensaba que la cultura, conjugada con las circunstancias individuales, determinaba la incorporación de una serie de corazas que era necesario destruir. Despojarse, aunque sea de una coraza, siempre duele porque, si la has asumido como algo tuyo, al final se convierte en tu «identidad» y tu protección. Cada vez que uno da un paso hacia la verdad, pasa por el trauma de quitarse una coraza. Por eso, el dolor de buscar la verdad. Grotowski realizó importantes revoluciones en el campo estético, en su visión del espectador –sustraído del concepto gregario de público–, defendió el teatro «pobre» (evitando el ornamento como objetivo de la representación teatral), la ascética, la austeridad, la exclusión de cualquier forma retórica. En los textos, en la puesta en escena, en la actuación y en la disposición del público, siempre poco numeroso, empujado a una relación con el actor más cerca de la confesión que de la seducción habitual.
Estuve en el Berliner y tuve oportunidad de hablar en una ocasión con Brecht. Me comentó, entre molesto y asombrado, que la gente siempre le recordaba sus frases sin preocuparse de cuándo y en qué circunstancias las había dicho. Y un juicio, si no se sabe en qué situación se formuló, posee un dudoso valor. También tuve la oportunidad de hablar en reiteradas ocasiones con Brook, Strehler, Kantor o Ronconi, de quienes publiqué largas entrevistas en Primer Acto. Durante un largo periodo, me moví mucho. Y, casi siempre, era el único español en los grandes festivales del mundo.
Me pasaron cosas muy curiosas, tanto en España como en mis andanzas fuera de ella. Recuerdo, por ejemplo, que hice una crítica de los festivales españoles y que Robles Piquer, que era el Director General de Teatro de la época, me llamó al ministerio y me invitó a la reunión que iban a celebrar en Benidorm todos los ayuntamientos implicados, para que viera cómo se establecían los acuerdos. Y fui. Llegué al lugar donde se celebraba el acto y en cada silla había un letrerito con un nombre, menos en una, donde ponía «El Invitado». Y en esa silla, separado del resto, asistí a la reunión.
También iba regularmente al Teatro de las Naciones, cuyas temporadas se celebraban en el Sarah Bernardt y el Vieux Colombier de París. Allí pude ver la Royal Shakespeare Company de Lawrence Olivier y Vivian Leigh, al Teatro de Atenas de Karolos Koun, y a otras compañías y maestros del teatro mundial. España aportó con diversa fortuna varios espectáculos y, con el paso de los años, yo mismo llegué a concebir y dirigir un espectáculo basado en la Antología dramática del flamenco, de Hispavox, con Manuela Vargas y Enrique El Cojo como cabecera –al lado de El Güito, Farruco, Jarrito, Almadén, Matilde Coral, Rafael El Negro, el Sorderas…–. Por aquel entonces me interesé decididamente por el flamenco, entendido como la expresión dramática de un pueblo –inicialmente, el gitano, luego la sociedad popular en su conjunto–, a través de formas específicas de su propia tradición y de la música popular andaluza, impregnada de la historia andalusí.
Europa estaba dividida entonces por el llamado telón de acero, y la cita de París era extraordinaria porque, una vez más, era el teatro el único puente que nos permitía transitar la época. Descubrí, a través de toda esta experiencia, un espacio humano distinto a la imagen doctrinaria que imponía la información oficial. A los occidentales, el Teatro de las Naciones nos permitió ver la calidad y el rigor del teatro del Este. El comunismo, a pesar de la censura, daba un gran valor al teatro dentro de la vida social. Tenía detrás la tradición de los grandes maestros rusos de la primera época de la Revolución; de ellos venía una intensidad y un rigor que se mantuvieron tras la caída de la URSS, ya en época de Gorbachov, en la que tuve ocasión de ver diversos espectáculos en Moscú y San Petersburgo. Los rusos, los búlgaros, los rumanos, los lituanos, cuentan en el teatro con gente de mucho talento. Es un teatro menos sofocado por la tradición literaria de los franceses, los ingleses o los españoles. Shakespeare es, sin duda, espléndido, pero ofrece una visión más verbal. En el teatro del Este primaba la verdad del actor, su integración orgánica en el personaje por encima de todas las cosas. En el Teatro de las Naciones descubrías también hasta qué extremo los discípulos minimizaban a los grandes maestros, volviéndolos más formalistas y doctrinarios. Por ejemplo, las obras de Brecht, cuando las montaba él, eran mucho más cálidas y estaban dotadas de humor, cosa que no les hacía perder ninguna eficacia política, sino al contrario. Luego, acabada la representación, los actores saludaban y agradecían los aplausos. Nada que ver con los brechtianos del resto del mundo, agobiados por la significación política de su trabajo.
En mis viajes a la Italia de entonces –en dos ocasiones, para presentar en el Liceo de Roma sendos espectáculos de flamenco, opuestos a la visión folclorista habitual– viví también un ambiente estupendo. Italia era el espejo donde nos mirábamos muchos españoles. Recuerdo un congreso celebrado en Roma, en el que participaba Jean Paul Sartre a quien escuché: «Occidente ha creado ya todas sus cartas. Su única posibilidad es jugarlas de distinto modo. Pero será el llamado Tercer Mundo el que aportará cartas nuevas, a partir de culturas y experiencias que ignoramos, y el que cambiará el curso de la historia». Bueno, esto es más o menos lo que dijo y la interpretación de la mayoría se redujo al ámbito puramente estético. Ahora pienso que las ideas de Sartre iban mucho más lejos. El mundo se mueve porque ya hemos jugado a todos los juegos, y todos tienen su nombre. Si queremos que cambie la interpretación del mundo, que sean otras las «combinaciones posibles», habrá que inventar otra baraja. Y eso no va a suceder en ninguno de los casinos conocidos. Me pregunto si todo ese pensamiento y ese lenguaje balbuceante, ligado a las nuevas revoluciones y migraciones planetarias, no es la antesala de lo que, proféticamente, anunciaba Sartre. Porque, para hacer posible esa nueva baraja el Tercer Mundo tenía que salir de su rincón, hacerse visible y pugnar por un lugar en el escenario. En eso estamos y quizá esta crónica de mi travesía personal es un ejemplo. Tendremos una nueva baraja –una nueva cultura– o el juego dejará de interesarnos a menos que sea un pretexto para matar al adversario. Y para jugarse la vida una moneda es suficiente.
Volvamos a la Italia de entonces. Era la época dorada del teatro y el cine italianos, con nombres como Visconti y Strehler. Los italianos son maestros en algo que nadie logra en el resto del mundo: un coqueteo estético entre el actor y el público, basado en una delicada complicidad. Vittorio de Sica, Vittorio Gassman o Eduardo de Filippo, podrían ser buenos ejemplos. Luego, volvía a España y chocaba con una realidad escénica muy distinta. Alfonso Paso, ahora olvidado, ocupaba un lugar destacado. Cuando yo lo conocí, era un buen tipo que había comenzado en el Teatro de Arte Nuevo, con Alfonso Sastre y José María de Quinto. Llegó un momento en el que comprendió que no podía ganar dinero con un teatro que no fuera complaciente, y decidió pactar con el teatro más conservador para, según decía, hostigar al público desde dentro. Pero tanto pactó que se le olvidó su propósito, y acabó justificando con entusiasmo todas las debilidades de la sociedad burguesa del momento, a veces con ingenio y un conocimiento del oficio aprendido en su ambiente familiar.
Lo que veía fuera de España estimulaba mi percepción crítica de nuestra generalizada mediocridad y del valor de las excepciones. Creo que Primer Acto, dentro de sus límites, contribuyó a abrir una brecha en la fosilizada escena española.
Así cubrimos una serie de etapas, hasta que la agonía del franquismo, en el 75, nos planteó otro debate. Ya que habíamos crecido en el antifranquismo, con todas las cautelas del caso, ¿debíamos desaparecer con el fin de la dictadura, asumiendo que eran otras las exigencias de un proceso democrático? Hoy sé que la pregunta era una ingenuidad, aunque, visto lo sucedido desde la transición, quizá tenía su razón de ser. ¿Cuántos españoles, formados durante el franquismo, posicionados a favor o en contra del mismo, no han mostrado luego su incapacidad democrática? Como dijo Indalecio Prieto y le oí a Miguel Ángel Asturias, ¿cuántas adherencias no dejan las dictaduras a su término en el comportamiento de quienes las han padecido? El caso es que a la muerte de Franco la revista permaneció congelada dos años, y luego volvimos tratando de permanecer fieles a nuestro discurso anterior pero incorporando los elementos nuevos que exigía la construcción de la democracia. Frente al radicalismo, derivado de la Guerra Civil y del culto oficial a la victoria, teníamos que aprender a movernos en una nueva pluralidad, a escuchar nuevas voces, a enterrar el lenguaje de la bipolaridad sistemática, a no identificar la irrenunciable reflexión crítica con el ceño malhumorado de nuestras cuatro décadas de nacional-catolicismo.
La primera exigencia fue, sin romper la referencia a la realidad teatral inmediata –de España y de fuera de España–, ensanchar nuestro espíritu ensayístico. Sentimos que, con la desaparición de la censura previa y la aceptación de la pluralidad, había que reducir la sensación de tantos años de andar levantando las sábanas para mostrar los muebles encubiertos. De ahí que empezáramos a tratar la revista como un cuaderno teatral, que es menos periodístico, y conjugáramos los artículos de dos o tres páginas con pequeños ensayos. Y, en la línea del pensamiento, aparecieron nuevos objetivos, que han permanecido en los sumarios de nuestra revista desde entonces.
Para España, país tradicionalmente separado de Europa por los Pirineos –que habían contribuido a una determinada visión autárquica de nuestra cultura, y, por tanto, de nuestro teatro–, la integración en la Unión Europea tenía una significación especial. No es que, una vez más, en función de las circunstancias, nos sumáramos a las tensiones y alianzas de las potencias europeas, es que, literalmente, «entrábamos» en Europa para participar en un proyecto común. No en términos estrictamente económicos y estratégicos, ni para guerrear contra esto o lo otro, sino para formar parte de un discurso cargado de esperanzas democráticas.
Que ese discurso iba a ser difícil era obvio, pues, en definitiva, la Unión Europea iba a ser el acuerdo entre unos estados que, en muchos casos –entre ellos, España– no se habían caracterizado precisamente por defender las causas solidarias. Paralelamente al proceso político, sin embargo, estaba la vieja batalla por las ideas y, en este punto, parecía obvio que el teatro tendría algún papel. No estoy nada seguro de que así haya sucedido. Incluso me atrevo a pensar que en los tiempos de la Europa dividida en dos, gracias, sobre todo, a determinados festivales –como el ya citado del Teatro de las Naciones, de París; o, en el este, el Bitef de Belgrado–, otorgábamos al teatro el papel de una comunicación capaz de salvar las barreras, que ahora, cuando éstas son más sutiles, ha desaparecido. Política y administrativamente es posible, pero carece de interés para las culturas presididas por el consumo, la abulia crítica, y un interés común centrado básicamente en las ventajas económicas. Hoy el teatro ha dejado de cumplir en el interior de las sociedades el papel que tuvo en los malos y aún recientes tiempos, y es del todo lógico que haya perdido significación para la opinión pública, impulsada por los rectores de esas sociedades. ¿Cómo no pensar, por ejemplo, en el retroceso de los festivales internacionales, antes asumidos como un encuentro, no sólo teatral, con el mundo?
Grecia, Italia y Francia han sido objeto de atención desde el comienzo de la revista –que empezó con Esperando a Godot –, pero el enfoque ha sido, en esta segunda etapa, distinto. De una parte, hemos intentado «redescubrir» la afinidad mediterránea, donde las distintas culturas se han desarrollado a través de influencias recíprocas o contraposiciones que determinaban algunas de sus principales características.
Así que, de hecho, nos hemos adentrado en la indagación de una posible conciencia mediterránea, en las afinidades y en las enconadas divergencias. Y el mundo árabe ha reivindicado su valor en el debate, independientemente de que una serie de razones, especialmente de orden religioso, hayan lastrado su teatro. Al menos hasta mediados del siglo XIX, pues, desde entonces, cada vez más y en más países árabes, el teatro ha conocido un paulatino enriquecimiento, traducido en diversas corrientes y valiosas aportaciones estéticas, liberado de la identificación de la arqueología con el patriotismo. Error explicable en pueblos sometidos a largos periodos de lucha contra la dominación colonial.
Si para todo el planeta, el Mediterráneo sigue siendo el lugar donde se dirimen conflictos de gran trascendencia –a menudo teñidos de significaciones culturales que exceden de la mera ocupación temporal de territorios–, es evidente que para un país como España la cuestión tiene una dimensión especial. Nos plantea, entre otras cosas, una corrección de la lectura oficial de nuestra historia, en la medida que hemos sido, durante siglos, un país musulmán, donde, al menos en un largo periodo, convivieron pacíficamente musulmanes, cristianos y judíos. Experiencia que cobra una estimulante significación frente al enfrentamiento y crispación intercultural de nuestros días. Por ello, una vez más, hemos entendido que no se trataba de hablar del teatro árabe como una materia puramente escénica, sino como un medio para adentrarnos en el conocimiento de unas sociedades que, por razones históricas, a partir de un momento dado, han sido consideradas hostiles y son prácticamente desconocidas.
En ese sentido, Primer Acto no ha sido nunca una publicación limitada al análisis formal de los textos o de sus representaciones, en función de una preceptiva estrictamente teatral, sino que ha intentado armonizar la reflexión estética con la atención al pensamiento de la obra y a sus relaciones con el marco histórico. De esta voluntad, reflejada en los sumarios, se ha derivado una de las características permanentes de Primer Acto, estrechamente vinculada a mi modo de pensar y, lógicamente, desarrollada con una nueva perspectiva política a partir de la instauración de la democracia española, y, con mayor precisión, desde que el Gobierno socialista lanzó la Alianza de Civilizaciones. Un concepto que honra a la moderna imagen de España.
También en este punto, los cambios sufridos por la realidad política latinoamericana y la introducción del concepto de comunidad autónoma por la Constitución española, han supuesto un distinto modo de tratar ambos campos. Nuestra perspectiva latinoamericana estuvo, durante años, junto a los movimientos de liberación y su enfrentamiento con las oligarquías. Hoy, ese criterio prevalece, pero, en términos generales, desde una óptica democrática, desde una mayor atención a cuantos defienden la pluralidad y buscan las transformaciones sociales por la vía pacífica. Quizá sea la consecuencia de una experiencia histórica vivida durante años: todos los programas políticos han sido fatalmente deudores de los medios empleados para llegar al poder, luego perpetuados en su ejercicio. Lo cual ha resultado trágico en el caso de muchos proyectos de paz y de justicia.
A menudo, cuando se ha hablado de la necesidad de diálogo, se ha pensado estrictamente en unos determinados estados y culturas. En el ámbito mediterráneo es lógico, por razones históricas, que cristianos y musulmanes –y, en menor medida, los judíos– hayan sido los grandes protagonistas. Y no deja de ser sintomático que los Estados Unidos, a la hora de configurar su visión del choque «irremediable» de civilizaciones, se hayan centrado, exclusivamente, en el islam. El Dios de las cruzadas y el Dios del viejo integrismo musulmán han vuelto a ser invocados para legitimar decisiones de muy diverso alcance, donde, nuevamente, la religión se mezclaba con los nacionalismos y los intereses económicos. Los negros africanos estaban ausentes, simplemente porque eran los más pobres y porque su relación histórica estuvo largo tiempo vinculada a la esclavitud.
Ahora, quizá gracias a la inmigración, los negros han vuelto a estar presentes. Y ya no hemos de llamarlos «de color» –¿o es que el blanco no es también un color?– ni ver en la piel negra un destino miserable. La llegada de miles de africanos subsaharianos en humildes cayucos y el trato que generalmente han recibido de los europeos es, simplemente, un nuevo capítulo de una de las más vergonzosas historias de Occidente. Y si sigue adelante, esta vez sorteando los discursos solidarios, es porque cada vez resulta más bochornosa la distancia entre nuestra sonrisa de hermanos bien dispuestos y el orden social que practicamos. Por eso, en Primer Acto, África ha estallado como una exigencia acuciante, aunque no falten innumerables teatreros, progresistas y exquisitos, que siguen ignorando esos suburbios.
Madrid. El Rastro. Plaza Vara del Rey. Rectángulo con el reloj parado. El soldado de la cartera negra se mete por una puerta que queda entre dos comercios de reventa. Ante uno de ellos, se exhiben carcomidos cuadros de un principiante o de un loco, con sus Cristos bizcos y sus figuras deformes. El soldado, con el aire seguro de quien va todos los días, baja hacia uno de los sótanos de la casa. En uno de los recodos de la escalera, sobre el yeso mugriento, un cartel hecho a mano –con su bien dibujada flecha– indica el destino del recién llegado: «Academia de la Quica».
El soldado sale ahora de una habitación contigua a la sala donde se dan las clases. En su cartera debía de llevar la correctísima indumentaria de bailarín con que ahora nos sorprende. Primero, hace ejercicios de barra. Luego, taconea incansablemente, mientras la Quica marca los compases con la guitarra. Media hora. El soldado de la cartera negra se marcha escaleras arriba. Ahora la Quica da clases a dos muchachos australianos. Su historia es prácticamente la misma. Vieron bailar a Luisillo en Sidney y pensaron que aquél era un buen oficio. Aquí están los dos, con su aire atento, y su gravedad desangelada de buenos alumnos, rematando con las castañuelas el primer gran paso de su aventura. Sigue la rueda de alumnos. Algunos parece que tienen posibilidades. Otros –como una muchachita mejicana de trece o catorce años– se limitan a cultivar lo exótico. Baila ahora Maribel Ayuso, la que hizo hablar a toda la crítica teatral madrileña cuando interpretó a la sordomuda de El milagro de Ana Sullivan. Ya ha hecho alguna película y es, a la vez, alumna de la Quica y de la Escuela Oficial de Arte Dramático. La Quica, incansable, acompaña con la guitarra, marca los pasos con sus zapatillas caseras, toca los palillos, levanta los brazos… Tres, cuatro horas, sin interrupción. Y, al fin, la última alumna: quince años interna en un centro benéfico y, apenas en la calle, la decisión de vivir del baile. Aquí está, aprendiendo con más prisa que fortuna, repitiendo tenazmente un baile por soleares.
La tarde ha concluido. En el rincón del estudio –piano cerrado, la guitarra, media docena de fotografías dominadas por una portada de ABC con la estampa de la Quica– escucho a la antigua bailaora.
Mi marido, Frasquillo, fue el maestro de muchos bailaores. Por su academia de Sevilla pasaron casi todos los buenos. Me acuerdo, por ejemplo, de Enrique el Cojo, que ganó su primer concurso cuando aún era un alumno de Frasquillo. Yo también fui su alumna. Luego, muy jovencita, me casé con él y nos fuimos de turné. He bailado en todos los cafés cantantes de la época, con las bailaoras más famosas. Primero lo hice vestida de muchacho; luego, ya con bata de cola. He andado por los tablaos desde pequeña, y puede decirse que en mi vida no he hecho otra cosa que bailar o enseñar a bailar. Dos días antes de nacer mi hija, estaba yo arriba de un tablao… Poco antes de nuestra Guerra, nos vinimos a Madrid y pusimos la academia. Todo iba bien, pero la Guerra nos destrozó. Frasquillo estuvo en la cárcel y murió poco después de que acabase. Yo me contraté y me fui a los Estados Unidos, como maestra y como bailaora. A la vuelta, abrí esta academia y me defiendo bien. Tengo alumnos de todas clases y de muchos países. A veces, vienen también maestros de «ballet», como Massine o Magriñá, que quieren aprender flamenco… No me gustan, en general, los cuadros de ahora. Yo soy de otra época del baile, cuando había que saber pararse y subir los brazos…
La Quica me trae viejos recortes en donde aparece su nombre o su figura. Trae también el pintoresco libro de Fernando el de Triana, Arte y artistas flamencos, a cuya interesantísima colección de fotografías va poniendo pequeñas apostillas biográficas. «En este cuadro…», «Cuando bailaba la Macarrona por alegrías…», «La Sordita bailaba sin oír la guitarra; el compás lo llevaba dentro…», «Este es el Estampío; fue muy bueno, pero se murió sin una peseta…».
Otra época. Tiempos de duras turnés por los pueblecitos andaluces; primeras salidas del flamenco, metido en el «ballet español», a los teatros de París, de Londres y de los Estados Unidos. Orquestas y arreglos en lugar de guitarras y cantes. Un ciclo que empieza en las clases sevillanas de Frasquillo y acaba, por ahora, aquí, en esta academia, abierta –como un centro de artes y oficios– a los alumnos de la más diversa procedencia.
¿Puede hablarse de baile jondo en el mismo sentido que lo hacíamos del cante? Esta pregunta, a mi juicio fundamental, nos descubre de inmediato los dudosos y particulares procesos sufridos por el baile flamenco. Cabe, incluso, sostener que constituye hoy una materia prácticamente desgajada de lo que un día fue base dramática y humana del cante. Las mixtificaciones sufridas por este último a lo largo de los años, habrían tenido en el baile la equivalencia de una revolución radical, al imponerle una razón de ser de tipo esencialmente estético.
Quizá esto no se dé de un modo total. Y subsisten casos en los que el baile olvida esta concepción técnico-estética para rebuscar su primitiva condición de drama plástico, de drama expresado a través del movimiento, la línea y el ritmo. Aun así, y admitida la excepción, no cabe ninguna duda sobre el profundo proceso de «espectacularización» del un día baile jondo. […]
Porque no hay duda de que un auténtico baile jondo es posible. Es decir, un baile que cumpla, con relación al bailaor o la bailaora, la misma función que cumplía el cante respecto al cantaor. Si el cantaor expresaba en el cante su relación con la realidad, su «situación» total, también el bailaor puede encontrar en el baile un modo de afirmarse y definirse frente a esa realidad. Son dos modos paralelos de expresar, a través de medios distintos, un mismo mundo social, psíquico e ideológico.
El primer problema serio surge al plantearnos el problema de la técnica. Al examinar a los bailaores y bailaoras más allá de su momentánea autenticidad y valorar la riqueza de sus medios de expresión. Al querer diferenciar las formas y la verdad o falsedad de la situación dramática a que nos remiten.
Se trata, en la práctica, de un callejón de difícil salida. A las academias llegan innumerables gitanos que han aprendido en sus barrios los pasos rudimentarios para meterse en unas bulerías. Inmediatamente, uno advierte la verdad humana de su baile unida a la pobreza expresiva de su técnica. Entramos, entonces, en una etapa de aprendizaje, que, a menudo, apareja la definitiva destrucción de aquella inicial espontaneidad. El bailaor pasa a ser un insoportable autómata. Un simulador permanente, en la medida que la razón de ser de sus pasos no está –como en el ballet clásico– en la armonía o la gracia, sino, antes que nada, en la supuesta expresión de una realidad interior. El bailaor se pierde en la repetición de unos pasos aprendidos –con algunas variantes, que ni quitan ni ponen nada fundamental– a través de los cuales no se realiza la «afirmación» propia de lo que llamamos jondo.
Sobre el papel, tal y como ocurre en todas las artes, la solución es sencilla. La técnica acrecentaría, simplemente, los medios de expresión. Aumentaría el vocabulario, enriquecería el lenguaje, para que el bailaor pudiera optar libremente entre los nuevos medios dominados. La técnica no definiría jamás por si sola la verdad o mentira de una bailaor, quien, simplemente, se serviría de ella.
Aquí volvemos a encontrarnos con el obstáculo de la exigencia «interior» y protagonística que es propia de lo jondo. A una estrella del ballet clásico le exigimos que sea intérprete, vehículo estético. Elemento determinante de una belleza creada a partir de una técnica y de la comprensión emotiva de su papel. A una buena «bailaora», en cambio, le pedimos, sobre todo, que se sincere bailando, que sea ella misma, y que, ella misma, como realidad personal, nos importe. De ahí el carácter demoledor que alcanza en lo jondo una servidumbre técnica.
Como ocurre en el cante, la cuestión nos remite al problema de los ámbitos de lo jondo. En una pequeña reunión, a la hora de expresar, quizá sobre unos palmos cuadrados, lo que la bailaora lleva dentro, sin preocuparse de quién le mira y quién no, las cosas tienen una medida muy distinta a la que es propia de la bailaora puesta en el centro de un tablao o de un escenario. Querer encontrar en estos dos últimos supuestos las dimensiones humanas de aquella verdad es, sin duda, imposible. Automáticamente, la «creadora» pasa a ser intérprete, a la radical libertad y distensión del ámbito doméstico, sucede el signo previsto, la medida predeterminada, que es propia del espectáculo. A la improvisación, la previsión.
Dado que esto es inevitable, habrá que decidir que lo jondo no es propio del teatro y del tablao. Y que a lo más que en ellos puede llegarse, salvo ocasiones y casos excepcionales, es a que las bailaoras y bailaores consigan momentáneos paréntesis de verdad a caballo de una línea preestablecida. A que en tal o cual baile, esta o aquella noche, en determinados movimientos, surja el «pellizco», el «duende» de las infancias hambrientas y las soterradas revanchas. Ese brazo de la bailaora o ese zapateado del bailaor que dejan de ser un movimiento automático o armónico para ser, como corresponde a lo jondo, una tragedia en primera persona.
Conviene aún hacer una precisión: el posible baile jondo no corresponde necesariamente a los cantes así considerados. La bailaora tiene su propia autonomía, y se agranda o achica con cierta independencia de lo grande o lo chico del cante. Las alegrías son el ejemplo de un baile a menudo más jondo que el mismo cante. Pero hay, todavía, un ejemplo más claro, que yo me permito citar a sabiendas de los peligros de la cita: me refiero a la rumba flamenca, un subproducto del cante, que, sin embargo, permite, en bastantes casos, la sincerísima expresión de la bailaora. Estamos ante un canto de origen exótico, en el que, en cambio, algunas bailaoras –aburridísimas e inaguantables en el machaconeo de las soleares y las seguiriyas– encuentran los supuestos rítmicos necesarios para hacer de su baile una afirmación.
Hoy, gracias a unos pocos nombres, la rumba es un capítulo vivo. Por supuesto, y desde las perspectivas del cante, es un baile siempre despreciado… que nunca falta, no ya en los cuadros flamencos, sino en las fiestas más íntimas y familiares de los ámbitos bajoandaluces.
Sin duda, cumple funciones expresivas que en otro tiempo estuvieron reservadas a bulerías y derivaciones de los tangos. La rigidez e insinceridad de muchas bailaoras se rompe cuando, al fin, se encuentran ante un baile cuya simplicidad técnica les permite improvisar, volcarse, mostrarse como son, jugar, sin la preocupación de «hacer arte». En las rumbas –donde sobra, por igual, el hieratismo y la desvergüenza– renacen muchas bailaoras, generalmente obligadas al suplicio de unos pasos en los que no creen ni les ayudan a expresarse.
Si la verdad se da, con más abundancia, en el más liviano de los bailes, no aceptado como cante ni por los más tolerantes, bien podemos deducir que, en términos generales, el baile flamenco está llegando al límite de sus hipocresías y contradicciones.
En el complicado campo de las interferencias entre el cante y el folklore andaluz, en la pluralidad de teorías e intuiciones que lo abordan, existe un importante elemento de información, siquiera referido al último período. Me refiero al testimonio de cómo fue un cante, a la huella fijada por la letra (tanto en lo que se refiere a su sentido como a su métrica), por la transmisión en cadena que sigue a cada creador, y, cada vez en mayor número, por la grabación.
Estos elementos han contribuido, a la hora de examinar la época iniciada en los cafés cantantes, a deslindar terrenos, a formular precisiones, a mantener, con carácter de gravitación clarificadora, el cuadro del tiempo que nos precede. Sabemos lo que hay inmediatamente antes de un Aurelio Sellés, de Cádiz, o un Juan Talega, de Dos Hermanas. Por el primero se llega hasta el Mellizo, y, a través del segundo, hasta Joaquín el de la Paula. Seguirá en la penumbra cuanto se refiera a un pasado más remoto, pero el cantaor de hoy sabe dónde encontrar su magisterio y de dónde sacar las estructuras básicas sobre las que después proyectarse. Tiene una idea clara detrás de quién va y qué cuadra o no cuadra de ese pasado a su condición actual. Puede, incluso, decidir que el cante encierra una dureza de la que él ya ha conseguido liberarse y, por tanto, reducir su papel al de simple intérprete de una realidad que ya no es exactamente la suya.
En el baile el problema es distinto. Cierto que el crítico viejo ha visto bailar a varias generaciones de figuras. Pero, a fin de cuentas, su experiencia de espectador sirve de bien poco al que comienza. Es una experiencia muy limitadamente transmisible, por lo que tiene de subjetiva y por las especiales características del lenguaje literario. El crítico no puede más que tender un puente de palabras, de significaciones cambiantes con el tiempo y ceñidas a impresiones personales y a consideraciones obligadamente vagas y generales. La «anotación coreográfica» es imposible apenas concedamos al baile jondo sus más elementales prerrogativas de improvisación y de duende. Dos soleares, bailadas con los mismos pasos, y enseñadas por un mismo maestro, pueden ser, en el caso de dos alumnas bien dotadas, dos cosas completamente distintas. El baile vive, pues, en un régimen de amplia intransmisibilidad.
Para el que empieza no hay más salida que la academia, donde el maestro tiene el valor del único testimonio posible del pasado. Lo que el maestro sabe no está en ninguna parte. Hay que ir allí, a su clase, y aprenderlo. Con lo cual, a menudo, el posible bailaor se destruye, porque acaba olvidándose de sí mismo para sujetarse a los complicados pasos que le enseñan.
Sólo más tarde, cuando su técnica está hecha, el bailaor o la bailaora verán tal vez a las figuras que hubieran podido influir positivamente. Tomarán de ellos, todavía, este paso o el otro, este o aquel detalle. Pero, por lo común, será ya tarde. La bailaora se sentirá a solas con lo que ha aprendido en las horas de academia. Metida en los golpes bajos de la competencia profesional y la lucha por el éxito, su baile estará falto de esa renovación de lo antiguo que es propio de los grandes cantaores. Habrá llegado la hora de los contratos tácitos con los aduladores. De los equívocos constantes, a falta de una referencia clara e inmediata que ponga al descubierto la simulación.
Las buenas bailaoras serán pocas. Muy pocas. Las «estrellas» dudosas se preocuparán, en la duda, de ser, más que bailaoras, «estrellas». Las del tercer escalón, las malas, aburrirán a centenares de personas desde tablaos y salas de fiestas.
Quizá el desarrollo de los medios audiovisuales hubiera podido –como el disco– ayudar a salvar el magisterio. Hoy –ahí están los programas de TV– es, probablemente, demasiado tarde.
Habitación única al nivel de la calle. Puertas abiertas a la luz y el aire. Tropel de niños y mujeres que siguen el curso de las clases. En su mesa camilla, Enrique marca el compás con la mano, o acompaña con la guitarra, o levanta y mueve los brazos como nadie lo hace hoy…
Sus alumnos podrían dividirse en tres grupos: el de los aspirantes a profesionales, el de las señoritas sevillanas y el de figuras ya hechas que acuden a su academia para montar nuevos pasos o practicar los que ya saben. Por debajo de estos grupos, hay aún una cuarta categoría formada por gitanitos y vecinos sin un real que acuden a la academia con la esperanza de que Enrique les regale unos minutos.
Cojo, calvo, grueso, con su sonotone en la oreja, doblados los cincuenta, Enrique es un bailaor extraordinario. Quienes le hayan visto en un tablao apenas han visto nada, pues allí su personalidad se solemniza y enfría, a falta de ese ejercicio de la imaginación que le caracteriza y define. Enrique, en su academia, enseñando a los alumnos, gastándoles bromas, reaccionando según el interés que siente por cada uno, es un bailaor colosal. El gesto, el movimiento de brazos, la guasa, todo se integra en una expresión armónica y fluida. En el arte de Enrique el Cojo hay dos principios fundamentales: uno, que se baila con todo el cuerpo, con la mirada, con el gesto, con cuantos factores ayuden a expresar lo que siente el bailaor; otro, que, en su caso, sólo el baile puede transformarle y poner en primer plano una realidad interior.
Lo importante de Enrique es que esta realidad interior no tiene nada de patética; es, por el contrario, una realidad delicada, armónica, casi femenina, y que él la pone a flote, más allá y por encima de su condición y contextura física, cuando baila. Para Enrique bailar equivale a cambiar, a ser lo que se quiere ser.
El fenómeno, en el caso de Enrique, es muy interesante. Porque viene a dar una dimensión nueva a la hondura. Enrique se define, se afirma, se sincera, se recrea, cuando baila; es, pues, el suyo, un baile hondo y una pugna dramática. Sin embargo, al mismo tiempo, es un baile claro, feliz, sin paralelo alguno con los «sonidos negros» del cante jondo. Probablemente porque es un baile de problemática personal y no sociológica; porque Enrique resuelve con él un drama que no tiene significación representativa en los ámbitos flamencos. Es «su» caso. Aunque no deba olvidarse que ilustra a la perfección uno de los principios básicos de lo jondo: su exigencia de autenticidad humana, de expresión de «uno mismo», antes que la de vehículo estético e interpretativo de «otro».
Enrique, junto a su mesa camilla, me dice:
Desde luego, enseñar a bailar a un gitano es muy difícil. Llevan lo suyo. Nadie como ellos para las bulerías, que sujetan a un ritmo y una fuerza especial. Lo malo es moverlos de ahí…
Yo creo que hoy falta, en general, paciencia, inteligencia y calma para ir «sacando el ritmo interior». La mayor parte de las bailaoras son terriblemente monótonas. Todo lo hacen igual. Todo lo reducen a un problema mecánico de pasos, de ruido, de taconazos. Olvidan una cosa fundamental: el aire de un baile. Por ejemplo, las alegrías, el mirabrás y las romeras tienen el mismo ritmo, pero su aire es muy distinto…
El flamenco no es una máquina. Es un rito, una cosa sagrada. Hay que bailar con los pies tranquilos, buscándose, entregándose de un modo total…
Todos los flamencos tenemos fama de avaros. Dicen que siempre andamos a vueltas con el dinero. Yo creo que es un problema de carácter. Somos así por naturaleza, sin hacernos mala sangre. Yo quiero el dinero para mi gente. Mi padre vivió al final como un rey. Agonizando, le llevé el mejor pescado y el mejor vino. Y no le faltaron los mejores médicos ni las mejores medicinas.
A los siete años, tuve unas calenturas que me dejaron tullido para siempre. Me desahuciaron los médicos y mi madre me curó con una pomada de los hebreos. Casi en seguida, me entró la afición al baile. Aunque, al principio, mis padres se opusieron. Les parecía una barbaridad. Estudié con Frasquillo y gané un premio. Dejé la casa de fotografías donde me habían empleado y me compré un fonógrafo: iba con él a dar clases a domicilio. Luego, empecé a bailar en los cafés cantantes. Las cosas se encarrilaron y ahora tengo mucho y bueno donde elegir.
(Enrique, a quien conozco bien, y con quien he compartido dos giras europeas, acaba hablándome de sus clases a Nuria Espert y de aquella noche sevillana, en la que, al concluir la representación de Medea, la actriz y él bailaron por alegrías).
En un libro titulado El baile andaluz, de Caballero Bonald, quedan establecidas, en líneas generales, las siguientes clasificaciones:
A esta división corresponde un árbol genealógico que, en síntesis, y dejando a un lado las interferencias e influencias secundarias, podría concretarse en los siguientes eslabones:
Sin entrar en tan complicada materia, sí quiero señalar al lector que haya seguido hasta aquí el interés de esta investigación de Caballero Bonald y las profundas sincronías que guarda con la realizada, a partir de supuestos y objetivos distintos, por Ricardo Molina y Antonio Mairena en su Mundo y formas del flamenco. La decisiva intervención del gitano en la configuración del cante y el baile jondo; la separación inicial del baile y canto popular andaluz del baile y cante jondo; los palillos como derivación del baile popular y campestre, frente a la severidad de los bailes domésticos y gitanos; el origen religioso –el rito– de la rama jonda frente al origen profano de la rama popular andaluza; la presencia de la danza árabe que, según un principio coránico, había de evitar o limitar el movimiento de las piernas –que se considera lascivo– para apoyarse en los hombros, los brazos y el vientre…
Toda una tentadora red de sugerencias se traza con este esquema. Va desde las un día famosas bailarinas de Gadex a la última gran bailaora. Su interés disminuye cuando los bailes mixtos teatrales y los bailes de palillos anegan el mundo de los bailes jondos y flamencos.
El cante ha sufrido la dura peripecia de servir a un público que es ajeno a las razones de su existencia. Ha saltado a los cafés cantantes y a los teatros, replegándose, con profundas heridas, a los dudosos tablaos de hoy. Ha tenido, sin embargo, la ventaja de contar a menudo con gentes que tenían una idea de lo que estaba pasando y que procuraban señalar los extravíos.
Con el baile la cosa ha sido infinitamente más dramática. El extranjero se ha desentendido, por lo general, del cante y se ha lanzado como una catapulta sobre el baile. Los críticos de ballet de Londres, París o Nueva York, han aplicado sus cánones a nuestras bailaoras. Han formulado reservas o alabanzas que nacían de juicios puramente técnicos o, lo que es todavía peor, pintorescos. Se ha triunfado por una buena técnica o una buena estampa. Pero la verdad, esa pobre y magnífica verdad de lo jondo, el salir a un sitio para concretar un oscuro pasado en un grito o un paso, eso no ha podido ser entendido y vivido por la gran audiencia del pueblerinismo internacional.
El ballet español ha creado la más terrible de las confusiones, en la medida que son híbridas y mixtas sus raíces. Ha «aristocratizado» lo popular, de tal forma que lo ha desmedulado, lo ha caricaturizado con líneas exquisitas. El viejo drama de donde surge lo jondo ha sido sustituido por una especie de eco, endomingado y vestido con armonías que proceden de un mundo feliz y distinto. El arte como drama personal se ha unido al arte como equilibrio de formas. Con resultados mortales, porque de allí salía algo que era mentira como drama e insuficiente como armonía.
A esta falsificación «por arriba», ha correspondido la falsificación populachera de las malas canzonetistas vestidas de andaluzas, de las guapas y torpes bailarinas que andan, con sus trajes de volantes, y sus aprendidos pasos de Albéniz o de Falla, aburriendo por teatros y salas de fiestas. Al arte hecho por los exquisitos, ha correspondido el arte hecho por los más zafios embaucadores. Al traje de flamenca, entendido como un delicado figurín, ha correspondido el traje corto o abierto que permite mostrar las piernas a la más ligera vuelta. Al coreógrafo flamenco, el habitual desmán de los tablaos.
[…] El flamenco –el cante y el baile– se nos ha ido a los grandes teatros o a las salas de fiestas. A las cimas y a las simas, perdiendo, por lo común, lo que hizo del cante una expresión fundamental: su humanismo, su nivel de verdad.
Hoy se habla de «ponerse flamenco». Yo creo, en cambio, que estas cosas serias «se son o no se son». Si la historia del cante y el baile ha de escribirse sin esta constante referencia a su carácter de representación de realidades y verdades personales, habrá, entonces, que escribir otra historia. Habrá que hablar de técnicas y estampas, como los críticos ingleses, en lugar de citar o recordar las hambres y los soles de aquel pedazo de la Baja Andalucía…
Si la literatura dramática existe per se, si es una realidad objetiva a la espera del lector, el teatro es, por su naturaleza, una actividad que sólo existe en el momento en que una serie de actividades de distinta naturaleza se conjugan en un espacio y un tiempo, ante un público, para crear un hecho artístico.
El dramaturgo, en definitiva, está en un extremo de la creación teatral, que incluye luego al director de escena, a los actores, a diversos creadores, y al público, que estaría en el otro extremo y expresaría la consecuencia final de la comunicación dramática. Comunicación diversa, que ha obligado a considerar la incidencia de los directores de escena y de los actores en el significado de un mismo texto, a la vez que se atribuía erróneamente al público una condición pasiva y uniforme, reducido a mero consumidor de un producto escénico, cuyos valores y virtudes eran totalmente ajenos a su percepción. El teatro, en fin, era la ilustración de un texto, que se cumplía en la palabra escrita, o, cuanto más, en su representación. Los juicios del público eran meramente adjetivos y circunstanciales. La pregunta parece ya inevitable. Porque si el público es un integrante del hecho teatral, ¿hasta qué punto la historia del teatro es inseparable de la historia de los públicos? O dicho con otras palabras: ¿hasta qué punto una concepción estrictamente centrada en la obra literaria o en sus formas de expresión escénica no deja fuera a uno de los componentes del hecho teatral? ¿Se cumple o completa el teatro con la comunicación con el espectador o este sería un elemento añadido, ajeno a los valores objetivos de la representación? Pero, ¿quién establece esos valores objetivos? ¿No es imprescindible la existencia de un referente cultural desde el que reconocerlos?, ¿no está la historia del teatro repleta de rechazos críticos y argumentados a espectáculos que luego han sido considerados fundamentales?, ¿por qué esos giros que tuercen las líneas del teatro, y, en breve tiempo, sepultan obras y autores poco antes celebrados? El espíritu académico se esfuerza en construir templos, poblados por dioses intemporales; pero la historia de las sociedades los deja a menudo de lado, reducidos a ornamentos, para proponer las expresiones cambiantes propias de cada tiempo.
Lo sistematizó ya el teatro ruso de finales del XIX. Lo explicitó Meyerhold cuando en el extremo de su pequeño gráfico sobre el hecho teatral colocó al público. Se trata de una evidencia que quizá ha estado siempre presente en el teatro, aunque a menudo se haya reducido a una estimación económica relacionada con el éxito o el fracaso, con la aprobación o el rechazo por parte del público. Como sabemos, modernamente la semiología y la teoría de la recepción se han ocupado con detalle de la cuestión. Aunque uno sospecha que, en este como en tantos otros casos, la indagación sufre de una cierta pedantería, consistente en poner nombre a muchas de las cosas que los hombres y mujeres de teatro han sabido desde siempre.
Quizá sea García Lorca el que con más claridad y proyección haya teorizado sobre el tema. Frente a la imagen pasiva e inmóvil del público, el granadino fue el español que insistió con más frecuencia en la necesidad de «cambiar» el público para «cambiar» el teatro. Reflexión unida al ideario de la II República Española, para la que era imprescindible otorgar un nuevo protagonismo a las clases populares si queríamos realmente cambiar la vida de nuestro país; para García Lorca, la vida de nuestro teatro, y, en consecuencia, la posibilidad de nuevas libertades y compromisos para nuestros autores dramáticos.
La primera cuestión está en disociar el concepto de público del de sociedad, a menudo falsamente identificados, al suponer que el primero es una representación del segundo. Bastaría, en efecto, examinar la situación social y económica de quienes han ido modernamente al teatro para entender que este se halla sujeto a la demanda de un sector preciso. Hoy, la realidad económica, debido a la ampliación de la clase media, no nos deja ver con tanta claridad como antaño la discriminación social, sobre todo en las grandes ciudades. También, por fortuna, el clasismo pequeño burgués, como seña de identidad, ha perdido ostentación y vigencia. Pero una visión sobre los más de cuarenta millones de personas que viven hoy en España nos descubre de inmediato que al teatro han ido y van sólo unos pocos, situados en unas determinadas circunstancias. Mucho más radical resultó el problema en el pasado. Los terciopelos y los amplios vestíbulos de los teatros de comienzos de siglo, la división clasista de sus espacios, sus hermosas lámparas en contraste con el carácter originariamente lúgubre –felizmente corregido en remodelaciones posteriores– de sus camerinos, y otros signos del mismo tono, definen una jerarquía de valores y un tipo de destinatario. Es decir, un sector de la sociedad española, caracterizado por unos determinados intereses y temores, que conformaron la demanda teatral y que, en definitiva, ponen en evidencia el simplismo de quienes argumentan que las subvenciones han alterado los buenos tiempos en los que era el público el que decidía, sin preguntarse por el alcance de estas decisiones y por la mediocridad de las carteleras españolas a lo largo de un siglo decisivo en la transformación del teatro moderno, precisamente allí donde el interés público, ligado a las obligaciones del Estado, incluyó el teatro entre sus objetivos.
El pensamiento de García Lorca, contrario a un mero teatro empresarial, orientado por la taquilla, era una conclusión dictada por la experiencia española. Contábamos con un público determinado, con una cultura, una visión de la sociedad, una resistencia a los cambios, un apego a las preceptivas teatrales tradicionales y una idea sobre la función del teatro, que eran difícilmente compatibles con las demandas de la evolución y la turbulencia social. La resistencia al teatro público –incluso por políticos considerados de izquierda, que se opusieron a una protección del teatro, considerada inoportuna, simplemente porque nunca entendieron las relaciones seculares entre el teatro y la democracia– se derivaba, implícitamente, del temor a que el interés general pudiera torcer el control que ejercía sobre él una clase social, que, por otra parte, había ocupado el Poder, y, por tanto, había determinado, desde la demanda privada y la Administración, no ya el curso del teatro sino incluso su concepto. Ciñámonos a la dura crítica de que fueron objeto los mejores autores del 98 y del 27 simplemente porque sus propuestas dramáticas no se ajustaban a la comicidad o al melodrama que público y crítica tradicionales habían identificado con el «verdadero» teatro. Sólo Benavente, a fuerza de desandar sus prometedores pasos juveniles, alcanzó una cierta estimación de unos y otros, en un caso, porque fue reconocido su buen gusto literario, en el otro, porque sus comedias fueron cada vez más respuestas consoladoras a los problemas de su público, es decir, a los problemas de una burguesía asustada por los cambios sociales y las voces populares. Bastaría, por ejemplo, recordar como Muñoz Seca trató el tema de la huelga –un falso argumento de los vagos– para ver cómo fue contemplado el pensamiento y la acción de las clases populares.
No es cosa de extendernos aquí en un tema tan lleno de evidencias. Bastaría quizá recordar que la casi totalidad de nuestros autores profesionales, llegada la Guerra Civil, se reunieron en la zona nacional o se quedaron en el extranjero a la espera del desenlace; mientras en la zona republicana eran en buena parte los poetas los que intentaban poner en pie un teatro de «urgencia», pensado para un público y unas circunstancias del todo nuevas en el teatro español. La pugna entre los actores fieles a la República y los rectores más lúcidos del teatro republicano es otro capítulo revelador, porque los primeros, formados en la tradición escénica española, se perdieron a menudo en el cultivo de repertorios y prácticas profesionales que contradecían su significación teóricamente revolucionaria. Estaban preparados para satisfacer a públicos conservadores, con obras y recursos ajustados a sus exigencias, y, lógicamente, cuando hubieron de dirigirse a otros sectores sociales, en un contexto como aquél, no tuvieron respuestas adecuadas. De ahí, entre otras razones, la llamada a los poetas.
Y luego estuvo, volviendo a Lorca, la experiencia de La Barraca, que intentaba poner en práctica sus ideas. Un teatro para un público popular, dotado de un espíritu distinto, no sólo en sus textos sino en su modo de presentarlo, con inclusión de numerosos clásicos, en absoluto doctrinario, y acorde con el ideario de la II República. El teatro era, en fin, un instrumento de la gran transformación social que suponía hacer del conjunto de los españoles los sujetos políticos y culturales de la vida nacional. El acento puesto en la sociedad popular era del todo lógico, en la medida que correspondía a la España «ausente», a la España convocada por la II República, con un ánimo de convivencia rechazado tanto por los que vieron en peligro sus privilegios como por sectores o corrientes que consideraron llegado el momento de imponer su particular concepción política.
Situémonos en los orígenes mismos del teatro occidental, es decir, en Grecia, para interrogarnos sobre las razones de su nacimiento. Al margen de los procesos puntuales que desembocaron en la aparición de sus grandes trágicos, quizá podemos decir que el teatro acertó en dos geniales aportaciones: en interpelar la realidad con una serie de preguntas abiertas a los espectadores y en confiar el protagonismo a personajes singulares. Ello supuso una confrontación entre la crónica oficial y el destino personal, entre el mito tradicional –el mito épico, generalmente entendido como una celebración– y el mito dramático, donde determinados personajes irrumpían con sus preguntas y sus rebeldías. El «destino» era, en definitiva, el ámbito del conflicto, que arrastraba al personaje por caminos no deseados. Y que, trasladado, a través de la identificación, al ánimo del espectador, generaba una serie de preguntas, tácitas o expresas, sobre la inseguridad de la existencia y la impotencia de la razón para domeñarla.
Los historiadores nos hablan del carácter educativo atribuido al teatro griego, directamente asociado al concepto de democracia. El teatro, como espacio de interrogación y de conflicto, ofrecía a los espectadores la posibilidad de atender a las razones antagónicas de las partes y de asistir a la concatenación de una serie de circunstancias azarosas que conducían la acción y situaban al personaje ante su destrucción. El público era, pues, la ciudad. Y a ella se dirigían tragedias y comedias, aunando la religión y la política, reinterpretando los viejos mitos, desvelando o creando sus conflictos, vinculando lo público y lo privado, alzando preguntas dirigidas a todos los ciudadanos –si bien es cierto que excluyendo, por ello, a una parte de la población–, en algún caso, como en el de los grandes personajes femeninos, apelando al protagonismo de un sector que no se hallaba entre los espectadores. Cito este punto, por parecerme de especial interés el hecho de que en una sociedad misógina como la griega –y el ejemplo del propio Aristóteles es ilustrativo– la mujer llegara a encarnar los más radicales ejemplos de rebeldía, no se sabe nunca del todo si como un reconocimiento o un reproche, lo que, a su vez, no deja de ser muy consecuente con ese punto de ambigüedad que recorre y vivifica toda la tragedia. Estamos, pues, ante un teatro para un público masculino que, sin embargo, da a la mujer un papel destacado en la medida que es una reflexión sobre toda la ciudadanía, sostén de la vida democrática. Es decir, es la ciudad la que pregunta, y quizá de ahí le venga a la tragedia griega el vigor que no tiene ningún otro teatro, generalmente sometido a sectores o clases sociales determinados, que han tutelado las preguntas.
Y aquí, una reflexión: ¿Quién pregunta, cuando hay preguntas, en el teatro moderno? ¿Es el autor un ciudadano singular que interroga desde su pertenencia a la sociedad, o, simplemente, es un individuo encuadrado en un ámbito particular, que se limita a ser portavoz de los que tienen intereses análogos? ¿Quién le escucha? ¿Quién ve su obra? ¿A quién se dirige y para quién pregunta?
Si habitualmente el teatro ha excluido a un amplio sector social como posible público, se plantea la cuestión de si cabe hacer un teatro que cuente con él. Cuestión, sin duda, importante para quienes han querido escribir o hacer un teatro en defensa de las víctimas de la exclusión, siendo como era sostenido y ofrecido por los responsables colectivos de la misma. En esta realidad, frecuente en la época moderna, los autores han tenido que considerar seriamente el marco de su trabajo, sobre todo, en dictaduras, donde, por añadidura, el aparato burocrático ha censurado y vigilado todos los textos representados. Las contradicciones y limitaciones impuestas al teatro en tales circunstancias son evidentes. Y el autor ha pisado un terreno inseguro, donde si la claridad podía llevarle al obligado silencio, el recurso estratégico a las alegorías dotaba a sus obras del riesgo de ser mal o esquemáticamente entendidas. Para los que hemos vivido los años del franquismo, ese fue un debate permanente, que se acogió a los términos equívocos de «posibilismo» e «imposibilismo». Y digo equívocos porque hablar de un «teatro imposible» carece de sentido y sólo en las circunstancias en que ambos términos se propusieron alcanzaron algún sentido.
Los enunciados del problema a lo largo de los tiempos han sido múltiples y diversos. «Teatro del pueblo sin el pueblo», «teatro de la mala conciencia pequeño burguesa», cuando no las acusaciones de «paternalismo» o «despotismo ilustrado». Es lógico. ¿Cómo no rebelarse ante el hecho de que las clases populares hayan sido tan a menudo representadas sin formar parte del público, reducida su presencia a las manifestaciones festivas, a sainetes irrelevantes, juguetes cómicos u operaciones populistas? ¿Y cómo no recordar en este punto el fracaso de la cultura proletaria, cuando quiso resolver el problema confiando a la clase obrera la creación de su teatro? ¿Cómo barrer la cultura teatral, en lugar de reinterpretarla y releerla, para sustituirla por la exigencia de empezar desde cero contando con quienes habían sido apartados de esa cultura? ¿Cómo no recordar las tristes batallas, en el Madrid asediado, del Teatro de Arte y Propaganda, que gobernaron María Teresa León y Rafael Alberti, con el espontaneísmo anárquico de quienes consideraban demasiado culto y minoritario su repertorio?
El punto concreto al que quiero llegar es la afirmación de que en España hemos tenido desde hace un siglo una corriente teatral que ha tenido que enfrentarse al público, erigida en portavoz de ideas y proyectos sociales que ese público rechazaba. Ello ha determinado la aparición de una serie de autores, sólo fugazmente representados, y de otros, rechazados por la crítica y el público tradicional, pero que consiguieron abrirse paso apoyados por los sectores progresistas de la burguesía –siempre reducidos– y una determinada crítica consciente de las limitaciones de la práctica teatral española. El recuerdo de las excelentes, y para muchos sólo pintorescas y extemporáneas, críticas de Pio Baroja, podrían ser un ilustre ejemplo. Cuánto ha escrito la crítica tradicional contra el teatro de Valle Inclán, Unamuno o García Lorca, otro.
De la época franquista hay una experiencia que quiero recordar. Me refiero a la representación de El alcalde de Zalamea, por el TNP, bajo la dirección de Vilar, considerada por el gobierno de De Gaulle un ataque a la autoridad militar. Mientras aquí, en el Español de Madrid, con Franco en el poder, salpicada de danzas populares, era aclamada como una expresión de nuestra cultura oficial. Vilar llegó a escribir que la puesta en escena era la que definía la significación del drama en tanto que integra muchos elementos determinantes. El texto y el autor eran el mismo –El alcalde de Zalamea y Calderón–, e incluso en ambos países gobernaba un general, pero el público, y su cultura teatral, eran distintos y generaron una representación distinta.
Recuerdo también el debate, menor, pero significativo, que suscitó el estreno de El tintero, de Carlos Muñiz, por el Grupo de Teatro Realista (GTR), que dirigían Alfonso Sastre y José María de Quinto, según algunos en detrimento de La camisa, de Lauro Olmo. La obra de Lauro –un personaje ejemplar, modesto y con mucho talento– asumía la voz de nuestros emigrantes, por supuesto ausentes en la conformación de nuestro público, e integraba una carga que algunos consideraron demasiado sentimental. Para quienes así pensaban, El tintero era una alegoría surreal, valleinclanesca y más asentada en el imaginario del nuevo sector crítico y antifranquista, que había hecho del teatro una de las manifestaciones de su discrepancia política. ¿Merecía por ello mayor estima la obra de Carlos? ¿Suponía el esfuerzo solidario de Lauro, por hablar de los ausentes, un mero voluntarismo? Era, sin duda, un debate injusto, porque es la composición del público español y el censo habitual de nuestros personajes teatrales lo que ha obligado a muchos de nuestros mejores autores a hablar de los ausentes, a poner voz en los escenarios a quienes nunca ocuparon una localidad en los teatros.
El franquismo alteró la composición habitual de nuestro público. Tras una década de mordaza –la victoria estaba muy cerca, los vencidos pagaban su derrota, Hitler y Mussolini se habían perfilado como posibles vencedores de la II Guerra Mundial, el lenguaje político se había teñido de Imperio y de Fascismo– el estreno de Historia de una escalera, de Buero, fue la tímida ruptura de la posguerra fervorosa. El autor había sido condenado a muerte por un tribunal militar, y aunque su obra –que se estrenó porque, bajo plica, había ganado el Premio Lope de Vega, y ese era uno de los compromisos– se «limitaba» a mostrar la frustración de un puñado de personajes en nada aureolados por el triunfalismo del espíritu nacional, ello bastó para tender un puente con la España real, es decir, con la España que, simplemente, había sufrido la guerra al margen de todas las retóricas. Desde entonces, y en la misma medida en que fue cristalizándose el pensamiento antifranquista –la victoria estaba más lejos, crecían nuevas generaciones que no habían participado en la guerra y el fascismo europeo había sido derrotado–, fue creciendo un teatro liberado del doctrinarismo oficial y atento a lo que sucedía en el país. Los caminos que tejieron ese teatro fueron varios. Quizá todo empezó en la Universidad y luego se diversificó, primero, en los teatros de cámara y, más tarde, en los teatros independientes, aparte de los periódicos estrenos profesionales de la llamada Generación Realista y del Nuevo Teatro Español. De hecho, nos encontramos poco a poco ante dos públicos cada vez más polarizados. De un lado, el gran público, quizá más conservador que nunca, reforzado el viejo ideario por la machaconería y uniformidad de los medios de comunicación; del otro, un público básicamente joven, escasa o nulamente interesado por el llamado teatro comercial y que asistía a las representaciones del teatro vinculado a la oposición –que incluía a varios grandes nombres del teatro universal– con ánimo militante. Recordemos que los partidos políticos estaban prohibidos, que la prensa se sometía a una censura previa, que los derechos de asociación y reunión estaban controlados y que incluso las conferencias estaban sujetas a la aprobación de un guión, del cual no cabía salir sin los consiguientes riesgos. Nada más lógico, pues, que la función ganada poco a poco por el teatro, a pesar de la censura –de texto y de ensayo general– y de la reglamentación de los teatros de cámara y teatros independientes. Incluso se perfilaron dos actitudes críticas que, frecuentemente, enfrentaron sus juicios sobre una misma representación o la estimación de un autor.
Por supuesto, esta radicalización no fue buena para el teatro español. Fue un paso hacia adelante romper el monolitismo cultural del público conservador, pero no lo fue el obligado esquematismo de muchos juicios estéticos apoyados en argumentos ideológicos. A menudo contaron más –sobre todo en el teatro de oposición, pues el otro se movía sobre ciertos esquemas manejados con mayor o menor ingenio e invención– los procesos, las condiciones de producción y las intenciones, que la obra, aunque es imprescindible añadir que el teatro independiente contó con media docena de grupos excelentes, que algunos de sus espectáculos figuraron entre los mejores de la época y que en el ámbito del antifranquismo maduraron dramaturgos situados muy por encima de las líneas generales de la escena española. Aunque, como es lógico, buena parte de ellos estrenaron poco o en condiciones irregulares.
En todo caso, a los efectos de esta reflexión, supuso un cambio en la medida que nos encontramos con dos públicos, que, en cierto modo, reproducían en el teatro la vieja escisión, que frustró el Proyecto Republicano y nos condujo a la Guerra Civil. En este punto, la posición de nuestros autores sólo fue una consecuencia y en su casi totalidad se integraron en uno de los dos campos.
La II República Española supuso una ruptura nunca superada. Podríamos decir que en realidad lo que se produjo fue un estallido de la monarquía, tras un periodo en el que nunca consiguió ser un espacio de encuentro entre las distintas corrientes políticas del país. La República del 14 de abril era un régimen reformista, que confiaba en la instrucción pública y que aspiraba a integrar a todos los españoles a través de las leyes e instituciones solicitadas por el interés general. Desgraciadamente el legado histórico acumulaba una serie de problemas que imposibilitaron de inmediato el entendimiento. Unos querían mucho más y otros pensaban que cualquier cambio era demasiado. Y en el arco de los defensores de la República se activaron de inmediato programas incompatibles, que turbaron la vida política del país y generaron enfrentamientos radicales, en nada acordes con las discrepancias de una sociedad democrática. El periodo fue breve y discontinuo, pasando de los días claros de La Barraca a la noche oscura de La casa de Bernarda Alba. Aunque bien mirado, según probó el pateo del Fermín Galán, de Rafael Alberti, en el Español, a poco de proclamada la República, con Margarita Xirgu protegida por el telón metálico, la división estaba ya en la fiesta del bautismo.
La dictadura, como hemos señalado, potenció el conservadurismo, aunque, como sucede siempre en estos casos, aglutinó en las salas teatrales a sectores de la oposición que no tenían otro lugar donde manifestarse. Al punto de hacer del teatro uno de los caudales del pensamiento antifranquista.
¿Y luego? ¿Qué ha sucedido durante nuestra actual democracia? ¿Cómo es el público de nuestro tiempo? ¿Cuál es la relación del autor dramático con la sociedad española?
Quizá importe señalar el desencanto que supuso para buena parte de ese teatro que se había alzado contra la dictadura el curso de los acontecimientos. Pareció –quizá recordando lo sucedido durante la II República– que el encuentro «de las Españas» exigía una operación amnésica, que borrara las divergencias. Operación dudosa porque la memoria siempre acaba pidiendo cuentas y quizá hubiera sido mejor avanzar en un pensamiento crítico que integrara en la memoria el examen de los errores cometidos. El franquismo había ya, con sus listas de nombres y acontecimientos prohibidos, reescrito una historia de España que no era la nuestra. Había practicado un corte en el curso del pensamiento democrático español contra el que se rebelaron, entre otros, muchos de nuestros autores, grupos independientes y sectores sociales integrados en un público emergente. Con la transición y aun la primera legislatura socialista, buena parte de esa gente se sintió arrojada del nuevo proyecto democrático, como si fuera un obstáculo para la paz. Muchos –entre los que me encuentro– habíamos vivido la historia de España según la República, luego la historia de España según el antifascismo internacional, luego la historia de España según el franquismo, luego según la oposición al franquismo, y luego desde el vacío que se abrió paso con la democracia. Vacío alimentado de autopistas y ordenadores, como si los avances infraestructurales y tecnológicos fueran una alternativa al pensamiento crítico y al análisis político.
¿Cómo se ha reflejado esta nueva situación en el público teatral? ¿Para qué publico escriben los autores? Un público para el que, en buena parte, es igualmente tedioso e inoportuno justificar que condenar la violencia o el hambre que mata a millones de inocentes, y para el que la libertad ha dejado de ser un derecho político para convertirse en una somnolencia individual. ¿A quién imagina el autor al otro lado de su obra?
Por más que la llamada globalización haya impuesto cierta uniformidad, la perspectiva es muy distinta en las regiones culturales del planeta. La historia la hemos hecho entre todos, pero cada uno la ha contado e interpretado a su manera y según sus intereses. La ausencia de categorías éticas somete la historia a un relativismo frenético, que permite disfrazar de héroes o villanos a los personajes según las circunstancias. Esto ha sido así y así ha sido aceptado por las distintas sociedades, sujetas al magisterio de sus gobernantes. Sucede, sin embargo, que cada día se tiene más el sentimiento de que necesitamos una historia planetaria, cuyos valores alcancen a la gran mayoría. Lo cual nos sitúa ante una nueva exigencia: la salvaguarda de lo singular y la conformación de un espacio plural y compartido. Si la geografía es distinta, si los paisajes y los climas son distintos, si son distintas las circunstancias que han conformado cada sociedad, justo y lógico es que todo ello esté presente en cualquier imagen o representación de la historia. Sin embargo, al mismo tiempo, y dado que buena parte de las «diferencias» han sido enfatizadas por las ideologías, por los nacionalismos y por las religiones, es asimismo lógico que se produzca un afán de neutralización, un rescate de cuanto hay de común en la condición humana.
El público teatral, tradicionalmente dividido en innumerables clases y grupos, adquiriría así una nueva dimensión. Porque, lejos de ver en la afirmación de su diferencia una virtud, comenzaría a buscar la armonía entre las afinidades y la diversidad. Esto, que dicho así quizá resulte quimérico, es igualmente perentorio en la construcción de una cultura de la paz. Si nuestras culturas han tendido siempre a legitimar la posesión o el dominio de las tierras, en perjuicio de otros posibles ocupantes, el proyecto de convivencia y de paz demanda una fuerte corrección. Y el teatro, como representación del mundo, como reflexión sobre el pasado y apunte de futuro, entra, inevitablemente, en el proyecto. Frente a la idea de «lo nuestro» y «lo ajeno», frente al duelo entre «yo» y «el otro», surge la necesidad de encontrarnos en lo ajeno y en el otro.
Probablemente sea esta una de las grandes aventuras del teatro del futuro inmediato. El autor deja de dirigirse a sus clientes, deja de escribir para darles la razón y, en su lugar, se hace preguntas sobre cuánto nos distancia.
Como vemos, el problema es profundo y afecta a la historia de las culturas. No cabe conformar un mundo distinto con la cultura heredada. No cabe hacer historia a partir de los manuales de historia que millones de niños y niñas han estudiado y siguen estudiando. No cabe hablar de libertad cuando la imaginación está fuertemente condicionada por una preceptiva. Esta inmersión del autor en la humanidad, este ser portador de su singularidad en una asamblea universal, es lo que, a mi modo de ver, caracterizaría nuestra época. Ya no se trata simplemente de debatir los términos de la democracia española, o de señalar sus obstáculos. Se trata de situarnos dentro de ese proyecto, aún latente e incierto, de convivencia universal. Se incrementan los organismos internacionales, cada vez resulta más evidente la crueldad e inutilidad de los procedimientos tradicionales para resolver las discordias, se acentúa la interdependencia y el tráfico de la información, generalmente en pugna con la persistencia de estructuras ideológicas que tienden a enfrentarnos y a separarnos. Es una contradicción cada vez más manifiesta, que nos pone en la tesitura de dar nuevas respuestas, de construir una nueva cultura. Y en esa cultura, el público teatral dejará de ser el grupito A o el grupito B, para ser, cada vez más, un representante de toda la sociedad, interesado como tal en soluciones, ideas, interpretaciones que sirvan a esa historia común en la que hemos de desembocar. Incluso, en el peor de los casos, si la historia común es la agonía de la humanidad.
Cuando, a finales de los cincuenta, participé en una serie de encuentros enmarcados por los festivales teatrales latinoamericanos –y recuerdo, especialmente, el de Manizales– más de una vez expresé mis reservas ante lo que algunos llamaban las «ilusiones revolucionarias», que, a mi modo de ver, eran, frente a la realidad popular, construcciones ideológicas congeladas en un desenlace idealizado, ajeno a las realidades complejas y a la necesidad de atender a las múltiples solicitudes de los distintos sujetos sociales. A menudo, el debate de las ideas se sustituía por un choque de convicciones apasionadas, incluso entre los defensores del cambio, estancando el discurso crítico. Luego, la historia de aquella conmoción latinoamericana y, muy concretamente, de Colombia, en el curso de la historia del mundo, ha sido la que ha sido. Y de ella ha tenido que formar parte la singularidad de una historia política que conjuga la presencia regular de la violencia, el depósito desordenado de una revolución, los graves desajustes socioeconómicos, el estigma del narcotráfico y un extraño sentimiento de provisionalidad, de hermoso país a la eterna espera de una señal y de un día que ponga orden y justicia. Quizá sean otros países latinoamericanos los que anunciarán la llegada de mejores tiempos para la economía y el bienestar del continente. En la imagen de Colombia está, sin embargo, el saber que ha llegado la hora de vivir en paz y sin que nadie te eche de tu pueblo.
Hace tres o cuatro años participé en un encuentro celebrado en Caracas. Yo acudí recordando el clima de los debates de años atrás, cuando viví en América Latina el compromiso de sus gentes de teatro con el medio popular. Mantuve mi actitud de siempre y me encontré de inmediato en una posición muy distinta respecto de la mayor parte de los participantes. Ahora dominaba una actitud autocrítica por el entusiasmo político de tiempos pasados. Alguno incluso reprochaba a cierta crítica europea el haber utilizado a los escritores latinoamericanos como simples «ejemplos políticos» sin reconocer sus méritos literarios o teatrales. Era hora de abandonar ese papel y mostrar la grandeza del teatro de América Latina; de buscar buenos traductores y buenos agentes, de conseguir el reconocimiento del teatro universal. Cosa que me pareció absolutamente justa, pero planteada en términos equívocos. Nadie se refirió, por supuesto, a la industria cultural, pero, posteriormente, cuando ha surgido la cuestión, me he acordado de aquellas horas de Caracas, en las que, inconscientemente, aparecía la trampa de igualar manifestaciones de distinta naturaleza. Cierto que el dramaturgo, el escritor o artista en general, tiene derecho a vivir de su trabajo, y, por tanto, ha de ser protegido para que así suceda. Pero el propietario y el consumidor de un producto no pueden tener la misma consideración que el creador y el destinatario de una obra de arte, por obvias razones sociales. O, dicho con otras palabras: en términos mercantiles, el agricultor que planta las patatas y el dramaturgo, o el que se las come y el que ve la representación, merecen un mismo trato, pero, a partir de ahí, todo es distinto, porque una patata siempre es una patata, y una obra de teatro puede ser de Eurípides o una estupidez.
Cuento el caso porque quizá prueba hasta qué punto el idealismo de la etapa precedente creó, en muchos casos, gentes inermes, que, ante su inviabilidad, cedieron con facilidad a posiciones opuestas, en lugar de ajustar y avanzar coherentemente. Porque una cosa es obvia: estamos, simplemente, ante una ofensiva de la ideología que hace del mercado la fuente y ley del desarrollo; es decir, ante una expresión del capitalismo opuesta a otra concepción social que ha considerado la cultura una fuente de liberación y de justicia social.
Cuando en la Grecia clásica se puso en marcha la construcción del discurso democrático, se crearon, simultáneamente, la filosofía y el teatro. Y a este último se le dio el rango de instrumento pedagógico para la formación de los ciudadanos. Lo que implicó el arbitrio de medios para asegurar la presencia de quienes no podían hacerlo con sus propios recursos. La razón fundamental de esta atribución pedagógica estuvo en dos aportaciones extraordinarias a la humanidad: los conceptos de diálogo y de conflicto. Por el primero, en lugar de asistir a una sola imagen de la realidad, recibíamos versiones distintas de una misma situación, formuladas a través de personajes con diferentes puntos de vista, según sus intereses y su participación en la misma. La idea del monólogo, vinculada a la de verdad única, expresada por la hipotética autoridad, se sustituía por la presencia de un debate, ante el que cabían distintos pronunciamientos. Ya no se trataba de contar una historia para condenar a su término a determinados personajes en virtud de unas reglas consideradas justas; primero, estaba el debate de si lo eran o no; y, sobre todo, las circunstancias personales que desequilibraban su aplicación en cada caso. El diálogo, lejos de ser la estricta participación de dos personajes, suponía la ruptura autoritaria del monólogo, la confrontación de argumentaciones dispares, hecha ante un tercero, el público, representante de la sociedad, sujeto de la democracia, que debía, en fin, pronunciarse ante los alegatos de las partes. Con lo que, en definitiva, el conflicto venía a ser no sólo el alma del teatro sino el alma de la democracia, y el monólogo la negación de ambos conceptos.
¿Cómo no entender, entonces, la resistencia que, a través de los siglos, han opuesto todos los sistemas «monologantes» a la democracia y al teatro? Y lo han hecho de muy diversas maneras y apelando a verdades absolutas de muy distinta naturaleza. Como, paralelamente, ha sido igualmente lógico, que todas las corrientes democráticas hayan insistido en la necesidad de dotar a la sociedad de los elementos necesarios para poder avanzar a través de una percepción de los conflictos derivados de la lucha de intereses y la defensa de las opciones más acordes con la paz y la justicia de la mayoría.
Volviendo al teatro de la Grecia clásica, que fue una especie de aurora truncada por el curso de la historia, encontramos ya algunas preguntas que no han dejado de acompañarnos a lo largo de los siglos, a partir ya del carácter conflictivo de muchos de sus mitos, que, pese a su carácter religioso, fueron alimento de sus tragedias, colocando así a la ciudadanía ante uno de los ejes de la cultura de Occidente. Porque allí fue dicho que «el hombre es la medida de todas las cosas», griegos fueron Sócrates, Pericles y Eurípides, y allí se escribieron tragedias que arrinconaron a los conquistadores musulmanes y católicos, excluyéndolos de su traducción, por entender que planteaban un conflicto que no cabía en su visión teológica y monologante de la Creación. El dogma explicaba el mundo y la razón humana decía que el mundo debía ser cambiado; el dogma daba las respuestas que la razón no aceptaba. Lo que en un caso eran respuestas establecidas para siempre, en el otro eran preguntas, conflictos que el hombre debía afrontar y resolver en la construcción de una nueva historia.
Es aquí donde, en mi opinión, debemos fundamentar el valor del conocimiento. No se trata de magnificar lo ya sabido, de encerrarnos en experiencias conocidas, de considerar «naturales» las crueldades del pasado. Si gozáramos de una historia satisfactoria, si viviéramos en un mundo justo, podríamos admitir que la sabiduría consiste en conocer las reglas y hallazgos de ese mundo. Así no. Si el mundo es injusto, si es obvio que buena parte del dolor podría ser evitado, hemos de concluir que es mucho lo que ignoramos y mucho lo que confunde nuestro camino. De ahí el valor del pensamiento, entendido como una búsqueda de aquello que ignoramos y pudiera traernos cuanto la humanidad necesita. El que esto no haya sucedido se explica claramente porque los intereses generales han sido desplazados por los intereses minoritarios. Se ha pensado siempre al servicio de las razas, de las tribus, de las familias, de las clases económicas, de los territorios, inventando dioses, naciones, banderas, mártires, símbolos y cuanto ha hecho falta para ennoblecer las disputas entre los hombres. Ciertamente, en ese marco se han producido acciones y obras de muy distinto signo, brutales unas, heroicas otras, pero fuera de ese gran camino donde otras gentes han intentado construir la cultura de todos los humanos, la que, más allá de su lugar de origen, ha mirado en todas las direcciones del planeta. Es ese gran camino, perseguido y siempre vivo, el que nos importa, el que ha defendido la necesidad del pensamiento crítico, la libertad y posibilidad de hombres y mujeres en la construcción de una sociedad distinta, presidida por un conjunto de valores éticos.
En este breve trabajo sólo cabe detenernos en algunos puntos, pero me ha parecido que era fundamental establecer un cierto perfil histórico para comprender que se trata de un viejo debate que no debemos reducir a una disputa circunstancial. La relevancia de la industria cultural se inscribe en un discurso viejo y peligroso, que conviene situar en sus justos términos, en la medida que quizá supone el último rostro de un sostenido esfuerzo por sustraer la instrucción pública, alegando distintos pretextos, del compromiso político del humanismo.
Quizá sea ilustrativo el ejemplo de la lectura que la sociedad romana hizo de la tragedia griega. Recordemos que sólo en la segunda mitad del siglo III a.C. Licio Andrónico tradujo al latín algunos títulos de Sófocles y Eurípides, y que ya en el siglo II se registra el nombre de tres dramaturgos influidos por Eurípides: Ennio, Pacuvio y Accio, de cuyas obras se tienen noticias, aunque no se haya conservado ningún texto. Para entender la concepción de la teatralidad romana, nos remitiremos a una información sobre el estreno de Clitemnestra, de Accio, en el teatro de Pompeya, en el 55 a.C., donde 500 mulas y 3.000 carros, además de innumerables elefantes y jirafas, empleaban varias horas en pasar por la escena portando los trofeos obtenidos de la arruinada Troya. Basta confrontar en la significación del ciclo troyano dentro del teatro griego con esta historia espectacular ofrecida en el teatro de Pompeya, para entender la enorme diferencia entre una y otra concepción de la tragedia. Lo que en Grecia constituían, según comentábamos al principio, verdaderos conflictos, que movilizaban el pensamiento de los espectadores, aquí era un simple alarde destinado a obtener su pasivo asombro. Es decir, la función democrática del teatro desaparecía, como, por cierto, ocurrió en muchos países –incluida España– donde se representaron las tragedias griegas en regímenes de dictadura con el mismo criterio de diluir el conflicto bajo grandes montajes. La «reducción» es, en este caso, especialmente significativa, si pensamos que Eurípides fue, en concreto, el trágico griego que expresó con mayor lucidez los conflictos de la Grecia de su tiempo.
En Europa, la representación de los clásicos griegos se restableció con cierta regularidad, en Italia, a partir de la segunda década del siglo XX, muy vinculada al uso de los viejos teatros romanos, con un criterio fuertemente vinculado al uso del monumento. Otro tanto se hizo en España y en varios países europeos sin que, en general, se profundizara en el valor democrático de la tragedia en la Grecia clásica y la posibilidad de rescatar ese valor en los debates políticos contemporáneos. Significativamente, uno de los pocos sitios donde se hizo fue en España, en el año 33, sin duda porque dos años antes se había proclamado la II República. Camino que se interrumpió de inmediato y no volvió a tomarse hasta el año 84, cuando, con la recuperación de la democracia, el Festival de Mérida pasó a depender de la Comunidad Autónoma de Extremadura.
Cuando Occidente se situó a la sombra de la Iglesia católica, el teatro formó parte, en primera instancia, de los males de este mundo. Fue una monja, Roswita, la que se preguntó si no podrían escribirse comedias como las de Plauto o Terencio, que en lugar de incitar a la vida licenciosa condujeran a la imitación de una vida piadosa. Se pone en marcha una reflexión muy coherente: ¿por qué no usar el teatro para llevar a la gente por el buen camino? De ahí nacerá, como es sabido, un teatro religioso, rico y diverso, cuya función de propaganda es bien conocida e importante. Frente a él, en circunstancias históricas complejas, irá abriéndose paso un teatro ajeno a estos objetivos religiosos, cortesano o popular, por el que en ningún caso cruza la voluntad democrática que apuntábamos al principio.
La Ilustración francesa marca el comienzo de la época moderna. Acaba la sociedad estamental y surge una nueva lectura política de la sociedad occidental. Justicia social, derechos del hombre, tribunales populares, revolución burguesa y una serie de conceptos introducen una nueva dinámica política. Al margen de las contradicciones puntuales suscitadas en el interior de la Revolución Francesa –incluido el nombramiento de Napoleón Bonaparte como emperador–, lo cierto es que de allí surge un pensamiento político que tiene precisamente en la Ilustración uno de sus principales motores. Frente a la monarquía absoluta y la aristocracia cortesana, emerge una nueva burguesía y una difusión del pensamiento que determina en todo Occidente una nueva estimación de la cultura. El contrato social, de Rousseau, es una declaración de principios y, desde entonces, todos los pensamientos progresistas, sea cual sea su tendencia, incorporarán la ilustración o educación popular como una parte de su política.
A partir de este momento, las distintas historias nacionales, con sus propios procesos, desarrollarán su versión específica, pero puede decirse que la cultura será ya una obligación inscrita en los programas políticos. Poco a poco, las obligaciones del Estado respecto del ciudadano aumentan: un día, aparecerá la obligación de crear hospitales públicos; otro, la de habilitar escuelas públicas; hasta llegar a la creación de teatros públicos o nacionales. Cuando lleguen los movimientos sociales, a la demanda inicial de sindicatos sin más objetivo que la defensa de los salarios y los puestos de trabajo, se añadirán peticiones vinculadas a la protección de otros derechos, incluida la cultura. En cierto modo, las características políticas de un régimen podrán también medirse por su política cultural, que incluirá dos dimensiones fundamentales:
Llegamos a un punto esencial, que nos retrotrae al comienzo de esta reflexión. Porque si decíamos que la grandeza del pensamiento democrático estaba en la búsqueda de una nueva cultura de la paz y la justicia social cuyo estímulo y difusión constituían un deber esencial del poder democrático, bien se entiende que, cuando se trata de un simple adoctrinamiento, esta argumentación se cae por los suelos. Si el poder se limita a contarnos su monólogo, a amordazarnos con su verdad única, la instrucción pública pierde su grandeza y su condición democrática. Se trata de afirmar que el derecho del ciudadano a la cultura democrática y la obligación del Estado a favorecerla constituyen un principio fundamental que no puede subordinarse a ninguna consideración industrial. Por eso existen teatros nacionales, para asegurar la representación de textos de interés general, cobrando los autores sus derechos pagando el Estado el dinero necesario; por eso existen escuelas públicas, asegurando la enseñanza gratuita; y en el mismo grado, debe haber una política que cree los mecanismos necesarios para que los creadores reciban sus derechos y el destinatario reciba la obra, sin que, en nombre de la industria, se rompa la comunicación a la que tiene derecho la sociedad.
Una cosa es, como comentábamos al principio, que se trate de la protección estrictamente mercantil a un producto que no incide en la evolución del pensamiento social, donde es lógico que prevalezcan los criterios mercantiles, y otra cuando es un bien común, en cuyo caso deben ser protegidos el autor y la comunidad. Si la mecánica exige la presencia de un mediador, este deberá intervenir con carácter subordinado, sujeto al Estado y nunca convertido en el protagonista de la operación. Hay un discurso ético secular que debe presidir la solución de un tema, cuyo último y fundamental beneficiario ha de ser la sociedad.
Por lo demás, es obvio que no se trata de una disposición aislada sino de la visión de un problema inscrito en una cuestión mucho más general. Me viene a la memoria el preámbulo a la creación de las Naciones Unidas y de la UNESCO, o la Declaración de los Derechos Humanos, donde se habla de la necesidad de crear una serie de valores fundamentales para la construcción de una nueva sociedad donde no sean posibles las atrocidades y las guerras que el mundo acababa de sufrir. Pienso yo que se ha hecho poquísimo en ese terreno. Y que, ahora mismo, apenas hemos avanzado en la construcción de una cultura de paz, entre otras cosas porque la política internacional no ha sido capaz de defender los valores fundamentales, a cuya construcción entonces se comprometieron los rectores del planeta. Basta leer la cifra de los que pasan hambre en el mundo, de los inmigrantes obligados a abandonar su tierra, de los países dominados por las industrias foráneas, de los parados, para entender de inmediato que es la ausencia de los valores que un día los vencedores de la II Guerra Mundial fijaron como imprescindibles para la paz, la razón de tanta violencia e injusticia. ¿Cómo no entender que necesitamos visibilizar el conflicto, poner en el escenario las graves contradicciones y dotar a la humanidad de los elementos necesarios para que señale el camino por donde salir del atasco? ¿Qué otra cosa es la democracia?
Un elemento inherente a la expresión teatral ha sido su rentabilidad mercantil. Paralelamente a otros argumentos y posibles razones de existencia, es un hecho que el teatro ha ocupado el tiempo de una serie de personas que han vivido de él. Es, por tanto, lógico que esta condición mercantil constituya una parte de la historia del teatro y sea la causa por la que numerosas personas se han interesado por él, no sólo en términos empresariales sino en su creación. Esto explica que instituciones un día alineadas contra el teatro, como fue el caso de la Iglesia y el Estado, lo mantuvieran para obtener unos ingresos destinados a la beneficencia u otros fines análogos. Y también el viejo debate, un tanto pueril, entre los defensores de un teatro de arte y quienes han sostenido su función básicamente festiva. Dentro de este proceso, resulta lógico que, en la medida en que su rentabilidad haya sido mayor, también haya crecido la participación de quienes se interesaban estrictamente por sus beneficios, con la creación de las estructuras y organismos consecuentes. En algún sentido, el teatro, a través de los festivales, el prestigio de sus centros nacionales y las actividades que todo ello genera, incluso ha creado una imagen con determinada proyección económica, vinculada modernamente a la industria del espectáculo. Paralelamente, también ha sido lógico que el pensamiento democrático incluyera el teatro, cada vez más, entre los instrumentos de su proyección política, con lo que, en definitiva, se concretó el conflicto entre los dos intereses: el estrictamente económico y el que ponía en primer término la formación de la ciudadanía.
Pareció que el cine, primero, y la televisión, más tarde, iban a cambiar la situación. Aparecían nuevos medios de distribución que, incluso, superaban las posibilidades de la letra impresa, limitadas hasta entonces por el analfabetismo y las exigencias de la cultura literaria. En ambos casos, la victoria del mercantilismo sobre el arte fue absoluta, como expresión de la realidad sociopolítica de nuestro tiempo. En el caso del cine, se abrieron las vías excepcionales del llamado cine de autor, pero el mundo de la televisión fue decididamente ocupado por una alianza entre intereses empresariales y consignas oficiales, sin espacio –salvo raras y honrosas excepciones– para debatir los intereses comunes.
Esta es una de las razones de que el pensamiento político se haya encerrado, cada vez más, en el marco de una clase concreta y alejado del medio popular. En lugar de abrirse una comunicación continua, dialogante, que contribuyera, precisamente, a mostrar los distintos puntos de vista, a desvelar los conflictos y determinar opiniones sólidas, se ha establecido, de hecho, una relación entre oradores y meros oyentes, invitados periódicamente a que manifiesten su adhesión. El discurso democrático que señalábamos al principio no ha podido llevarse adelante, justamente por la condición monologante del poder, por la frustración de esa ilustración pública, por la impotencia para construir un sistema que defendiera al creador y al destinatario, en la búsqueda de un arte de la solidaridad. Volvemos a la eterna cuestión. Porque una cosa es respetar el trabajo del mercader y otra distinta que los mercaderes ordenen la cultura.
Aun cuando en países como España el academicismo y buena parte de la crítica hayan mantenido la idea de que el teatro es la ilustración escénica de la literatura dramática, necesitada de oficio y talento, pero, en definitiva, secundaria frente al documento perenne y creación artística respetable del texto, lo cierto es que el teatro europeo redescubrió a finales del XIX el valor sustantivo de la representación, con lo que literatura dramática y arte dramático vinieron a ser dos conceptos, dos creaciones complementarias, pero claramente diferenciadas. Si Aristóteles definía la tragedia como «una representación», que integraba un lenguaje inexistente en la literatura dramática, si el espacio físico y el canto y la danza del coro eran elementos fundamentales en su expresión, habrá que atribuir al curso de la historia y de las culturas el triste reduccionismo filológico del teatro del pasado.
Lo cierto es que, a finales el XIX surgió, inicialmente en Rusia, aunque la propagación del fenómeno prueba que se trataba de una exigencia sentida en muchos lugares, una reflexión y una práctica que volvió a considerar el hecho escénico como la medida artística y el cauce último del teatro. Los textos permanecían, en efecto, inamovibles, pero de su modo de representarlos y de la personalidad –y no, simplemente, de su oficio– de los actores dependía buena parte de su entidad, no por menosprecio del texto, sino porque la palabra oral, el habla, implica la participación de un sujeto vivo e irrepetible. A menos, claro, que el actor –a quien quizá habría que llamar de otro modo, puesto que no es lo mismo decir un texto que actuarlo– se limite a declamar o a encerrarse en las muletillas y efectos despersonalizados de un oficio.
Protagonistas de esta rebelión fueron, a lo largo de casi un siglo, los llamados directores de escena, es decir, los responsables de la representación, que, en lugar de limitarse a aplicar las convenciones del oficio, se hicieron preguntas y revolucionaron los conceptos de escenografía, actuación, y, quizás en primer término, lectura de un texto, sujeto –cuando se trata de un verdadero texto dramático– a ambigüedades e interpretaciones diversas, que solicitan la mediación de un criterio concreto. No, obviamente, para introducir ninguna linealidad doctrinaria, contraria a las incertidumbres del drama, pero sí, porque está en la naturaleza misma del teatro, frente a la abstracción propia del relato literario, la necesidad de encarnar, de un modo u otro, cuanto toca.
De ahí la imposibilidad de estudiar el teatro moderno limitándonos a los textos y reduciendo las sucesivas poéticas de sus representaciones a mero accidente. Los grandes directores no sólo han sido determinantes de los modos de representar y de la significación de los textos en cada caso, sino del llamado Teatro de Arte –a partir del título dado por Stanislawski a su grupo– que introdujo un pensamiento nuevo en el campo de la expresión escénica, conectado con los movimientos políticos, sociales y filosóficos.
De hecho existe una confrontación entre la memoria codificada de un autor del pasado, determinada por las interpretaciones derivadas de viejas realidades históricas, y su representación contemporánea, sujeta –a menos que se trate de un ejercicio arqueológico– a las incitaciones de un tiempo distinto. Reflexión inseparable del carácter asimismo histórico de los públicos, entendidos no como pasivos y deshabitados espectadores, sino, justamente, como expresión activa de su lugar y de su época. No olvidemos que el teatro tiene uno de sus pilares en la comunicación, y que esta necesita por igual de los dos elementos, por lo que resulta incoherente centrarse únicamente en uno de ellos –el texto o, incluso, la representación– y considerar el otro –el público– un accidente irrelevante. Cierto que el clientelismo, la taquilla, asfixia a menudo el teatro porque, en ese caso, lo primordial es satisfacer a los espectadores, ajustar la creación a la demanda, con lo que, por bajar el teatro al patio de butacas, la comunicación se destruye por el lado contrario. El público se comunica consigo mismo, puesto que paga por ver lo que de antemano quería ver y el carácter revelador de la escena desaparece.
No es extraño, pues, que todos los grandes directores del teatro del siglo XX hayan imaginado una línea horizontal y vertebradora que empieza en el autor, es decir, en el texto, y acaba en los espectadores que son copartícipes de la creación y el último eslabón de la cadena. Y digo espectadores y no público, porque si, generalmente, lo público tiende a la masificación de los destinatarios –religión, política, ideología…–, uno de los rasgos del gran teatro es su comunicación con cada espectador, a su vez, singular y miembro del colectivo. De manera que si los espectadores, adscritos a un tiempo y un lugar, son los que determinan el significado último de la comunicación, nada más coherente que el interés de los maestros del teatro por su contemporaneidad, que es también la de sus públicos.
En esta línea está el concepto moderno de dramaturgia, que correspondería a las modificaciones que sufre un texto durante su proceso de escenificación, ya sea en la etapa previa a los ensayos, ya sea como consecuencia de los mismos. Incluso serían muchos los autores que propondrían textos más largos de lo habitual para que los directores de escena y los dramaturgos optaran por aquello que estimaran más ajustado a sus propósitos y a las circunstancias de la representación. Con lo que entre lo que entendemos por literatura dramática y representación se alzaría un nuevo puente, todavía literario pero determinado ya por la experiencia escénica, al que, ya digo, a partir, creo, del teatro alemán, suele llamarse la «dramaturgia» de tal o cual obra.
A estas apretadas reflexiones iniciales habría que añadir aún otra esencial: el hecho de que los maestros del teatro moderno hayan sido personas que han trabajado durante largo tiempo con equipos estables, con los que han realizado su experimentación y han fijado sus ideas. Juzgar a un maestro teatral por sus textos teóricos o, incluso, por la impresión que hayan podido producirnos algunos de sus montajes, supone la aplicación de un método de juicio improcedente, por cuanto el magisterio nace de la continua confrontación con las nuevas preguntas derivadas del proceso de trabajo. De ahí, en buena medida, una de las razones del crepúsculo de la «época de los grandes maestros», en tanto que el orden social y económico ha ido sustituyendo los procesos por los estrictos productos, el pensamiento teatral por la estimación aislada de un espectáculo, siempre condicionada por el mayor o menor éxito y por el eco informativo, susceptible, como es bien sabido, de toda clase de manipulaciones. De muchos hipotéticos maestros habría que decir hoy que tienen prestigio y valor mercantil, que son, me parece, dos rasgos en absoluto identificables con la maestría, con todo lo que ella conlleva de propuesta de un pensamiento y una práctica globales.
El caso de directores que fueron verdaderos maestros al frente de sus grupos estables –como es el caso, por poner dos ejemplos, del ruso Liubimov o del checoeslovaco Omar Grechka– y que luego, trabajando en otros países o con actores ajenos a sus procesos creativos, han resultado sólo ingeniosos artesanos, se ha repetido a menudo. Y es que la maestría no es un producto sino el resultado de una indagación continuada, y, en alguna medida, compartida, de una sucesión de respuestas que se intercondicionan y abren un camino.
Hasta donde la maestría es un valor subestimado en las sociedades modernas queda probado por el hecho de su práctica desaparición. El teatro de hoy carece de maestros, tanto por la inadaptación del concepto a la urgencia primaria de nuestros juicios como por la implantación de un orden que, en el campo de la industria y del consumo, los ha hecho prácticamente imposibles. Profesores que enseñan en mil escuelas su librillo, directores que montan las obras más dispares atentos, sobre todo, a la percepción visual o escenográfica, actores encastillados en una determinada fórmula, publicistas que construyen la imagen del producto –al modo que hacen buena parte de las informaciones políticas, mucho más interesadas en colorear o vender una noticia que en desentrañarla– y otras aportaciones similares, ocupan buena parte del terreno que debería corresponder al pensamiento crítico y creador del teatro. Caben tantas excepciones singulares como se quiera, pero la maestría, como legado y sabiduría ha sido borrada de la cultura teatral contemporánea.
Lo ridículo está en que el mercado utiliza a menudo, como valor estrictamente mercantil, nombres de hipotéticos o reales maestros no en función de su incidencia sobre el pensamiento y la sensibilidad de sus públicos, sino como una simple etiqueta ofrecida a un público que sólo quiere divertirse o consumir esa marca para satisfacer su autoestima cultural.
Por mi condición de crítico en las páginas de la revista Triunfo, por mi ya casi medio siglo de responsable de Primer Acto, por mi asistencia a innumerables festivales internacionales, por mi función de director en algunos de ellos y, desde hace dieciséis años, mi condición de director del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, he tenido la oportunidad de vivir de cerca el declive y la práctica desaparición de los últimos grandes maestros del teatro. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que no existan excelentes directores, sino que, en tales casos, «ejercen» a título profesional su capacidad y su talento, pero sin aparecer como portadores de un discurso estético y social, integrado en la historia del pensamiento, al modo que lo hicieron los maestros del siglo XX.
De algunos de estos maestros, por razones de edad, lejanía geográfica, o, también, discriminación política –cuando nos dijeron que el mundo se dividía en este y oeste como portadores irreconciliables de sendos programas de futuro– los occidentales, y, más concretamente, los españoles, sometidos a la penosa autarquía cultural que nos caracteriza, ahora expresada incluso en términos de comunidades autónomas– sólo hemos podido leer, y parcialmente, sus textos teóricos, gracias al auxilio prestado por las editoriales argentinas y mexicanas en los tiempos «del cólera». Es el caso de los Stanislawski, Artaud, Brecht e incluso Grotowski, que si estuvo en Madrid, invitado por la dictadura para que montara alguna obra, no fue posible porque las exigencias del director polaco chocaron de inmediato con la Iglesia española, dado que su propuesta –muy dentro de la poética que a él le interesaba por entonces– exigía el uso de un templo como espacio y referente de la representación. Otros maestros se negaron a trabajar en la España de entonces, no sólo por un prejuicio político, sino por la necesidad nunca aceptada de someterse a una censura previa. Sí alcanzamos a ver el Arlequín servidor de dos amos, de Strehler, aunque al frente de la compañía vino Paolo Grassi, el otro gran nombre y teórico de la compañía. Y, por supuesto, conocimos algunos de los últimos espectáculos de Tadeusz Kantor, que, como no podía menos de suceder, no sólo era el creador de un lenguaje escénico sino una sensibilidad abierta a su realidad histórica, en este caso, la masacrada Polonia de la II Guerra Mundial. Si para Grassi, hombre de la izquierda italiana, España fue un lugar de paso, donde resolvió con prudencia y cortesía los problemas, Tadaeusz Kantor, que llevaba a sus espaldas el recuerdo de los campos nazis de concentración y vivía preso de la memoria y de la muerte, consiguió que le dejaran en paz, e incluso que se alteraran algunos de los hábitos de la escena española –como, por ejemplo, silenciar el altavoz que anunciaba en un teatro oficial madrileño hasta tres veces, con intervalos de un minuto, el comienzo de la función, con grave quebranto del clima prologal previsto por el director–, siendo como era un maestro reconocido internacionalmente, que rompía con su presencia el clima provinciano de nuestra vida teatral. Con Kantor nos dimos el gusto de entrevistar reiteradamente al maestro, de ver algunos de sus espectáculos y de publicar algunos de sus principales manifiestos. Cosa insólita en la tradición teatral española de la época, donde sólo la esporádica visión de algún espectáculo fuera de nuestro país y la lectura de los textos teóricos nos permitía hablar «de oídas y lecturas» de creadores cuya obra nos era desconocida.
Entre estos nombres, hubo uno, Antonin Artaud, que nos llegó prácticamente a través del Living Theatre y de su versión de Antígona, de Brecht, donde Julien Beck y Judit Malina intentaron acercar al dramaturgo alemán y al alucinado y gran rebelde del teatro francés. Inútil decir que privados como estábamos del conocimiento escénico de la vanguardia en que nació y se formó el autor del teatro de la crueldad, de él nos llegó sobre todo su espíritu iconoclasta, su oposición al teatro burgués occidental, su idea de las situaciones límite, y poco más, haciendo con todo ello una especie de Artaud a la española, aceptado por alguno de nuestros más cualificados teatros independientes. Añadamos que el Living fue maltratado por los críticos barceloneses –uno de ellos, muy notable, calificó aquella Antígona de «teatro de gamberros para gamberros»– y que provocó la inolvidable irritación del público que asistía a su representación en el Festival de Teatro Nuevo que por entonces se celebraba en Valladolid. Episodio al que asistí y que no resisto resumir en el recuerdo de los espectadores que abandonaban la sala y se quedaban detrás de las puertas y cortinas atrapados por la curiosidad, la imagen de unas cuantas señoras que se quitaron los zapatos para golpear contra el piso los tacones, el grupo de jóvenes que aplaudía con un fervor feliz y la voz que, inesperadamente, surgió de uno de los palcos desahogándose con un «¡Muera el rector de la universidad!» que nadie entendió ni venía a cuento, a no ser que la tomáramos por uno de tantos gritos que llevaban años esperando la ocasión de manifestarse. No, no aprendimos gran cosa. Y no hubo empresa o institución que considerara oportuno aprovechar la estancia en España de la compañía norteamericana para presentar su Antígona en Madrid. Y cuando, años después, vino el Living al Teatro Alcalá, con otro título, en tiempos ya de agitación democrática, no faltaron los que desde el patio de butacas o acercándose al escenario, quisieron mostrar que para ellos aquello era anarquismo trasnochado y que habíamos pasado de los tiempos oscuros del franquismo a los luminosos de la democracia en una especie de salto sin tránsito, sin proceso, como ha sucedido tantas veces en nuestro teatro, cuando hemos declarado «superado» lo que en realidad desconocíamos.
Brecht fue, en este orden, el magisterio más falseado por las circunstancias. De entrada, su filiación marxista lo convirtió en un enemigo del sistema. Y si pudimos leer sus dramas y sus textos teóricos gracias, sobre todo, a las editoriales latinoamericanas, la representación de las obras autorizadas soportó un formalismo rudimentario y alguna que otra mediación interesada como fue, por ejemplo, la de Emilio Romero en Galileo Galilei. El término «distanciación» se convirtió en una apelación sacrosanta, y, en su nombre, se hicieron –en España y también en otros muchos lugares, donde no llegaban sus montajes– aburridísimos espectáculos, en los que lo importante parecía el respeto a las hipotéticas formas del teatro épico antes que las propias representaciones. No sorprende que el propio Brecht proclamara, casi al final de su vida, que en lugar del término teatro épico debió emplear el de teatro dialéctico, para evitar el formalismo doctrinario a que estuvo sometido.
Entre las experiencias que debo a mi profesión teatral, figura un encuentro con Brecht durante el último año en que acompañó al Berliner Ensemble al Teatro de las Naciones de París, poco antes de su muerte. Recuerdo que, acabada una de las representaciones, se organizó en el vestíbulo del Sarah Bernard un encuentro con la compañía, del que, obviamente, Brecht iba a ser la gran estrella. Llegó el momento y Brecht no apareció y hubo que ir a buscarlo al escenario donde se había quedado al término de la función. Fue recibido con entusiasmo y de inmediato empezaron las preguntas: «Maestro, cuando usted dijo esto y lo otro, ¿pensaba en esto y lo demás allá?». La primera reacción de Brecht, supongo que irónica, era siempre la perplejidad. «Pero, ¿yo dije eso?». Y cuando le recordaban el lugar y la fecha, añadía «¡Ah, en tal lugar y en tal fecha!» y lo dejaba de lado porque a él, lógicamente, le interesaba referirse al pasado como parte del presente y no como al baúl de los recuerdos. Las intervenciones volvieron una y otra vez sobre la «distanciación» y creo recordar que Brecht señaló que el concepto debía ser colocado en un teatro que había alcanzado la perfección formal, «la ilusión de realidad» que era propia del teatro alemán, pero que era ridículo querer hacer lo mismo allí donde andaban aún con las candilejas, la declamación, las butacas crujientes y los espectadores entrando después de empezada la función. ¡Cómo no pensar en aquel momento en lo que estaba sucediendo en España! Donde, por cierto, años después de la muerte de Brecht, siendo Director General de Teatro Muñoz Fontán, este nos recibió a Claude Plansón, que dirigía el Teatro de las Naciones, y a mí, para hablar de la posible participación española. Al Director General le brillaban los ojos cuando Plansón afirmó que España tenía a los mejores actores del mundo, gesto que se torció cuando citó a Luis Miguel Dominguín y Muñoz Fontán entendió que se estaba refiriendo a los toreros. Malhumor que se tradujo en la inesperada observación con que me despidió: «No sé qué les ha dado con Bertolt Brecht. Espero que no acaben invitándolo a España». Sin que, por mi parte, cometiera la grosería de decirle que había muerto hacía ya algún tiempo.
Y, todavía, un recuerdo que compartí con Adolfo Marsillach, con ocasión de la última visita del Berliner al Teatro de las Naciones, donde presentaron la versión brechtiana de La madre, de Gorki, y un impresionante La resistible ascensión de Arturo Ui, quizá la representación más deslumbrante que he visto en mi vida, tras la cual, lejos de la seca austeridad de tantas representaciones brechtianas, el Berliner soltó desde el escenario una docena de palomas, lanzó besos al público y mezcló la grave reflexión epilogal con la energía vital de la fiesta.
Otro nombre que es forzoso ligar con la historia del teatro español contemporáneo es el de Luca Ronconi. Y, muy concretamente –aunque luego hayamos tenido la oportunidad de ver en España algunos de sus montajes, entre ellos, sus innovadoras lecturas de Goldoni– por su representación, en el Palacio de los Deportes de Madrid, de su Orlando furioso. Convirtió la pista del Palacio en una plaza pública que compartimos actores y espectadores. Y alteró los espacios de la representación, representando a menudo y simultáneamente escenas dispares, que conducían la acción por distintos derroteros. La idea de que el espectador es el creador último de la obra se plasmaba en términos físicos, puesto que cada uno debía optar por una u otra escena, es decir, seleccionar los materiales, desplazándose entre las carras móviles de la escenografía, coincidiendo ora con unos ora con otros espectadores, obligado a afirmar su singularidad en medio de aquel turbulento colectivo, nunca masificado. Luego, he visto en Marrakech y en algún montaje del director marroquí Tayeb Seddiki concepciones teatrales similares, teatro delineado por las opciones y la itinerancia del espectador. Con lo que la historia real del teatro hizo un guiño irónico al academicismo establecido, como ya lo hizo cuando el egipcio Al Hakim, mucho antes de que Brecht apareciera como uno de los polos de la vanguardia europea, explicó que la diferencia fundamental entre el teatro occidental y el teatro árabe estaba en que el primero era mimético y el segundo épico, o, dicho con otras palabras, que la narración fue la poética del teatro popular árabe mucho antes de su consagración en la teoría teatral europea.
Con todo, también el discurso estético de Luca Ronconi –que ha sido con Grotowski, el otro gran poeta del espacio escénico, concebido a menudo como una construcción específica, que englobaba al espectador-actor, al modo que hizo también Víctor García cuando montó El balcón, de Genet, en Brasil– nos ha sido y sigue siendo ajeno a la escena española. Director del Piccolo desde hace algunos años, ha seguido planteándose la liberación de un cúmulo de convenciones, a partir ya del teatro a la italiana, con su rigurosa y clasista separación de los espacios, y de cuyo trabajo sólo en la hoy agónica nave teatral de Sagunto, pudo verse un ejemplo hace un par de años.
Otros dos nombres a los que hay que aplicar, sin reservas, la condición de maestros, son Giorgio Strehler y Peter Brook. En los dos casos nos encontramos ante una implicación personal en la interpretación de la historia de su tiempo. El teatro no es el fin último sino el lenguaje de su humanismo. Los dos se rebelan contra las delimitaciones convencionales establecidas por el academicismo y el conservadurismo de Occidente, en el caso de Brook, con especial mención a la autocomplacencia del mundo anglosajón, en el de Strehler, al esquematismo ideológico de una izquierda a la que pertenecía. Brook, después de escalar las cimas shakesperianas –que, significativamente, puso en comunicación con la crueldad de Antonin Artaud– buscará en el Mahabarata hindú y en los relatos de la África negra la inspiración formal y temática que ensanche su visión del mundo y, en consecuencia, y nunca como un mero ejercicio escénico, su lenguaje teatral. Strehler, por su parte, rescatará el valor de la imaginación, en el seno de una teatralidad que no renuncia a la belleza ni a la emoción. Strehler, actor e histrión, alternará el parlamento político con el parlamento escénico, la reflexión crítica con el movimiento de un personaje de la comedia del arte, y, por este camino, llegara un día a oír del propio Brecht que nadie le había representado mejor que él. O acabará con el catecismo que ponía a Brecht en los cielos y a Beckett en los infiernos, luchando por la imagen total de los humanos.
Guardo de Strehler, ganador un día del Premio Europa, de cuyo jurado yo formaba parte, el recuerdo de un hombre vital y arrollador, a quien le gustaba, en los ensayos, actuar los personajes para sus actores, los cuales, a menudo, se sumaban al equipo de dirección para aplaudirle. Humanismo era una de sus palabras preferidas y con ella anduvo por sus textos teóricos, porque Strehler, como Brook, son hombres que pertenecen a un proyecto de mundo que un día pareció posible y luego ha sido cínicamente traicionado. Un mundo donde el teatro era un servicio público, un factor de liberación al alcance de toda la sociedad, cosas ambas muy lejanas de nuestro presente. No, como piensan los más simples, por desidia de los gestores culturales, sino por desidia de nuestra civilización, embarcada en objetivos muy distintos y, a menudo, miserables y discriminatorios.
Asomarse al repertorio de Brook –que encontró en Jack Lang, ministro de Mitterrand, el apoyo necesario para cambiar Londres por el hermoso París de los desarraigados, muy distinto a ese otro que sólo es la capital de Francia– es tanto como encarar una serie de preguntas que pertenecen a la historia de la política, del pensamiento y del teatro. Lo mismo sucede con Strehler. Y, en los dos casos, ha sido fundamental la creación de equipos y estructuras estables que han permitido no sólo avanzar en la reflexión sino formular las respuestas en los escenarios, hacer del teatro y su teoría las partes indisociables de la maestría.
Junto a los ejemplos citados, todos ellos ilustres e incuestionables, habría que nombrar a otros muchos que merecen también la calificación de maestros, pero cuya proyección, en razón a las circunstancias de su país, ha sido mucho menor o encuadrada en un nivel secundario. Son las limitaciones de nuestro eurocentrismo, porque no hay duda de que gentes como Enrique Buenaventura, Santiago García o Augusto Boal, con su obra teórica, su condición de animadores de grupos estables y su creación escénica, han sido maestros para muchos teatristas latinoamericanos. Y algo semejante podríamos decir del tunecino Fadel Jaibi en el teatro árabe, para el que es una referencia esencial, tanto desde su posición de director de escena como de creador de textos, dentro de esa unidad que ha caracterizado a los grandes maestros. De los Estados Unidos nos llegan también varios nombres, en ocasiones vinculados a sus propias lecturas del maestro Stanislawski, aunque quizás los más significativos para nosotros hayan sido los protagonistas del llamado teatro radical, que tuvo en el ya citado Living uno de sus máximos exponentes.
Es obvio que el censo de los maestros ha sido distinto en cada lugar, y que las circunstancias de la información nos han impedido no ya conocer sino, incluso, saber de la existencia de numerosas personas que merecen la consideración de maestros del teatro contemporáneo. Pienso en directores como el ruso Anatoli Vassiliev, a quien debemos inolvidables representaciones de Pirandello y de Chejov, cargadas de una verdad personal que rompía una serie de convenciones dominantes –no olvidemos el dogma del realismo socialista, el asesinato de Meyerhold o el hecho de que el trashumante Bertolt Brecht optara por los Estados Unidos en lugar de la Unión Soviética– o Lev Dodin, ganador del Premio Europa y un nombre fundamental en el rescate de la historia del pueblo ruso. O, por poner otro ejemplo, en directoras como la rumana Catalina Buzoianu o la búlgara Katerina Mladenova, asimismo apasionadas creadoras de personajes escénicos dotados de la densidad personal que un determinado teatro político les había arrebatado. Las dos con su grupo de fieles actores y opuestas a la preceptiva de los teatros a la italiana.
¿Y cómo no pensar en Meyerhold, uno de los padres del teatro moderno, alineado con la Revolución Soviética y finalmente detenido y ejecutado por la KGB por no aceptar el formalismo teatral de la burocracia comunista? Las razones, por supuesto, fueron explicadas de otro modo, desde la posible condición de espía japonés –mediante un montaje absurdo– a su discrepancia estética con el realismo socialista, que, para más inri, se declaraba inspirado en las ideas de Stanislawski, a su vez prácticamente recluido y censurado en los últimos años de su vida. Yo estuve en la todavía Unión Soviética en los años de Gorbachov, cuando estalló la iconografía construida por la propaganda del Partido. Y quise visitar la última casa de Meyerhold, una casa de vecinos a cuya puerta acababan de poner una modesta placa después de declararlo inexistente durante muchos años. ¿Cómo explicar que un director como Meyerhold, que asumió y defendió la libertad de la Revolución, fuera ajusticiado por ella con el argumento de que su teatro era complicado, burgués, ajeno a la victoria y la cultura de la clase obrera? Algunas de aquellas críticas, lanzadas desde la burocracia en los prolegómenos de su detención, pude leerlas en el vestíbulo del que fue su teatro, junto a una fotografía de su primera actriz, Vera Komissarseskaya. Y hago hincapié en este ejemplo para insistir en el carácter comprometido de la maestría teatral, que excede en mucho el ejercicio brillante de un oficio, para abrirse paso a las preguntas y conflictos, de todo tipo, que subyacen en una sociedad.
¿Y en España? ¿Dónde están nuestros maestros? Parece evidente que nuestro siglo XX no fue terreno abonado para su crecimiento. Basta leer la mayor parte de la crítica teatral, sus ideas y sus gustos, su apelación continua a preceptivas periclitadas, su oposición a cuantas preguntas cuestionaran la memoria y la imagen oficial del país, para comprenderlo. Es un pensamiento sostenido desde el poder y asentado en la demanda de un público conservador, que quiere hacer del teatro un «toque» de clase, un entretenimiento, una apacible costumbre. Por eso, los autores del 98, los que intentan cambiar el teatro, la narrativa y la poesía, y, pongamos por caso, rechazan la concesión del Premio Nobel a José Echegaray, por considerar que no representa la dinámica social del país, se verán sistemáticamente rechazados, pese a que Valle Inclán y, en menor escala, Unamuno y Azorín, proponen una dramaturgia colocada muy por encima de los melodramas y los juguetes cómicos que conforman, con algunas excepciones, la programación teatral. Sólo Galdós, primero, y, luego, Benavente y Arniches, alcanzan una cierta estima general. Pero es lo cierto que el teatro de mayor ambición o no se estrena o se hace esporádicamente. ¿Cómo, entonces, imaginar una maestría a la sombra de un teatro que exige hacer lo de siempre? «Teatro de lo sabido» ponderaba Pemán, ya en los años cincuenta, frente al teatro neurótico de los que preguntan.
Con la Generación del 27 ocurrirá otro tanto. Y, nuevamente, los autores que intentan construir la poética de su tiempo serán rechazados. Tienen otra visión de los procesos sociales y, en consecuencia, proponen un lenguaje distinto, pues ya es sabido que, en el arte, la forma es indisociable de lo que quiere decirse. Y si apenas estrenan, ¿cómo plantearse la indagación escénica? Escriben y entregan sus obras, a veces para ver como las destrozan actores y directores que tienen una visión muy distinta de la sociedad y, por tanto, del lenguaje que debe expresarla. Son ya varios los grupos que intentan, en condiciones irrisorias, hacer en el teatro la revolución que sí se ha hecho en la poesía. No falta algún director, como Cipriano Rivas Cherif, algún crítico, como Díez Canedo, o algún autor, como Miguel de Unamuno, que intentan abrir las puertas. Sólo García Lorca parece arrastrar una reflexión teatral paralela a su escritura dramática. No son muchas páginas, desde luego, pero habla del público español, habla de nuestras empresas teatrales y del valor del teatro en la salud pública, lleva a la escena la rebelión de los oprimidos por el orden social, se mueve, hace versos en Nueva York, estrena en Latinoamérica, y funda y dirige La Barraca... Llega hasta donde es posible en la España de entonces, y es asesinado en agosto del 36 por la España del discurso inamovible.
Cuando acaba la Guerra Civil, el teatro universitario es el primero en dar señales de vida contemporánea. Y en su seno surgen los primeros directores y se suscitan los primeros debates. Se estrenan títulos que escapan a nuestro conformismo, se escribe sobre teatro, se aglutina un movimiento que pronto será estrangulado. La batalla la traslada la ley a las sesiones de cámara, de una sola noche y ante un público elitista, muy lejos de las aulas universitarias. Y así, año tras año, sin más respiro que los teatros nacionales. Paradoja clarificadora, porque muestra hasta qué punto las condiciones de trabajo influyen decisivamente en los resultados. Hay tiempo para ensayar, cabe formar un grupo más o menos estable de actores, y, aunque existan fronteras inexpugnables, son teatros obligados a un repertorio de prestigio y ya es sabido que en los grandes textos, por muy inocente que sea su apariencia, suelen deslizarse preguntas y ambigüedades. Tamayo, que es el hombre más inquieto y prolífico del teatro de la época, no alcanza nunca la categoría de maestro porque es, sobre todo, un productor enamorado del gran espectáculo, ajeno a los compromisos estéticos y sociales propios de una maestría dramática. Nuria Espert y Armando Moreno confiarán muy pronto su compañía a directores situados por encima del censo artesanal, y Adolfo Marsillach, al frente de su compañía, iniciará una ruptura que quizá tendrá su más brillante culminación cuando, años más tarde, sea el director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. También Wylliam Layton y José Carlos Plaza, vinculados al TEI –luego TEM– han de ser citados aquí como impulsores de una corriente especialmente atenta a los actores, inspirada en la lectura norteamericana de Stanislawski en el caso de Layton, con notables y personales correcciones en el caso de Plaza.
Acaso en este áspero paisaje merezca destacarse el nombre de José Luis Alonso Máñez. Le falta libertad, rotundidad y decisión para ser un maestro. Pero tiene a su favor dos circunstancias que maneja con talento: la creación de una compañía nacional y la posibilidad de ensayar el tiempo necesario, a más de gozar de un teatro técnicamente bien dotado. Todavía hay candilejas en muchos teatros españoles, todavía hay quien discute entre nosotros la necesidad del director de escena, todavía hay ilustres críticos que tienen un chascarrillo para cada uno de los grandes maestros del siglo XX. La decisión tomada por el almirante Carrero Blanco contra Alonso por programar en el María Guerrero El círculo de tiza, de Brecht, es un dato que sobresale en su difícil defensa del repertorio; y en cuanto a la línea general de su trabajo, nadie llegó tan lejos como él en la dirección de actores y en la armonización de los repartos, bajo una inspiración claramente stanislawskiana.
¿Y ahora? La desaparición de la maestría tradicional, acompañada de una mayor información y de una percepción más globalizada del mundo, han determinado, en los mejores casos, lo que podríamos llamar una maestría dialéctica. En este sentido, quiero recordar que en la etapa final de la dictadura, el argentino Renzo Casali y yo formalizamos la creación del Centro Dramático Número 1, de Madrid, concebido como un espacio de investigación de las corrientes más significativas en el arte de la representación. Se trataba de sustituir la tradicional «elección» entre esas corrientes por una posible vertebración de aquellos elementos que resultaran más vivos y adecuados para el tiempo y el lugar de los montajes. Es decir, de evitar el puzzle o eclecticismo arbitrario para –al modo que hacen los espectadores cuando interpretan el significado de una representación desde su singularidad– ordenar un nuevo concepto hecho del examen y confrontación de las distintas opciones. De hecho, en definitiva, la inmensa mayoría de las escuelas nacieron de respuestas a otras precedentes, en una cadena de sucesivas correcciones, que invita en realidad a un nuevo discurso abarcador. Porque si todos los grandes maestros están cargados de razones y, a su vez, dan distintas respuestas, ¿no parece lógico que intentemos construir ese maestro dialéctico resultante de nuestra aproximación a todos ellos, a partir de nuestra circunstancia? ¿No sería ese un buen camino para eludir la confusión y la pavorosa banalidad formal de tantas representaciones?
Hoy buena parte del mundo dispone de leyes más democráticas que antaño, es mayor el conocimiento recíproco y abundan los organismos internacionales que reducen el peso de las viejas fronteras, a la vez que el orden mundial ha sido sometido a una serie de reducciones éticas que obstaculizan el curso del teatro y del pensamiento. Determinados valores por los que se ha luchado durante mucho tiempo andan abandonados o sin celo colectivo. Pocas veces han resonado en los Tratados palabras tan nobles y han sido más dolorosas las informaciones de cuanto ocurre en el mundo. Tiempos cargados de clamorosos conflictos... que sólo unos pocos autores recogen y ante los que únicamente un pequeño sector social se siente implicado. Tiempos revueltos, entre un mundo visiblemente agonizante y otro que no consigue o no puede adquirir la cuota de protagonismo que le corresponde. Si la maestría se apoyó en una expectación compartida, en la exigencia de búsquedas que cobraban de inmediato su sentido, el nuestro es un mal tiempo para los maestros, sujetos como estamos a una frenética manipulación informativa, a las soluciones inmediatas, a los hechos consumados y al éxito o el fracaso de ahora mismo.
Quizá ese sea uno de los signos de nuestro tiempo: ordenar la herencia de los maestros, examinarlos sin doctrinarismos excluyentes, buscar sus espacios comunes, quizá cambiar la vieja condición de discípulos –a veces responsables de la entronización de los maestros– por la de coparticipes en una investigación y un compromiso que no sólo afecta al teatro sino al curso generalizado de la historia.
Primera, necesaria y tópica cuestión: ¿El actor nace o se hace? Y, aun admitiendo lo segundo, ¿basta la práctica, expresada un día por el concepto de meritorio, o es necesaria una escuela? Y, dándole al meritoriaje el valor que tuvo en pasadas épocas, ¿acaso es igual aprender en una compañía que en otra, en una que se limite a representar obritas de éxito comercial que, pongamos por caso, en un teatro nacional abierto a un repertorio exigente? Y si afirmamos la necesidad de la escuela, ¿de qué escuela hablamos?, ¿de cualquier escuela?, ¿acaso podrían considerarse escuelas las que un día se limitaban a enseñar declamación?, ¿son realmente escuelas muchas de las escuelas, privadas u oficiales, que se anuncian como tales?, ¿qué enseñan, quiénes son los maestros?
Quería empezar con estas preguntas porque creo que están en la base de cualquier propuesta sobre la formación del actor. Luego, lógicamente, se podrá ir más o menos lejos y por muy distintos caminos. Pero quizá se trate de puntos de partida sobre los que sea necesario reflexionar antes de ponerse en camino. Puntos de partida que no cabe reducir a convicciones, sino que solicitan una mirada sobre el teatro del último siglo y la muy distinta función atribuida al actor en los distintos lugares y periodos.
El actor es parte esencial de la representación. Por lo tanto, hablar de la preparación del actor presupone saber para qué tipo de teatro se prepara. O, dicho con otras palabras, se trata de un capítulo sujeto a la historia del teatro, no sólo distinto según las épocas y lugares, sino también distinto en un mismo lugar y una misma época. La preparación del actor se inscribe en las opciones y expectativas teatrales de cada lugar y cada tiempo, encuadradas, a su vez, en procesos culturales y políticos. No estamos, pues, ante una ciencia, asentada en verdades inamovibles. Cada época ha tenido sus teatros, cada teatro ha tenido sus actores, y la preparación del actor ha de participar de esa dinámica.
En este sentido, los maestros de la pedagogía teatral son, antes que profesores, investigadores, y sus respuestas deben sujetarse a las cambiantes conclusiones de su investigación. Erigir la preparación del actor en una materia autónoma, separada del curso del teatro, es quizá la principal razón de su descrédito. Buena parte de la «revolución del arte del actor» en el siglo XX fue bloqueada justamente por la constante reducción de las propuestas a escuelas, por la visión doctrinaria de las distintas opciones, consideradas como un camino definitivo, sin adentrarse en el marco teatral y social donde se gestaron. Absurdamente, muchos pedagogos teatrales han hecho de la preparación del actor un discurso que se completa en sí mismo, con sus fundadores y sus epígonos, aislado de los dramaturgos, los públicos y las realidades políticas y socioeconómicas que lo alimentaron.
En España, la sustitución de los antiguos Conservatorios de Declamación por las Escuelas de Teatro fue saludada, justificadamente, como un gran avance, precisamente porque se cambiaba la idea de una enseñanza cerrada –la declamación solicitada por un determinado concepto del teatro– por la de una formación confiada a un equipo de profesores, dotados de una determinada singularidad, que garantizaban, dentro de un plan de estudios establecido, espacios de discrepancia e investigación. Frente a una preceptiva acorde con el concepto de teatro generalmente aceptado, derivado de la práctica escénica mayoritaria, la nueva pedagogía se abría a la pluralidad de teatros, de poéticas y, por tanto, también de las distintas visiones del actor. Desgraciadamente, en la mayoría de los casos, estas expectativas no se han cumplido. El profesor se instala en su sistema de principios que, cuanto más, suelen ser generosos a la hora de otorgar al actor un margen de libertad y de proyección personal; pero la indagación de las relaciones entre la poética de la representación y su espacio histórico se excluye, y el profesor libra la batalla con el alumno sin mirar más allá de su propio método.
Esto no supone ninguna negación de la especificidad del teatro en cuanto expresión artística, ni ninguna ocupación política del escenario. Es cierto que así ha sucedido en muchos casos, pero siempre en tiempos y lugares donde la realidad social, las expectativas de cambio, han impulsado este tipo de respuestas. No hablo de los casos aislados, generalmente protagonizados por escritores que eligen, sin tapujos, la forma teatral para promover un discurso de agitación; me refiero a esos periodos en los que la construcción de un teatro declaradamente político se erige como una demanda generalizada, impulsado por una serie de circunstancias. A menudo esta exigencia se da en periodos prerrevolucionarios, habitualmente truncados cuando la revolución vence e impone sus preceptivas, es decir, cuando el teatro pasa a ser una expresión oficial.
El término de teatro político es equívoco y encierra en sí mismo una contradicción. Si históricamente ha sido, declarada o tácitamente, un teatro que magnificaba los valores establecidos –aceptados como humanos y en apariencia neutros–, modernamente, a partir sobre todo de Piscator, ha tenido la condición de teatro revolucionario, alzado contra el teatro y el pensamiento conservador. Aunque también en esto resulta equívoco, pues el propio Piscator, en defensa de su actitud crítica, se negó a trabajar en la República Democrática Alemana, donde, en teoría, se había cumplido su revolución. Y en Cuba, por poner otro ejemplo significativo, en el contexto de un teatro que defendía la Revolución, el calificativo de teatro político se reservaba a los epígonos de la vanguardia europea, es decir, básicamente, de Samuel Beckett. ¿Será, entonces, en el teatro, un adjetivo básicamente vinculado a la crítica de los vicios o carencias del sistema social dominante? ¿Habrá asumido una nueva dimensión ética frente a su tradicional lectura puramente ideológica?
La época reciente ha remodelado la significación de muchas palabras, y hoy el concepto de teatro político, a menos que declaremos por siempre inservible el término o lo apliquemos estrictamente a un determinado teatro del pasado, es reiterativo, en la medida que todo ser humano, por el hecho de vivir en sociedad, está obligado a una conducta política. Se trataría, simplemente, de que esa condición apareciera en la representación de su existencia, como debe estar presente la dimensión que corresponde a su singularidad. El hecho de que, durante un largo periodo, el teatro político o el teatro social haya sido visto como algo separado del teatro individual, y que política e individualismo hayan librado parte de su batalla en los escenarios, es una de las muestras del esquematismo doctrinario de nuestro tiempo.
Solicitar un teatro consciente de la doble condición de los humanos no es, pues, enredar la poética con la política. Es, simplemente, una atención coherente, manipulada o tergiversada por todas las ideologías interesadas en la destrucción de uno de los términos. Cuando pedimos que el teatro y la pedagogía teatral tomen conciencia de su tiempo histórico, no subestimamos su naturaleza artística. Por el contrario, las grandes poéticas teatrales de todos los tiempos, desde la tragedia griega a las mejores opciones del siglo XX, pasando por Shakespeare, han mostrado conflictos en los que lo público y lo privado alcanzaba la máxima expresión sin molestarse en absoluto. Su potenciación enriquecía el conflicto, lo liberaba del voluntarismo que supone atribuir la solución a uno sólo de los términos.
Fui catedrático de Sociología de la RESAD, de Madrid, durante varios años, hasta que me jubilaron. Y conocí la vigencia de diversas corrientes que algunos consideraban contrapuestas. Sus referentes: Stanislawski, Brecht, Artaud y Grotowski. Cierto que –especialmente los tres últimos– se convirtieron pronto en tópicos, en manierismos estancados o meramente gestuales. Así tenía que suceder, puesto que llegaron a nuestras gentes de teatro –a las mejores, pues la mayoría les volvió la espalda y los consideró fenómenos minoritarios y pasajeros– a través de reseñas de revistas especializadas y la lectura de sus textos teóricos. Una vez más, y la incidencia de la realidad política del país era evidente, la conformación de nuestro público habitual, el teatro que satisfacía su demanda y la vigilancia de la censura, habían cerrado el paso a las corrientes europeas más fecundas y atentas a los cambios sociales. En las cuales se englobaba, lógicamente, la formación del actor. La pregunta es elemental: Si el teatro es una expresión artística de la sociedad, ¿cómo vamos a tener un buen teatro si la expresión de la sociedad está dominada por una determinada ideología? Y acaso, de añadidura, ¿no nació el teatro de las preguntas?, ¿no es el conflicto uno de sus fundamentos?, ¿qué actor necesita un teatro sometido a conflictos menores y previamente resueltos por los principios morales establecidos?, ¿a qué ridícula condición formal, no exenta de cierta terminología científica, no se verán reducidos los conceptos de conflicto, de acción y personaje?
¿Pedagogía teatral? ¿De qué actor estamos hablando? Es decir, ¿de qué teatro? Porque, tanto Stanislawski, como Brecht, Artaud y Grotowski, buscaban un determinado teatro, que, en todos los casos, situaban en su juicio sobre la sociedad de su tiempo. Cada uno señalaba la necesidad de avanzar por un camino, que, en su opinión, había sido abandonado por la representación mutilada de los seres humanos. ¿Por qué aceptar, entonces, que eran antagónicos? Si, pongamos por caso, el brechtismo –que no es lo mismo que Brecht, pues, en todos los casos, los discípulos construyen el catecismo de sus maestros– había contribuido a extremar la lectura política del teatro, vulnerando muchas de las solicitudes de El pequeño organón, ahí estaba Grotowski devolviéndole al individuo su sacralidad, su condición de sujeto del drama; si muchas escuelas stanislawskianas habían hecho del teatro la clínica de un siquiatra, el espejo de los laberintos, ahí estaba Brecht exigiendo la representación de las fuerzas sociales y económicas que median en la conducta de los individuos; si la inmensa mayoría de los teatreros creían que la burguesía occidental era la medida del hombre, ahí estaba el Artaud de las situaciones límite, el destructor de las máscaras convencionales…
Aun teníamos franquismo y la Escuela de Arte Dramático era un templo a la declamación, donde, por ejemplo, algún que otro profesor mostraba a los alumnos en los exámenes de ingreso como ponerse a llorar en unos pocos segundos. Con Renzo Casali abrimos lo que llamamos Centro Dramático 1 de Madrid, obviamente anterior al que con este nombre creó, ya en democracia, el Ministerio de Cultura. Nuestro objetivo: enfrentar al actor con las cuatro corrientes, entendidas no como una opción, no como técnicas alternativas, sino como partes de un discurso básico, como una investigación en la compleja condición humana a través de caminos distintos que se dirigían hacia un mismo lugar. ¿Acaso cabe hoy una pedagogía teatral que no se inspire en esos principios?
El Centro Dramático 1 lo cerró la policía franquista argumentando que habiendo una escuela oficial, con un profesorado ilustre, donde se podía obtener un título y la matrícula era inferior al pago mensual que necesitaba nuestro Centro, resultaba obvio que las razones que llevaban a los alumnos no podían ser de carácter teatral. Hicieron un par de registros no sé si buscando alguna impresora de panfletos. Al final, simplemente, prohibieron el Centro. ¿No había un conservatorio donde profesores reconocidos enseñaban lo necesario? Investigación era un término sospechoso; como lo fue por entonces el término vanguardia.
Poco a poco, pero en breve tiempo, el teatro ha sentido que era presa de su tradición. Que necesitaba liberarse de la autoridad de esa tradición para poder seguir adelante. Está sucediendo en muchos campos. Por ejemplo en la política y en la religión –tan cerca, en muchos aspectos, del teatro–, donde son cada vez más los que piensan que determinadas ideas necesitan, para recuperar su sentido y seguir avanzando, apartar cuanto, a través de los tiempos, ha sido añadido por dudosos intérpretes.
De mis años de profesor en la RESAD recuerdo el progresivo deterioro del alumnado. Se daban, por supuesto, las excepciones. Pero para muchos, que ingresaban con la esperanza de encontrar respuestas a su vocación, la mayor parte de las clases resultaban decepcionantes. El profesor, repitiendo el modelo de las aulas universitarias, montaba su largo soliloquio, incluso cuando los ejercicios prácticos constituían el nudo de la materia. La mayor parte de los profesores se escuchaban a sí mismos y la comunicación rara vez se adentraba en los espacios de sinceridad personal que exige la preparación del actor. Se pasaba lista, se cumplía el programa, e incluso muchos alumnos se jugaban el curso en los exámenes finales. La interrogación, el debate personalizado con cada alumno, no eran frecuentes. A menudo, como en todas las universidades y centros escolares, las desavenencias entre los profesores, las peleas por la hora o el aula, ocupaban el tiempo del análisis del trabajo. Corruptelas que, siendo negativas, tienen su explicación cuando se trata de transmitir un cúmulo cerrado de conocimientos, pero que resultan letales cuando se aplican a la incierta pedagogía de la formación artística, donde la técnica es siempre parte de un discurso afectado por la personalidad del maestro y del alumno, donde los nuevos acontecimientos históricos –en nuestro caso, también teatrales– solicitan a menudo la corrección de las hipótesis.
Por lo demás, es lógico que el alumnado vaya ajustándose a la personalidad de la Escuela. Pronto esta se convierte en un conglomerado de alumnos pendiente en su mayoría de las papeletas y los castings, donde, como sucede en las universidades, los cursos y seminarios necesitan ofrecer créditos para asegurar la asistencia. La calidad del profesor o el tema son secundarios. ¡Hay tanto qué hacer! ¡Son tantas las clases y tan poco el tiempo personal! ¡Sólo los créditos justifican el esfuerzo! ¿Y los maestros, dónde están los maestros? No los que se limitan a enseñar una técnica o a exponer unos determinados conocimientos, sino aquellos que, además, conciben las clases como una investigación de la que son parte activa los alumnos. Los que, como si del ensayo de una obra se tratara, parten de una serie de hipótesis, que confrontan y alteran en función de los alumnos. Las clases, por lo demás, nunca cierran la materia. El maestro propone un camino, suministra aquellas reflexiones que lo fundamentan, pero, luego, la creación debe instalarse en el trabajo. ¿Y cómo será esto posible si no se activa un proceso del pensamiento?
Quizá este sea el mayor problema de la pedagogía teatral en nuestros días: se prometen y se quieren resultados, el joven actor solicita una técnica que le permita el ejercicio del oficio, pero no es frecuente que se sepa él mismo la materia central del aprendizaje. Él es la medida. Y para ello es necesario que se implique en las preguntas que crean la técnica y le confieren su sentido. Que no se vea como un disciplinado consumidor de las reglas que pondera su profesor de turno. Ni que tampoco las ponga sistemáticamente en cuestión, en una actitud de autocomplacencia que sólo conduce a la confusión. Maestros y alumnos deberían compartir un humanismo en el cual integrar su hermoso trabajo. Si no existe, si sólo se trata de aplicar unas reglas para obtener unos resultados, sospecho que la pedagogía teatral no existe. Tengamos, al menos, claro este punto: existen un conjunto de efectos y triquiñuelas al servicio de la simulación escénica, que muchos identifican con el teatro. Y existe un teatro que hace de la ficción el instrumento estético para desvelar dimensiones de la realidad, social y personal, oculta por las convenciones establecidas. Para el primero de estos teatros se necesitan actores con oficio; para el segundo, actores artistas, participes en la investigación y en la creación de sus lenguajes escénicos. ¿A qué aspiran los alumnos? ¿Qué ofrece cada escuela? ¿Qué supone para cada alumno formar parte de ella?
Para quienes tienen como objetivo el aprendizaje de una técnica, nada más confortable que la firme definición del profesor y la consecución de los resultados previstos. Para los futuros actores que vean el teatro como un espacio desde el que descubrir la reducción habitual de la existencia y donde construir la condición humana, el aprendizaje ha de ser un apasionante compromiso, puesto que afecta a su más profunda singularidad.
Ciertamente, el actor ha sido reiteradamente subestimado. Razones sociales hicieron un día de la palabra escrita el único vehículo respetado de la cultura. La oralidad era el arte de los pobres. Y en el caso de los actores, aun cuando decían palabras y representaban historias urdidas con los recursos de la literatura, era obvio que las palabras habían sido escritas por otros, derivadas de procesos culturales ajenos a la vida de los pobres actores, de moralidad generalmente dudosa, que se exhibían sin pudor en los escenarios. En determinados ámbitos, se permitían las excepciones. Pero es evidente que las mil formas de la juglaría constituían un terreno del que apenas quedaban las palabras y sí las borrosas noticias de la fiesta. La palabra escrita, la palabra escrita, la palabra escrita, instrumento de unos pocos y, sobre todo a partir de la invención de la imprenta, único signo reconocido e inmortal. Y así anduvo el teatro desde el Renacimiento, con cientos de historias en las que sólo se hablaba de los autores y de los títulos y argumentos de sus obras. Así hasta que, a finales del XIX, unos cuantos hombres de teatro cayeron en la cuenta de que no cabía hablar de una evolución del teatro, de una respuesta escénica acorde con los tiempos, si no se planteaba la evolución del actor. Ya no cabía hacer las nuevas obras con los actores viejos, dotados del oficio necesario para hacer las obras viejas, subordinados siempre al poder de la palabra. Si la escena dejaba de ser una ilustración, el cromo viviente del drama, para ser un acto de creación; si existía un arte dramático, ligado al lenguaje escénico, actores y directores entraban en liza con un nuevo papel. No se trataba, como hasta entonces, de que los actores, a partir de unas mismas convenciones, intentaran mostrar algunos rasgos de su personalidad. Ahora, lo que se pedía es que los actores participaran del movimiento teatral, en la medida que a las distintas estilizaciones dramatúrgicas, correspondían nuevas visiones del espacio escénico –más allá del decorado– y no sólo de la técnica sino de la personalidad del actor.
En el Arte poética de Aristóteles hay una referencia a Eurípides que considero de gran interés. Es aquella en la que se refiere a la incidencia de la personalidad de los intérpretes en el valor de sus tragedias. Definida la tragedia como una «representación», era consecuente que Aristóteles incluyera a los actores en la calidad artística de cada una de ellas. Calidad que no estaba vinculada a las excelencias de una técnica sino a la personalidad del actor, a sus ideas y sus hábitos, desde los cuales una misma técnica puede alcanzar resultados distintos. Y ello, simplemente, porque Eurípides nunca escribió sólo para entretener, y las preguntas contenidas en sus tragedias solicitan bastante más que la solidez de un oficio.
Todo esto se hizo evidente en el teatro europeo a finales del XIX, a partir del movimiento iniciado en Rusia con Stanislawski, que no sólo cuestionó los repertorios, sino las representaciones, y enseñó, para siempre, que la preparación y la capacidad artística del actor son parte de la evolución teatral.
Repasando las propuestas teórico-prácticas de numerosos maestros, a la vez, directores de escena, teóricos de la actuación, pedagogos, y personas afectadas por el curso de la escritura dramática y por las realidades políticas del siglo XX, se abre ante nosotros un panorama riquísimo, del cual sólo sobreviven, en demasiados casos, unos cuantos esquemas simplificadores. Quizá porque el bajo nivel del pensamiento teatral contemporáneo –y de sus prácticas escénicas más habituales– es incapaz de asumir todo aquel caudal de talento y de creación, que en buena medida fue posible porque se gestó en torno a verdaderos maestros, rodeados de actores discípulos que participaban en sus preguntas y no se limitaban a aprender una técnica. Ninguna de aquellas propuestas apelaba a los resultados, sino que partía de una inserción en la historia social de Europa y de sus distintas realidades culturales. Quienes, como fue el caso de la sociedad española, sumergida en inmovilismos restauracionistas y aferrada a sus viejos patrones ideológicos, estuvieron al margen –con las consabidas y siempre recordadas excepciones– del discurso europeo, no sólo hubieron de sufrirlo en sus realidades políticas, sino, y eso es lo que ahora nos ocupa, en su teatro. Un teatro que soportó algunos escarceos de disidencia en el plano de la escritura pero que muy rara vez pudo formularse sobre los escenarios.
Ya hemos hablado antes de la tardía conversión de los conservatorios en escuelas de arte dramático. Y otro tanto podríamos decir de la muy tardía aceptación de la figura del director de escena, en su sentido moderno y creador. O de la supresión de las candilejas y la inclusión de la dotación técnica adecuada para hacer de la luz una parte del lenguaje escénico. O, en tiempos muy recientes, de la señalada influencia de una serie de directores-creadores sólo conocidos en España por algunos textos teóricos o crónicas periodísticas, pero no a través de sus espectáculos. Elementos todos ellos que nos han dejado un pobre legado en el campo de la pedagogía teatral.
No sé hasta dónde esa ausencia es recuperable. Porque no es lo mismo, pongamos por caso, declarar los límites de la «ilusión de realidad», como hizo Brecht en Alemania –donde se había alcanzado un nivel técnico que permitía utilizar esos términos– que hacerlo en España, donde, con candilejas, escenografías decorativas, y un marcado exhibicionismo declamatorio, se trataba de una referencia ilusoria e inalcanzada.
¿Cómo debería ser la pedagogía teatral española de nuestros días? O, al menos, ¿qué nos falta? Desde luego, es quizá imposible hacernos ahora las preguntas que otros se hicieron cuando aquí no eran posibles. No sé tampoco muy bien hasta dónde la modernidad asume, en bloque, un estar de vuelta de lo que la inmensa mayoría no ha conocido. Lo que, automáticamente, quita sentido a una posición cultural que nació del rechazo al doctrinarismo, a las voces mesiánicas que llenaron el siglo XX de sangre y de grandes palabras, que, en definitiva, quizá ha querido sustituir muchos principios huecos por una defensa de la existencia personal, de los pequeños placeres silenciados. Y que, a mi modo de ver, supone un vacío si no se liga con sus razones históricas, si cae en el error de partir de cero y quemar la casa sin salvar los recuerdos.
El siglo XX le ha dejado a la pedagogía teatral una serie de maestros, que, reducidos a esquemas doctrinales o a manuales de enseñanza, forman parte de una dudosa herencia, que alcanza a muchos órdenes y se revela como un peso para el mundo de hoy. Es probable, sin embargo, que esos esquemas doctrinales y esas reducciones, sean dos males que nos pertenecen, porque en la pasión y la indagación de los antiguos maestros –entre los últimos desaparecidos, Kantor y Strehler, entre los supervivientes, Brook y Ronconi– hubo siempre una complejidad y una inmersión en la historia de la que carece el teatro de nuestros días. Un teatro que, en muchos casos, ha transformado el viejo compromiso estético y social en una pretenciosidad tangencial.
Las excepciones están ahí. Y debemos tenerlas en cuenta para repensar la pedagogía, para repensar el teatro.
Uno de los estímulos de la evolución de la escritura dramática, de las llamadas vanguardias, ha sido el rechazo del formato establecido. Ha cuestionado los géneros y puesto en entredicho muchas de las convenciones. Se ha autocalificado a veces de anti-teatro y ha recurrido a poemas, testimonios y relatos, en los que podía encontrar una libertad y una frescura que la formalización habitual del drama estrangulaba. La pedagogía del actor ha de asumir adecuadamente esa corriente, nacida del convencimiento de las limitaciones de las formulaciones técnicas establecidas. La historia del arte está llena de modas pasajeras, de pasiones superficiales, de Mediterráneos de pacotilla. De ahí esa especie de justificado temor a dejarse atrapar por ningún ismo, a ser un cromo en vez de una reflexión o una intuición vivas en la creación artística. Lo cual no supone el cultivo complaciente de la amnesia histórica, sino, por el contrario, la aproximación –tal vez, el conflicto– de la tradición y la libertad. ¿Qué otra cosa puede ser una pedagogía en el campo del arte?
Y lo dicho a cuenta del actor vale para todas las ramas hoy inscritas en la pedagogía teatral: dramaturgia, escenografía, dirección escénica… La cultura se convierte en una trampa cuando es norma en lugar de estímulo.
Recibo la trascripción de la ponencia que, con el título de «La crítica: profesión dudosa», aporté a un seminario que celebramos hace años en Bogotá. Debía andar yo por entonces en la creación del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, una fundación que partió de seis países y pronto extendió sus actividades a 23. Aún no había escrito Huntington sus divulgados trabajos sobre el «choque de civilizaciones», ni los neocon de Washington marcaban las pautas de la política internacional. Pero debíamos andar en los albores de El fin de la historia, de Fukuyama, y parecía que todo estaba dicho y rubricado. Teníamos a nuestras espaldas un catálogo de dogmas civiles y religiosos, estéticos y políticos, por supuesto antagónicos, que establecían los valores hipotéticamente definitivos. Se trataba de elegir unos u otros y ponerse a guerrear desesperadamente contra el resto. También el teatro se movía frecuentemente dentro de esos parámetros. Y la mayor parte de los críticos eran aguerridos combatientes que defendían sus causas respectivas. Lo normal, incluso, es que supiéramos de antemano, aun antes de verlas, por la personalidad de los autores, si las obras eran buenas o malas, revolucionarias o contrarrevolucionarias, o si valía la pena verlas en vez de esperar a la polémica que seguiría a su estreno. Quizá exagero, pero la memoria me retrotrae a un tiempo estancado, en el que nos costaba confrontar las ideas. El problema estaba en la tendencia a una dogmatización que nos fue privando de los espacios de creación, de los ajustes que solicitaba la «nueva historia», la integración de millones de seres humanos que habían permanecido marginados hasta entonces.
Creo que mi reflexión sobre la necesidad de una nueva concepción de la crítica teatral partía de la conciencia de esa profunda crisis de la percepción histórica, de la agonía de un conservadurismo repleto de dogmas y lecturas del pasado que nos impedían atender a los fenómenos del presente.
Cuando nos reunimos en una ciudad extremeña para fundar el Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, contando con creadores árabes, franceses, italianos, griegos, yugoslavos y españoles, nos encontramos –y ese era nuestro objetivo– con muy distintas lecturas del Mediterráneo que, a su vez, tendían a la búsqueda de un espacio común, es decir, que, lejos de alzar la diversidad como una categoría polémica, planteaban la evidencia de una pluralidad de experiencias históricas compatibles, no sólo nacionales, sino a nivel de intereses sociales y programas de futuro. ¿Cabía, a partir de la tragedia griega, nacida al tiempo de la democracia, entender el discurso del teatro occidental como una pluralidad coherente con las distintas circunstancias en que había sido formulado? ¿Podía servir el teatro para entender nuestro presente y aun las búsquedas de nuestros futuros? Y así empezó un discurso que avanza desde hace ya 20 años y en el que hemos sobrepasado el millar de actividades.
De hecho, nos encontraríamos hoy ante un dilema: de un lado, estarían los que siguen apoyando sus argumentos –en la crítica teatral o en cualquier otra crítica– en un sistema preestablecido, cuyos principios se cumplen o incumplen en cada caso; y de otro, los que analizan la obra como un valor autónomo, cuyo mérito y sentido, quizá nuevo y revelador, deberá ser juzgado en función de ella misma. En el primer caso, la crítica supone, básicamente, una referencia a lo ya dicho con anterioridad; en el segundo, un discurso distinto. Por eso, ya lo decía Pérez Galdós, el problema del teatro nuevo es que no puede ser juzgado por críticos que intentan ajustarlo estrictamente a la referencia al teatro antiguo, ya que propone nuevos supuestos.
Sin duda, esta es una cuestión que ha afectado seriamente a la vieja incidencia de la crítica teatral en el mundo, mucho menor hoy en día que en épocas pasadas. Antes, la crítica usaba argumentos de pretendido valor universal que, por tanto, la mayoría de los lectores aceptaban. El hecho de que hayan aparecido una serie de críticos que intentan construir argumentos ajustados a la singularidad de los nuevos textos supone una incomunicación con los lectores que no conocen las obras.
Estas reflexiones nos conducen necesariamente a una nueva individualización del crítico teatral, en la medida en que rechazamos la existencia de un sistema de juicios de valor general y la transformamos en la opinión documentada, personal y discutible de un experto. ¿Tendría entonces sentido seguir hablando de «la» crítica teatral?
Aceptado el papel decisivo de la personalidad de quien emite la crítica, quizá procede, para no caer en una casuística incongruente, poner atención en la condición de las distintas sociedades donde el individuo se manifiesta. Refiriéndonos estrictamente a la crítica teatral, es evidente que ésta será distinta en aquellas donde el teatro posee un arraigo secular y en aquellas en las que ocupa un espacio social tangencial, vinculado a los sectores más progresistas. En el primer supuesto, el teatro es un hábito inscrito en la historia de las clases acomodadas y la crítica teatral cotidiana una manifestación inseparable –incluso cuando es adversa– de esa historia. El teatro tiene entonces un tono conservador y merece cierto respeto formal o, incluso, la consideración de actividad cultural. En el segundo supuesto, el teatro, y también la crítica, aspiran habitualmente a ser factor de cambio, y disponen de mucha mayor libertad pero, también, de menor significación social e incidencia.
Sin embargo, aun cuando sea cierta la distinta condición de la crítica según el grado y el carácter de la implantación del teatro en la sociedad, tampoco es esta una clasificación satisfactoria, puesto que su papel –como el del teatro– cambia en función de la alteración de su realidad política.
Yo he sido crítico teatral en España durante cuatro décadas, y los supuestos de mi trabajo, los valores estimados, han variado, según estuviéramos en la época del franquismo vigoroso, del franquismo crepuscular, de la esperanza de transición democrática o de nuestra democracia actual. Y no por una decisión intelectual calculada, sino como una consecuencia espontánea y natural de las distintas circunstancias.
Sé que todo esto ha de sonar terriblemente sociológico y lamentablemente coyuntural para quienes sitúan el examen de la obra artística fuera de la circunstancia en que se produjo y se consideran a sí mismos en un espacio incontaminado. En mi caso, para ser fiel a mi primer enunciado, he de comenzar por asumir el marco histórico y temporal de mi trabajo. España es un país donde el teatro ha sido, desde hace cuatro siglos, una de las manifestaciones regulares del poder –directamente o como expresión de la clase social que ese poder representa– y la crítica, por tanto, un capítulo inseparable de ese discurso dominante, aunque, lógicamente, hayamos tenido y tengamos críticos –como autores y grupos– que se han alzado contra él. En cuanto a la incidencia de la realidad política ha sido también obvia; y así, durante la II República, aparecieron diversas manifestaciones que apuntaban a un cambio profundo de la sociedad española, interrumpidas por el desenlace de la Guerra Civil y cuatro décadas de dictadura, cuyas características se rompieron, a su vez, con la llegada, tibia, de la democracia. Los críticos han estado enmarcados siempre por las sucesivas circunstancias, su libertad de expresión, su autocensura o la censura impuesta, la claridad o la complicidad del lenguaje, son parte de la cultura de una época, cuyo conocimiento es necesario para entender al crítico, pieza singular en la lucha social de cada época.
Así las cosas, debemos preguntarnos por la legitimidad del crítico teatral, por el derecho atribuido a determinadas personas de profesionalizar la emisión pública de sus juicios sobre el trabajo que otros realizan en los escenarios. Y, consecuentemente, por el valor que tienen tales juicios.
El erudito, el historiador, legitima su trabajo con la investigación. Reúne datos, descubre hechos, ordena las circunstancias, propone interpretaciones. El creador, por su parte, se justifica por el ejercicio de su imaginario y por el propósito de expresar artísticamente los conflictos que conforman su identidad. Pero, ¿y los críticos?, ¿de dónde sacan su autoridad?, ¿con qué derecho inciden en la opinión pública y generalizan el juicio sobre una representación o un texto?, ¿acaso ellos mismos no están sometidos a una serie de limitaciones culturales y a presiones de su estado de ánimo que nadie juzga?, ¿tiene sentido que un crítico principiante, o con escasa experiencia teatral, condene en los medios de comunicación el trabajo de quien lleva años en la profesión y quizá meses preparando ese espectáculo?
La respuesta a estas preguntas debe ser hecha a través de varias consideraciones, entre las que, quizá, sea primordial la de señalar que el crítico no puede considerarse despegado de lo que observa, porque justamente su formación, sus criterios teatrales, están condicionados por su experiencia. Sólo cuando ese crítico ha visto otro teatro, ha tenido una experiencia teatral superior, es decir, cuando está en condiciones de extraer consecuencias de la confrontación, su condena del teatro cotidiano sobrepasa la simple manifestación de un rechazo intelectual o de una insatisfacción personal para adquirir el valor de una aportación a la cultura teatral del país. Si, por el contrario, carece de esa experiencia, y el teatro que ve le parece horrible, cosa frecuente en muchos críticos, la permanencia en la profesión resulta un contrasentido y un castigo. Lo lógico, en tales casos, sería dar testimonio de la mala opinión que el teatro nos merece, y salir corriendo –como, por ejemplo, hizo nuestro Baroja–, en vez de sufrir todas las noches y automagnificarse a través del menosprecio del trabajo ajeno. Posición, ya digo, distinta de la de quienes desean un teatro mejor para su sociedad e intentan ver y entender en cualquier parte cuanto pueda enriquecer su cultura personal, para, desde ella, señalar el modo de corregir y engrandecer la escena de su país.
En este punto surge la confusión que conviene aclarar: la diferencia entre la cultura teatral y la cultura literaria. Muchas personas, por el hecho de haber leído gran cantidad de textos dramáticos –que, en su mayor parte, o no los han visto nunca representados o los han visto en dudosas condiciones– creen que gozan de una buena cultura teatral, y no se dan cuenta de que sus juicios sobre un espectáculo nacen de una serie de presunciones a menudo ajenas a la poética de los escenarios.
Esto es algo que debiera estar aceptado. La cultura literaria sólo autoriza a hacer crítica de libros. Aunque el libro sea un drama de Pirandello. Porque la representación de ese mismo drama supone la entrada en juego de una serie de códigos cuyo objetivo no consiste en materializar lo que previamente pudo pensar el lector –o, incluso el autor–, sino en abrir un discurso nuevo del que el texto es sólo una parte importante. La representación de Pirandello, en fin, plantea una serie de problemas y de opciones que no aparecen en su lectura y que suponen –eso es lo que hace del teatro un arte– un proceso creativo en nada identificable con la simple ilustración lógica de la palabra; lo que explica la reticencia con que determinados críticos, de formación básicamente literaria, juzgan los montajes de los grandes textos.
Quien tiene una concepción literaria del teatro es insensible a lo que determina su condición de arte específico: la poética del espectáculo. Es decir, la evidencia de que un mismo texto es dramáticamente distinto –tiene otra significación, otra emoción, otro color, otra sensibilidad– según la personalidad de sus actores y sus directores. Quien crea que pueda juzgar teatralmente a Pirandello sólo contando con su lectura y el estudio de los ensayos que se le han dedicado, está negando la noción misma del teatro, que supone lo que puede hacerse, contando con ese texto, sobre un escenario.
Hemos señalado que la crítica teatral es parte de la cultura teatral de un país y habría que añadir que también lo es de su cultura crítica. Lo que no se puede pensar es que en una sociedad de bajo nivel crítico, donde la crítica política, la crítica económica, la crítica internacional o la crítica de arte, sean pobres o esquemáticas, va a haber una crítica teatral excelente. Eso sería una incongruencia. El espíritu crítico de una sociedad se desarrolla de una manera armónica. Por consiguiente, hay que pensar que una sociedad tiene tanta mejor cítrica teatral cuanto mayor es su nivel crítico en todos los ámbitos. Por eso, en sociedades como las nuestras –pienso en España y en América Latina–, generalmente intolerantes, ha sido difícil contar con una buena crítica teatral. Las posiciones dogmáticas castran la capacidad de observación. Y la mayor parte de nuestros críticos han ido a los teatros a afirmar sus propias ideas, a demoler cuanto no coincidía con ellas, a manifestar una intransigencia que sólo era la expresión, en el campo del teatro, del espíritu general de sus respectivas sociedades.
Quizá podría decirse que el teatro mediocre, antes de generar críticas mediocres, lo que tiende es a destruir el concepto mismo de crítico, sustituyéndolo por otro personaje que, a falta de los estímulos e intereses artísticos, ha de encontrar otras razones para seguir en el oficio. Es un personaje al que le suele importar más el uso de la crítica, el poder que le confiere, que el análisis de espectáculo. Autores, actores y directores están preocupados no por los juicios teatrales del crítico sino por su calificación, expresada, en muchos casos, por unos dibujitos, una cifra o, como en los hoteles, por un número de estrellas. La relación entre el crítico y el teatro se convierte, en primer término, en una relación de poder. La tirada del periódico donde se publica la crítica es mucho más importante que su rigor o calidad. Y por supuesto, un ataque frontal del crítico al espectáculo resulta, profesionalmente, mucho más relevante –como manifestación de poder– que un juicio razonado, entre otras cosas porque el primero lo entiende todo el mundo y el segundo parece reservado a quienes se interesan por el hecho teatral. Lo que tiene como consecuencia que muchos medios de comunicación prefieran a estos airados cronistas antes que a verdaderos críticos teatrales.
Buscando una legitimación a la tarea del crítico, y considerando el interés de su existencia, no encuentro más que una: la del crítico como creador. Esto desnaturaliza la función generalmente atribuida a la crítica, que se esfuerza en disfrazar de objetividad y de argumentos absolutos lo que, inevitablemente, es la proyección de una determinada percepción personal y fundamentada en unas determinadas circunstancias.
Recordaré ahora lo que dijo Meyerhold a propósito del papel creador de los espectadores. La línea horizontal trazada por el autor, el director y los actores, concluía en el imaginario del espectador, que era quien hacía el último montaje. La supuesta percepción uniforme de un espectáculo supone, en realidad, que no se ha sobrepasado la relación con un modelo o arquetipo, simplemente estimulado o rescatado por la representación, de lo cual, a menudo, no es el espectador el único responsable. Es decir, que la recepción masiva y uniforme, sea por el carácter de la representación, sea por la actitud de los espectadores, es contraria a la naturaleza misma del arte. Para Meyerhold, el espectador individualizado es el último creador de la cadena. Lo que nos permite pensar que la legitimación de un crítico vendría dada por su condición de espectador cualificado –en tanto que posee un hábito y una cultura teatrales–, que siente e interpreta el proceso creativo y, desde su personalidad específica, lo cierra y lo cuenta.
El hecho de que su crítica me interese o no tendría el mismo fundamento –con independencia de mi acuerdo o desacuerdo puntual con sus juicios– que el interés o desinterés por determinado autor o director: me atrae o me deja indiferente la relación que un crítico establece con los espectáculos que comenta, en función de su sensibilidad, de su cultura, de su imaginario, de su concepción del mundo y de su capacidad de análisis. El crítico, renunciando a la superioridad de un juez, situado a nivel de cuantos han hecho el espectáculo –a partir del autor del texto–, se arriesga a expresar su propia percepción del mismo, descubriendo, expresa o tácitamente, las bases siempre relativas de su juicio. Por eso, en una actividad crítica consecuente, deben abundar las discrepancias, en la medida en que la personalidad de los críticos es también diversa, mientras que allí donde la crítica está al servicio de unos principios ideológicos establecidos, suele ser uniforme o se divide en tantos bloques –y cada bloque dice literalmente lo mismo– como campos existentes. Lo cual no sería deshonesto si apareciera como una consecuencia declarada, es decir, como el resultado último de esa aplicación ideológica hecha por el crítico desde su personalidad, aunque sí lo sea en la medida en que refleja el deseo de mostrar el carácter canónico, superior y supuestamente definitivo de la argumentación.
Desmontemos, pues, la visión corporativa, la idea de un derecho o capacidad superiores en cuantos realizan la tarea crítica. La crítica, como institución globalmente respetable, no existe. Lo que hay son críticos, capaces de desentrañar su relación con el espectáculo, el origen de las emociones y de las reflexiones provocadas por él. No cabe defender ni atacar en bloque a los autores, a los actores o a los directores; los hay excelentes, discretos e insoportables. El crítico-creador correría el riesgo de pertenecer a cualquiera de estas categorías, pero al menos estaría siempre desprovisto de la falsa autoridad que, a menudo, se ha atribuido a este oficio.
El crítico-creador interviene, por tanto, como una personalidad singular, sujeta a unas circunstancias espacio-temporales. Manifiesta lo que ha pensado o sentido frente a una representación precisa, en un contexto histórico concreto, sin plantearse la futura vigencia de su juicio. Sabe que maneja valores que tienen sentido en ese momento y que dejarán de tenerlo o, quizá, luego lo recobrarán, en función del curso de la historia. La misma razón tenían los neoclásicos cuando negaron a Shakespeare que los románticos cuando lo rescataron; simplemente, eran épocas sujetas a coordenadas distintas. Y no me refiero sólo a las ideas, sino a la actitud vital de cada tiempo. Pondré un ejemplo concreto que yo mismo he vivido. En España hubo obras que nos entusiasmaron en los años de la dictadura y que hoy nos dejan indiferentes. Una apreciación superficial proclamaría que eran obras mediocres, beneficiadas por las circunstancias. No creo que sea correcto ese juicio. Porque si bien es cierto que muchas obras cumplieron una función meramente política, que defendimos en términos básicamente ideológicos, sabiendo que tenían mucho de pretexto, también hubo otras –y a ellas me refiero ahora– que nos parecieron dramas excelentes, conectadas con el imaginario colectivo de la época y que hoy quizá no nos lo parecen tanto, en la medida en que ese imaginario se ha alterado. Nuevas experiencias históricas afectan a nuestra visión del mundo y es lógico que personajes y conductas con los que un día nos identificamos plenamente nos resulten hoy lejanos. Pero, cuidado, porque buena parte de esa plenitud o de esa lejanía no están en la obra misma sino en su relación con su época, y sospecho que muchos de los espectáculos que hoy nos interesan en España los hubiéramos considerado fastidiosamente formalistas unos años atrás. Sólo el conservadurismo, empeñado en la inmovilidad esencial del mundo, tiene el privilegio de defender eternamente los mismos textos, las mismas formas y los mismos autores –aunque para ello haya que renunciar a leerlos y representarlos–, divorciando la «cultura» de las exigencias de la sociedad y de la historia.
Haré, para terminar, una precisión. Cuando hablo de crítico-creador no me refiero a quienes utilizan el espectáculo para construir un bello artículo que lo toma como pretexto. Eso pertenece a la literatura, pero no a la crítica teatral. Abundan los grandes escritores que han sucumbido a esa tentación, a menudo provechosa, siempre que no la saquemos de su marco. Yo estoy hablando de otra cosa. Hablo del escritor que manifiesta su relación con un espectáculo y que hace de este un objeto de su pasión y de su análisis.
Estrenada en Barcelona, la dirección de Lluís Pasqual de La casa de Bernarda Alba constituye el fenómeno teatral más destacado de este comienzo de temporada. En el Teatre Nacional de Catalunya se agotaron las localidades y consiguió un conjunto de críticas extraordinarias. En Madrid, en las Naves del Matadero, a los pocos días del estreno, el público había cubierto el taquillaje de todas las representaciones y ocurrió otro tanto en los juicios. Luego, durante unos días, el espectáculo se presentó en el Piccolo de Milán y se repitió el fenómeno, siendo incluso en estos momentos un serio argumento para que Lluís Pasqual sea el próximo director –al concluir el actual contrato de Luca Ronconi, afectado además por un delicado estado de salud– del teatro milanés.
Es obvio que una buena parte del éxito se debe a la calidad y originalidad –inevitablemente relativa, en el caso de esta obra– de la dirección y a la frescura de un reparto que supera los riesgos de un texto y una historia archiconocidos por el público. Riesgo que, sólo aparentemente, salvan ciertas representaciones clásicas donde todo el mundo parece encantado de la solemnidad y del acartonamiento. No es este el caso. A partir ya de la disposición escénica, asistimos a la construcción de un espacio femenino donde se desarrolla el drama dispuesto por el orden masculino, una especie de pulcra pecera siniestra donde vemos chocar una y otra vez a las hijas de Bernarda contra los cristales y morir a Adela por querer sacar la cabeza fuera del agua. Hay una plasticidad teatral, ajustada a la condición cotidiana de los personajes y a su drama, que potencia la posibilidad de que todos los personajes vivan las situaciones de un modo convincente y conmovedor, que es uno de los factores del éxito, en el que, obviamente, Nuria Espert y Rosa María Sardá tienen, sin la ambigüedad del énfasis, metidas de lleno en el equipo y el estilo del grupo, una importante función.
Importa, sin embargo, decir que esto no sería bastante, ni quizás posible, si la obra no fuera portadora de otros elementos. Uno tiene que ver con la significación de Federico y de la historia de la obra en la memoria colectiva española. Es imposible ver una buena representación de Bernarda sin asociar una serie de imágenes oscuras que gravitan sobre nuestra conciencia colectiva. Porque desde la vida del autor a la del último personaje, todo nos remite a una historia que nos atañe y que quisiéramos muy distinta y superada para siempre. Aplaudimos a Federico, aplaudimos a Adela, les damos la mano, y renovamos el dolor ante la vieja pecera –¿cómo negar su presencia a la vista de tanta información sobre la violencia machista o, en otro orden, nuestra dificultad para debatir las discrepancias?–, pensando que un día serán los clásicos que precedieron y nos ayudaron a construir la democracia.
Hablar del Quijote supone, ante todo, marcarse un objetivo concreto y sujetarse a él. Son tantas las sugerencias derivadas de las distintas situaciones del personaje o de las narraciones intercaladas, tanto lo que se ha escrito o dicho acerca de la novela de Cervantes, tenida por la más rica manifestación de la literatura española de todos los tiempos y una de las cimas de la literatura universal, que, forzosamente, quien la toma como tema de un artículo o de una conferencia tiene el temor de abundar en juicios conocidos o perderse en el océano. No sé muy bien, en todo caso, si mi intervención se ajusta exactamente al título de este Seminario. Pero, desde hace tiempo, cualquier referencia a la España de las tres culturas me empuja a plantearme problemas contemporáneos, en tanto que se trata de una experiencia a un tiempo histórica y cargada de sugerencias frente a la urgente necesidad de construir una nueva cultura de la convivencia.
A los efectos de mis reflexiones, lo primero es que nos pongamos de acuerdo en lo que entendemos por utopía. O, mejor, dada la ambigüedad del término, en qué sentido está presente a lo largo de mis palabras. Utopía suele identificarse con una propuesta o programa que no se ajusta a las circunstancias y posibilidades del tiempo en que se formula. Es decir, a una propuesta hecha a destiempo, o fuera de su tiempo. Un paso más y surge ya la primera divergencia: o utopía es una propuesta posible, anticipada, pero capaz de presionar el curso de la historia en una determinada dirección, o, simplemente, se trata de una propuesta fantasiosa, tejida con elementos ajenos a los procesos –pues siempre son varios los procesos que pugnan por abrirse camino– sociales y políticos en curso. Si aceptamos el primer supuesto, convendremos en que las grandes revoluciones han contado con numerosos antecedentes considerados, en su día, simples creaciones imaginarias y, sin embargo, dinamizadoras de la historia. Es decir, propuestas, explícitas o veladas, formuladas a través de las artes y los géneros literarios, fraguadas por el imaginario, que contenían potencialmente lo que luego los políticos teorizaron y, en el caso de las revoluciones triunfantes, con mayor, menor o nula fortuna, concretaron. Son materiales que aparecen en los campos de la teoría económica, del pensamiento político, de las divergencias religiosas, del teatro, de la novela, de la pintura, etc. según las formas propias de cada medio, que actúan a través de la evolución de las sociedades. Ideas o ficciones que suponen la revelación de aspiraciones o sentimientos que anidan en la conciencia de las gentes.
Muy distinto es, me parece, el segundo concepto de utopía, que otorga al término una carga despectiva, en tanto que propuesta ilusoria, sin ánimo alguno de convertirse en la expresión de anhelos más o menos viables.
Esta distinción tiene una expresión en el ámbito de la ficción, y, más concretamente del teatro –de uno de cuyos maestros tomo los términos–, donde se habla de imaginación y fantasía como dos conceptos antitéticos, en la medida que la primera es, para el actor, un supuesto necesario para ser creíble –en tanto que debe imaginar y asumir las circunstancias del personaje en la situación propuesta–, mientras la fantasía, por inasumible, solicita una servidumbre estrictamente formal. Si en el primer caso, la identificación del espectador con el personaje supone para aquél una cierta experiencia vital –en virtud de esa identificación imaginaria–, en el segundo, se siente invitado a una evasión tanto más celebrada cuanto más alejada esté de su horizonte cotidiano. La verdad –a través de no importa qué estilo– es una investigación inherente al primer supuesto; mientras que, en el segundo, sería un estorbo. Son dos juegos distintos, como lo son los dos conceptos de utopía, usados indistintamente en nuestro lenguaje habitual, que suponen, en un caso, un término inscrito en los conflictos de cada época, una revelación de determinadas carencias, y, en el otro, la referencia a una invención arbitraria e irrelevante.
Una interpretación del Quijote nos sitúa ya, de hecho, ante esta doble posibilidad. O se trata de una utopía caballeresca, que nos cuenta la historia de un humilde aldeano manchego que, desquiciado por la lectura de los libros de caballería, se lanza al mundo, montado en un cochambroso rocín, acompañado de un campesino como escudero, para «desfacer entuertos», ocurriéndole una serie de aventuras fundamentalmente divertidas por lo desproporcionado de su propósito, con lo que estaríamos ante una novela fantástica, como lo son los celebrados libros de caballería, o, por el contrario, estamos ante un personaje, que más allá de su locura y de su arrepentimiento final, encarna un ideal ético, un sentimiento social, que estaba presente en la realidad histórica de su tiempo y sigue estándolo hoy en día, en España y en muchos lugares del planeta. Nos encontraríamos, entonces, ante una utopía, que plantea y, en cierto modo, denuncia la existencia de una enfermedad social, de un tejido de injusticias e hipocresías establecidas, contra las que se rebela el inmortal personaje. Lo que ha hecho de Don Quijote una novela universal no es, obviamente, ni su calidad literaria, ni su ingenio, ni su caudal imaginativo. Todo eso y otras muchas virtudes están, sin duda en la novela. Pero ha sido su incidencia crítica, su carácter tragicómico, cuanto hay en el personaje de Alonso Quijano de portavoz de una conciencia avergonzada de la sociedad real, lo que ha hecho de la novela una de las grandes creaciones literarias de todas las épocas y lugares. Basta leer, por ejemplo, la apasionada Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno, como testimonio. Porque independientemente de sus juicios, lo que resulta palpable es que Unamuno eligió la figura de Don Quijote y Sancho para elaborar una confesión total, en la que su propia existencia, sus ideas políticas, su visión de la sociedad española, su fe cristiana unida a su adverso juicio sobre la Iglesia, su concepción del amor terrenal, su conciencia del tiempo, el sentimiento de su muerte, y cuanto definía el fondo de su agónica y fecunda personalidad, se manifiestan al filo de las páginas de la novela. Estamos lejos de la sonrisa provocada por las burlas de las que es objeto el personaje, lejos de la tesis que el propio Alonso Quijano mantiene a la hora de su muerte, lejos de la apología meramente literaria. De hecho, lejos de cualquier calificación lineal del personaje. Unamuno se proclama mil veces discípulo y seguidor de Don Quijote y hace de él el referente para una declaración de amor, convulsa, donde el discurso intelectual, ahogado por las contradicciones, cede ante la búsqueda de uno mismo, ante la ansiedad de un interlocutor, que nuestro autor encuentra en la lucidez y el desvarío del caballero manchego.
Si nuestras más grandes creaciones literarias son Don Quijote y La Celestina, no deja de ser significativo que, en ambos casos, los autores hayan presentado sus obras como sendas advertencias para los descarriados. Los amores de Calixto y Melibea y la azarosa historia de Don Quijote se ofrecen al lector como historias lamentables, zanjadas, en ambos casos, con la muerte, precedida, en la novela de Cervantes, del arrepentimiento. Ciñámonos a la novela cervantina, que busca ya su primera coartada en la apelación a un supuesto manuscrito arábigo, escrito por un tal Cide Hamete Benengeli, al que Unamuno atribuye la condición de judío marroquí. Referencia con la que Cervantes aspiraba, por un lado, a dar a Alonso Quijano una cierta dimensión de personaje real, de alguien que realmente existió y no la de una mera ficción; y, por otro, a tomar distancia ante las interpretaciones de que pudiera ser objeto su relato. Porque –y esa es una de las claves de la atracción de los dos textos citados– parece obvio que tanto Rojas como Cervantes se complacían e identificaban con muchos aspectos de aquello que en sus novelas, ateniéndonos a sus términos literales, condenaban. Dualidad en la que radica buena parte de la vigencia de La Celestina y Don Quijote, por cuanto sus lectores dejaron hace tiempo de tomarse al pie de la letra las advertencias de los autores –declaradas expresamente o a través de los personajes– para dejarse llevar por los sentimientos que tales advertencias condenan. Quizá no fue así exactamente, pero, a la luz de la experiencia moderna, uno tiene a menudo la impresión de que fueron geniales argucias para sortear la censura de la época.
En el caso del Quijote la mera anécdota es contundente y no da pie, explícitamente, a ningún equívoco. Al comienzo mismo de la novela, después de describir la condición acomodada del personaje, Cervantes escribe:
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballería con tanta afición y ganas, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos.
Y más adelante:
En resolución él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio.
Finalmente:
Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y yirse por todo el mundo con sus armas y a caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginose el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda y así, con esos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Recordemos la solemne ingenuidad con la que Alonso Quijano cubre, con exaltada pulcritud, los pasos que tal empeño solicitan. Como prepara su infantil armadura, bautiza su rocín, y limpia la vieja espada de sus bisabuelos. Volvamos al Quijote:
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.
Ya tenemos la segunda razón de Alonso Quijano para transmutarse en Don Quijote: un amor que en realidad no tenía y que hubo de imaginar y construir para cumplir con las leyes de la caballería. No sacó a su dama de ninguna corte o palacio, ni la situó en cualquiera de los lugares, reales o transfigurados, que poblaban las historias de los caballeros. La imaginó en El Toboso, aldea manchega, con lo que vino a sostener lo que luego doctos varones han dicho de mil maneras: que sólo lo cercano, lo arraigado en el ámbito del personaje, puede alimentar su universalidad. De lo que, en definitiva, Don Quijote sería un ejemplo extraordinario, pues, salvo su infortunado viaje postrero a Barcelona, todas sus hazañas y desgracias discurrieron en su tierra manchega, en un espacio recogido, y, como tal, vivo y consistente, como nunca lo son las patrias cosmopolitas, aparatosas y frágiles. ¿Y quién era Aldonza Lorenzo, convertida en Dulcinea del Toboso? En el capítulo XXV, cuando Don Quijote se queda de penitencia junto a Sancho en Sierra Morena, le confiesa:
Mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que a un honesto mirar, y aun esto tan de cuando en cuando que osaré jurar con verdad que, en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que se ha de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aún podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba; tal es el recato y encerramiento en que sus padres la han criado.
Hay en este punto, una especie de contradicción que salva Don Quijote cuando en, en el capítulo V, es derribado de Rocinante por unos mercaderes y apaleado, ya en el suelo, por uno de sus mozos. Lance que tiene su origen en el empeño del Caballero en que sea reconocida la belleza sin par de Dulcinea y la respuesta de los mercaderes pidiéndole que enseñe un retrato o dé alguna prueba de que eso es cierto. Auxiliado por un vecino, y vuelto a lomos de Rocinante, Don Quijote se pierde en un relato caballeresco que acaba por enfadar a su acompañante.
Yo no soy don Rodrigo de Narváez. Ni el Marqués de Mantúa sino Pedro Alonso, su vecino, ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarraéz, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.
Yo sé quién soy –respondió Don Quijote– y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aún todos los Nueve de la Fama pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.
Afirmación ésta que, dentro de su locura, contiene una tremenda verdad; que uno es «lo que quiere ser», que la personalidad es una construcción de la voluntad, y que Don Quijote está afirmando en ese momento que él «es» el Caballero Andante que quiere ser. Lo cual, si tomado en un sentido literal, puede parecer un desvarío más de Don Quijote, no deja de ser una de las grandes lecciones del personaje, al punto de que, como el imaginó, dejó memoria en el mundo de sus hazañas en el más famoso libro escrito nunca en lengua castellana.
No está en mi ánimo, y solicitaría las páginas de un libro, el comentar las mejores aventuras del personaje a lo largo de las dos partes en las que Cervantes dividió su historia. Es decir, desde que decidió abandonar la condición de Alonso Quijano hasta que volvió a ella. En la inmensa mayoría de las ocasiones, fue burlado y apaleado, y también en ellas, aunque no faltaron nobles, eclesiásticos y gentes acomodadas, lo cierto es que mostraron un especial ensañamiento algunos mozos y mozas sometidos al yugo de su pobreza y la de sus amos. Que así se burla a veces la historia de quienes, como Don Quijote, quisieran lo mejor para el pueblo llano y encuentran en él sus más embaucados adversarios, quizá porque necesitan volcar las humillaciones de las que son objeto, o quizá porque así creen imitar a sus señores. Aunque en esto no hemos de exagerar la generalización, pues también encuentra Don Quijote en algunas personas humildes o en «mozas de partido» la comprensión que le niegan sus continuos burladores.
Dos momentos sí quiero recoger del azaroso empeño de Alonso Quijano en ser Caballero Andante. El primero, porque muestra hasta dónde Don Quijote nunca se dejó llevar por la crueldad que muchos humildes le regalaron. Me refiero al encuentro con los cabreros, gracias a los cuales él y Sancho pudieron satisfacer el hambre, y luego se sentaron amigablemente sobre unas pieles para hablar de las cosas que eran más caras al Caballero. Pese a que alguno de los cabreros daba síntomas de no entender una palabra de las divagaciones caballerescas de Don Quijote, este, con seriedad y recogimiento, les espetó aquel hermoso discurso, cuyas primeras líneas, pese a ser bien conocido, transcribo:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alargar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con las que comenzaron a cubrir las casas, sobre rusticas estacas sustentadas, no más que para defensa de la inclemencia del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia...
Tomadas literalmente, las palabras de Don Quijote sólo son un desvarío. ¿Acaso existió alguna vez esa época dorada? ¿Qué razones ocultas llevan al hombre, del XVII y de ahora mismo, a asociar «la paz, la amistad y la concordia» a una realidad privada de buena parte de lo que seguimos considerando estímulos para el progreso? El refugio en la naturaleza, la exigencia de una soledad, diluida en el orden y el silencio de los campos, es un sueño que, con diversos nombres, ha estado latente en la vida de los humanos de muchas épocas. Y lo está hoy, en el quicio de la esquizofrenia, en los hombres y mujeres sumergidos en el estrés y la lucha de las sociedades modernas, mientras tienen, o imaginan, una idealizada casa en el campo o junto al mar, donde un día, tal vez, podrán vivir en paz.
Con lo que, una vez más, las palabras sólo son la máscara de pensamientos y añoranzas que se avergüenzan de su irrealidad, de su inadaptación a los tiempos, y se disfrazan de metáforas poéticas, de delirios escondidos e imposibles.
¿Basta, entonces, considerar quimérica la imaginación del Caballero para archivar sin más su evocación? Supongo que muchos responderían afirmativamente. E incluso citarían el citado discurso del Caballero como un ejemplo de su locura. Pero es igualmente cierto que en otros despierta una especie de melancolía, de añoranza, en la que es forzoso ver un borroso espejo de nuestra gran frustración histórica. Y, todavía, una acotación al episodio: la contundencia y la elevación de la metáfora, sin que a Don Quijote le arredre la posible incomprensión de sus oyentes.
«Todo era paz, todo amistad, todo concordia…» dice Don Quijote. Son palabras que pueden tomarse en un sentido abstracto, sin más alcance que el sentimentalismo de tantos sermones y discursos como han sonado y suenan en el mundo desde la antigüedad. Pero también cabe asumirlas como un compromiso personal y político. En tal caso, el cómo alcanzar tales objetivos formaría parte del debate, que los conservaría como centro del pensamiento político, cosa que, obviamente no sucede. Son otros los programas y otra la idea del orden del mundo. Por eso, Don Quijote sigue siendo una figura risible, un bobalicón fantasioso, para cuantos creen que no hay otra ley que la del Poder y la Fuerza. Ahí está, precisamente, una de las grandezas del texto, porque la obra concluye con la triste victoria de Alonso Quijano, ofrecido el sacrificio de Don Quijote al orden establecido, a la vez que nos llega la agonía de Cervantes.
Desde hace algún tiempo, en el teatro se ha empezado a hablar de las personas escondidas detrás de los personajes. De la sospecha de que para alcanzar el entendimiento entre los pueblos, el sujeto personal, subyacente o escondido en los personajes, definidos por sus circunstancias y su cultura, deberá ir ganando terreno, mostrando su rostro, construyendo un nuevo tejido de ideas y comportamientos fraguado por los intereses comunes. Exactamente, por esa «paz, amistad y concordia», de la que hablaba Don Quijote, del todo incompatible con la actual confrontación social y planetaria de intereses. En este sentido, hay en la novela cervantina una definitiva modernidad, aunque aquí, paradójicamente, quizá Alonso Quijano, el hidalgo manchego, sea el «personaje», y Don Quijote la «persona» que se rebela, que mira y juzga su entorno, que toma conciencia del mundo, aunque, para ello, tenga que adoptar la apariencia de un personaje.
No sé si es una apreciación meramente semántica. Pero creo que a Don Quijote lo sentimos cercano como persona, mientras que el coro de los «adaptados» a sus arquetipos sociales y a la moral histórica de su tiempo, nos suenan a figuras de cera, a personajes apresados por sus circunstancias. ¿Acaso la convivencia de las Tres Culturas durante el periodo del Califato no concedió un valor a la existencia personal, paulatinamente reducido cuando prevaleció la visión uniforme y enfrentada de las tres comunidades culturales? La música popular y la poesía, cargadas de vivencias y emociones, de tardes y jardines, que cantaban el amor y la exaltación de sus protagonistas, especialmente de musulmanes y judíos, igualmente españoles, podrían venir en mi ayuda, como sombras de esa paz y armonía que añoraba el Caballero.
Pero vayamos ahora a un segundo episodio del Quijote. Es aquel que nos recuerda la dilatada estancia del Caballero en el palacio ducal, donde él y Sancho fueron, por algún tiempo, objeto de las más crueles burlas. Recordaré, primero, la admonición del cura del palacio, desbordado por los desvaríos de Don Quijote:
Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en hora buena y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen ¿En dónde habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan?
¿Quién que no fuera Don Quijote podría oír tales palabras de un empingorotado eclesiástico sin arredrarse? Cierto es que los duques y los habitantes del palacio se las ingenian para dar cuerda y alimentar las visiones de sus dos insólitos invitados, al punto de satisfacer a Sancho con el más ambicioso de sus sueños: ser gobernador de una isla. Enredo en el que, al fin, como sucede tantas veces, la malicia de los burladores acaba siendo más pueril que la ingenuidad de los burlados, que, al fin y al cabo, dicen lo que piensan y sienten y no andan perdiendo el tiempo en urdir el modo de zaherir a quienes, según afirman, desprecian. Pasemos de largo por el episodio y vayamos a las primeras palabras del Caballero una vez aquél ha concluido:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos, con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrecheces del hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro!
Anida siempre en Don Quijote un brote de sensatez desconcertante, como si, lejos de estar loco, ejerciera a conciencia el personaje que quisiera ser, que es, en el sentido que antes señalábamos, como una oposición radical a las injusticias del mundo, ajustándose, a falta de norma vigente alguna para hacerlo, a los patrones de la Caballería. Que, no lo olvidemos, perseguían a la vez que la gloria del Caballero, una proyección de sus hazañas como un ejemplo en el que mirarse.
Unas cuantas burlas más, nuevos desengaños, y aunque el ánimo del Caballero parece firme, todo parece dispuesto para que, al fin, Sansón Carrasco, disfrazado de caballero, le venza, tras la promesa de que el derrotado aceptará los deseos del vencedor. Ya vuelve el Caballero. Ya están contentos el cura, el barbero y la sobrina. Sólo Sancho mantiene en alto el ánimo de la caballería andante.
A poco Don Quijote cayó enfermo. O quizá enfermó porque ya era sólo Alonso Quijano, según dejó ver en uno de sus más apesadumbrados parlamentos:
Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continuada leyenda de los detestables libros de caballerías. Yo conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.
Paso a paso se cumplen las estaciones del arrepentimiento. Reúne a cuantos porfiaron para que arrinconase su locura y fuese sólo un apacible hacendado manchego, y les declara:
Dadme albricias buenos señores, que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron nombre de bueno.
Es entonces cuando culmina la rebelión del quijotizado Sancho, que no admite la muerte del Caballero:
Ahora que estamos tan a pique de ser pastores para pasar la vida cantando como unos príncipes, ¿quiere vuesa merced hacerse ermitaño? ¡Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos!
Don Quijote renuncia demasiado tarde a su obra. Lo que dijo e hizo el Caballero hecho y dicho está y por ello vivirá en la memoria de las gentes. Para Alonso Quijano su muerte es, en ese momento, su presente que, como cada uno de los minutos vividos como Caballero, tiene el valor de eternidad. Sólo el presente es eterno ha debido pensar más de una vez cuando salía en defensa de los débiles. Pero ahora, lo que fue presente asumido como eternidad es ya pasado, y nuestro pobre hidalgo, por primera vez, piensa en el porvenir como un católico moribundo. Los cuentos de que habla Sancho son su asidero y si volver en sí significa volver a salir por los caminos, Alonso Quijano ya no tiene fuerzas para embestir a los molinos. El polaco Tadeusz Kantor, uno de los grandes directores del teatro moderno, repetía que sólo la muerte establece definitivamente la imagen de los humanos, sólo entonces el movimiento incesante, el peso de las circunstancias, el continuo hacerse y deshacerse, se detiene para fijar la más profunda identidad. Por eso su teatro estaba poblado de personajes recordados, como si esa perspectiva, esa manera de encararlos después de su muerte, los hiciera más fiables.
¿Y cómo interpretar esa renuncia de Don Quijote a sí mismo para ser Alonso Quijano? ¿Se trataba, entonces, de un desvarío, al fin curado tras tan azarosas aventuras? ¿Era llegado el momento de cambiar las burlas y los golpes por la muerte ordenada y recogida? ¿Es Alonso Quijano el legado de Don Quijote? Si así fuera, no habría memoria de él. Porque si el alma de Alonso Quijano es cosa suya, los sentimientos, los actos y las palabras de Don Quijote pertenecen a la humanidad.
Ninguna renuncia de Alonso Quijano en el rescate de su condición de simple hidalgo manchego condena sin ambages a Don Quijote, al punto de que en el testamento, tras dejar su hacienda a su sobrina, Antonia Quijana, añade:
Si quiere casarse se case con un hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosa sean libros de caballería; y en caso de que se averiguase que lo sabe y con todo eso mi sobrina quiere casarse, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad.
Para el quijotesco Unamuno, el testamento es una especie de maldición que condujo a cuantos españoles han aspirado a hacendados a guardarse de leer libros de caballerías, o de cualquier otra clase, que pudieran cuestionar el valor de la sacrosanta rutina. Vino a ser un mandamiento social para quienes tenían hacienda o quienes aspiraban a tenerla.
Pero esto son divagaciones del profesor de Salamanca. Porque, de atenernos al relato de Cervantes, lo que podría concluirse de la muerte del Caballero y la resurrección de Alonso Quijano, seguida, a poco, de su muerte biológica, es que Don Quijote fue la invención de un loco, a quien la lectura le secó el juicio, que anduvo por los caminos queriendo vivir lo que sólo era una quimera, hasta que, al final, el sentido común se impuso, vengándose los molinos, esta vez de un modo irreparable, de que alguien los tomara por gigantes.
¿Enterramos entonces a Don Quijote y nos limitamos a citarlo como un ejemplo de lo que nunca debe hacerse? Pero he aquí, que el personaje se resiste, por más que Alonso Quijano y sus vecinos y parientes celebren el desastrado final de su historia.
¿Habremos de admirar a Don Quijote por su fe en la caballería andante? ¿Resulta encomiable por el hecho de sostener su credo contra todas las burlas y evidencias que lo desmienten?
Es aquí, donde, a mi modo de ver, cierto quijotismo propone una lectura que acaba por enterrar definitivamente al personaje, o lo que es peor, por desvirtuarlo. ¿Por qué la fe, en sí misma, ha de ser una virtud? Si la historia no nos hubiera enseñado hasta qué punto la fe ha podido ser causa de tantos males y violencias, quizá deberíamos sumarnos a quienes ven con simpatía a cuantos ponen sus convicciones por encima de sus conveniencias. Pero no es tan simple. Porque el problema está en saber cuáles son las consecuencias de esa fe para los demás. La historia está llena de ejemplos, políticos y religiosos, en los que la fe ha estrangulado el juicio crítico y ha convertido a miles o millones de seres humanos en cegados servidores de líderes y causas inicuas.
Es esta una experiencia histórica que ha tenido durante el último siglo y tiene en la actualidad pavorosos ejemplos. Es cierto que la duda, el cálculo previo, puede ser, en muchos casos, una manifestación de egoísmo o pobreza de espíritu, mientras las decisiones generosas suelen solicitar un convencimiento profundo. Pero eso no basta, porque buena parte de los que llegan a dar su vida por una causa que consideran justa, no son otra cosa que el instrumento del fanatismo.
Si Don Quijote ejerce una atracción sobre todos nosotros no es porque, simplemente, tuviera fe en su profesión de caballero andante. Una profesión que le llevaba a menudo a cometer errores precisamente por su visión esquemática del mundo. ¿Por qué entonces esa admiración, tantas veces expresada, por Don Quijote? Yo creo que se apoya en la generosidad que impulsa sus acciones, en la menesterosidad con que lleva adelante un proyecto de vida que considera el más noble de cuantos tiene a su alcance, y en un amor a la libertad, que, en definitiva, sitúan en segundo término sus amores inconfesados o imaginados a Aldonza Lorenzo o su proclamado afán de gloria. Es ahí, precisamente donde se alza el valor utópico del Quijote, sin incluirlo en ese triste pelotón de celebrados videntes que han conducido y conducen tantas veces a sus fieles a las simas del fanatismo.
Volviendo al comienzo de este trabajo, procedería interrogarse sobre el carácter de la utopía quijotesca, independientemente de lo que pensara Alonso Quijano en su lecho de muerte, puesto que, como ya hemos señalado, Don Quijote había dejado de pertenecerle. Y, ciñéndonos a la historia del Caballero, quizá lo primero sería advertir que su ideario nos remite a una utopía políticamente quimérica. Malandrines, gigantes, perseguidos, nobles y caballeros, conforman una especie de reparto de dichas y fatigas en el que no cabe salirse del papel. De hecho, buena parte de los golpes y burlas que jalonan sus sucesivos encuentros con las gentes nacen de su incapacidad para romper ese imaginario reparto. Su sociedad es, básicamente, una sociedad de opresores y oprimidos y sale a los caminos para romper las cadenas de estos últimos. Los mecanismos del desorden, es decir, el tejido social y político donde se libra la batalla, están fuera de su alcance. Por eso cae tantas veces por los suelos, es objeto de burlas y acaba vencido por Alonso Quijano. ¿Por qué entonces atribuirle el valor de una utopía? Probablemente –y esta sería una de las paradojas del personaje– porque su locura le libera de la percepción utilitaria de sus acciones y le empuja, una y otra vez, hacía esa vida imaginada de defensor de la justicia.
Somos muchos los que hoy pensamos que el descrédito de la política nace de su pragmatismo ramplón, de su noción de oportunismo. Líderes de muy diversas tendencias se desdicen en todo el mundo de lo que dijeron el día anterior, convencidos de que el cielo sólo estará abierto a la sonrisa de los vencedores. Hermosas palabras como libertad, solidaridad, justicia, democracia, paz, y otras afines, son a menudo mero ornamento de discursos cuyos verdaderos objetivos las excluyen. Hay hoy en el género humano una ansiedad por los hechos concretos, por las acciones transparentes, por la percepción evidente de sus benéficas consecuencias. Y cada vez son más esperpénticos los viejos caciques, forzados a utilizar argumentos democráticos que son, en sus discursos, jerga malhumorada. Es una de las ganancias de los nuevos tiempos. El horror continúa, pero hoy sabemos cuántos niños mueren al día de hambre, cuántos millones de seres humanos viven por debajo del umbral de la pobreza, dónde hay y dónde no la pena de muerte, la cuenta diaria de las víctimas del imperialismo, los beneficios de las multinacionales y de los bancos, los suicidas del fanatismo religioso y el número de emigrantes ahogados o moribundos. Y sabemos, además, que esas víctimas y esas ganancias no nos son ajenas. Que algo o mucho tenemos que ver en que eso exista. ¿Qué hacer? Y ahí es donde emerge la utopía ejemplar de Don Quijote, dispuesto a responder con sus acciones, a sabiendas de que la maldad esconde a menudo su rostro. ¿Qué otra cosa supone, en el poético país de la metáfora, el tomar las aspas de los molinos por gigantes? ¿O acaso no se disfrazan muchos malandrines de nuestros días de amorosos padres de la paz y la justicia? ¿Cuántos gigantes no se esconden tras los bucólicos molinos?
Don Quijote es incapaz de hacer un cálculo político, es decir, una previsión de los obstáculos y del modo de sortearlos. Se enfrenta con cada situación como un episodio aislado, trabado por su proyecto vital. Y, sin embargo, pese a su condición marginal, Don Quijote nos resulta hoy profundamente político, precisamente porque su soledad, su renuncia a las gratificaciones materiales, la conciencia de su enfrentamiento con el orden social, le llevan a dar una respuesta ética que, a la altura de nuestro tiempo histórico, es algo así como el alma perdida de la política. Ciertamente nada más alejado de la política contemporánea –de las democracias o de las tiranías– que el quijotismo. Al punto –y un ejemplo reciente lo tenemos en la acogida que la alianza de civilizaciones ha merecido de la mayor parte de nuestros políticos conservadores– de que cualquier propuesta ética provoca el menosprecio si no ofrece la contrapartida de un beneficio inmediato. Como si la política no necesitase de un impulso ético para no traducirse, como sucede a menudo, en triunfos tenebrosos y momentáneos.
Hay, por lo demás, a lo largo de las numerosas reflexiones de Don Quijote, sometidas a personajes de la más diversa condición, una continua añoranza de la bondad, como si esta se hallara temporalmente secuestrada y a él y a otros como él les correspondiera liberarla, enfrentándose a sus carceleros sin arredrarle la inferioridad de sus fuerzas, probablemente porque la conciencia de sus actos es más gratificante que la posible victoria. Don Quijote encuentra en su ideario ético –subyacente en su percepción de los libros de caballería– su proyecto personal, ese «yo soy yo», tan distinto del «soy quien soy» de tantos personajes del teatro del Siglo de Oro, felices en la servidumbre a sus arquetipos, con el que fundamenta sus primeras acciones de Caballero Andante. Y no deja de ser esclarecedor que cuando muera en los brazos de su progenitor, Alonso Quijano, éste, a la vez que proclama el fin de la locura, se acoja a su bondad como el valor inseparable de su memoria.
Quizá siempre haya sido así, en mayor o menor grado. Quizá siempre ha habido personas que, sin armadura, han abandonado el cobijo de la casa y han salido a los caminos, huérfanos de un Cide Hamete Benengeli que contara sus andanzas. Sin embargo, la moderna revolución tecnológica y el desarrollo de la comunicación y la información han hecho de este personaje, un día solitario y visionario, una voz impregnada de afanes colectivos, enfrentada a la crueldad y la hipocresía de los eternos gigantes disfrazados de molinos. Sabemos como nunca que Rocinante, el bacín del barbero, la frágil celada y la remozada espada de sus antepasados sólo son una invención genial de Miguel de Cervantes, los elementos que solicita la metafórica batalla de Don Quijote contra los enemigos de la caballería andante. Luego, en realidad, sirven de bien poco, porque los enemigos ni son gigantes ni usan las artes del encantamiento. Son gentes a ras de suelo, de muy distinta condición, que aceptan o defienden el mundo en que viven, donde las profundas desigualdades, el ocio estéril de unos y la trabajosa existencia de otros, expresan la condición declarada inmutable de las sociedades humanas. Pueden ser, incluso, personas que cifran su generosidad en rescatar a Don Quijote del polvo y la burla de los caminos para devolverlo a la hogareña inmovilidad de Alonso Quijano. Con lo que la metafórica aventura descubre su verdadero alcance, sustituidos los gigantes por duques, vecinos y eclesiásticos, las malas artes del encantamiento por la injusticia social, y sus aparatosos enseres de Caballero por los instrumentos apacibles usados por los herederos de su bondad. La caballería andante, las noches consumidas en la lectura de las hazañas de sus paladines, la creación de su identidad de campeón de los perseguidos, el ánimo con que afronta las burlas y decepciones, dejan de ser hechos puntuales, para hacer de él – según la definición pirandelliana del humor y está en la mejor tradición española– el prototipo de los seres risibles, que nos duelen y conmueven. Decir que su decisión sólo fue posible porque se le «secó el cerebro», supone la afirmación irónica de que su afán de justicia y la entrega de su vida a su consecución, exigieron una previa renuncia al pragmatismo de los cerebros húmedos, no sólo atentos a su beneficio, sino dispuestos a usar todos los medios para alcanzarlo, desde los más nítidamente crueles a los más tortuosos, revestidos de cualquiera de las ideologías morales que justifican y ensalzan esa conducta. Abandonemos la lectura realista y compasiva. Veamos en la tragicomedia de Don Quijote la propia tragicomedia de la bondad, nuestra propia tragicomedia política. Esa es su grandeza y esa es la razón por la que será siempre el portador de una utopía ética desde la que avergonzar el curso de la historia.
Se dice que el teatro cuenta historias. Con lo que se abre un espacio, no sé si de confusión o lucidez, que identifica la ficción con la historia. Como si en el origen de esa ambigüedad estuviera la intuición de que la ficción es otro modo de contar la historia. Otro modo de desentrañar la apariencia.
Esto de la apariencia es un concepto consubstancial al gran teatro de todas las épocas. Se asume, más o menos conscientemente, que la llamada realidad es una concepción, en primera instancia, de los humanos, dotados de una naturaleza animal específica; en segunda, de las sociedades sujetas a una experiencia histórica y cultural afín; y en tercera e igualmente decisiva instancia, del individuo, que percibe e interpreta los acontecimientos en función de su biografía y su singularidad. El primer nivel establece un espacio común a todos los humanos, determinado por una serie de objetivos y necesidades, en función de los cuales se ordena y entiende un nivel de realidad; el segundo nos remite ya a la pluralidad cultural, con valores no necesariamente compartidos, que generan distintas lecturas de unos mismos hechos, es decir, distintas percepciones y exclusiones de la realidad; y el tercero nos sitúa ya ante la creación personal de la realidad, entendida no como una simple información o un registro de los sentidos, sino como una interiorización impregnada, por tanto, de la conciencia personal. Obviamente no se trata de círculos aislados, sino más bien concéntricos, por cuanto en el caso del individuo, su identidad incluye su condición natural de ser humano, su pertenencia a una determinada sociedad (a una determinada cultura), y aquello que es propio e intransferible de su singularidad.
Simplificando las cosas, podríamos decir que el primer círculo pertenece a las ciencias naturales, el segundo, a la economía y la política, y el tercero al arte. Para concluir que, dado el carácter concéntrico que antes señalábamos, ninguno de los círculos se completa en sí mismo y todos necesitan de los demás.
Mi reflexión va a centrarse estrictamente en la relación entre el segundo y el tercer círculo, es decir, entre la política y el arte. Y, del arte, voy a referirme, sobre todo, a una expresión que, a mi modo de ver, ha mantenido y mantiene con la política una relación de complementariedad y pugna de gran interés. Me refiero al teatro, cuando ha sido algo más que un mero entretenimiento o una apología, y la singularidad de los personajes ha incidido decisivamente en la estimación de la realidad.
Entendido así el teatro, parece evidente que su primera exigencia sería la libertad del personaje, lo cual nos sitúa ya ante la primera aporía de la creación dramática. Porque nacidos los personajes de la imaginación de un determinado autor, ¿cómo aceptar que su libertad no sea exactamente aquella que el autor se concede a sí mismo? La teoría y la escritura dramática han abundado en la idea de la «rebelión de los personajes», y una de las obras clásicas del teatro moderno, Seis personajes en busca de autor, trata precisamente de eso. Y hoy son muchos los dramaturgos y teóricos que se rebelan contra lo que llaman la omnisciencia del autor, que supondría una conducción del personaje en función de los fines y la ideología de quien los imagina. La idea, que tiene también su ejemplificación, en nuestro Unamuno y su Nivola, nace de un profundo sentimiento de liberación, de una exigencia, probablemente quimérica, de lanzar al escenario personajes dueños de sus decisiones frente a la experiencia de los condicionamientos que nos llevan a tomar, a menudo sin libertad, las nuestras.
En todo caso, para mi reflexión, poco importa que aceptemos la irremediable omnisciencia del autor, a través de procesos poéticos de muy distinta condición, o que admitamos en mayor o menor grado la liberación del personaje. Porque, en última instancia, tendríamos ante nosotros la condición múltiple de todo autor que es, a su vez, cada uno de sus personajes, independientemente de que muestre su simpatía por unos y su rechazo por otros, en la medida que todos están en él. Eduardo Pavlovsky, excelente autor y director, que vivió la oscuridad de la Junta Militar argentina con una decidida posición crítica, no sólo ha tratado en varias de sus obras la represión y la tortura de aquel periodo, sino que, como actor, ha creado espléndidos personajes poseídos por la brutalidad de los torturadores. Personajes por los que Pavlovsky siente una animadversión profunda, pero que, a su vez, están en él como una obsesión, como una conducta que, desde su profesión de siquiatra –pues, Pavlovsky, además de autor y director, es un destacado siquiatra con clínica abierta en Buenos Aires–, desea interiorizar y desentrañar. Es la misma cuestión que se plantea en el caso de los actores cuando trabajan en obras apoyadas en la credibilidad de los comportamientos de los personajes, y, a partir de las enseñanzas del Stanislawski clásico y de todas sus variantes, se formula la necesidad de descubrir si el personaje forma parte de la personalidad latente del actor. Es decir, si dispone de recursos inconscientes para encarnarlo. Lo cual no supone, obviamente, que tales personajes tengan la menor relación con su biografía puntual.
Hagámonos ya la pregunta: ¿El teatro cuenta historias vividas por determinados personajes, o nos muestra a personajes viviendo determinadas historias? Es obvio que no se trata de un simple juego de palabras. Si aceptamos lo primero, según el patrón habitual del teatro, el autor partirá de una historia e imaginará todos los personajes y comportamientos necesarios para contarla. Si aceptamos lo segundo, aun cuando las situaciones y, por tanto, las circunstancias, estén determinadas en principio por el autor, sí habrá un giro importante, por cuanto ya no se tratará de ofrecer historias creíbles sino personajes creíbles. Y en este punto, aún sin llegar al extremo de negar la intervención del autor, este habrá de proceder con mayor cautela, modificando, en muchos casos, sus planes iniciales a medida que la acción del personaje establezca supuestos inicialmente imprevistos. Es el caso emblemático del novelista Balzac, hombre de mentalidad conservadora, a quien le salieron espléndidas novelas que no lo eran en absoluto, simplemente porque, llegado a un punto, la acción llevaba al personaje a tomar decisiones que no cuadraban con el perfil ideológico del autor. Aunque en este punto, cabe siempre sospechar que esa especie de «negación de sí mismo» –que está también, por ejemplo, en algunas obras de nuestro Siglo de Oro, empeñadas en defender una tesis que el curso de la acción y el comportamiento de los personajes ponen en entredicho– es la revelación de una realidad que está por debajo de la apariencia y del rol social del escritor, a quien su obra le descubre, un tanto irónicamente, su pensamiento más profundo.
Hagámonos ya la pregunta: ¿El teatro cuenta historias vividas por determinados personajes, o nos muestra a personajes viviendo determinadas historias? Es obvio que no se trata de un simple juego de palabras. Si aceptamos lo primero, según el patrón habitual del teatro, el autor partirá de una historia e imaginará todos los personajes y comportamientos necesarios para contarla. Si aceptamos lo segundo, aun cuando las situaciones y, por tanto, las circunstancias, estén determinadas en principio por el autor, sí habrá un giro importante, por cuanto ya no se tratará de ofrecer historias creíbles sino personajes creíbles. Y en este punto, aún sin llegar al extremo de negar la intervención del autor, este habrá de proceder con mayor cautela, modificando, en muchos casos, sus planes iniciales a medida que la acción del personaje establezca supuestos inicialmente imprevistos. Es el caso emblemático del novelista Balzac, hombre de mentalidad conservadora, a quien le salieron espléndidas novelas que no lo eran en absoluto, simplemente porque, llegado a un punto, la acción llevaba al personaje a tomar decisiones que no cuadraban con el perfil ideológico del autor. Aunque en este punto, cabe siempre sospechar que esa especie de «negación de sí mismo» –que está también, por ejemplo, en algunas obras de nuestro Siglo de Oro, empeñadas en defender una tesis que el curso de la acción y el comportamiento de los personajes ponen en entredicho– es la revelación de una realidad que está por debajo de la apariencia y del rol social del escritor, a quien su obra le descubre, un tanto irónicamente, su pensamiento más profundo.
Refirámonos brevemente al llamado teatro histórico, que aspiraría a dramatizar unos determinados acontecimientos, tomándose las licencias poéticas necesarias, pero dando por hecho que estábamos básicamente ante una versión escénica de lo sucedido. Aquí es donde se hace más patente la imposibilidad de una historia objetiva. Los hechos en sí mismos –y la llamada saturación de la información de nuestros días es un ejemplo–, más allá de su brutalidad elemental, solicitan una interpretación para ser aprehendidos por el ser humano. Hace años, cuando se inventó el cine, tuvo entre sus mitos el de la objetividad. Por fin, bastaba poner en funcionamiento una cámara para que, sin intervención alguna del hombre, la realidad se registrase tal cual es. Enseguida se vio que esto no era así. Que para contar una historia, o, simplemente, mostrar un minúsculo acontecimiento, había que tomar una serie de decisiones –empezando por la posición o posiciones de la cámara y el posible montaje de las imágenes– que solicitaban una construcción mental previa, que era la que finalmente prevalecía.
El ser humano no es ni una cámara ni un magnetófono. Y cuanto recibe es sometido a una interpretación personal que alimenta su capacidad de ficción. La ficción, por lo demás, es el primer y más extraordinario lenguaje del ser humano, al margen del medio concreto –la palabra, la imagen, la música, el canto, el color, etc.– utilizado. El teatro, por volver al plano que nos ocupa, es el arte de la ficción por excelencia, por cuanto lejos de quedarse en la abstracción propia de otras manifestaciones –y la palabra es, básicamente, una abstracción– exige nada menos que la encarnación escénica. Ni siquiera basta decir que Julieta, Hamlet o Segismundo son personajes singulares. Dentro de su singularidad se encierran una serie de variantes de las cuales sólo una será concreta cuando se produzca el fenómeno de la encarnación escénica, cuando el personaje sea la carne de un actor o una actriz sobre las tablas.
Si el teatro es ficción y la historia fuera documento, el término teatro histórico sería absurdo, cosa que no sucede si, definitivamente, aceptamos que la ficción, propia del teatro, es un modo de contar la historia. Pero no es ese el sentido que se da al concepto. De ahí que la inmensa mayoría del teatro histórico sea la ilustración escénica de esquemas ideológicos, en función de los cuales se reordenan los acontecimientos «como verdades indiscutibles» para poner así de manifiesto las excelencias de las correspondientes ideologías. Hay una conducción del imaginario de los espectadores para que, desde él, tomen por historia real, con su consiguiente censo de buenos y malos, de héroes y villanos, de conductas ejemplares y conductas reprobables, lo que muestra el escenario. Con lo que, a través de una simulada evocación de la realidad, se transmite al espectador que aquello es o fue la vida misma, norma de conducta y lección para la comunidad contemporánea. El teatro se convierte en uno de los primeros instrumentos propagandísticos, como evidencian los reiterados intentos de los aparatos de poder –desde las religiones a las ideologías políticas– por controlarlo, por sujetarlo a censuras directas o indirectas, y, en último caso, cuando el control no ha sido posible, prohibirlo. Los innumerables textos escritos contra el teatro desde las distintas religiones han insistido, sobre todo, en la licenciosa libertad de los personajes, que actuaban según sus gustos en lugar de sujetarse a las reglas de sus morales respectivas.
En España hemos tenido un teatro histórico dedicado a exaltar a nuestras instituciones políticas y religiosas. Es decir a una visión de la historia acorde con las prédicas del poder, incluso amañando felices desenlaces que contradecían la conducta anterior de los personajes. Como si los autores, después de escribir con libertad la mayor parte de la obra, esperasen al final para casar a cada oveja con su pareja, castigar al trasgresor y dejar el mundo en la paz del orden establecido. De hecho, para muchos críticos, nuestro teatro del Siglo de Oro, considerado la más brillante aportación de la escena española al teatro universal, ha sido ante todo una propaganda de la monarquía absolutista y católica de la época. Nuestro Imperio, nuestros conquistadores, nuestra Reconquista, han tenido innumerables cantores, hasta llegar a tiempos relativamente modernos, como fue el caso de aquel llamado teatro poético que tuvo en Pemán y Foxá la cabecera de un censo de autores, y en el inefable En Flandes se ha puesto el sol uno de sus títulos capitales.
Había en esta efusión patriótica del teatro español un discurso implícito tan simple como claro. Las obras que no encajaban en una determinada visión histórica de España eran consideradas antiespañolas, y ello a través de un silogismo del todo coherente: si esa visión o lectura ideológica de España era la que determinaba nuestra identidad nacional, si constituía el patrimonio cultural del país, era lógico que quienes no compartieran esas ideas, apologías y condenas, abjuraban de la identidad y el patrimonio nacional, y, por tanto, rechazaban su condición de españoles.
Significativo fue el debate que, durante años envolvió la lectura escénica de los clásicos españoles. Recordemos que en el Teatro Español de Madrid, Margarita Xirgu, bajo la dirección de Cipriano Rivas Cheriff, había realizado en los años republicanos –hasta que en el 35, con la CEDA en el poder, ya no se le renovó el contrato– varias temporadas caracterizadas, tanto cuando se trató de montar clásicos como de confiarse a los jóvenes autores, entre ellos García Lorca y Rafael Alberti, por una apertura a la interpretación socio-crítica del teatro español; es decir, por la ruptura de su tradicional servidumbre a los gustos e intereses de la sociedad conservadora, y, en el caso de los clásicos, por una indagación de los conflictos latentes y a menudo enmascarados por palabras y desenlaces que contradecían buena parte de la materia dramática. Lo cual daba pie a una controversia entre quienes señalaban la significación explícita de los textos y de la anécdota y quienes nos preguntábamos por las numerosas contradicciones y negaciones de esa explicitud mediante determinados comportamientos de los personajes. Como si nos encontráramos ante dos obras, una escrita para los censores, o sujeta a la autocensura automática del escritor de la época, y otra más escondida, apoyándose en el lenguaje subtextual del teatro, que sugería una lectura bastante menos unívoca. El profesor Ruiz Ramón habló de «la ironía de los clásicos», y, sin entrar ahora en el examen pormenorizado de ninguna obra en concreto para alinear los distintos y opuestos argumentos de los académicos, es lo cierto que la polémica existe, y que, en definitiva, Lope de Vega ha estado asociado a los nombres de Margarita Xirgu, García Lorca y Rafael Alberti, que nunca quisieron hacer propaganda del absolutismo de la monarquía española del siglo XVII. Curiosamente, en ese mismo Teatro Español, durante buena parte del franquismo asistimos a la representación de los clásicos españoles presididos siempre por esa lectura conservadora, oficial, que los trataba como testimonios no ya de un brillante pasado teatral, sino como evidencias de nuestra gloriosa tradición histórica.
En el lado opuesto, y situándonos especialmente en la América Latina de los años inmediatamente posteriores a la Revolución Cubana y el triunfo de Fidel, nos encontraríamos ante un teatro dominado por una marcada ilusión revolucionaria. Ese teatro ha existido en todas partes en determinados momentos, y también en España, pero lo singular del movimiento latinoamericano fue su intensidad y su carácter multinacional. Al fin, en un continente generalmente dominado por las oligarquías, cuando no por dictadores –cuya frustración política arranca en su propia independencia, cuando los intereses de las minorías criollas frustraron, primero, los proyectos de Bolívar en beneficio de una América dividida, enfrentada y repleta de fronteras artificiales, establecidas en tiempos de la colonia, y, más tarde, una serie de programas y reformas, básicamente agrarias, para corregir la profunda desigualdad económica– se fraguó una especie de identidad supranacional que debía conducir a los distintos pueblos a la revolución social y a un nuevo orden político. De ese entusiasmo emergió una fe revolucionaria que tuvo en el teatro una de sus más destacadas expresiones, multiplicándose los grupos y las obras, desarrollándose los métodos de creación colectiva, alzando las representaciones en los más diversos y apartados lugares, generando en torno al teatro un tejido social latinoamericano sin precedentes.
Muchos europeos volvieron sus ojos hacia América Latina, que pareció, por un momento, el espacio joven donde era posible lo que resultaba inalcanzable en las sociedades del viejo Continente, trabadas por el cansancio, los poderes fácticos y el enésimo fracaso de las distintas ideologías. Aquello duró poco tiempo, porque era obvio que la realidad social y económica de América y su historia política no eran ese marco hipotéticamente idílico donde poder construir ese orden nuevo, que llevamos esperando desde finales de la II Guerra Mundial. El proceso de la revolución cubana, sujeto, a su vez, a una realidad internacional concreta, vigilado y bloqueado por su poderoso vecino, tampoco siguió los pasos esperados, preso, a un tiempo, de la dogmatización ideológica y de su condición de país hostil en la América de los Estados Unidos.
Todo esto es cosa sabida, pero he querido referirme a ella, porque aquel teatro latinoamericano, asfixiado por sus arquetipos, con desenlaces obligados, y la anunciada o realizada toma del poder por el pueblo ante los enfervorizados espectadores, supuso una lectura de la historia de todos los tiempos, incluidos los venideros. Y volvió a ocurrir lo que había conocido Europa desde hacía mucho tiempo. Otra vez, la ideología estranguló la singularidad de los personajes. Otra vez, los personajes fueron, antes que seres sujetos a un movimiento colectivo y adscritos a una clase social, pero con capacidad crítica para proyectar su propia visión y vivencia de los acontecimientos, voces disciplinadas que decían en cada momento lo que el público y la Revolución exigían. Con lo que, otra vez, la falsa historia ocupó los escenarios y sepultó la historia real de los pueblos latinoamericanos.
Muy importante fueron en su momento las obras que intentaban mostrar uno de los grandes conflictos de la época: la evidencia de la traición de la ciencia, en tanto que sus avances estaban al servicio del poder y no de la humanidad, como, durante un periodo, se había profetizado con gran esperanza. El dinero imponía su ley, ajeno a los intereses del conjunto de la humanidad, y los científicos se ofrecieron al mejor postor, como fue el caso paradigmático de Von Braun, que trabajó, primero, en la construcción de las V-1 y V-2 del III Reich y, luego, en la bomba atómica de los Estados Unidos. No faltaron, desde luego, quienes consideraron patrióticamente que debían contribuir a dotar a su país de armas de destrucción masiva antes de que lo hicieran los enemigos. Se estaba en un contexto de guerra –de preparación, de ejecución o de prevención– y era lógico que, en muchos casos, prevaleciera el pánico y el instinto de supervivencia a cualquier otra consideración. Las distintas ideologías oficiales facilitaban los argumentos necesarios para que nadie tuviera problemas de conciencia a la hora de tomar la iniciativa en la carrera de armamentos, sin que –como todavía ocurre hoy a menudo– se hicieran esfuerzos para construir la paz. Ese era el papel de unos pocos políticos predicadores, no sabemos si de buena fe, o para ganar tiempo mientras se ponía a punto la industria del armamento. Algunos científicos sí tuvieron conciencia de un posible futuro donde coexistieran las armas de destrucción masiva –cada vez más devastadoras– y la vieja visión de las relaciones internacionales y de la historia. Y una serie de obras lo testimoniaron, como fueron El caso Oppenheimer, de Kippard, y Los físicos, de Durrenmatt, por citar dos de las más emblemáticas, en las que se anticipaba el pánico preventivo que nos ha conducido a la guerra de Irak. Aunque quizás fuera Bertold Brecht el que con más lucidez y valor registró sobre un escenario la mala nueva, tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, cuando en su última versión de Galileo Galilei cambió el elogio a la astucia del astrónomo para burlar la Inquisición y proseguir sus investigaciones, por una recriminación al situar los logros por encima de la consideración de sus consecuencias. Es decir, por aceptar el carácter secreto, privado, clasificado, de conocimientos que deben pertenecer a la humanidad, porque afectan directamente a sus formas de vida y a sus posibilidades de supervivencia.
Sigamos aún con Bertold Brecht que teorizó y representó en Occidente la idea de un teatro vinculado a una interpretación marxista de la historia. En muchas de sus obras transmitió linealmente este propósito. Pero, probablemente, las mejores fueron aquellas en las que sus personajes se rebelaron contra el camino trazado por el propósito del dramaturgo para alzar su propio y escondido conflicto. Tomemos el ejemplo antológico de Madre Coraje, que muchos recibieron como una acusación contra la guerra, que obliga, a quien vive de la misma, a desearla, aunque ello acarree la muerte de los suyos, mientras otros la vieron como una exaltación del personaje de la Madre, cuyo coraje le permite sobrevivir en medio de las más adversas circunstancias. Otra vez, la pregunta: ¿Me atengo a la historia? Horrible, en tanto que metáfora de cuantos necesitan de la violencia impuesta por los demás para su propia supervivencia. ¿Me atengo al personaje? Admirable, por su coraje y la energía con que defiende a quienes, en definitiva, son las víctimas de esa misma guerra que les permite sobrevivir. Brecht quería, lógicamente, que reflexionáramos sobre esa contradicción que afecta a millones de habitantes del planeta, a quienes se les ha dado como oficio un lugar en el mecanismo necesario de la guerra. Pero si ese era el propósito del autor, he aquí que el personaje, sometido a las circunstancias que le han sido impuestas, nos llega como sujeto singular y trasciende la generalizada reflexión política. Es el teatro el que nos coloca frente a un personaje y hace de él la medida no de un discurso político sino de una existencia humana, con todo lo que ello, cuando adquirimos conciencia, significa.
De manera que si el doctrinarismo político, a menudo apoyado en una u otra religión, tiende a masificar a todo un pueblo y a atribuirle unos mismos sentimientos y propósitos, la irrupción de la singularidad del personaje supone una revolución generalmente negada por la historia política. Donde, incluso el derecho al voto y la teórica libertad de información son demasiado a menudo degradados por quienes disponen de mayores plataformas para imponer su criterio. Ese es, precisamente, uno de los objetivos de la «conducción» política secular, que aún subsiste, incluso en el interior de las sociedades formalmente democráticas. La singularidad es vista como una transgresión, como una incomodidad, como una insumisión, cuya primera corrección se practica en el interior mismo de determinados partidos políticos. De algún modo, el viejo debate entre Antígona y Creón se repite, sin que el pensamiento político alcance a armonizar la singularidad –de los individuos o de los pueblos– con la norma, o lo intenta, como en la tragedia de Sófocles, a través de la imposición de uno de los términos. Quizá, a fin de cuentas, ese sea, una vez más, el conflicto primero de nuestras sociedades, sujeto ahora a circunstancias objetivas que alteran su planteamiento tradicional. A los abusos de la información dirigida se opone una información disidente, que, incluso, adopta a veces el término de «contrainformación». Al desarrollo gubernamental de las armas de destrucción masiva se opone el uso de un armamento elemental pero suficiente para alcanzar sus objetivos puntuales. A la globalización financiera, la contestación y el impulso de una globalización distinta, más atenta a los derechos y a las realidades económicas de las personas. Al pensamiento único, la rebelión de las culturas excluidas. Una Antígona coral reclama el ajuste político e histórico con un Creón igualmente coral. Pugna que, una vez más –como sucedía en la tragedia griega– deja abierta una brecha de sangre, porque sólo la búsqueda de una conciliación real y no la imposición de la paz del más fuerte podrán corregir los caminos establecidos por la historia.
Surge al hilo de la reflexión una pregunta capital: ¿Acaso es posible el entendimiento entre Antígona y Creón? Si nos atenemos a la experiencia histórica no sólo no ha sido posible, sino que ninguna de las partes ha creído que pudiera serlo. Cada ideología radical, política o religiosa, ha imaginado o imagina un fin de la historia en el que habrán de culminar sus objetivos, y, por tanto, interpreta la historia como un camino hacia esa conclusión. ¿Será la fuerza, como aún creen Robert Kagan y los politólogos del Pentágono la encargada de dictar el desenlace? ¿Para cuánto tiempo? ¿En cuántas ocasiones la fuerza ha decidido el rumbo de la historia hasta que, pasado algún tiempo, el fuerte ha caído con estrépito? Cambios y más cambios en la enumeración de las primeras potencias, las potencias intermedias, las potencias modestas y las impotencias. Pero, para quien pudiera mirar la historia sin sentirse directamente afectado por ninguno de esos trasiegos, la historia sería básicamente la misma, sin más cambio que el lugar de la acción y el atuendo y el nombre de los personajes. ¿Acaso puede cambiar la historia? ¿Tiene sentido imaginar un futuro sustancialmente distinto? ¿No reside en la naturaleza humana la clave de una violencia y una crueldad inagotables? ¿A qué imaginar una Antígona y un Creón distintos, si no han hecho más que repetirse a través de los siglos?
Es aquí donde, a mi modo de ver, surge una pregunta capital íntimamente ligada a la idea que anima este trabajo. El hombre está sujeto por una serie de circunstancias sociales y políticas que resultan de su actuación. Y su vida se deriva del encuentro de su «naturaleza» con esa creación humana, que algunos identifican con el concepto de cultura. Las sociedades construyen el océano por donde navega nuestra naturaleza. Y si esta última está sujeta a limitaciones que sólo nos cabe, tibiamente, mitigar, la cultura constituye la máxima expresión de nuestra libertad y de nuestra responsabilidad. Punto en el que se encuentran la política, la colectividad, y el individuo, puesto que del orden establecido va a depender en gran medida la navegación de nuestra naturaleza, que no es sólo física, sino que encierra un delicado e incierto entramado de donde emerge, activamente, sujeto a las dudas y las decisiones, nuestra condición humana.
El pensamiento político tendría, pues, su fundamento, en esa capacidad creativa de los humanos orientada, precisamente, a superar las limitaciones impuestas por la naturaleza física. De ahí que una política que se ciña a organizar las relaciones sociales a partir de las solicitudes de esa naturaleza –comer, reproducirse, mandar, acumular, etc.– en realidad no es política, puesto que abandona el objetivo primordial de elevar a los ciudadanos por encima de sus exigencias biológicas. Ortega decía que los seres humanos eran como náufragos para quienes la cultura constituía un salvavidas. Y de ahí cabría deducir que si hablamos de cultura política no nos referimos a unos cuantos salvavidas para unos pocos mientras los demás se hunden en el océano, sino de salvavidas para todos, es decir, de una cultura que asuma los conflictos de la pluralidad en lugar de abandonar a quienes no comparten las ideas del propietario de la nave.
¿Cuál sería, en este punto, la responsabilidad de un pensamiento democrático de nuestro tiempo? Uno de sus objetivos ha de ser el encararse con la historia y mostrar hasta qué punto se trata de realidades construidas por intereses e ideologías antagónicos. Es decir, adornadas con argumentos encaminados a mostrar que se trata de la única verdad, legitimada, por tanto, para imponerse a sus adversarios. ¿Sería ese, entonces, nuestro destino? ¿Colocarnos en el lugar que nos asignan circunstancias ajenas a nuestra voluntad y, con la hipotética verdad a cuestas, morir o matar en el empeño? ¿Acaso no es esa la realidad de millones de seres en el planeta, sujetos a procesos políticos y religiosos que les han sido impuestos y son aceptados como las puertas del paraíso? ¿No escuchan diariamente que ellos son el Bien y los adversarios el Mal?
¿Y cómo cambiar el destino si el personaje no cambia la interpretación de su historia y la de quienes le rodean? La tragedia griega –es decir, el teatro occidental– nació de la rebelión del personaje contra su destino, planteada no como un camino alternativo sino como una interrogación. Allí estaban los dioses, allí estaban las querellas y los crímenes, que las familias transmitían de generación en generación y llenaban el mundo de seres atrapados. Y allí estaban también los personajes trágicos que no aceptaban el destino y bajaban a los dioses a su nivel terrenal para hacerles las preguntas.
No olvidemos que eso fue posible en un ámbito –la polis– muy distinto al nuestro, pero donde se trazaron algunas de las líneas maestras de lo que luego hemos llamado, usando el término griego, democracia. Y que muchos han escrito que la democracia y el teatro nacieron al unísono porque son dos exigencias complementarias: ¿De qué libertad hablamos si no existe el derecho a preguntar y a rebelarse ante lo que el ser humano considera injusto? ¿Qué democracia sería esa donde la muerte de un inocente pudiera justificarse con argumentos ajenos a su existencia?
Luego, durante más de dos milenios, el mundo ha estado ocupado por radicalismos de la más distinta especie, por dioses y guerreros que han alzado banderas y han creado ideologías con las que ganarse la sumisión de sus gobernados. Y la historia, la crónica oficial, pagada directa o indirectamente por los vencedores, ha estado pronta para dejar un testimonio incontrovertible, con el que seguir alimentando el placer de la dependencia: de una tierra, de una religión, de un patrimonio, de una dinastía, de una lengua, de una supuesta identidad, o de una determinada lectura histórica. ¿Dónde quedan los salvavidas de la cultura para una humanidad de náufragos?
Por eso, en mi opinión, las rebeliones políticas y personales se abrazan hoy en términos que no se habían dado anteriormente, empujadas por unas circunstancias históricas. Es decir, por una nueva lectura de la historia de los humanos que ya no es la historia de los pueblos y los dioses enfrentados. Si en la actual globalización hay muchos aspectos cuestionables, no es menos cierto que es el resultado de unas circunstancias objetivas que ese proceso intenta capitalizar en una determinada dirección. Y entre esas circunstancias objetivas está la nueva sociedad de la información y el desarrollo de las armas letales; es decir, la posibilidad de saber lo que ocurre en otros lugares y la evidencia de que una política basada en las guerras periódicas coloca a la humanidad al borde del precipicio. La patriótica decisión norteamericana de fabricar y lanzar las dos primeras armas atómicas sobre dos ciudades japonesas se tradujo en una pronta victoria militar. La decisión del presidente Truman tenía, además, la justificación de que esas mismas bombas pudo haberlas inventado el enemigo que no hubiera vacilado en arrojarlas sobre el suelo inglés o americano. Son episodios lógicos dentro de una historia humana súbitamente absurda, porque ya no se trata de conquistar un pedazo de tierra, sino de someter globalmente el planeta –hasta donde alcanza el poder del armamento nuclear– al riesgo de su destrucción. ¿Por qué no hacemos de esta cuestión el principio de una acción preventiva planetaria que la elimine?
Si el instinto de conservación alertara el pensamiento como no han conseguido hacerlo tantas propuestas, laicas o religiosas, que han reclamado la solidaridad humana y la construcción de un orden político y económico consecuente, la encontrada pluralidad de las interpretaciones históricas sufriría un duro golpe. Y la primera función de la cultura sería la de sustituir el «sálvese quien pueda» por una globalización humana que asegurara el salvavidas para todos. Tarea donde la política, como gobierno de la polis –entendida ahora como la ciudad universal– habría de desempeñar un decisivo papel. Y donde la historia habría de ser repensada para sepultar su carga de condenas y exaltaciones interesadas para hacer del ser humano, social y singular, el gran protagonista.
Cabe que ese instinto de conservación no alcance de momento a derribar viejos legados, afianzados por la memoria de las innumerables víctimas inmoladas en su nombre. Una determinada lectura de la historia, glosada en millares de libros, centenares de películas, sermones y noticias, ha invadido el imaginario de las gentes, y se opone a la razón desde el fondo de las conciencias. Son mil versiones de una sola historia escritas por los servidores de los señores de la guerra de todas las épocas y lugares. Historias en las que se instalan los humanos, al punto de identificar el rigor y la continuidad de esas historias con la coherencia personal de su existencia. Calificaciones y generalizaciones que asfixian la conciencia individual y transforman la libertad en fanática obediencia. Si así sucede, si la política pone su acento en la violencia preventiva y en el aumento de los dispositivos policiales, si la seguridad llega a bloquear la creación de una cultura del encuentro, si seguimos avanzando hacia el precipicio abierto por una práctica política que ya no corresponde a nuestro tiempo, deberemos seguir rechazando una historia que quizá nos conduce a la guerra epilogal del largo discurso de la crueldad y la barbarie. No creo que, como aquellos intrépidos personajes de la tragedia griega, nos quede otro camino. Preguntar con la acción y la palabra. E interrogarnos por los posibles caminos de un pensamiento político y personal que asuma la concordia.
A Juan Mayorga le debemos una obra, Himmelweg (Puerta del cielo) estrenada hace algunas temporadas en el Centro Dramático Nacional. Contaba el autor la historia de un funcionario de la Cruz Roja enviado a inspeccionar la situación de un campo de concentración nazi. Las denuncias habían señalado la existencia de numerosos horrores que nuestro bien intencionado personaje debía comprobar. Nada de lo denunciado sucedía ante sus ojos. El comandante alemán y el alcalde judío le recibían amablemente y por las calles del campo aparecían parejas de enamorados y niños que jugaban como en cualquier lugar en paz. Eso era lo que vio y eso fue lo que escribió en su informe. Sólo luego supo que todo había sido preparado, que aquél era un campo de exterminio, y que, simplemente, se simuló otra realidad para la información. Allí estaban las dos historias: la historia de lo que sucedía y la historia de lo que vio el inspector. Los actos simulados, ofrecidos amablemente a su consideración, y la realidad escondida, como materiales de dos historias igualmente «verificables».
Es una metáfora de nuestro tiempo y de todos los tiempos: la simulación de la historia, de la que tenemos abundantes pruebas en nuestra sociedad de la información, frente a la historia encubierta. No hay que llegar, sin embargo, al ejemplo que nos propone Mayorga. Basta pensar por un instante cómo hubiera sido contada la historia de la II Guerra Mundial de ganarla el III Reich; la destrucción de las ciudades alemanas por los bombardeos británicos o el uso americano de las bombas atómicas habrían ocupado el lugar del holocausto. Y la objetividad del tribunal de Nuremberg habría sido sustituida por una objetividad distinta. Porque los acontecimientos históricos nunca son hechos autónomos sino partes de discursos y programas de futuro que los ordenan e interpretan.
Construir un posible mundo de convivencia supone, entre otras cosas, alterar profundamente nuestra perspectiva histórica. Nuestra interpretación del pasado para alzar un futuro distinto. No basta decir que cada ideología o cada nación tiene sus cronistas para ajustar la historia a sus necesidades. Hay que saber qué necesidades son esas, y hasta qué punto pueden ser rigurosamente incompatibles con una globalización solidaria y democrática. Quizá el personaje de la tragedia griega, rebelde, solitario y necesario, ya no sea un buen modelo. Porque ya no basta preguntar, para acabar devorado por la muerte o la locura; porque hoy ya sabe que él mismo es una parte esencial de la respuesta, y que para ello necesita sumarse a cuantos personajes se hacen las mismas preguntas, rebeldes y solidarios, frente al viejo e imperturbable molino de la historia. Como si, al fin, pudiéramos vislumbrar un tiempo en el que teatro e historia, e historia y personaje ya no vivan de su negación recíproca. Para lo cual, obviamente, hemos de sustituir la concepción de una historia inalterable de los intereses encontrados e incompatibles por el discurso histórico de la conciliación.
Bajo el título de Cultura e Intolerancia, el Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo celebró hace unos años un seminario en la Universidad de Murcia, en el que, entre otros, participaba el profesor argelino Benamar Medienne, voluntariamente exiliado en Francia y profesor de la Universidad de Aix-en Provence. Parte de su intervención estuvo dedicada a glosar los episodios que habían contribuido a distanciar a los países árabes de los europeos, o, dicho de otro modo, a las sociedades islámicas de las sociedades cristianas. Nos recordaba, entre otras cosas, el triste papel que en este enfrentamiento habían tenido las cruzadas, cimentadas en el discurso referencial de su pontífice impulsor, Urbano II el Dichoso (1042-1099), que resumía su juicio sobre el Islam en los términos de «herejía, violencia y libertinaje». Imagen repetida –recordemos, en nuestro país, a los llamados mártires de Córdoba– a la que se añadió la visión de Mahoma como al anticristo. Mucho después, Lutero, en el marco de las guerras entre cristianos y otomanos, escribió:
Y si entráis actualmente en campaña contra el turco, estad absolutamente seguros, ni lo dudéis, de que no lucháis contra seres de carne y hueso, o dicho de otro modo, contra hombres... Así que no os confiéis a vuestra lanza, a vuestra espada, a vuestro arcabuz, a vuestra fuerza y a vuestro número, pues los diablos no tienen arreglo... Contra los diablos es necesario que tengamos a los ángeles a nuestro lado.
Y todavía, en 1908, el siquiatra Boigey, oponiendo racialmente el tipo occidental al tipo islámico, afirmaba:
Los occidentales son los que más han trabajado, más producido, más edificado, más perfeccionado, más vivido (...) Cabría determinar su tipo psicológico diciendo que es activo (...) Las poblaciones islámicas, por el contrario, no han realizado ningún trabajo extraordinario, edificado ninguna capital, construido ninguna flota, estudiando a fondo ninguna ciencia (...) El Islam es el resultado de un conjunto de instintos cuya expresión natural fue detenida por la obra de ese impostor genial que fue Mahoma. Determinaremos el tipo psicológico del Islam diciendo que es inactivo.
La conclusión a la que llega Benamar Medienne es la misma que impulsa este Foro. Escribe:
Hoy resulta necesario destruir epistológica, antropológica e históricamente, todo ese núcleo de ideas y de representaciones producidas y acumuladas en Occidente sobre el mundo musulmán y hacer otro tanto con las ideas y representaciones simbólicas que el mundo musulmán ha establecido sobre Occidente.
También habla Benamar Medienne de los múltiples obstáculos que se alzan para que esa ruptura se produzca. A fin de cuentas, las groseras inexactitudes históricas de Boigey, parecen haber anidado en una serie de ilustres personajes occidentales, alguno que otro español, que siguen perorando por el mundo con idéntica perversión sobre el mundo islámico. Al tiempo que no faltan en el Islam voces y corrientes sumergidas en generalizaciones igualmente fanáticas. Necesitamos otra visión de la historia con la que comprometernos.
En mi último viaje, al fondo del avión, iban varios muchachos acompañados de un policía. Eran inmigrantes ilegales, probablemente de algún país del Este de Europa, obligados al regreso. Su pequeña historia era fácil de imaginar. Habían entrado ilegalmente en España, probablemente después de entregar al encargado de la operación una cantidad reunida con mucho esfuerzo, quizá habían dejado una familia esperando noticias de su prosperidad y, a poco de llegar, después de ver con sus propios ojos cómo vivía la gente en nuestro país, habían sido detectados por la policía y obligados a la vuelta sin esperanza. Por supuesto, todos ellos eran tan europeos como yo, pero el orden político y económico europeo les prohibía buscar trabajo y vivir en un país europeo que no era el suyo. Desde mi asiento los miraba de vez en cuando de reojo y pensaba en esta conferencia y en el posible sinsentido de una reflexión teórica y general frente a la realidad concreta de ese puñado de europeos segregados por una realidad política que es, a su vez, el trasunto de una realidad económica.
Desde esa conciencia, pensar en la identidad al margen de los intereses económicos resultaba, cuanto menos, una inmoralidad. Y a uno le venían enseguida a la memoria los ejemplos de las regiones ricas de algunos países, donde los doctrinarios del nacionalismo habían magnificado la identidad en busca de una segregación que les permitiera separarse de las regiones pobres y dejar de contribuir solidariamente a su mantenimiento. Todo muy humano y comprensible si no hubiera estado envuelto de hipócritas discursos que ocultaban o relegaban las razones económicas y que no explicaban a quiénes beneficiaría especialmente ese estallido de la identidad. ¿Y qué decir de las resoluciones incumplidas de las Naciones Unidas invocadas como causa de una intervención militar, con su secuela de destrucción y muerte, y de aquellas otras, igualmente incumplidas, que sólo merecen, y a veces tibiamente, la condena moral? Hay en todo esto una doble historia, correspondiente a una doble moral, que debe ser tomada en cuenta para no fabular un discurso teórico ajeno a la realidad de millones de personas.
Y, en otro orden, si la identidad es un concepto cultural, una expresión de los procesos históricos, ¿qué sentido tiene hablar de la «identidad europea» sin integrar la influencia de los pueblos eslavos y, muy concretamente, de Rusia, casi siempre alejada de Occidente en términos históricos, pero profundamente presente a través de su literatura, de su música, de su teatro, de su cine, de su iconografía e, incluso, de su proyección política?
Por lo demás, no deja de ser paradójico que Europa suela presentarse ante el mundo como un referente ético digno de ser imitado. Nuestra organización administrativa, nuestro pensamiento, nuestra cultura, nuestros conceptos de democracia o de derechos humanos, son ofrecidos a un tercer mundo, que tiene en la política europea una de las causas de su subdesarrollo, como cimas de la historia de las sociedades. No hay duda, en este sentido, que Europa cuenta, desde hace siglos, con una intrahistoria de liberación y de justicia, con una larga lista de movimientos y de personas que han luchado y trabajado ejemplarmente por la dignidad de la humanidad. Pero lo es, igualmente, que la historia oficial ha estado llena de crímenes, de genocidios, de racismos, e incluso de aclamadas traiciones a esos ideales que, cuando viene al caso, se citan como expresión suprema de Europa. ¿O acaso muchos de los fascismos, colonialismos y dictaduras, adobados con un poco de nacionalismo, no han contado con la aquiescencia y el entusiasmo de la mayoría de los ciudadanos del país correspondiente? ¿Qué identidad europea es hija de una historia vergonzosa y qué identidad europea lo es de los afanes en construir una Europa distinta, más justa y más solidaria? ¿De qué identidad europea se habla hoy en los distintos foros internacionales? ¿Por qué no se aclara la equivocidad del término? Porque, y esa sería mi primera conclusión, si nos referimos al concepto histórico de identidad europea, creo que su crisis es saludable y prometedora, en la medida en que abra el camino a la creación y afirmación de esa otra identidad, también europea, que ha pugnado a través de los siglos por una sociedad distinta y solidaria, dejándonos ejemplos, obras e ideas, que a unos parecen utopías y a otros caminos difíciles y necesarios.
Si no entramos en estos temas de fondo, el debate europeo de nuestros días pierde casi todo su sentido. Sobre la mesa de los organismos europeos aparecen infinidad de programas destinados a favorecer una colaboración, que sólo es un instrumento para que las cosas sigan como estaban a menos que se entienda su nuevo significado y que contribuyan realmente a un cambio del pensamiento. Es como si Europa se estuviera llenando de reglamentos y de leyes procesales sin reformar los códigos ni debatir los valores sustanciales.
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Reflexionemos sobre los términos que conforman el concepto de identidad europea, dos palabras cuya ambigüedad permite distintos usos, en conceptos ideológicos incluso opuestos.
El término «identidad» suscita de entrada un merecido respeto, quizá, porque supone el reconocimiento de una obviedad. Las personas, individuales o colectivas, son la consecuencia de un determinado proceso cultural, en el sentido más amplio del concepto –desde la lengua hasta el paisaje, desde la historia al proyecto de futuro–, al que podríamos calificar como su identidad.
En las diversas formas de colonialismo, desde el más directo de la ocupación y sumisión del más débil al fuerte a la penetración económica e ideológica, existen una serie de grados que coinciden en la destrucción de la identidad, es decir, en la alteración del discurso histórico de la comunidad más débil mediante la imposición de los modelos culturales e ideológicos de la sociedad dominante. Probablemente esa es una ley histórica, en el sentido de que ese haya sido el camino de las transformaciones y de la creación de nuevas identidades, constituidas por el encuentro, en distinto grado y circunstancia, entre lo ya existente y lo llegado. Viene aquí ya la necesidad de establecer una primera distinción, pues si en cada mestizaje o encuentro cultural hubiéramos de ver un acto recusable de colonización, correríamos el riesgo de condenarnos a la inmovilidad, tal y como está sucediendo actualmente en ciertas sociedades, angustiadas por el deseo de eliminar aquellas partes de la historia moderna, ya integradas a su identidad real y que, sin embargo, juzgan contrarias a su identidad ideal, fabulada en términos estrictamente ideológicos, sobre el supuesto de seleccionar determinadas experiencias del pasado y borrar las restantes. Aparte de que es obvio que de la influencia de unas culturas sobre otras se han beneficiado las que pudiéramos calificar de más «atrasadas», dándole al término un valor absoluto y en cuestiones que no cabe condicionar a la dialéctica de la pluralidad, como podría ser la antropofagia, la esclavitud o, en términos más generales, el núcleo de lo que hoy se llaman derechos humanos.
De manera que si todos tenemos la conciencia de la necesidad de resistirnos a la imposición de las culturas dominantes, de defender la pluralidad frente a la homogeneización, de afirmar nuestra singularidad, de nada nos valdría este sentimiento si no fuera acompañado de un espíritu autocrítico y de una renuncia a la magnificación automática de lo propio. Sin entrar ahora en el tema, la idea de la «aldea global», por más que aún no exista el pensamiento correspondiente a esa imagen tecnológica, presupone, a medio o largo plazo, la creciente difusión de las ideas y las prácticas que cada sociedad considere más ventajosas, tomándolas voluntariamente de las experiencias ajenas, sin colonialismo o imposición. Negar este principio, sostener sistemáticamente que lo propio es superior a lo ajeno es, además de falso, irracional, y sólo es aplicable en el campo de los dogmas y de los intereses económicos minoritarios.
La magnificación de la propia identidad en los términos en que suelen hacerlo los nacionalismos encierra, además, una flagrante contradicción, que consiste en asumir la ideología que hipotéticamente se combate, cambiando, simplemente, los sujetos. Forjada la rebelión sobre el rechazo de la discriminación de la que, real o supuestamente, una comunidad se siente objeto, esta construye una ideología y un programa en los que aspira a ocupar el lugar de quienes antes fueron sus dominadores, dispensando a los demás el mismo trato que antes recibieron. Hay ahí una línea débil e insegura que quienes trabajan, legítimamente, por la afirmación y el reconocimiento de su identidad deberían tener siempre presente para no traspasarla y que, desgraciadamente, llegando a los horrores de todos sabidos, sí ha sido traspasada habitualmente por la mayor parte de los nacionalismos.
Señalemos aún, en esta breve consideración sobre el concepto de identidad, las graves consecuencias de incluir una determinada religión. En España, casi desde su nacimiento como Estado, hemos sufrido con frecuencia el nacional-catolicismo, la última vez durante la dictadura franquista, y sabemos muy bien lo que supone y la lista interminable –a partir de los moros, judíos y moriscos– de sus víctimas. Lo digo porque hoy, cuando se habla del problema, se tiende a pensar de inmediato en el integrismo islámico, introduciendo dos falsedades, una, su identificación con todo el mundo islámico –lo cual supone, justo y triste es reconocerlo, un gran éxito para el integrismo–, y otra, la atribución a esas sociedades de un fanatismo y de una violencia supuestamente originales, en los que, sin embargo, el catolicismo ha sido muchas veces igualmente repugnante y radical.
No importa, en todo caso, cuál sea la religión que alcanza ese papel histórico. En ese momento –y, por supuesto, me estoy refiriendo a su dimensión histórica y no a sus creencias trascendentes– la religión es cómplice y contribuye a redefinir al enemigo como infiel, como enemigo del único dios verdadero y, por tanto, de condición infrahumana, al que pueden imponérsele todo tipo de castigos y sufrimientos. El papel de las religiones en los nacionalismos y en las últimas confrontaciones bélicas ha sido realmente importante, y los líderes religiosos harían muy bien en bajar los ojos del cielo y preguntarse cómo están siendo utilizadas sus doctrinas en la tierra. Los asesinatos, las crueldades, las profanaciones de cementerios, los mayores horrores han sido cometidos por creyentes que veían en sus adversarios perros que no merecían la consideración ni siquiera de enemigos. De nada vale, en este contexto, que algunos teólogos y jerarcas de las distintas religiones –en nuestro caso, de las religiones del Libro– se reúnan, se abracen, se pidan perdón y proclamen la tolerancia de sus dogmas: hay que poner los pies en la tierra, hay que comprometerse y proclamar claramente cuándo esas religiones son usadas por el poder político para cegar a los seres humanos o si están al servicio de la humanidad.
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Hablemos ahora de la calificación de europeo. La primera pregunta, como señalábamos al principio, es obvia. ¿De qué Europa estamos hablando? ¿De la Europa definida por unos cuantos países hegemónicos, que han hecho de su cultura y de su lengua el referente obligado de todos los europeos, o de una Europa plural, quizá todavía utópica, pero posible, donde la jerarquía verticalista sea sustituida por una visión horizontal, la lucha por ocupar el centro por una visión policéntrica, el temor a la diversidad por una estimación de la misma, la confrontación por el diálogo? Si consideramos la historia del pensamiento –la que incide directamente en la conciencia de la propia identidad– en las múltiples sociedades europeas, veremos que en todas ellas, según su emplazamiento geográfico y su inmediatez histórica, ha prevalecido una cultura o un grupo de culturas, distintas de la propia, tenidas por imprescindibles para gozar de la consideración de seres cultos y europeos. Según los lugares y épocas, ha podido ser Francia, Inglaterra, Alemania o Rusia, pero no vistas, como sería deseable y debemos conseguir que sea, como culturas ricas y dotadas de valores que nos interesan sino como referentes imprescindibles, como conocimientos destinados a certificar nuestra condición cultural. La ruptura de la identidad real europea ha sido evidente, creándose incluso un cierto cosmopolitismo, en virtud del cual muchas personas, incluidos artistas e intelectuales, han considerado inútil conocer su realidad cultural inmediata, declarándola sistemáticamente local e irrelevante, por cuanto estaba excluida de ese catálogo de conocimientos que correspondían al perfil de un europeo.
De este verdadero colonialismo cultural han surgido muchos de los excesos de nuestra época, que entrarían de lleno en lo que en otros análisis, se ha llamado el «trauma post-colonial», referido a los radicalismo de ciertos países que, por ejemplo, han respondido al afrancesamiento con la arabización, alterando el proceso libre de las relaciones culturales.
Creo que esa es nuestra época. Y, bien mirado, es mejor que las anteriores, puesto que ahora estamos pagando el precio de una serie de abusos e imposiciones que se nos han hecho evidentes e, incluso en función de nuestro futuro inmediato, y en términos prácticos, irrepetibles. No creo, en fin, que debamos añorar sistemáticamente un concepto de identidad europea, en el que se encerraban de un modo sutil y sobre supuestos distintos, muchas de las ideas que han generado las prácticas e ideologías nacionalistas. El Poder recurre a muy distintos procedimientos para afirmarse, y lo que, en definitiva, está en juego es saber si seremos o no capaces de construir un nuevo concepto del Poder, si Europa –y, por tanto, la identidad europea– será la nueva estructura de pensamiento de siempre o si, al fin, entre genocidios y hecatombes, construiremos un orden económico y político policéntrico en una Europa realmente plural, de la que nos sintamos parte sin entrar en conflicto con nuestra identidad real, la que permanece en lo más hondo de nosotros mismos, y es el resultado de nuestra doble condición de seres históricos y seres contemporáneos, universales y locales, ligados al pasado y a los compromisos y esperanzas de cada día, al destino compartido con toda una parte de la humanidad y al que afecta específicamente nuestra sociedad concreta.
Añorar la identidad europea y lamentar, sin más, su crisis puede ser, si no se aclaran bien los significados de las palabras, una expresión ideológica anacrónica. Pensar en su reconstrucción, un menosprecio a esa otra Europa cuya identidad debemos construir.
El problema ya empieza, por lo demás, en la concepción misma de los Estados, a menudo convencidos de la necesidad de imponer una cultura unitaria que niega la diversidad de las comunidades de la nación. Esta opción simplifica, sin duda, el problema, pero no lo resuelve en absoluto; cuanto más, lo adormece, hasta que nuevas circunstancias históricas favorecen el estallido de una realidad subyacente. Nuestra época conoce, en el interior de muchos Estados, tensiones que tienen su origen en la incapacidad de establecer un modelo de convivencia entre sus realidades diferenciadas. Quizá ello deba interpretarse como una crisis del concepto de Estado fraguado en los últimos cuatro siglos, al igual que la crisis de la identidad europea lo sería de la traslación de esa misma voluntad unificadora a los sucesivos programas continentales. Si en el interior de los Estados, la llamada «identidad nacional» ha solido ser la imagen impuesta al conjunto de sus ciudadanos por una sola de sus comunidades, al igual que la identidad europea era la propugnada por sus Estados más fuertes, y ahora estamos viviendo, en ambos planos, la dudosa respuesta nacionalista, parece lógico pensar que el camino está en construir nuevos conceptos políticos de la convivencia, en el interior de los Estados y en Europa, antes que perpetuar una dinámica de réplicas que, en definitiva, no hacen sino perpetuar un sistema de ideas generador de injusticia y de violencia.
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He sido invitado a participar en este Foro como director de la Fundación Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, con sede legal en Madrid y asociaciones o centros en 24 países del ámbito mediterráneo, tomado el término en su dimensión cultural y no meramente geográfica. El teatro, como expresión social secular, a través del cual se han expresado las ideas, las realidades y los deseos de buena parte de los pueblos, desde la tragedia y la comedia de la Grecia antigua hasta la vanguardia de nuestros días, es nuestro punto de referencia, pero situado dentro de un marco histórico y nunca como un simple lenguaje formal, una industria del entretenimiento o una actividad profesional.
Desde el 90, en que nació la Fundación, hasta hoy, nuestro trabajo ha estado, lógicamente, sometido a los graves conflictos de la zona, pero, en la medida de nuestras fuerzas, hemos procurado sustraernos a las decisiones coyunturales de los distintos gobiernos y buscar en la sociedad civil, en la opinión de los artistas, intelectuales y hombres de teatro la base de nuestras acciones. Hablo, pues, desde esa larga e intensa experiencia que nunca ha soslayado, antes al contrario, los espacios singularmente conflictivos, como puedan ser la ex Yugoslavia, Israel, la Cisjordania palestina o Argelia, por creer que en ellos era donde resultaba más necesario construir espacios de encuentro y diálogo.
La reacción inmediata no puede ser otra que la de preguntarse por la inocuidad de la apelación a la cultura, al arte o al teatro, cuando las sociedades viven enfrentadas. Recuerdo, al respecto, las críticas dirigidas contra quienes llegaron a Sarajevo para hacer teatro cuando, frente a la violencia del cerco, solo parecía tener sentido enviar armas y soldados. No diré yo que una ciudad se libere con un poema, pero sí que los males tienen sus causas y que cuanto ocurría en Sarajevo nació tiempo atrás, en los libros, en los periódicos, en los discursos, en definitiva, en las ideas y en los poemas. Y que quienes arriesgaban su vida, atravesando las calles de Sarajevo y exponiéndose a los disparos de sus azoteas, para hacer o ver una representación teatral, rescataban, frente a la norma de la brutalidad y la destrucción, su condición humana, el espacio de su imaginario y de su prohibida libertad. Mantenían el derecho a pensar el mundo de forma distinta a como les era propuesto.
Desde esta perspectiva, he visto hasta qué punto el eurocentrismo –es decir, la hegemonía hipotéticamente europea y, en realidad, de unos determinados países europeos, básicamente definidos por su antigua presencia colonial– ha sido y es un obstáculo en la construcción del diálogo mediterráneo. Obstáculo, como antes apuntábamos, doble, pues los excesos se necesitan entre sí, y al menosprecio paternalista y, en el fondo, radical, de unos, ha respondido el rencor vindicativo de los otros.
De nuevo, la ideología del poder, basada en la magnificación de la propia cultura y el desprecio de las restantes, ha realizado su función devastadora. Lo cual es del todo lógico, pues si esa visión verticalista no ha vacilado en sacrificar o marginar culturas europeas y aun del propio Estado, mal podría respetar las de otros pueblos considerados mucho más distantes. Uno tiene la impresión de que Europa pasó de contemplar el Mediterráneo como una zona colonial a una zona peligrosa, y que la independencia de los países árabes, lejos de abrir una nueva etapa de colaboración, abrió una muralla de desconfianza. No voy a citar aquí los sucesivos congresos y conferencias presididos por una voluntad de colaboración, que vieron frustrados sus propósitos, ni los textos de la Comunidad Europea en los que el Mediterráneo era citado estrictamente como un problema ligado a la inmigración clandestina, a la inseguridad y al narcotráfico. Tampoco puedo, por razones de espacio, referirme ahora a la falsa historia de la civilización mediterránea que aparece en nuestros manuales. Generalmente, las aportaciones de la cultura islámica, su etapa dorada de Al Ándalus, coincidiendo con el oscuro medievo católico, o la significación de una serie de culturas no europeas –como la mesopotámica o la egipcia– o, como le gusta recordar a Paul Balta, la proyección de Alejandría, englobadas todas ellas en la etiqueta europeísta de la «greco-latinidad», es una materia mal contada o reducida a episodios arqueológicos, rompiendo la continuidad de un proceso que ha ido, a un tiempo, estableciendo diferencias y manteniendo afinidades, creando la riqueza de las singularidades y los vínculos de las experiencias compartidas. A la bárbara destrucción de ese discurso histórico por todas las ideologías que han sacado y esperan seguir sacando provecho del enfrentamiento entre los pueblos, debemos oponer su rescate y su reinterpretación, quizá, y vuelvo a citar a Paul Balta, para inventarnos el Mediterráneo, entendiendo por invención el hacer real un proyecto de convivencia que subyace detrás de la violencia de la historia.
Llegados a este punto, el concepto tradicional de identidad europea resulta ya decididamente anacrónico y pernicioso. Y solo otra Europa podrá un día entrar en la diversidad mediterránea y, legítimamente, oponerse a quienes en circunstancias diversas, perpetuán hoy, en su propia defensa los argumentos agresivos del pasado. Al concepto de identidad hemos de darle la vuelta y dejar de usarlo como un arma de fuego, porque, en definitiva, necesitamos la identidad para entendernos con los demás, para beneficiarnos de la riqueza de la diversidad y no como sucede hoy con tanta frecuencia, para justificar la destrucción, la ocupación, el menosprecio y la estupidez.
Es uno de los lugares comunes de cualquier defensa del diálogo intercultural la afirmación de que este no es posible sin el conocimiento recíproco. Enunciado que, generalmente, se queda en una declaración de buena voluntad sin profundizar en las razones que no sólo impiden ese conocimiento sino que lo obstruyen con la difusión de una serie de visiones falsas o esquemáticas. El desconocimiento o menosprecio del otro es un principio integrado en nuestro legado histórico, que ha creado sus propios mecanismos, y que no puede ser corregido a menos que afrontemos el pensamiento que lo sustenta y su traducción a numerosas expresiones integradas en el imaginario colectivo. Un pensamiento fraguado básicamente por los distintos intereses históricos que han exigido la creación de argumentos con los que legitimar las agresiones. El enemigo es poco menos que el protagonista de la historia. Un país, un imperio, una religión, una ideología, necesitan para avanzar la construcción de su enemigo, acentuando o inventando aquellos rasgos que resulten especialmente hostiles. El enemigo no es, simplemente, alguien con el que nos enfrentan los intereses. De eso se habla poco, porque detrás de la definición del enemigo, late siempre la necesidad de afirmar su inferioridad moral. Se trata, en definitiva, de transmitir a una determinada sociedad –generalmente en vísperas de los rigores de una guerra– que ella encarna la buena causa, el dios verdadero, o cualquiera de los valores laicos de mayor dignidad –la justicia, la libertad, la democracia, etc.– y que el enfrentamiento, amén de los previsibles beneficios materiales, habrá de concederle una aureola en la historia de la humanidad.
Conocer un pueblo o una cultura supone interesarse por su realidad social y política, acceder a sus creaciones artísticas, tener una noción de los trazos vigentes de su historia, y, sobre todo, asumir que en su seno existen tendencias y opciones divergentes, en lugar de buscar el esquema unívoco y simplista.
Una primera reflexión solicitaría que en los medios de comunicación y en los espacios educativos se establecieran las prioridades necesarias para que esta visión real de los otros fuera la norma. No voy a insistir por obvio, en este punto. Supongo que la prensa del día de hoy me daría pie para mostrar cómo en el tratamiento de numerosos problemas, que implican a otros pueblos o culturas, existe un prejuicio concreto, que tiñe de un determinado color cuanto se escribe sobre ellos. Al tiempo que quizá encontraríamos en esas mismas páginas las referencias a más de un encuentro de altos mandatarios de la vida política, o de profesores ilustres de alejadas universidades, hablando de la necesidad del recíproco conocimiento sin traducción alguna a la práctica social o educativa.
Quisiera referirme especialmente a un punto que me parece primordial: la confrontación entre una visión historizada de las culturas y la visión ahistórica e idealizada, situada sobre parámetros atemporales y, con frecuencia, religiosos.
El tema no sólo es fundamental sino que, de hecho, se soslaya en las habituales lecturas culturales, planteadas casi siempre desde la abstracción de considerar el propio tiempo como un observatorio situado fuera de la historia. Es una ilusión dictada por la necesidad de sobrestimar el presente –en definitiva, el tiempo y el espacio que interesa al poder–, generalmente traducida en una torpe o muy somera percepción del pasado, propio y ajeno, con lo que asistimos al absurdo de ser, simultáneamente, locales y planetarios, temporales e intemporales, consecuencia de una serie de acontecimientos inscritos en la historia vigente de las sociedades y personas que miden el mundo desde los intereses inmediatos de su rincón. Es una dicotomía que afecta a las más diversas áreas, a la política, a las religiones y a las relaciones culturales.
Naturalmente esta percepción ahistórica de la historia tiene sus razones… históricas. Porque ha sido tan lógico como necio el hecho de que cualquier sistema haya querido cimentar su grandeza sobre un sentimiento de superioridad sobre los restantes. Transmitir a una colectividad que su Dios es el único verdadero, su forma de vida la menos arbitraria, sus valores los más humanos, su historia la más noble, sus reivindicaciones las más lógicas, y, en última instancia, que las aparentes contradicciones acabarán cuando todo el planeta acepte ese sistema, ha sido el sueño y el objetivo del poder en muchos lugares. Con lo que nos hemos encontrado ante muchos dioses únicos verdaderos, valores antagónicos verdaderos, y muchas verdades incompatibles que sólo eran la consecuencia de distintos procesos culturales.
Si los pueblos y las culturas renunciaran al diálogo y concibieran la vida como una guerra continua para ver quién imponía su verdad única, la cosa seria grave, pero tendría su lógica. El problema surge cuando, a partir del menosprecio o la ignorancia entre pueblos y culturas, imaginamos un planeta en paz. ¿Qué hacer con esas diferencias históricas que han gestado nuestras diversidades colectivas? Es decir, aquellas que no están referidas a nuestra personalidad singular, a nuestro carácter, a nuestras raíces genéticas, sino a sistemas de valores compartidos por una comunidad, y, a la vez, antagónicos o muy distantes de aquellos que aglutinan a otras comunidades.
¿Cómo hablar un cristiano de un islámico sin conciencia de que su punto de vista, sus ideas, son el resultado de un determinado y distinto proceso cultural? ¿Acaso debería eliminar cualquier juicio crítico para sustraerse al riesgo del desacuerdo? ¿De qué diálogo estaríamos hablando? Porque la primera tentación entre las gentes de buena voluntad suele ser la de no hablar de aquello que pueda enfrentarnos, buscar una y otra vez espacios retóricos, generalizaciones, que permitan a todas las partes salvar su imagen de seres dialogantes. Es de ese sentimiento de donde ha nacido y crecido el concepto de tolerancia, que aún definido con entusiasmo en más de un documento internacional, nos remite a una permisibilidad, a un hacer la vista gorda, a un no mirar que, a mi modo de ver, está lejos de la aproximación, el conocimiento y el respeto.
¿Cabe asumir las circunstancias que han determinado los comportamientos en civilizaciones distintas a la nuestra? ¿Cómo juzgar, desde una determinada cultura, las conductas en civilizaciones sujetas a otra historia y a otros valores? ¿Podemos afirmar con seguridad que lo que nosotros consideramos valores superiores lo son realmente? ¿No piensan lo contrario muchos de los que viven en otras sociedades? ¿Acaso en nuestra propia civilización no se han alterado socialmente las estimaciones de lo justo y de lo injusto, de lo moral y de lo inmoral, según las épocas? Y, dados los antagonismos que existen en el seno de cualquiera de las culturas o religiones, ¿cómo no entender que las divergencias han de ser aún mayores y sistemáticas cuando se trata de culturas y religiones sujetas a procesos históricos muy distintos?
Si aceptamos la evidencia de que la identidad cultural de una sociedad está determinada por su proceso histórico específico, del que se derivan no sólo las corrientes mayoritarias sino, también, las distintas opciones y disidencias, salta a la vista la ingenuidad de cualquier análisis de la relación entre las culturas basado en la magnificación y superioridad de una de ellas. Primero, como digo, porque estamos ante precipitados culturales –entre los que la religión suele ocupar un importante lugar– derivados de muy distintas experiencias, con sus correspondientes cuerpos doctrinales, su propia memoria y su imaginario colectivo. Y segundo, porque, aún dentro de una misma cultura, existen distintas interpretaciones del pasado, estimaciones antagónicas que conducen asimismo a distintas propuestas de futuro, dotadas de valores contrapuestos.
Parece, pues, que para corregir el curso de la historia contemporánea –y el concepto de diálogo o alianza de civilizaciones, es quizá el mayor desafío en esa corrección– se hace necesario alterar la interpretación de la historia del pasado. Es decir, renunciar a cualquier jerarquización idealista para encarar, en términos concretos, lo que ha sucedido en cada lugar y lo que está sucediendo ahora mismo, acercándonos a las opciones o dinámicas internas que se agitan en cualquier cultura. Solicitud que, obviamente, resulta de muy difícil cumplimiento por la ya señalada automagnificación e imposición de las culturas dominantes. Todavía hoy son muchos los países que aplican el concepto de crisis a cualquier región del planeta en función del avance o retroceso que sufren en ella sus ideas o modelos culturales. Esa fue la actitud de las grandes religiones ecuménicas, que consideraron atrasados, prehistóricos, o incluso de dudosa condición humana, a los pueblos que tenían otras religiones. Y es la que ha definido buena parte del pensamiento y de la acción europea en el pasado, que ha usado esa superioridad para proteger y ocupar territorios, o, en la actualidad, se reformula con la apelación categórica a los ejes del bien y del mal, con el consiguiente derecho a intervenir quienes se integran en el primero en los países que ellos mismos integran en el segundo.
Importa, pues, dar un gran paso hacia adelante en la creación de la conciencia histórica de cada sociedad, en la asunción de las causas concretas y temporales que han ido determinando su realidad cultural, en lugar de someterse a visiones idealistas que ignoran ese proceso contingente y dotan a determinadas culturas –cada cual, a la suya– de una verdad situada por encima del tiempo y de la historia.
Si examinamos el largo enfrentamiento entre el cristianismo y el islam no será difícil descubrir en cada periodo los intereses concretos que han animado su pugna. El Mediterráneo ha sido un espacio siempre en disputa, siendo quizá significativo el hecho de que los griegos lo nombraran como Mar de Todos y los romanos lo calificaran ya de Mare Nostrum, es decir, en realidad, de Mar Romano. Y, sin caer en simplificaciones, pues el problema incluye otras razones, no deja tampoco de ser significativo que en la Guerra de Irak, repleta de falsas y ampulosas motivaciones, muchos hayan atribuido al petróleo un papel preponderante. Y recordemos que Europa, tras un periodo en el que justificó el atraso de África para colonizarla o protegerla, se vio obligada a abandonarla haciendo del Mediterráneo una frontera, con la particularidad de calificar su pobreza material o su subdesarrollo olvidando en demasiadas ocasiones que la ocupación había tenido como objeto corregirlas.
El hecho de que en el Parlamento español se haya aprobado recientemente, con la oposición de un poderoso partido político, la necesidad de ejercer la «memoria histórica» y encarar lo sucedido en nuestro país durante las últimas décadas, cuestionando la visión impuesta por los vencedores de una Guerra Civil, es una irónica obviedad que nos revela el estado de la cuestión. Muestra hasta qué punto determinadas ideologías no sólo han impuesto una interpretación de la historia, sino que han juzgado falsa y perversa cualquier otra distinta, en lugar de dejar abierto el campo a una confrontación documental y a una pluralidad interpretativa que fueran desvelando la realidad.
Resultaría, según esto, que estamos sometidos a muy diversas interpretaciones de una misma realidad, o, mejor, que cada una de esas interpretaciones se presenta como si ella fuera la propia realidad, con lo que de hecho se nos sitúa en una serie de categorías idealistas incompatibles entre sí. Cada ideología explica el curso de la historia a su manera, mientras, en la base, una parte importante de la humanidad sufre, en términos materiales innegables, guerras, vejaciones, castraciones de la personalidad, miserias materiales y otras formas de destrucción. Con lo que nos encontramos ante dos discursos distantes, uno, el que habitualmente se formula, centrado en las interpretaciones ideológicas de los hechos –que para muchos corresponde a la naturaleza propia del discurso político– y, otro, un tanto balbuciente, alimentado por las explosiones testimoniales y un sentimiento de protesta minoritaria u ocasional, que resuena a menudo como las voces de una manifestación lejana e inoperante. Bien entendido, que el primero de los discursos, lejos de asumir su carácter de «interpretación», intenta ocupar la totalidad del espacio y, en definitiva, reduce la realidad a una molesta intromisión. El desarrollo de la llamada sociedad de la información ha puesto en evidencia esa dicotomía. La humanidad está cada vez más informada de los horrores de la historia contemporánea y, al mismo tiempo, es más insolidaria con sus víctimas. Básicamente, porque esa acumulación de la información ha ido acompañada de una manipulación interpretativa, de un sistema de juicios, que han enterrado a las personas debajo de las palabras. Cada víctima tiene la etiqueta que la nombra y a fuerza de ver sólo etiquetas estamos perdiendo la posibilidad de ver a las personas. Cuando uno encara, por ejemplo, los horrores de la última guerra de la ex Yugoslavia y los pone en paralelo con los discursos nacionalistas que impidieron cualquier entendimiento pacífico, no puede menos que asombrarse ante la incapacidad para hacer de la divergencia un discurso político común que permitiera alcanzar soluciones sin las brutales matanzas que allí se sucedieron. Brutalidades, una vez más, explicadas en términos ideológicos como decisiones consecuentes e incluso nobles, que elevaban a los ejecutores a la condición de héroes nacionales. Pero ¿y la gente? ¿Tan poca cosa es al lado de una palabra?
Henos, pues, sometidos, a una primera elección: o seguimos haciendo de la pluralidad cultural un juego donde la divergencia sea el argumento político de los más fuertes, o intentamos «historizarnos» e «historizar» a los demás, para, en términos materiales, otorgando el protagonismo a los seres humanos, afrontar esa pluralidad como una realidad histórica, que debe ser tratada como tal, y no como una pugna de idealismos.
Situados en este punto, surge de inmediato la pregunta de si, asumida esa historización, no estaríamos proponiendo algo así como un todo vale, puesto que detrás de cualquier principio habría siempre una razón social e histórica. Aparte, claro, de que las diversas culturas han generado valores que se contraponen, sin espacio común donde encontrarse. Sería el caso paradigmático de la mujer árabe, situada socialmente en un plano inferior al hombre, a partir de argumentos inspirados en una interpretación islámica. ¿Debería un occidental oponerse a esa situación de la mujer árabe en función de las conquistas alcanzadas por las mujeres de la sociedad occidental? O, por el contrario, a partir de la señalada historización, ¿debería aceptarlo?
La pregunta nos obliga, simplemente, a entender que historizar una cultura no significa aceptarla en el estado en que llega hasta nosotros, sino, coherentemente con el término, internarnos en sus procesos. Lo han hecho durante las últimas décadas numerosos escritores del Islam, que han indicado hasta donde el mensaje coránico ha podido ser desvirtuado justamente por una acumulación de disposiciones e interpretaciones, que teniendo un origen puntual, es decir, adaptadas a las circunstancias de una época, se han incorporado al Islam con carácter permanente. El libro de Rachid Benzine, Los nuevos pensadores del Islam, es, en este punto, esclarecedor. El reformismo habría enunciado durante el último siglo la necesidad de separar «la revelación» de un cúmulo de imposiciones sociales, ajustadas a las distintas épocas, y, consecuentemente, incompatibles con la nuestra. Esta corriente, poblada de nombres distribuidos a lo ancho de todos los países islámicos, ha contado con varios elementos comunes, que podíamos resumir en la distinción entre el Corán y la construcción política ulterior del Islam, la libertad de conciencia o la relación directa entre el creyente y Dios sin necesidad de pasar por ningún intermediario, y el valor de la hermenéutica, una disciplina de la recepción que nos recuerda que cada lector está marcado por su subjetividad histórica. No se trata, pues, de una puesta en cuestión de la religión islámica. Por el contrario, son creyentes que se enfrentan con su construcción histórica, convencidos de que ella ha determinado una práctica formalista, desprovista de la fuerza espiritual que constituye su objetivo.
Rachid Benzine distingue el movimiento de los Nuevos Pensadores del reformismo antecesor. Para ellos la razón ya no constituye un valor universal y autónomo (como hicieron los reformistas históricos), sino una facultad construida socialmente, que existe en el seno de prácticas y discursos múltiples. Para ellos, la modernidad corresponde a un periodo de la historia humana en que la razón y la ciencia prevalecen sobre la prioridad atribuida en otro tiempo a las Escrituras, a la tradición y a la costumbre. En el corazón de la modernidad está la idea de que el individuo actúa libremente, conoce libremente, que la experimentación puede descubrir los secretos de la naturaleza y que el esfuerzo compartido contribuye a la creación de un mundo nuevo y mejor. Ahora bien, los Nuevos Pensadores abordan la modernidad de un modo crítico. Se les ha acusado con frecuencia de estar demasiado influidos por los pensadores occidentales contemporáneos, cuando, en realidad, la crítica de Occidente es tan firme y rigurosa como la que realizan de la herencia islámica. Para ellos, el progreso científico y técnico no debe ser considerado sistemáticamente un aliado. Y la suficiencia de Occidente, que pretende imponer en todas partes sus valores, les resulta insoportable. Las vías de la modernidad en las sociedades musulmanas no deben, según ellos, modelarse fielmente al modo de la modernidad occidental. Lo que ellos retienen, sobre todo, de la modernidad, es el desarrollo de la iluminación crítica. Testimonian un pensamiento islámico moderno en el sentido de que incorporan las ciencias sociales modernas (especialmente lingüística, semiología, historia comparada de las religiones y sociología) en el estudio del Islam y la interpretación de los textos.
La nómina es larga y aquí no cabe sino señalar, globalmente, su significación e importancia. Aunque bueno es retener que revelan una agudeza y una inquietud que raramente se dan en otras religiones del Libro, asimismo sujetas a la construcción realizada a lo largo de los siglos, en contextos históricos alejados de nuestro presente.
Rachid Benzine selecciona hasta siete nombres. A modo de breve ilustración, me limitaré a citar algunas ideas de Abdul Karim Soroush, nacido en Teherán en 1945, estudiante en Inglaterra y decidido adversario del régimen del Sha. Vuelto a su país, a los 34 años, se le confía la cátedra de Cultura Islámica en el Colegio de Magisterio en Teherán. Durante cuatro años las universidades permanecen cerradas y Soroush es uno de los siete consejeros que componen la Asamblea de la Revolución Cultural. Su etapa londinense le había descubierto el valor de la filosofía de las ciencias, lo cual le llevó a enfrentarse con quienes, en los primeros años de la revolución islámica, acusaron a las ciencias humanas y sociales por su impureza y su occidentalismo, por su influencia en la corrupción de los jóvenes y su incidencia en la secularización atea del mundo musulmán. Soroush armoniza sus enseñanzas en filosofía de la historia, ética, filosofía de las ciencias y teología y, en términos prácticos, pronto cuestiona el pensamiento de los conductores de la revolución islámica, cuya reflexión no había ido mucho más allá de la lucha contra el régimen del Sha.
Pues no basta que los gobernantes sean justos y bienintencionados, ni pronunciar sermones que apasionen a la gente, ni asistir a complicadas ceremonias religiosas. Eso es fácil de formular. Resulta, en cambio, mucho más difícil ponerlo en práctica.
Durante seis años, a partir de 1990, da lecciones semanales en numerosas mezquitas. Partícipe en el debate político y social, toma posiciones que acaban molestando a un sector iraní. La pertinencia de la construcción de un estado y de un gobierno islámico le resulta discutible.
El gobierno islámico es, en nuestra sociedad, desgraciadamente, un gobierno sin teoría ni doctrina. Así, en los campos de la economía, de la política, de los derechos del hombre y de los asuntos internacionales actúa de una manera desordenada y reactiva. No ha construido ni cimientos ni principios a partir de los cuales actuar de una manera clara. Tampoco ha tenido tiempo para hacerlo. Incluso los últimos decretos y declaraciones de Khomeiny sobre la jurisprudencia estuvieron determinados por necesidades prácticas a corto plazo. Nunca tuvo tiempo de dotarlos con fundamentos teóricos. Si mis ideas tienen algún éxito es porque las abordo y las trato en un entorno muy pobre en el plano teórico.
Su posición crítica le valió a Soroush la creciente enemistad de los clérigos conservadores. El Ministerio de la Guía Islámica prohibió sus libros o exigió en ellos determinados cambios. Finalmente, Soroush se vio obligado a abandonar su país, exiliándose a los Estados Unidos, donde actualmente es profesor de la Universidad de Harvard.
Estamos ante un intelectual que no cree que se trate de reconstruir o reedificar el Islam –como plantea el integrismo– para satisfacer las necesidades de los musulmanes en el mundo moderno; para él, ese es un intento tan inútil como ilusorio. Piensa Soroush que en el mundo contemporáneo existe un conflicto entre la inmutabilidad de la religión y el dinamismo histórico, y que es necesario buscar su conciliación. Para ello, hay que liberar a la religiosidad –que no es lo mismo que la religión– de elementos e interpretaciones superfluas, que oscurecen la esencia de la religión, debiendo en cambio, proveer a esta última de los valores extrarreligiosos que permitan el diálogo entre razón y revelación. Frente a sus antecesores, Soroush proclama:
La intención de mi tesis es que un texto o un acontecimiento estén fundamentalmente abiertos a una pluralidad de lecturas. No es la religión la que ha de ser completada y reconstruida, sino el conocimiento y la intuición religiosas las que necesitan constantemente la reconstrucción. Debemos distinguir entre la religión, de un lado, y la interpretación religiosa, de otro. Por religión no entiendo la fe religiosa, que es la parte subjetiva de la religión, sino el lado objetivo, el texto revelado. Él es permanente, mientras que nuestras interpretaciones de ese texto están sujetas a una evolución. La idea no es que el texto religioso pueda ser cambiado, sino que, con el tiempo, las interpretaciones cambian. No se trataría, pues, de completar la sharia, sino de explicar el proceso por el cual la religión debe ser comprendida, y el modo como ha ido cambiando esta comprensión. La Revelación no nos entrega sus secretos, que debemos buscar con ahínco. Todo lo que recibimos de la religión es interpretación.
Bastan, creo, estas pocas líneas para señalar la oposición entre la ilusoria vuelta a los orígenes del Islam y la conciencia histórica de sus procesos y de su presente. Un largo camino se abre, entonces, por delante, un camino de creación, en la medida que solicita nuevas interpretaciones de los textos revelados. Un camino, en fin, que debe favorecer, en un mismo tiempo histórico, el diálogo social entre las distintas civilizaciones, liberado de la referencia a postulados inmóviles y eternamente antagónicos.
El debate afecta a toda la humanidad y no sólo en el campo de las religiones. De hecho, el pasado nos ha dejado un legado histórico absurdamente convertido en un conjunto de sistemas doctrinarios, a menudo antagónicos, en la medida en que defendían intereses políticos encontrados. Asumir la historicidad de tales principios, su vinculación a tiempos y espacios concretos, para construir las interpretaciones que son propias de nuestra época es quizá la tarea más difícil y urgente de nuestros días. Persisten los ejemplos y las soluciones del pasado aplicadas a un mundo radicalmente distinto, que debe formular respuestas coherentes, sin confundir nunca las que se dieron en pasados concretos con una supuesta verdad situada por encima del tiempo y de la historia.
Resumamos ahora las ideas de una eminente personalidad política, Mohamed Charfi, antiguo ministro de Educación de Túnez, desde cuyo puesto encabezó una importante reforma en la enseñanza, defensor de los derechos humanos. También él denuncia la atribución a exigencias religiosas de preceptos nacidos de intereses meramente políticos. Tema, sin duda, fundamental, en el presente y en el futuro inmediato, tanto en el interior de los países islámicos como en el de sus relaciones con el resto del mundo. En definitiva, lo que hace el hombre puede cambiarse si cambian las circunstancias y son otros los intereses, pero la voluntad de Dios estaría fijada en los textos revelados y, por tanto, no cabría corrección alguna. No hace mucho tuve oportunidad, con ocasión de un curso del IITM celebrado en la Universidad Carlos III de Madrid, de tener una larga entrevista con él, de la que quiero extraer alguna de sus respuestas:
- Históricamente, los políticos han confiscado la religión para legitimar su poder. Y esto a partir de la muerte del Profeta. El Corán no contiene una sola palabra sobre el Estado Islámico. Mahoma no se comportó nunca como un jefe de Estado, y no se habla nunca de reyes o instituciones relacionados con la organización de un Estado. Por el contrario, hay unos versos del Corán donde Dios se dirige al Profeta para decirle que debe limitarse a transmitir la palabra divina y que carece de autoridad para obligar a los hombres y mujeres. ¿Cabe concebir un Estado que no tenga autoridad? En el Corán nunca se identifica la figura del Profeta con la de un gobernante. Y no olvidemos que en otras aleyas se dice que en el Corán nada ha sido omitido. Es decir, que en él está todo lo esencial. Entonces, si no existe ninguna definición del Estado, si nada se dice sobre la elección de los gobernantes o sobre su control, si no hay una sola palabra sobre el Estado y su funcionamiento, ¿cómo interpretarlo?, ¿es que Dios se contradice? La respuesta, en mi opinión, es más simple: si Dios afirma que no ha omitido nada importante en ese texto, y en él no hay una sola palabra sobre el Estado, significa que el Estado está fuera de la religión. En cuanto a si Mahoma fue el fundador de un Estado, de ser cierto, antes de morir habría designado a su sucesor, y no se habría producido la guerra entre quienes aspiraban a ocupar el poder. Y esto sucedió porque ni el Corán ni el Profeta dijeron una sola palabra al respecto. El Profeta vivió en el marco de las tribus, cuya organización y relación no eran las propias de los estados. A su muerte, los árabes se volvieron musulmanes y, por primera vez, constituyeron una unidad. En un siglo ocuparon desde España a Irán, sin crear el estado capaz de abarcar el gobierno de esas tierras. Ahora bien, necesitaban un fundamento para impulsar esa conquista, y fue la religión, que utilizaron como un instrumento fundamental en la creación ulterior del Estado. Por tanto, no se trata de una obra divina, sino humana. Yo creo, en este sentido, que es muy importante que los musulmanes de hoy relean la historia, para distinguir una cosa de otra. Dios está en el Corán, en la plegaria, y eso no cambia, pero, aparte, está la historia política. También el cristianismo ha conocido épocas de fanatismo en las que ciertas posiciones extremistas dictaron los contenidos de la política.
- La idea de que el único texto del Islam es el Corán empezó hace un siglo en Egipto y Túnez, y es hoy compartida por numerosos pensadores del mundo islámico. Lo que sucede es que los gobernantes tienen miedo a adoptar posiciones que pudieran enfrentarles con el pensamiento tradicional y, por ejemplo, confían buena parte de la enseñanza a los representantes de esa corriente, que se opone a esa otra, más moderna y quizá minoritaria porque no puede manifestarse con la misma fuerza. Yo creo que la educación es un tema esencial donde, en definitiva, se frena el avance hacia la modernidad. La relación entre religión y educación es una de las cuestiones que han marcado la evolución de las sociedades.
- Es evidente que en la sharia existen elementos que obstaculizan la aplicación de los derechos humanos. La UMA hizo una declaración a favor de los mismos, pero supeditándolos a la sharia, lo que, de hecho, invalida en buena parte su propósito. En Túnez, no sin cierta resistencia, conseguimos una Declaración que se remitía al orden estrictamente político. Muchos gobernantes e intelectuales occidentales parecen ignorar este proceso.
- En cuanto a la separación del orden político, determinado libremente por los ciudadanos, y el orden religioso, creo que es un proceso que necesita tiempo. No podemos hacer en unos años lo que hizo Occidente en varios siglos. Por lo demás, es lógico que se produzcan movimientos de resistencia al cambio y que se llegue al extremo de que algunos quieran volver a los tiempos del Profeta. Ese extremismo quizá sea una prueba de que ya no cabe vivir sumidos en el orden social y político que había sido impuesto como la expresión permanente del islam. Unos países irán más despacio que otros, a partir de su distinta realidad. Pero la construcción de un orden democrático, que respete el Corán y recupere la autonomía que es propia de la acción política, creo que es algo que está ya en el ánimo de muchos musulmanes. Los cristianos invocaron el «A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; pero eso, en otros términos, también está dicho en el Corán cuando se señala el campo de actuación del Profeta: «¡Creyentes! Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquellos de vosotros que tengan autoridad». Y en cuanto a la libertad de conciencia, el Corán es concluyente: «No cabe coacción en religión».
Bastaría para cuestionar el pensamiento occidental de nuestros días, la carga de idealismos y prejuicios con que afronta a menudo sus relaciones con el Islam. El conocimiento parcial e interesado es la forma más habitual de la ignorancia. Y es lo cierto que la inmensa mayoría de la información sobre las relaciones entre las dos grandes civilizaciones mediterráneas se instala en ese principio. De hecho, Bin Laden y Georges Bush han sido sus más escuchados portavoces, generando una percepción radical y simplista en la inmensa mayoría de la ciudadanía euroamericana. Cada uno a su manera, con argumentos parcialmente coincidentes, en tanto que ambos han aunado las razones políticas con la invocación a su Dios, nos sitúan ante un enfrentamiento alimentado por sentimientos al parecer definitivos y ajenos al curso de la historia. Así el terrorismo islamista aparece como una maldad sustancial, ajena a las circunstancias históricas que hayan podido contribuir a su fomento. El hecho mismo de hacerse la pregunta, resulta para muchos una execrable justificación y un odioso olvido de sus víctimas. Pero ¿acaso no sería la solidaridad con las víctimas una de las razones para interrogarnos por las causas de su muerte? No se trata, en fin, de recurrir a argumentos doctrinarios para distribuir el bien y el mal entre los mortales. La política, como se ha dicho reiteradamente, ha hecho de la religión uno de sus instrumentos, y lo sigue haciendo cuando tiñe de razones éticas las consecuencias de su violencia. También nosotros debemos aprender a separar las creencias religiosas –las relaciones personales entre el creyente y Dios– de su manipulación política.
De manera que, tanto en el Islam como, en mucha mayor medida, en Occidente, nos encontramos ante dos discursos separados por la índole de sus protagonistas. En uno, los humanos aparecen siempre disminuidos o aniquilados por el imperativo de los conceptos. Hombres y mujeres son sólo la ilustración de esos conceptos, que definen su existencia terrenal y ultraterrena. La muerte o la vida importan mucho menos que los principios por lo que se muere o se vive. El ser humano es poco menos que un intruso en un espacio conceptual anterior y posterior a la historia del hombre. ¿Cómo entonces construir la historia de una convivencia sobre principios inamovibles, cuyo antagonismo la hace inviable? En el otro discurso, en cambio, sí tenemos una respuesta, porque sólo el acceso de los humanos al protagonismo de la historia, sólo la posibilidad de examinar las diferencias desde sus propios intereses y ajustar las respuestas a las preguntas concretas de su tiempo puede, me parece, abrir ese camino hacia una diversidad gobernada, en vez de padecida, por los humanos. El relativismo radical desaparece, en la medida en que no se trata de legitimar arbitrariamente las diferencias, sino de confrontarlas, precisamente para depurar el pensamiento de cualquier ganga temporal que quiera asumir la condición de valor permanente. O dicho con otras palabras: los intereses de los humanos, su disfrute del planeta, los aproximan; la historia, el doctrinarismo del poder, los separa y, a menudo, los sacrifica.
Junto a la sumisión o la irritación elemental ante determinadas realidades sociales, existe en muchos lugares del planeta un movimiento de resistencia cultural, ética y política a la reducción del pensamiento, personal y colectivo, a la crisis económica y el paro, generalmente analizados con un discurso fatalista y engañoso, dejando a un lado sus causas y sus responsables. ¿Cómo asumir la realidad, en el ámbito de una economía cada vez más globalizada, cuando las inversiones en gastos militares y armamento han alcanzado una cifra superior a los 4.000 millones de dólares al día, al tiempo que mueren de hambre, en el mismo plazo, 70.000 personas, la mayoría de ellas niños de edades inferiores a los cinco años? Esta realidad ha generado una nueva actitud social en buena parte del mundo que solicita un cambio en el orden y la cultura política de nuestro tiempo. Actitud crítica que, frente a la tradicional visión ornamental de la cultura, ha dotado a esta de una dimensión transversal, incluyendo en ella a cuanto pueda afectar al modo de «vivir juntos», según una expresión de las Naciones Unidas. Del preámbulo de la Constitución de la UNESCO es la afirmación de que «la amplia difusión de la cultura y la educación de la humanidad para la justicia, la libertad y la paz son indispensables a la dignidad del hombre y constituyen un deber sagrado que todas las naciones han de cumplir con un espíritu de responsabilidad y de ayuda mutua». Y a la Asamblea de las Naciones Unidas corresponde la siguiente definición de una cultura de paz: «Consiste en valores, actitudes y conductas que plasman y suscitan a la vez interacciones e intercambios sociales basados en principios de libertad, justicia y democracia, todos los derechos humanos, la tolerancia y la solidaridad; que rechazan la violencia y procuran prevenir los conflictos, tratando de atacar sus causas para solucionar los problemas mediante el diálogo y la negociación y que garantizan el pleno ejercicio de todos los derechos y proporcionan los medios para participar plenamente en el proceso de desarrollo de su sociedad».
Aparece así, un tanto embrionario, un nuevo sujeto colectivo, cada vez más integrado en ese espacio transversal y totalizador, entendido como el principal agente de la realidad, mucho antes que las decisiones coyunturales y dispersas de los rectores políticos o la crónica de las luchas por el poder. El hecho de que el término «Cultura de Paz» se haya abierto camino y sea uno de los centros del debate es una expresión del proceso.
Las funciones cumplidas por las representaciones teatrales han sido, a lo largo de los siglos, muy diversas y a menudo más que dudosas. Una parte de ellas constituyen, sin embargo, después de dos mil años de existencia, una expresión esencial del espíritu crítico de la humanidad. Nacido el teatro como una fiesta religiosa, bien pronto la tragedia supuso una indagación, planteada en términos estéticos, sobre las víctimas de los mitos y del abuso de poder, razón primordial de su supervivencia, pese a las censuras de que ha sido objeto por quienes lo han considerado poco respetuoso o claramente trasgresor. Un teatro donde se han planteado, frente a las referencias míticas o los múltiples doctrinarismos –laicos o religiosos– los conflictos de los seres humanos en sus concretas circunstancias. ¿Cómo no pensar, entonces, que el teatro así entendido, constituye una expresión fundamental dentro de la concepción totalizadora de la cultura de paz? Y, por tanto, la pertinente solicitud de un teatro que, en lugar de limitarse a entretener o a ilustrar las virtudes o los defectos de una ideología o de un personaje, convoque las contradicciones, carencias y esperanzas democráticas, definidas en los trascritos textos suscritos por los Estados tras los horrores de la II Guerra Mundial. Nos corresponde, más allá de la protesta, generar el pensamiento, social y personal, que corresponde a una época planetaria. Y el teatro es uno de los instrumentos que contamos para ello si sabemos utilizarlo para preguntarnos y descubrirnos.
Obviamente, esta percepción del teatro habrá de expresarse con muy distintas formulaciones. A fin de cuentas, oteamos cuanto sucede desde realidades socioeconómicas y experiencias históricas y culturales diversas, aunque la revolución tecnológica y el proceso de globalización no sólo nos han acercado sino que han hecho sentir a muchos cuanto hay de anacrónico en guerras, atentados terroristas, discursos nacionalistas, líderes mesiánicos, integrismos religiosos, racismos, dictaduras, clasismos o en la agresiva retórica partidista. Hoy, pese al control de la información, sabemos, siquiera parcial y desordenadamente, mucho de cuanto sucede en el mundo, para percibir una misma incapacidad del poder para explicar y justificar lo que sucede. O la de quienes hablan iluminadamente para sus fieles seguidores como si poseyeran toda la verdad. Los actos solemnes inventados para transmitir a las sociedades la coherencia y el esplendor de su realidad y la magnanimidad de sus gobernantes suenan cada vez más a espectáculos vacíos cuando no crueles. Independientemente de la honestidad individual de muchos políticos, apresados por las exigencias del poder económico dominante.
En esta realidad, diversos grupos teatrales y movimientos culturales, que llevan años defendiendo los valores de la solidaridad, la justicia social y los derechos culturales de la inmensa mayoría, convocados por la revista Primer Acto (España), han decidido asociarse para defender y promover, ajustándola a nuestra época, la tradición democrática del gran teatro, como un factor necesario para la cohesión social y la construcción participativa de una cultura de paz.
Se adhieren al manifiesto:
Argentina: Roberto Cossa, Hector Oliboni, Carlos Ianni; Brasil: Antunes Filho, Sebastiao Milaré, André Carreira; Colombia: Carlos José Reyes, Victor Viviescas, Sandro Romero; Chile: Marco Antonio de la Parra, Soledad Lagos; Ecuador: Arístides Vargas, Santiago Roldós; España: Ignacio Amestoy, Manuel Aznar, J.M. Bennet i Jornet, Guillermo Heras, David Ladra, José Díaz Satorre, Carmen Losa, Federico Mayor Zaragoza, Juan Mayorga, Santiago Martin Bermúdez, Ángel Martínez Roger, Jaime Millás, Luis Molina, José Monleón, Ángela Monleón, Itziar Pascual, José Sánchis Sinisterra; México: Jaime Chabaud, Leticia García; Perú: Miguel Rubio, Luis Peirano; Uruguay: Mauricio Rosencof, Raquel Dain; Venezuela: Héctor Manrique, Leonardo Azparren.
Grupos españoles:
La Cuadra (Sevilla): Salvador Távora y Lilyane Drillón; La Fundición (Sevilla): Pedro Álvarez Osorio; Teatro de la Resistencia (Vila-Real): Hadi Kurich; Teatro Estudio Lebrijano (Lebrija): Ángela Mendaro y José García; Compañía Chirigóticas (Sevilla y Cádiz): Antonio Álamo; Grupo UV (Valencia): Josep Lluís Sirera; Companya Hongaresa de Teatre (Puerto de Sagunto): Paco Zarzoso; Teatro La Pavana (Valencia): Rafael Calatayud; Uroc Teatro (Madrid): Juan Margallo; Teatro Micomicon (Madrid): Laila Ripoll y Mariano Llorente; Grupo Tejido Abierto (Madrid): Jorge Eines y Carmen Vals; La Carátula (Elche): Antonio González; Festival Canarias de las Tres Culturas (Agüimes): Antonio Lozano; L’Om Imprebis (Valencia): Santiago Sánchez; Grupo Tantaka (Donostia): Fernando Bernúes; Addos Teatro (Donostia): Garbi Losada; Vaivén Producciones (Donostia): Ana Pimenta.
Me sueño dormido en el barco que me lleva de Valencia a Palma de Mallorca, donde hice el servicio militar. Tumbado en la cubierta, con mi uniforme de soldado, apoyo la cabeza en la maleta de madera. La salida ha sido una fiesta, animada por las novias, los familiares y los amigos de los reclutas. En un momento dado, incluso se ha oído una dulzaina y una especie de balada que oí de niño a los milicianos de la República.
Por alta que va la luna,
los luceros la acompañan…
Luego, cuando han sonado las estrepitosas sirenas para anunciar la salida, se ha hecho un súbito silencio, acompasado por el ritmo de las máquinas. Me revuelvo en el piso de cubierta para asegurarme que tengo ante mis ojos los muelles del puerto de Valencia. Quiero ver como las naves familiares se van perdiendo poco a poco, con sus luces que resbalan sobre el agua. Me sueño iniciando el viaje hacia gentes y paisajes ignorados. Y aguardo expectante los nuevos caminos. Se interpone la sombra de un militar pidiendo que me identifique. «José Monleón Bennácer, agnóstico, judeo-español, moro, latinoamericano y mediterráneo». Se marcha. Me acuesto de nuevo. Y el cielo se llena de bosques y cumbres sombreadas, en las horas machadianas de la tarde.
1 En 2007, José Monleón dirigía el Festival Internacional Madrid Sur al que hace referencia en su «pregón». El Festival, único en su planteamiento, reunió a los municipios de Aranjuez, Alcorcón, Fuenlabrada, Getafe, Leganés, Móstoles, Parla y Rivas Vaciamadrid en distintas ediciones durante 16 años (1996-2011).
2 Febrero, 2009. Texto inédito, encontrado en los archivos personales de J.M. Conviene en este punto recordar que Monleón fundó y dirigió el Instituto Internacional de Teatro del Mediterráneo (IITM), que trabajó en red con 23 países mediterráneos. Desde su nacimiento en 1990 hasta 2012, fueron miles las actividades realizadas por el IITM, actividades siempre al servicio del objetivo básico e integrador de la Fundación: fomentar y promover las expresiones escénicas, así como todo tipo de iniciativas culturales que contribuyeran a la finalidad de desarrollar y manifestar la cultura mediterránea en todas sus vertientes, el intercambio cultural y la solidaridad entre los pueblos mediterráneos.
3 Artículo de J.M. publicado en Triunfo (1995) tras un viaje a Troya que le inspiraría un proyecto posterior de la Fundación IITM.
4 Texto inédito de 5 de mayo de 2008, encontrado en los archivos personales de J.M. Lorca, siempre presente en el pensamiento monleoniano.
5 Artículo escrito por J.M. para el libro sobre la falla Prado, de Tavernes de la Valldigna, su pueblo natal (marzo 2007).
6Esto es lo que yo, a más de las sinceras palabras de gratitud a la SGAE y a la profesión, hubiera querido decir cuando recibí el Premio. Creo que lo dije casi todo. Aunque los imperativos de la transmisión televisiva prescindieran de una buena parte.
7 Borrador del discurso de agradecimiento de J.M. al recibir el Premio Max de Honor en abril de 2011.
8 Fragmentos de la introducción de Siglo XXI: la evolución pendiente, de J.M. (Edición Clave Intelectual, Madrid, 2011)
9 Artículo de J.M. escrito para la revista de la Unión de Actores, junio 2004.
10 Texto de la conferencia de J.M., del 1 de julio de 2004, ofrecida en la inauguración del Ciclo Ideas, incluido dentro de la programación del 50 Festival de Teatro Clásico de Mérida. Festival que él mismo dirigió desde 1984 hasta 1989. Con motivo de la celebración de su cincuentenario y por encargo del propio Festival, Monleón publicaría ese mismo año Mérida: los caminos de un encuentro popular con los clásicos.
11 Colaboración de J.M. incluida en Ananda Danza del baile a la palabra: 25 años en escena, de Remei Miralles (2007). Edición de Remei Miralles y Josep Lluís Sirera.
12 Artículo publicado en Teatro español. Libro homenaje a Ricardo Doménech. (Editorial Fundamentos. Madrid, 2008).
13 Publicado en Anales de la literatura española contemporánea. Vol. 37, No. 2, Escena y Literatura Dramática en el Exilio Republicano de 1939: Drama/Theatre (2012).
14 Intervención de J.M. en el congreso organizado por la Universidad de La Coruña dedicado a Valle Inclán. Octubre, 2007.
15 Fragmentos de La travesía, de J.M. Conviene añadir que la revista inició en 2012 su Tercera Época, siempre bajo la dirección de J.M. La crisis económica y las nuevas circunstancias políticas determinaron cambios en la estructura y orientaciones de la publicación, como sucediera desde su nacimiento en 1957. De carácter semestral, actualmente la revista continúa su andadura, atenta a todo cuanto sucede a su alrededor y empeñada en la construcción de un espacio de encuentro y de debate entre culturas y generaciones.
16 Artículo de J.M. que pertenece a un serie de tres, dedicados al flamenco, publicado en Triunfo en marzo y abril de 1966. Los títulos del primer y segundo artículo son: «Del cante al flamenquismo» y «De Triana al barrio de santa María». El carácter pionero de las reflexiones planteadas desde el mundo del teatro impulsó a Monleón a editar en la firma Gregorio del Toro el ensayo «Lo que sabemos de flamenco». A raíz de la publicación de la serie mereció el galardón del Premio Nacional de la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera. Imposible no recordar aquí su espectáculo Antología del flamenco, premiada en el Teatro de las Naciones, y los años de colaboración con Salvador Távora y La Cuadra.
17 Intervención de J.M., en el II Congreso de los Autores Españoles (Edición de la AAT, 2006). Se incluye la versión revisada de octubre de 2007.
18 Fechado en junio de 2009, el artículo de J.M. formaba parte de un libro que iban a editar conjuntamente el Centro por la Paz de Sarajevo y la Fundación IITM.
19 Artículo de J.M., incluido en Maestros del teatro. (Publicación de la RESAD en el 175 aniversario de su fundación, Madrid, 2006). Monleón fue catedrático de Sociología del Teatro desde 1976 a 1992 en esa Escuela.
20 Colaboración de J.M. para la revista de la Escuela Superior de Arte Dramático de Valladolid (Junio, 2006).
21 Revisión de J.M. de su ponencia La crítica, profesión dudosa, en el marco del Taller Nacional de Crítica Teatral, 1995. Publicada en Memorias de Teatro/Festival de Cali (Colombia), en 2008.
22 Crítica de J.M., publicada en Primer Acto, nº 331. Noviembre, 2009.
23 Conferencia inaugural de J.M. en el Seminario Internacional El diálogo posible. Toledo, abril 2007.
24 Ponencia de J.M. en el IX Foro Ibn Arabí La memoria al servicio de la humanidad (Cáceres, Rabat, 2005), organizado por la Fundación IITM en colaboración con la Universidad de Extremadura y el Instituto Cervantes.
25 Conferencia de J.M. en los Foros de la Universidad de Otoño, de París, organizados por la Liga de los Derechos Humanos, en noviembre de 1997.
26 Texto de la conferencia de J.M. en el Seminario Teatro y diálogo entre culturas. Festival Murcia Tres Culturas, 2008.
27 Este Manifiesto fue la base del programa Teatro y Democracia, iniciativa que J.M. emprendió en 2012, ya muy delicado de salud.
28Fragmento de La travesía, 1927-2008. Memoria de mi tiempo. Madrid, Marcial Pons, 2008