La resignificación de Calderón en la escena española reciente (1981-2018)
Colección Libros de la Academia
Publicado por la Academia de las Artes Escénicas de España
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En colaboración con la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). Con el apoyo del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM) y de la Fundación Aisge.
Directora de Publicaciones de la AAEE: Liz Perales
Consejo de Publicaciones de la AAEE: Antonio Castro, Ignacio García May, Julio Huélamo y Margarita Piñero
© Del texto: Sergio Adillo Rufo
© Del prólogo: Luciano García Lorenzo
© De la foto del autor: Carlos Alonso
© De esta edición: Academia de las Artes Escénicas de España
Todos los derechos reservados
Primer edición: mayo de 2019
Diseño de cubierta: Mola Studio
Coordinación editorial y producción: www.spandaeditorial.com
ISBN del libro impreso: 978-84-949059-5-7
ISBN del libro electrónico: 978-84-949059-4-0
Depósito legal: M-18880-2019
Versión electrónica disponible en www.academiadelasartesescenicas.es
Por suerte para el teatro en escena como para los textos teatrales las últimas décadas han sido en España bien propicias y en ambos campos hay personas que merecen un reconocimiento especial, pues tampoco ha sido fácil el camino que, al menos por mi parte, comenzamos a recorrer unos cuantos allá por los años sesenta, al calor del teatro universitario y bajo el paraguas de algunas publicaciones, la mayoría de ellas hoy ya solo en los anaqueles de las bibliotecas. Bueno es comenzar recordando esto, ya que Sergio Adillo es producto de estas preocupaciones, ocupando un lugar privilegiado con su trabajo en esos dos caminos hoy confluyentes y desde hace mucho también amigos. Dos caminos y además siempre teniendo presente eso que desde hace tiempo sabemos: el teatro como polifonía de signos y también inmerso en un tiempo concreto y con los acontecimientos de muy diverso tipo que enmarcan las correspondientes puestas en escena.
He dirigido no pocos trabajos de investigación a distintos niveles como también no pocas tesis doctorales y pocas personas me han parecido más entusiastas y rigurosas que Sergio Adillo. Eso sí, como algunas otras que estuvieron a mi lado, viéndolas sufrir al tener que elegir entre la mesa y los libros en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) o salir todas las noches (es un decir eso de todas) a disfrutar con el público en cien tablados diferentes. Sergio iba a y venía del libro a la escena, pero haciendo todo con rigor, extrema dedicación y una ilusión casi infantil, ilusión que no ha perdido,
a pesar de que, como sucede lamentablemente más de la cuenta, la respuesta en ocasiones de quienes debieran tenerla no haya estado a la altura de la palabra dada. Sergio Adillo es un gran profesional y también (ojalá los palos no le doblen el espinazo) una persona alegre y confiada. Incluso con una cierta inocencia que le lleva, por ejemplo, a romper las rígidas formalidades de una defensa de tesis sacando ante el tribunal y el público asistente elementos escénicos del teatro, después de resumir adecuadamente las decenas y decenas de páginas dedicadas a Calderón en las tablas, sin por ello olvidar nunca que las obras de don Pedro son palabra, pensamiento y emoción a través de la palabra.
Como profesor de teatro español del Siglo de Oro siempre ha estado Fuenteovejuna en esas listas de lecturas que acompañan los programas de la materia. De la misma manera, algunos de mis artículos, y ya desde hace muchos años, han estado dedicados a ese texto de Lope, pero, sobre todo, a su presencia en los escenarios principalmente españoles, aunque sin olvidar los muy diversos que desde hace décadas y décadas se han presentado en espacios de muchos países. Hace una década, más o menos, una versión de Fuenteovejuna me hizo disfrutar como espectador, al mismo tiempo que consiguió despertar al máximo mi conciencia ciudadana. Se trataba de unos cuantos actores y actrices de diversos lugares de habla hispana, que, bajo la batuta escénica de una joven directora española, habían mostrado en uno de esos espacios entrañables de Nueva York una versión de Fuenteovejuna con un fin muy preciso: denunciar (vieja, pero tan necesaria palabra) la situación de una ciudad como Ciudad Juárez donde la muerte, la corrupción, el dolor, la prepotencia, eran las protagonistas y además con la mujer como víctima fundamental en una frontera por muchos motivos maldita. Y lo más impresionante de ese montaje es que no podías aplaudir al final de la representación, pues, muy inteligentemente, aquellos jóvenes nos hacían leer los nombres, uno a uno, de algunas de las víctimas en una pantalla y ante la cual solo cabía el silencio. Un silencio lleno de dolor, de rabia, de impotencia. Y de respeto. Sergio Adillo era uno de esos jóvenes. Había pasado para mí de los pasillos y de la biblioteca del (rimbombante denominación esa de Superior) Consejo Superior de Investigaciones Científicas a otro espacio para hacer un personaje de Lope, un personaje de verdad, con carne y con hueso (y con alma, que diría Unamuno), completando así lo que en aquellos pasillos y aquella biblioteca habían sido páginas de un libro.
La investigación que en este momento me cabe la satisfacción de presentar (no voy a hacer un resumen de la misma) es un testimonio excelente, años después, de lo que hace tantos y tantos yo pensaba que podía ser una línea de acercamiento al estudio del teatro. Como antes escribía, los comienzos resultaron tan ilusionantes como a veces ingratos. Siempre estas cosas fueron y seguirán siendo así, pero lo importante es poner los primeros eslabones de la cadena… Mejor: dar la mano para que alguien la apriete y que ofrezca la suya al siguiente. Hacer una cadena, sí, pero (y me repito) sintiendo el calor a izquierda y derecha a través de las yemas de los mismos dedos que disfrutan también pasando páginas de viejos y nuevos libros.
Sergio Adillo recuerda generosamente a algunas personas en la dedicatoria con que se abre este libro y dice al final que ellas lo hicieron más sabio aunque también el tiempo lo ha hecho más viejo… No te pongas estupendo, Sergio. Que has aprendido es un hecho y aquí está el resultado. Pero, anda, que no te queda nada por delante. Eso sí, ojalá sea leyendo y estudiando versos de Lope o de Calderón en ediciones (ya sabes, rigurosas siempre), o con los pies en cualquier escenario, desde Almagro o Alcalá hasta ese Nueva York que ya tendrás, como por otros motivos yo lo tengo, muy dentro, en lo más íntimo, y para el tiempo que queda por venir.
Luciano García Lorenzo
A los felices e inspiradores encuentros profesionales de estos años, que han enriquecido mi visión sobre el campo teatral y mi amor por los escenarios: Arnold Taraborrelli, Juan Mayorga, María Besant, Eva Rufo, José Ramón Fernández, Ana Zamora, Luis Miguel Cintra, Alicia Lázaro, Vicente Fuentes, Pablo Messiez, Adriano Iurissevich, María Velasco, Carles Alfaro, Lenard Petit, Carlos Tuñón, Claudio Hochman, Rafael Sánchez…
Y, en fin, a todos aquellos antiguos amores,
amistades o compañías que omito por olvido voluntario o desintencionado pero que también han caminado conmigo en alguna etapa de este largo viaje, tras el cual regreso a casa más viejo pero sobre todo más sabio.
Tradicionalmente la Estética de la Recepción ha estudiado las lecturas que un determinado autor del pasado ha generado en los escritores posteriores, y en este sentido Calderón de la Barca, dramaturgo poliédrico y aun contradictorio, denostado por los clasicistas y venerado por los románticos, ha suscitado una gran diversidad de valoraciones dentro y fuera de nuestras fronteras, así como una abundantísima bibliografía al respecto. Sin embargo, por lo que se refiere a su acogida más allá de los círculos intelectuales o literarios, es decir, centrándonos en el lugar que su producción ha ocupado en las carteleras españolas a lo largo de la historia y en la imagen que de él se han formado las sucesivas generaciones de espectadores y profesionales del teatro en nuestro país, la situación es muy distinta: es cierto que en los últimos años han aparecido numerosos artículos y varios volúmenes de conjunto sobre la puesta en escena contemporánea de los textos dramáticos del Siglo de Oro, pero se echa de menos una monografía que indague en la naturaleza y evolución del canon escénico calderoniano y en los factores que han influido en su configuración diacrónica.
Desde que apareció Calderón y la crítica: historia y antología [Durán y González Echevarría 1976], Joaquín Álvarez Barrientos, Víctor de Lama y Ermanno Caldera han publicado varios artículos referidos a la recepción de nuestro dramaturgo en el Setecientos y el Ochocientos [Álvarez Barrientos 1995 a, 1995 b, 2000 y 2004; De Lama 2002 y Caldera 1983] y Jesús Pérez-Magallón ofrece al respecto una completa visión de conjunto en su libro Calderón. Icono cultural e identitario del conservadurismo político [Pérez-Magallón 2010], que me ha resultado muy inspirador. Pero lo que me propongo aquí no es abordar su recepción literaria, es decir, las polémicas entre intelectuales que ha suscitado su lectura a lo largo de la historia, sino estudiar el impacto que su producción ha tenido en la vida teatral española de los últimos cuarenta años tanto desde una perspectiva sincrónica como diacrónica, puesto que la recepción escénica, sin ser totalmente ajena a esas polémicas, goza de cierta autonomía con respecto a ellas.
La bibliografía sobre la puesta en escena reciente del teatro de Calderón en España se ha desarrollado al amparo de las efemérides y de las jornadas de estudio que acompañan a festivales de teatro clásico y que a menudo sirven como punto de encuentro entre filólogos y profesionales del espectáculo. Entre la literatura especializada en el tema abundan los estudios aislados centrados en períodos muy precisos1, en la trayectoria de una compañía2, o incluso en un género3 o una obra específica4, pero pese al valor que tienen títulos como Golden Age Spanish Drama in Contemporary Spain [Wheeler 2012], el volumen Clásicos entre siglos editado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico [Huerta Calvo y Urzáiz 2006] o las tesis doctorales inéditas Puesta en escena y recepción del teatro clásico y medieval en España (1939-1989) [Muñoz Carabantes 1992], Negotiating Golden Age Tradition since the Spanish Second Republic: Performing National, Political and Social Identities [García-Martín 2004], El Siglo de Oro español en la escena pública contemporánea. La Compañía Nacional de Teatro Clásico (1986-2001) [Mascarell 2014] y ‘La Celestina’ en escena (1909-2012) [Bastianes 2016], para el caso concreto de Calderón de la Barca quizá se siguen echando en falta trabajos que aborden globalmente la recepción del dramaturgo madrileño con una visión amplia pero exhaustiva y profunda y que, más allá del análisis semiótico de determinados montajes o del mero catálogo enumerativo de representaciones, extraigan conclusiones sobre el significado del conjunto de la programación.
En esta ocasión me he fijado como objeto de estudio el período que arranca en 1981, cuando se celebró el tercer centenario de la muerte de nuestro autor, para llegar hasta el momento presente, y este lapso temporal es sin duda el que ha generado la bibliografía más extensa, sobre todo por el impulso que la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico ha dado a la colaboración entre los campos académico y teatral. Entre la colección de cuadernos publicados por esta institución nos encontramos con estudios de varios autores sobre la presencia escénica de los escritores del Siglo de Oro dentro y fuera de España [Huerta Calvo y Urzáiz Tortajada 2006, Zubieta 2008 y 2012 a], a los que habría que sumar obras individuales especialmente atentas a la labor y a la trayectoria de dicha compañía [Wheeler 2012, Mascarell 2014 a]. Por lo que se refiere a las representaciones de Calderón posteriores a la Transición, existe una abundante literatura crítica, con el inconveniente de que buena parte de ella o bien se centra en el análisis aislado de espectáculos, más próximo a la semiótica que al enfoque de esta tesis [Fischer 1993, 1998, 2001, 2002 y 2003], o bien presta atención exclusiva al repertorio de la Compañía Nacional [Díez Borque 2000 b, Alonso 2001, Amorós 2000, Pedraza Jiménez 2006], o bien se detiene al llegar a la cartelera del siglo XXI [Andura Varela 2000, García Lorenzo y Muñoz Carabantes 2001, Pedraza Jiménez 2001 b, García Lorenzo 1996 a, 1997 a y c, 2000, 2001 y 2002], puesto que muchos de estos trabajos se redactaron a raíz de la efemérides calderoniana de 2000. Dada la condición referencial de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, las biografías sobre su fundador, Adolfo Marsillach [Marsillach 1998, Oliva 2005], son asimismo imprescindibles para entender la renovación y la relectura del canon áureo que se ha llevado a cabo en la España última.
Como punto de partida para mi investigación me he basado en un corpus de representaciones de textos de nuestro dramaturgo desde 1981 hasta la fecha [Adillo 2017], que incluye datos del Centro de Documentación Teatral del INAEM, a los cuales se han sumado en esta ocasión los de otros centros especializados dependientes de organismos de las comunidades autónomas o las diputaciones provinciales como el Centre de Documentació i Museu de les Arts Escèniques del Institut del Teatre de Barcelona, el Centro de Documentación de Teatres de la Generalitat Valenciana o el Centro de Documentación Teatral de Andalucía. El listado de Muñoz Carabantes [Muñoz Carabantes 1992] recoge datos que llegan hasta los años ochenta, y el de la memoria de la exposición Calderón en escena: siglo XX alcanza hasta el 2000, de modo que el catálogo que he consultado completa y amplía las referencias a espectáculos calderonianos hasta el día de hoy con información procedente de las hemerotecas de ABC, La Vanguardia, El País y otros periódicos, así como de las programaciones de los festivales y las páginas webs de las propias compañías5.
Partiendo de esta base de datos y usando como marco teórico la Sociología de la Cultura de Pierre Bourdieu, junto a otros enfoques complementarios6, el primer objetivo que me he fijado es constatar la presencia y/o la ausencia del teatro de Calderón en nuestros escenarios y analizar los cambios en el repertorio de sus obras representadas durante estas cuatro décadas con el fin de establecer ciertas tendencias que nos permitan delimitar cortes diacrónicos en la evolución de su lugar en la cartelera española. En segundo lugar trataré de explicar qué factores (políticos, económicos, sociales, culturales, estéticos…) han intervenido en la presencia y/o la ausencia de su teatro sobre las tablas así como en la configuración de su voluble canon escénico, con la arbitraria elección y exclusión de ciertas obras que ello implica. Finalmente, me interesa concretar qué función ha jugado Calderón –como una de las cumbres de la dramaturgia universal– en la evolución del campo teatral, algunos de cuyos integrantes han establecido vínculos con agentes de otros ámbitos, especialmente con el campo político, interesado a su vez en forjar una identidad cultural construyendo un relato muy particular de la nación española mediante la selección y la resignificación del patrimonio dramático.
La división de las páginas que siguen en tres capítulos (más un epílogo) responde a mi voluntad de establecer dentro de este momento histórico tres etapas distintas, cada una de las cuales tendría una duración aproximada de una década. Tomando como eje central el período 1992-2000, enmarcado por los aniversarios del descubrimiento de América y el nacimiento del autor de La vida es sueño, consideraremos que durante la fase anterior (los ochenta) se crearon las infraestructuras necesarias para hacer posible el regreso de Calderón a los escenarios y se sentaron las bases para su reinterpretación y su recanonización, mientras que en la fase posterior (en la cual nos encontramos ahora) aquellas mismas infraestructuras están viéndose obligadas a reinventarse ante el riesgo de ser desmanteladas por la crisis.
Debido a su identificación con los valores del Nacionalcatolicismo sabemos que durante el segundo Franquismo el teatro áureo en general y Calderón en particular habían sufrido un proceso de descanonización escénica. Los años ochenta, por el contrario, supusieron un vuelco en la historia de la recepción de nuestro dramaturgo con hitos fundamentales como la celebración del tricentenario de su muerte en 1981, la llegada del Partido Socialista al poder en 1982 o la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1986, que favorecieron la aparición de nuevos modos de abordar el patrimonio dramático en el contexto de un nuevo modelo de producción teatral y posibilitaron la recanonización de Calderón, con el consiguiente cambio de repertorio que este fenómeno suele llevar aparejado.
Me detendré en un primer momento en la celebración de la efemérides calderoniana de 1981, una conmemoración que el campo académico había empezado a gestar en septiembre de 1980 durante las Jornadas de Almagro bajo el marbete «Aproximación al teatro de Calderón». Sin embargo, no fue hasta pasados unos meses cuando Calderón ingresó en la posmodernidad por derecho propio con la ayuda de los especialistas españoles y extranjeros reunidos en el Congreso Internacional sobre el Teatro del Siglo de Oro que, coordinado por Luciano García Lorenzo desde el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), tuvo lugar en junio del año siguiente en Madrid y donde por oposición al poeta grave, católico y aristocrático secuestrado por el Franquismo, se redescubrió al Calderón de los entremeses y las mojigangas, de las comedias burlescas y las fiestas cortesanas, un autor, en definitiva, mucho menos ortodoxo de lo que la dictadura hubiera deseado; lúdico, transgresor y hombre de teatro consciente de las convenciones del arte escénico y de la simbiosis indispensable entre texto y espectáculo7. A este interés renovado por el poeta barroco contribuyeron también la Junta Pública en su honor que ofreció la Real Academia Española; la exposición El arte en la época de Calderón en el Palacio de Velázquez del Parque del Retiro auspiciada por el Museo del Prado; la publicación en facsímil del autógrafo del auto sacramental inédito El divino cazador encontrado en la Biblioteca Nacional, y el congreso Calderón y su época celebrado en agosto en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, así como otras reuniones científicas centradas en su figura celebradas fuera de España: en Los Ángeles, Chicago, Toronto, Nueva York, Erlangen, Bamberg, Würzburg, L’Aquila, Moscú y Mendoza8. Los hispanistas españoles, tanto los filólogos como los historiadores, aprovecharon estos encuentros con sus colegas extranjeros para ofrecer una imagen más compleja de Calderón y con él de todo el Siglo de Oro, alejándose del triunfalismo imperial que había vendido la propaganda franquista pero también de la leyenda negra forjada por los anglosajones y que las tesis de José Antonio Maravall [Maravall 1990] habían ayudado a perpetuar.
En breve daré cuenta de los pactos que se establecieron entre el campo intelectual, el artístico y el político en esta relectura de la dramaturgia calderoniana, pero antes de pasar al análisis de su presencia escénica propiamente dicha considero oportuno recordar cómo intervinieron en el tricentenario la Iglesia y el Ejército, dos grupos de poder cuyas relaciones con el gobierno de la democracia cambiaron radicalmente con respecto al papel que habían detentado en la dictadura. El Calderón sacerdote fue recordado en una misa en la parroquia de los Dolores –sede de la Congregación de San Pedro de los Naturales de Madrid, a la que perteneció el autor, y último espacio que acogió sus erráticos restos mortales9–, ceremonia oficiada por el cardenal Tarancón el día 25 de mayo, cuando se cumplía el aniversario calderoniano, mientras que los militares declinaron la invitación de homenajear al poeta-soldado con una exposición en el Museo del Ejército sobre el mundo de las armas en el siglo XVII, autoexcluyéndose de los actos institucionales. Ambos posicionamientos resultan muy significativos si recordamos, por un lado, el protagonismo conciliador que durante la Transición asumió el arzobispo de Madrid, quien pasará a la historia como «el cardenal que hizo llorar a Franco», y, por otro lado, el discreto papel a que quedaron confinadas las Fuerzas Armadas con el nuevo régimen, sobre todo tras el fallido golpe de Estado del 23-F.
No obstante, y a diferencia de lo que ocurrió con el bicentenario de 188110, en esta ocasión el plato fuerte fue la recuperación de la obra de Calderón para las tablas después de casi dos décadas de desinterés –y en muchos casos rechazo– hacia su repertorio por la mayoría de la profesión teatral. Desde que en 1978 se inauguraran las Jornadas de Almagro, el mundo erudito había comenzado a acercarse a la práctica escénica, y ya hemos comentado también que el Congreso Internacional del CSIC destacó la figura de Calderón como hombre de teatro, de modo que no sorprende que en las dos temporadas durante las cuales se prolongó la efemérides se programaran en España dos docenas de montajes basados en textos del dramaturgo madrileño.
Un repaso a la cartelera de 1981 nos muestra cómo la Transición no solo operó como tal en el campo del poder, sino también en el de la cultura, y por consiguiente en el ámbito de las artes performativas. De ahí que en los programas de mano de los títulos calderonianos que pudieron ver los espectadores de principios de los ochenta convivieran los nombres de artistas que habían crecido al amparo de los Teatros Nacionales del Franquismo y una nueva generación de creadores, algunos de ellos formados en el extranjero y otros muchos procedentes del teatro independiente. Prueba de esa solución de compromiso entre el continuismo y la renovación en el reparto de posiciones dominantes dentro del campo teatral es el intercambio de cargos en la dirección del Teatro Español de Madrid –que ese mismo verano recuperó la titularidad municipal– y el Centro Dramático Nacional entre José Luis Alonso y José Luis Gómez.
Al primero de ellos se le debe el que la crítica reconoció como el espectáculo más acertado de cuantos se representaron en dicho homenaje a Calderón, El galán fantasma11, en cartel en el Teatro Español durante trece semanas en la primavera de 1981. Alonso Mañes justificó así la elección de esta pieza tan poco transitada:
Para conmemorar el tercer aniversario de la muerte de Calderón se anunciaban dos autos sacramentales y dos dramas. Eché de menos en esa panorámica el Calderón de las comedias de enredo, género llamado menor con toda injusticia. Era necesario que esta faceta, tan importante en nuestro autor, no dejara de mostrarse. Pensé que sería también interesante, en estas fechas, sacar a la luz un título desconocido [Alonso Mañes en Iglesias Iglesias 2014: 55].
Caminando sobre seguro al recordar el éxito que había obtenido en 1966 en la Sala de la Princesa con La dama duende12, la pareja tradicional de esta comedia13, el antiguo director del Teatro Nacional ofrecía ahora a los espectadores un perfecto ejemplo de pièce bien faite donde el ritmo de vodevil no estaba reñido con el refinamiento estético, y ante todo se propuso recuperar una parcela del repertorio de nuestro autor radicalmente diferente del que había canonizado el primer Franquismo y que por su carácter ligero y amable no daba pie a interpretaciones partidistas desde uno u otro bando. Por eso coincidieron en el estreno el expresidente del Gobierno, Adolfo Suárez, que había aglutinado a los sectores moderados afines a la dictadura en la Unión de Centro Democrático, y Tierno Galván Pacto, el alcalde de Madrid, del Partido Socialista, escenificando la unión de la izquierda y la derecha del campo político de la transición en su reverencia a un Calderón despreocupado y sin connotaciones ideológicas.
En efecto, José Luis Alonso aseguró en una entrevista que este montaje «quiere en todo momento afeitar las barbas de Calderón», profundizar en esta faceta más lúdica que ya habían comenzado a recuperar él mismo y Cayetano Luca de Tena hacía dos décadas, y fue este aspecto el que destacó la crítica de entonces:
Este Galán fantasma nos resucita a Calderón, lejos del solemne y enarcado de cejas al que estábamos acostumbrados [López Sancho 1981 a].
Después de la afrenta inferida a don Pedro Calderón de la Barca sobre las tablas del Teatro Español, con la desgraciada representación de La dama de Alejandría, el antiguo coliseo que fue «del Príncipe» hace merecido honor al «monstruo del ingenio» [sic]. Calderón ha sido venturosamente reivindicado con la puesta en escena de El galán fantasma bajo la batuta del director José Luis Alonso y con una interpretación acordada y modélica.
«Ya era hora». La hora del tricentenario nada menos. Podría argüirse que para la culta efemérides pudo haberse elegido una obra más conceptual y definitoria de don Pedro. Yo encuentro más operativo lo que se ha hecho: acudir al centón de comedias de enredo y capa espada, que tanta popularidad le dieran en su tiempo, para elegir una poco conocida, conectable con el público actual. […] Si el homenaje tiene menos trascendencia alcanza sin duda mayor penetración [Trenas 1981].
En efecto, si por un lado podía achacársele a este montaje su falta de riesgo, no es menos cierto que por la vía del costumbrismo era más fácil llegar a los espectadores españoles, prevenidos contra el repertorio calderoniano más serio. Hasta un intelectual tan iconoclasta como Francisco Umbral reconoció, no sin una buena dosis de cáustica ironía, que el espectáculo era impecable y que, a diferencia de otras parcelas de la producción de nuestro autor, este texto no había perdido actualidad:
Telón final. La función ha terminado. La cómica es deliciosa, el director es exquisito, los atrezzistas son minuciosos. El vodevil barroco es como una concesión que nos hace el grave autor del XVII, aurificado en su Siglo de Oro, para que no todo sea auto sacramental. No. Su vigencia y su verdad son el vodevil. Porque el vodevil está entre nosotros [Umbral 1981 a: 25].
Pero en el artículo de Umbral el elogio hacia este Galán fantasma se volvía crítica contra la tradición calderoniana heredada de la dictadura, una línea en la cual debe enmarcarse la reposición del auto sacramental La cena del rey Baltasar. Tamayo y la compañía Lope de Vega, con un elenco renovado, regresaban con el mismo montaje que habían estrenado en 1953 como homenaje de España al papa Pío XII en Roma, pero esta vez en el altar de la Real Basílica de San Francisco el Grande de Madrid, para desembarcar más tarde en el Teatro Romano de Mérida y en distintas iglesias y catedrales del territorio español, no siempre sin problemas14. El espectáculo de Tamayo, al igual que sus versiones anteriores de El gran teatro del mundo, El pleito matrimonial…, A María, el corazón o Los encantos de la culpa, seguía caracterizándose por su barroquismo y su grandiosidad (con coral y ballet clásico incluidos), pero la crítica progresista coincidió en señalar que su fórmula ya había quedado desfasada:
Tamayo ha reconstruido su antigua dirección de La cena del rey Baltasar, pero lo que entonces fue moderno, hoy es irremediablemente antiguo. Entonces eran otros tiempos, otro teatro; casi otro país. Había entonces una grandilocuencia, un subrayado de los valores espirituales –de ciertos valores espirituales– que representaba lo que se llamó Nacionalcatolicismo. […] El texto aburre [Haro Tecglen en Álvaro 1982: 85].
Parece ser que la asistencia de público tampoco fue tan masiva como hubieran deseado los productores [Rivera 1981], quizá debido al elevado precio de las entradas o acaso porque en el nuevo contexto de libertades semejante acto de propaganda católica había perdido el poder de convocatoria masiva que tuvo veinte años antes. La pervivencia de la estética (y la ética) de Tamayo explicaría el rechazo visceral que hacia Calderón sentían intelectuales como Francisco Umbral, quien se manifestó contra el sinsentido de un rito cultural que por su forma y su contenido se había quedado anclado en un pasado del cual él y otros como él renegaban:
Cuando, en el mes de mayo, se montó La cena del rey Baltasar, en San Francisco el Grande, aquí, en Madrid, me quedé en casa porque el rollo me parecía redundante. Poner a Calderón en una iglesia, aunque sea histórico, es como poner a Arniches en La Corrala. Montaje sobre montaje. Calderón y Lope se lo montaban así. Por eso son el Siglo de Oro. Nosotros solo somos calderilla [Umbral 1981 b].
Aunque con una propuesta muy diferente, más vanguardista que pretendidamente arqueológica, tampoco despertó el entusiasmo del público ni de la crítica El gran teatro del mundo dirigido por Santiago Paredes y presentado en el Centro Cultural de la Villa en marzo:
El viejo sueño del teatro total está en el origen de esta versión de Calderón de la Barca preparada por Santiago Paredes, un decorado vivo, una estética audaz, una alteración de música y verso. Vivimos unos tiempos de penuria en los que la teoría crece y crece, la ideación asciende; la práctica disminuye y la echa por tierra. Es la aventura de este Gran teatro del mundo. A la hora de ver y escuchar nos encontramos que falla lo esencial y lo accesorio. Nadie sabe decir los versos de Calderón: ese concierto se pierde, generalmente, por las faltas de dicción, por la incomunicación entre actor y actor, por la falta de ritmo interno y externo, por la incapacidad global de darles su valor narrativo y musical.
La partitura de Miguel Roa –resonancias de Falla– no concuerda entre la altisonancia de lo grabado y el apagado eco de un piano tocado dentro. Los figurines resultan remedo de cómic: sin más imaginación, a veces con detalles ridículos –el triángulo de neón en la cabeza del Autor–; el movimiento del decorado vivo –un grupo de expresión corporal enfundado en largas mangas: como blancos calcetines en acción– es pobre y, al mismo tiempo, entorpece la acción de los actores [Haro Tecglen 1981 a].
Habida cuenta del escaso resultado artístico de este intento de modernización del auto sacramental, la polémica sobre la política de subvenciones a las iniciativas privadas estaba servida15.
La misma polémica se produjo en torno a las producciones de los teatros institucionales cuando los resultados tampoco estuvieron a la altura de las expectativas, como ocurrió con La hija del aire que Lluís Pasqual (1951-) dirigió para el Centro Dramático Nacional. Antes de la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, aquel ente público había asumido la responsabilidad de llevar a escena un clásico español por temporada, y hasta el momento había rescatado dos textos poco o nada habituales del repertorio: Abre el ojo de Rojas Zorrilla (1978) y Los baños de Argel de Cervantes (1980). En el año de su tricentenario le tocaba el turno a Calderón, y el triunvirato formado por José Luis Gómez, Nuria Espert y Ramón Tamayo le hizo este encargo al fundador del Teatre Lliure, una de las pocas compañías de teatro independiente que –previo paso en 1987 de cooperativa a fundación privada sustentada con fondos públicos– han sobrevivido a la Transición.
El giro con respecto al tratamiento que se le había dado a la concepción del teatro nacional en el Franquismo parecía considerable (antes de recalar en Madrid La hija del aire se había estrenado en Sevilla, viajó a Zaragoza, Valladolid, Oviedo, entre otras plazas del territorio estatal, y pasó por el Festival de Almagro), pero más radical aún parecía la elección de una serie de nombres que años antes probablemente no se hubieran imaginado a sí mismos acercándose a Calderón, como el jovencísimo director catalán Lluís Pasqual y su más fiel colaborador, el escenógrafo y figurinista Fabià Puigserver (1938-1991), o los actores Ana Belén (1951) y Francisco Álgora, que procedían del Teatro Estudio de Madrid (TEM), el Teatro Experimental Independiente (TEI) y el Teatro Estable Castellano (TEC) de Miguel Narros, William Layton y José Carlos Plaza. También era llamativa la elección del texto, una tragedia sobre el poder que no se montaba en nuestro país desde tiempos de María Guerrero. Como podía suponerse, dados los prejuicios ideológicos que los artistas de su generación tenían acerca de Calderón (y más aún en Cataluña), el director reconoció que llegó a esta obra guiado por la veneración que se le profesaba en Centroeuropa y por las concomitancias que presenta con las tragedias de Shakespeare:
Calderón es uno de los autores más estudiados y continúa siendo un gran desconocido, tal vez más desconocido para los habitantes de esta tierra que para los extranjeros, que para los alemanes, por ejemplo. La hija del aire era una obra que entusiasmaba a Goethe, que releía Wagner... Yo, de verdad, creo que a Calderón nos lo han vendido fatal; como el representante de la Contrarreforma y como el detentador de unos poderes determinados, y todo eso es una verdad a medias. […]
La hija del aire, por ejemplo, que es el contramolde de La vida es sueño, nos ofrece un Calderón despiadado, irónico, cruel, que en La vida... nos plantea un camino del conocimiento a través de la reflexión, un poco paralelo a lo que hace Shakespeare con Hamlet y, en cambio, en La hija... hay una incursión de Calderón por el camino del mal tan potente como el que Shakespeare pueda hacer a través de Macbeth, lo que pasa es que los ingleses han sabido guardar la tradición y saben hacer marketing, saben exportarlo, aparte, claro, de la grandeza inimitable de Shakespeare. Pero creo que La hija... nada tiene que envidiar a las grandes tragedias de Shakespeare. Calderón es un dramaturgo de una habilidad extraordinaria. Cuando entra en ese camino del mal lo hace con todas sus trampas, y así, cuando tiene que hablar de unos sentimientos que chocan con su época, con la Inquisición y con la censura, se inventa que La hija... se desarrollaba en un país pagano y entonces ahí se lo podía permitir todo. Es un hombre de teatro con tal habilidad que me parece absolutamente increíble, de una desfachatez enorme, que haya escrito La hija del aire [Lluís Pasqual en Álvarez 1981].
Con estos ingredientes se sentaban las bases para el doble proceso de «contraideologización» y «reteatralización» –en términos de Ruiz Ramón, el adaptador de la pieza– operado a principios de los ochenta en la relectura de las obras del escritor madrileño en particular y del teatro clásico español en general16, pero el resultado no acabó de cuajar por la falta de entendimiento entre el equipo artístico y el material de partida. Haro Tecglen señaló que esta Hija del aire pecaba de lo contrario que La cena del rey Baltasar de Tamayo: el repudio absoluto de la tradición:
Estamos, seguramente, dentro también de esta cuestión tan debatida y tan no resuelta de los clásicos tal como se les considera en España en estos momentos: como un pretexto. Pre-texto. Con lo cual aparece la contradicción entre lo que se considera como homenaje a Calderón, dentro de esta pasión que nos invade por el aniversario de su muerte, y su utilización para otros fines. Los fines habituales con los que se refunde a un clásico suelen ser los de aproximarle al tiempo en que vivimos, en hacer que resalten algunas de sus consideraciones de valor permanente en relación con la época actual […].
Tal como se desarrolla esta historia contada por Ruiz Ramón y Lluís Pasqual, no parecen ni siquiera sobrevivir los valores abstractos, que apenas aparecen citados: la ambición, la lucha por el poder, la tiranía, la fuerza del destino. O incluso la condición de la mujer. El caso de Semíramis no le importa a nadie: asistimos a él sin conmovernos. No necesitábamos que nos lo contasen y, poco a poco, nos vamos distrayendo de lo que pasa en el escenario: es una historia ajena [Haro Tecglen 1981 d].
En otros países de nuestra civilización –es decir, que tienen un acervo clásico de literatura y de literatura dramática, con una o varias escuelas de decir el verso, con una escuela donde se explican los clásicos y unos teatros donde se representan como fueron escritos, y otros de experimentación o de vanguardia donde los directores y los actores trabajan sobre ellos para obtener un nuevo partido de lo que escribieron– son problemas que no existen ni se plantean. […]
Nuestra forma de gestionar el teatro, los clásicos, Calderón, el verso, las adaptaciones procede, en cambio, del caos. De una amnesia colectiva, de un afán por la novedad absoluta, de una sensación de nuevos ricos de nuestra propia libertad: de que todo nos lo podemos permitir, de que nada nos está vedado. Lo cual solo se consigue destruyendo lo anterior [Haro Tecglen 1981 e].
Sin embargo, no opino que se tratase tanto de falta de respeto hacia la tradición como de poca familiaridad con ella. La dramaturgia del Barroco todavía resultaba algo muy ajeno para esta nueva generación de creadores, y de ahí que en el trabajo dramatúrgico Lluís Pasqual recurriese a la ayuda de un historiador del teatro tan insigne como Ruiz Ramón. Pero precisamente por eso sorprenden, primero, el desaprovechamiento del potencial del texto para abordar un tema tan candente como la ambición de poder (entre los muchos que aparecen en la obra y de los cuales dio cuenta el crítico de El País en su crónica) y, segundo, la negativa de los responsables del espectáculo a enfrentarse al contradictorio y rico material que les brindaba Calderón. Así, esta versión redujo drásticamente la duración de las dos partes y terminaba con la muerte de la reina asiria, prescindiendo de las últimas escenas del original en las que se reinstaura el orden.
Francisco Umbral no dudó en culpar de este intento fallido a Calderón, identificándolo a él y a la España de su tiempo con los valores que le habían atribuido la Falange y el Nacionalcatolicismo, unos valores que según Umbral son inherentes a las propias obras de nuestro autor, las cuales se resistirían a cualquier tentativa de relectura ideológica progresista, abocándola al fracaso:
Quiero reflexionar sobre Ana [Belén], porque me parece que su inadecuación a Semíramis (una Evita Perón de los sirios) es la inadecuación de varias generaciones jóvenes españolas frente a la estética dominante, que es también, con permiso de Sartre, la de la clase dominante: confusas referencias a un pasado sangriento que llaman «Occidente».
Por donde no pasa ya la juventud, o lo que no pasa ya por el irónico cedazo de nuestras juventudes, es la circunferencia antropocéntrica, la rueda de molino teológico/imperial con que el cura Calderón daba de comulgar a la España del XVII, por más que Lluís Pasqual y Ruiz Ramón ahora le encuentren progre. Según las sofemasas últimas que ha encargado/divulgado este periódico, la juventud vota izquierda o pasa. Los calderonianos de hoy, restándole a su machihembrado teatral veinte minutos finales, lo han dejado en obra abierta (modernidad), impidiéndole al autor sacramental del Imperio completar la circunferencia de las esferas, la restauración de la autoridad y el Bien convencional, la armonía del antropocentrismo ágrafo/barroco que ignoraba a Galileo, a Newton, a Marx, a Einstein, a Copérnico. (El hecho de que muchos de estos nombres sean posteriores a Calderón, no justifica que los ignorase: el genio tiene que contar lo que viene.) Ya Machado/ Mairena se burla de Calderón con lo del oro cano por la plata. Oros de Corpus Christi que el clásico nos exhibe anacrónicamente, entre sirios y habsburgos, utilizando el pasado o el futuro, como siempre se ha hecho en literatura, para metaforizar el presente: y el presente eclesiástico/ fáctico de Calderón, que es nuestro pasado contrarreformista, no cabe en la anatomía débil, lábil, frágil, inconsútil, de Ana Belén (la amo, la amo).
Los clásicos son intratables, no por el verso o la prosa, sino por el mensaje. El choque de la formidable y espantosa máquina calderoniana con la muchacha/ metáfora de ahora mismo nos da el rechazo sociológico frente a la derecha barroca [Umbral 1981 c].
Para Umbral, Ana Belén, «la sonrisa del PCE», no podía vehicular el «mensaje» de Calderón, «autor sacramental del Imperio», y sin embargo su elección como protagonista no dejaba de ser una inteligente maniobra de contraideologización de nuestros clásicos propiciada desde las instancias políticas en alianza con las instancias culturales. En un momento en el que nuestro país necesitaba revisitar con una nueva mirada su propio pasado para reconstruir su identidad, este espectáculo, producido por el organismo teatral más cercano al Gobierno, constituyó una muestra del pacto entre el campo político –dentro del cual aún ocupaban posiciones dominantes numerosos agentes del Franquismo reconvertidos en demócratas– y el campo teatral –a cuya cúspide ascendió rápidamente esta savia nueva venida del teatro independiente, que hasta hacía poco había hecho su bandera de una férrea oposición al poder–, de modo que poco después, en 1983, (sin menosprecio de su brillante trayectoria en el Lliure) el capital simbólico de este montaje clásico le valdría a Pasqual el salto a Madrid y su nombramiento como director del CDN. No obstante, esta producción tuvo mucho de ejercicio de amnesia histórica (tan característico, por otra parte, de la Transición española) y su principal fallo, desde el punto de vista escénico, fue justamente la desmemoria en su acercamiento a Calderón, tanto en la forma, ya que contaba con un reparto donde muchos actores se acercaban por primera vez al verso barroco, como en el fondo, por tratar de simplificar el complejo significado de esta tragedia.
Mejor fortuna corrió el último de la nómina de títulos con que los teatros públicos contribuyeron al tricentenario. Me refiero a La vida es sueño dirigida y protagonizada por José Luis Gómez (1940-) en el Español, con la ventaja de que en este caso la obra maestra de Calderón contaba con una dilatada tradición escénica en nuestro país de la que, en cambio, carecía la historia de Semíramis. Estrenada en diciembre del 81 (poco después de que el Ayuntamiento recuperase la gestión directa de su coliseo más vetusto), la adaptación, sobre una dramaturgia de Sanchis Sinisterra (1940-), la firmaban Álvaro Custodio y el propio director e incluía cambios que pretendían hacer más transparente el texto, el cual por primera vez introducía fragmentos de la versión de Zaragoza17. Frente al barroquismo de la palabra, aquí se optó por «una utilización del espacio sintética y vacía» [Gómez en Teatro Español 1981: 58], y de hecho del montaje se destacó la belleza plástica de la escenografía ideada por el pintor Eduardo Arroyo, «un único espacio escénico en negro con tres bocas, salpicado de profusión de cristales y mil quinientas bombillas»18. Habida cuenta del currículum europeo de Gómez, no es extraño que construyera al príncipe polaco como un personaje «intelectual, reflexivo, interiorizado» [Haro Tecglen 1981 g] y en el que la crítica volvió a encontrar paralelismos con el universo trágico shakespeariano, el cual, según hemos visto, se convertiría desde este momento en un referente insoslayable a la hora de abordar muchos dramas de Calderón:
Las facultades físicas de José Luis Gómez le han llevado a concebir un Segismundo que parece Hamlet: dudando, buscando el control de su propia fiereza, reflexionando sobre sí mismo y la condición humana. Segismundo aparece por primera vez en esta versión leyendo un libro [Haro Tecglen 1981 g].
Desde esta visión del protagonista Gómez proyectó su personal lectura de la obra, pesimista pero fiel al original19, pues sin alterar el final lo presenta como la culminación del «proceso de doma, en el que un hombre, Segismundo, acababa amaestrado» [Andura 2000: 145]20. Pese a que se le achacara su «estructura deficiente» [Andura 2000: 145], el espectáculo de José Luis Gómez marcó un antes y un después en el modo de acercarse a los clásicos, y hasta Marsillach le reconoció el mérito de sentar un precedente que él mismo tendría muy presente en su labor al mando de la Compañía Nacional de Teatro Clásico21. Gómez trató de repetir el éxito de este Calderón de aliento shakespeariano dos años más tarde, cuando con una inspiración similar22 aunque quizá con menos fortuna23 eligió Los cabellos de Absalón para conmemorar el IV centenario del antiguo Corral del Príncipe.
Tanto La vida es sueño de Gómez como La hija del aire de Pasqual, que coincidieron en la cartelera, fueron dos de los espectáculos de los teatros institucionales que mayores beneficios de taquilla generaron en esa temporada [Wheeler 2012: 49], pero a pesar de ello no se repusieron. Este hecho se convertirá en mala costumbre dentro del ámbito de la cultura subvencionada, pues en los años 80 parecía aceptarse que no valía la pena prolongar la vida de un espectáculo público independientemente de su calidad estética, y no digamos ya de su buena acogida por parte de los espectadores, aunque el beneficio económico que generaba bien podría haberse reinvertido en el presupuesto destinado a las artes escénicas24.
En definitiva, la efemérides calderoniana arrojaba unas cifras muy positivas por lo que se refiere a la presencia del poeta sobre las tablas: entre septiembre de 1980 y el verano de 1982 más de veinte espectáculos basados en sus textos pudieron verse en los escenarios españoles, un número superior al total de montajes de obras de Calderón que se produjeron en toda la década de los 7025.
El balance entre la representación de su producción cómica y de la seria para el tricentenario fue bastante equilibrado. A medio camino entre el Calderón risueño y el riguroso podríamos situar la comedia caballeresca La puente de Mantible (representada en Sevilla por el Teatro del Repertorio, con Juan Diego como cabeza de reparto), y dentro del primer grupo nos encontramos con el entremés de El desafío de Juan Rana (dirigido por César Oliva para la compañía murciana Julián Romea), la comedia burlesca Céfalo y Pocris (a cargo del Teatre Estable del País Valencià), el enredo palatino de Mejor está que estaba (del Grupo Archivo, orquestado por Carlos Ballesteros) y sobre todo con una abrumadora mayoría de piezas de capa y espada como Casa con dos puertas mala es de guardar (en sendas versiones de la Compañía Española de Teatro Clásico de Manuel Canseco y Los Pierrots de Zaragoza), La dama duende (reposición del montaje del Pequeño Teatro de Madrid dirigido por Antonio Guirau), El galán fantasma (producción de la compañía de María José Goyanes y el Teatro Español, bajo la batuta de José Luis Alonso), No hay burlas con el amor (del Grupo Talía de Las Palmas de Gran Canaria) y Hombre pobre todo es trazas (a cargo de una compañía aficionada alcalaína). En el apartado de su teatro serio entrarían El alcalde de Zalamea (por la Compañía Tirso de Molina, con Carlos Lemos como Pedro Crespo), La hija del aire (del Centro Dramático Nacional), La vida es sueño (en tres versiones diferentes: la del Teatro Popular de la Villa de Madrid y Antonio Guirau; la de compañía mexicana Claustro de Sor Juana dirigida por Luis G. Barsurto, y la del Teatro Español que protagonizó José Luis Gómez) y El mágico prodigioso (que interpretaron simultáneamente los jóvenes aficionados del Teatro de los Vientos y el Teatro Estable de Valladolid), junto a varios autos sacramentales: El gran teatro del mundo (el cual dio lugar a dos montajes distintos: el del Centro Nacional de Iniciación del Niño y el Adolescente al Teatro y el de Santiago Paredes), La cena del rey Baltasar (reposición del viejo espectáculo de Tamayo), La hidalga del valle (en sendas versiones de Antonio Guirau y el Teatro Popular de la Villa de Madrid y el Teatro Ensayo Popular de Málaga) y Las órdenes militares (en una función benéfica organizada por aficionados en Alicante). A todo ello habría que sumarle otros dos espectáculos basados en diversos textos de nuestro autor: Disparates de príncipes del Teatre Estable del País Valencià y Coplas del capellán don Pedro Calderón de la Barca de César Oliva y el TEU de Murcia.
Esta eclosión de montajes de Calderón anunciaba lo que sería la tónica dominante en la puesta en escena de nuestro teatro clásico dentro del panorama teatral posterior a la Transición: variedad de géneros; reposición de los títulos más transitados del repertorio junto a la exhumación de otros prácticamente olvidados; presencia de compañías extranjeras con visiones diferentes sobre el canon español; espectáculos de distinto formato en función de la exhibición de las obras en teatros burgueses a la italiana, al aire libre o en espacios no convencionales con valor histórico añadido (normalmente en el contexto popular de los festivales), e interés renovado por la dramaturgia de don Pedro desde circuitos tan dispares como el teatro comercial, el institucional, el amateur, el universitario y el independiente.
Sin embargo, los prejuicios anticalderonianos heredados del Franquismo aún dificultaban un conocimiento profundo de nuestro autor, que también fue víctima de ataques procedentes de aquel sector del teatro independiente que, (¿auto?)marginado de las políticas culturales de subvención a las artes escénicas, se encontraba en vías de extinción, al menos como modelo de producción realmente autónomo. No obstante, en octubre de 1981 consiguió colarse en la cartelera madrileña, y en el Centro Cultural de la Villa, de titularidad municipal, Céfiro agreste de olímpicos embates, un texto de nuevo cuño firmado por Alberto Miralles (1940-2004), fundador del Grupo Cátaro, uno de estos outsiders del campo teatral tal y como se estaba configurando en la era democrática. La pieza, que presenta a una compañía ensayando El pleito matrimonial del alma y el cuerpo para celebrar el tricentenario calderoniano26, volvía sobre todos los viejos tópicos anticalderonianos, dibujando la imagen de un dramaturgo ultraconservador o, en palabras de sus personajes, «maniaco homicida» (pese a que las tragedias de honor conyugal fueran las grandes ausentes en esta efemérides):
Antonio.– Representar a Calderón es despolitizar al público. […] Calderón es un ideólogo al servicio de la Iglesia católica.
Rodri.– Un sermón con disfraz.
Jaspe.– Era jesuita. Eso marca.
Antonio.– Todo el teatro del Siglo de Oro encubrió la miserable realidad de su tiempo con triunfalismos y falsedades.
Juanjo.– Y había temas de sobra para escribir: ignorancias, pobreza, guerras imperialistas...
[…]
Antonio.– Ahí lo tenéis, Calderón no se refiere a ninguno de esos problemas que nos afectan [Miralles 2004: 227].
Pero al igual que a principios del siglo XX un resentido Valle Inclán había cargado sus tintas contra el repertorio barroco y tardorromántico de María Guerrero como protesta por su marginación dentro de la profesión teatral27, ahora Miralles convertía a Calderón en el chivo expiatorio de una crítica que realmente apuntaba hacia otro lado. Sus ataques se dirigían contra el campo político, que otorga las subvenciones públicas solo a aquellos que contribuyen a su causa28 –y de ahí el subtítulo que acompañaba a la pieza: «come y calla, que es cultura»–, como este autor explicitó más adelante:
¡Los clásicos! Esa era la solución. Está comúnmente aceptado que los clásicos elevan el espíritu, que suponen el mantenimiento de nuestro magnífico pasado y que su literatura es, aunque algo abstrusa, potente. Pero la mayor de sus ventajas […] es que los conflictos que plantean, por mucho que se los quiera comparar con los actuales, no dejan de ser de hace cuatrocientos años y escritos en verso, lo cual hace que su hipotética actualidad esté diluida, y en el caso de que sean comprendidos, absolutamente asimilables. Todo esto conduce a la mayor ventaja de todas: la inanidad de su mensaje crítico […]. Como estrategia estatal, la necrosis artística se iba a extender durante el Gobierno de UCD y, ya en plena democracia, con el Partido Socialista, que perfeccionó y aumentó la necrofilia. […] A partir de 1981 se inició en la España teatral un tufillo a necrológica que privó a la escena del dinamismo necesario [Miralles 1998: 22].
No obstante, Céfiro agreste de olímpicos embates arremetía con especial virulencia contra el gremio del espectáculo:
Jesús.– Pues si Calderón no tenía nada que ver con lo que pasaba en su tiempo, ¿por qué se montaban sus obras?
Rodri.– Por lo mismo que lo hacemos nosotros. Pasta. Buscamos la utilidad, no el arte.
Juanjo.– La subvención, coño, la subvención.
Antonio.– Exacto. Hacemos lo mismo que las compañías del siglo XVII: ellas representaban autos sacramentales porque se los pagaba la Iglesia, y a nosotros nos paga el Estado y por el mismo motivo: para que no tratemos los conflictos de hoy [Miralles 2004: 227-228].
Antonio.– Lo que querían los clásicos eran tener en el trono a un «vice Dios». Borbones, Austrias o Saboyas les hubiera dado lo mismo. Nos guste o no, si hacemos a Calderón es como hacer musicales o a los Quintero.
Juanjo.– Somos la coña. Reconocemos que los clásicos españoles son ideológicamente unas pirañas, pero como son «Cultura», hay que tragárselos.
Antonio.– Hay que tragárselos porque los subvencionan. A partir de ahora si hacemos a Calderón nada de pureza, de declaraciones gloriosas, ni de leches. Vamos a la pasta. Chitón y el rabo entre las piernas. Y en vez de Ubú Rey, Compañía Proveedora de la Real Casa. […] Empezamos con Beckett, luego Sastre, más tarde Nieva y ahora, en plena democracia, a Calderón. ¡Pues vaya un progreso! Es como decir que todo es estupendo en España y no hay nada que criticar. Te lo puedo poner incluso peor: somos unos reaccionarios, unos oportunistas carrozones reaccionarios que se venden por una subvención ministerial. Calderón nunca habló así de claro, por eso me entendéis [Miralles 2004: 229].
El blanco principal de estas invectivas eran, por tanto, aquellos agentes que, procedentes del teatro independiente de los 70, habían renunciado al ideal de la autonomía del arte, se habían cambiado de bando y se habían vendido al nuevo régimen sumándose a la celebración de un dramaturgo al servicio del poder establecido y situado tanto hoy como ayer en las antípodas del ideal de arte puro29.
Así pues, este centenario sancionó el pacto entre el campo político y el campo teatral, que garantizaba su viabilidad económica a cambio de su heteronomía, es decir, de su sometimiento a la voluntad de los mandatarios del Estado, las comunidades autónomas o los ayuntamientos, dispuestos a invertir fondos públicos solo en lo que la ideología de su partido entendiera por cultura. Ello supuso la reconfiguración de la estructura del campo de la producción dramática, dentro del cual algunos artistas que venían de la periferia de dicho microcosmos (en concreto los grupos experimentales surgidos hacia el final de la dictadura) escalaron posiciones sirviéndose del capital cultural y simbólico de Calderón.
Por lo que se refiere al autor de La vida es sueño, 1981 significó su regreso a los escenarios españoles por la puerta grande, si bien, como es lógico, en las temporadas posteriores a la efemérides la presencia de sus obras en las carteleras se redujo sensiblemente. Pero esta fecha marcó, además, un antes y un después en su proyección internacional, sobre todo en Francia, donde hasta entonces la Casa de Molière había considerado a Calderón poco menos que un proscrito como resultado de la pervivencia de los prejuicios clasicistas30, y en el mundo anglosajón, en el cual la enormidad de Shakespeare hacía de nuestro dramaturgo barroco un perfecto desconocido para los actores y el público31.
En el año calderoniano el director argentino Víctor García (1934-1982) –que había revolucionado la escena española de los 70 con Las criadas y Yerma, ambas protagonizadas por Nuria Espert, y causó un gran revuelo en la Bienal de Venecia con una pieza construida a partir de distintos autos de Calderón donde «todos los personajes femeninos y masculinos estuvieron siempre desnudos en escena, desde que se levantó el telón hasta el final» [E. M. 1974]32– estrenó un espectáculo a partir de varios autos sacramentales calderonianos en el Théâtre National de Chaillot de París, y solo después, en 1982, sumándose a los fastos del tricentenario con cierto retraso, la Comédie Française abrió en primicia sus puertas a nuestro Siglo de Oro invitando a Jorge Lavelli a dirigir La vie est un songe, un texto que daría pie a dos versiones distintas en 1983 y 1986, en la Cartoucherie de Vincennes y en el Théâtre Municipal de Aviñón en pleno festival, respectivamente33. En el Reino Unido, entretanto, para conmemorar el aniversario de la muerte del poeta madrileño el Royal National Theatre de Londres acometió en 1981 la puesta en escena de The Mayor of Zalamea en versión y dirección de Adrian Mitchell34, a la que seguirían entre 1983 y 1984 Life is a Dream de la Royal Shakespeare Company dirigida por Adrian Mitchell y John Barton, The Doctor of Honour a cargo de John Clifford, The Great Theatre of the World por Adrian Mitchell y los Medieval Players para el Festival de Edimburgo y de nuevo Life is a Dream dirigida por John Barton en el Barbican Theatre. En Estados Unidos la efemérides calderoniana coincidió con la celebración del 250 aniversario de la fundación de la ciudad de San Antonio (Texas), donde la institución Festival Calderón organizó el estreno de la ópera Celos que aun del aire matan35, con libreto del dramaturgo áureo y música de Juan Hidalgo a cargo de Trinity University y Collegium Musicum, y promovió la traducción de otras diez obras suyas para su representación en teatros universitarios y comerciales de los países de habla inglesa36. En este contexto René Buch y la compañía Repertorio Español de Nueva York37 montaron por segunda vez La vida es sueño en castellano38, para visitar nuestro país poco después, en 1985, con A secreto agravio, secreta venganza en una de las primeras ediciones internacionales del Festival de Almagro. Y para cerrar este excurso sobre la recepción del teatro clásico castellano fuera de nuestras fronteras, no podemos olvidar la importancia del Festival de Drama de Siglo de Oro de El Chamizal, celebrado a caballo entre El Paso (Texas) y Ciudad Juárez (México) desde 1975 hasta la actualidad de manera ininterrumpida39.
A partir de este momento, gracias a su recanonización, Calderón volvía a convertirse en embajador de la cultura española en el mundo, un fenómeno que ya explotó el Franquismo en los años 50 pero con una lectura muy distinta de la que ahora promovían al unísono el campo del poder y el campo del teatro40. Las manifestaciones artísticas de nuestra Edad de Oro estaban llamadas a reclamar la contribución de España al acervo universal y por tanto debían constituir piezas clave en la política cultural en el exterior, pero no ya desde la nostalgia del pasado imperial sino reivindicando la modernidad y la vigencia de la aportación de nuestros creadores de los siglos XVI y XVII al presente. Se trataba de visibilizar la normalidad de nuestro país una vez superada esa anomalía que en forma de dictadura había durado más de tres décadas, y a ello aplicó sus esfuerzos el Partido Socialista tan pronto como llegó al poder en 1982.
Durante los primeros mandatos de Felipe González el presupuesto para teatro aumentó de manera exponencial, pasando de 325 millones de pesetas en 1978, a 1.686 millones en 1983 y 2.393 en 1984. Y es que frente al modelo neoliberal de gestión cultural, el ministro Javier Solana siguió el modelo socialdemócrata que su homólogo Jack Lang estaba desarrollando en Francia, pero la implantación del mismo en nuestro país no estuvo exenta de acusaciones de dirigismo, despilfarro de recursos, competencia desleal de las compañías públicas con las empresas privadas y excesiva dependencia de las subvenciones.
A pesar de todo, con el ejemplo galo en el horizonte, los socialistas apostaron por la descentralización teatral, que se materializó en la transferencia de las competencias en cultura a las autonomías (con la creación de los centros dramáticos regionales) y en la proliferación de los festivales. Por consiguiente, en 1984 el de Almagro alcanzó el rango de Festival Internacional, y a menudo con los Festivales de España franquistas como referentes previos, fueron surgiendo otras citas anuales que o bien estaban especializadas en los clásicos de nuestro Siglo de Oro (Almería, Niebla, Alcántara) o bien les hacían un hueco en su programación con mayor o menor frecuencia (como los Veranos de la Villa y el Festival de Otoño de Madrid, el Festival de Teatro Grecolatino de Mérida, Sagunt a Escena, el Grec en Barcelona, la Feria de Huesca, el Festival Iberoamericano de Cádiz o los de El Escorial, San Javier, Sitges…).
La descentralización tenía como fin último la democratización del acceso al teatro, el cual, ante la competencia del cine y otros hábitos de consumo de masas, como el fútbol y otros eventos deportivos, desde hacía tiempo se había convertido en una práctica burguesa. Aunque el Ministerio de Cultura no alcanzó todos sus objetivos, pues tuvo que enfrentarse a la «escasa potenciación de una actividad teatral estable en cada una de las ciudades» y a la «indiferencia de un público poco educado en la tradición teatral» [Vilches-Frutos 1985: 222], sí consiguió hacer llegar las artes escénicas a un espectro social más amplio y diverso. Pero no se trataba solo de propiciar el aumento del número de espectadores41, sino también de fomentar la «competencia artística» de los receptores42, y con ese ambicioso cometido durante la primera legislatura del PSOE la Dirección General de Música y Teatro se transformó en el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música (INAEM), desde donde su responsable, José Manuel Garrido, impulsó la creación de varias unidades separadas del Centro Dramático Nacional43. Garrido puso mucho empeño en que la Administración protegiese de forma especial «dos tipos de producción teatral que el sector privado no está muy dispuesto a asumir» [Fernández Torres 1990: 62]: la creación contemporánea y el teatro clásico, que a priori no eran negocios rentables pero cuya promoción resultaba indispensable si se quería elevar el nivel cultural de la población44, y de ahí que impulsase la creación del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas (1984) y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (1986).
Esta última decisión marcó un hito insoslayable en la recepción reciente de la dramaturgia áurea. El director general del INAEM entendía la labor de esta Compañía Nacional como un «servicio público» [Garrido en Zubieta 2014: 28] que no podía abandonarse a las leyes de la oferta y la demanda, y encomendó la responsabilidad de su puesta en marcha a Adolfo Marsillach (1928-2002)45 –actor, dramaturgo y director que para entonces ya había demostrado sus dotes como gestor tanto en la empresa privada como en el teatro institucional–, con quien desde un primer momento colaboraron Carlos Cytrynowski (1939-1995) como director técnico y Rafael Pérez Sierra (1935-) como asesor literario46. El propio Marsillach resumía con humor en sus memorias las dificultades iniciales a las cuales imaginaba que había de hacer frente al embarcarse en la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico:
La propuesta de Garrido me interesó, aunque no me entusiasmó. ¿Qué era lo que en realidad me estaba ofreciendo? ¿La creación de una Comédie Française a la española? ¿Con trescientos años de retraso? ¡Qué pereza! ¿Por dónde se empezaba y en qué línea se quería ir? ¿Y los intérpretes? ¿Qué hacemos con el verso? ¿Cómo lo decimos? ¿Cuál es el modelo? Casi todas las representaciones que había visto de nuestros clásicos –con inteligentes excepciones y, en especial, las de José Luis Alonso– me habían resultado infumables [Marsillach 1998: 442].
Es cierto que, pese a la presencia ininterrumpida sobre las tablas de algunas de nuestras comedias barrocas, España no contaba con una tradición histórica institucionalizada que estableciese un modelo para la representación de su patrimonio teatral, lo cual explicaba que, siendo uno de los más ricos de la literatura dramática europea, el nuestro careciese del capital simbólico del que sí gozaban sus coetáneos galo y anglosajón gracias a los currículos centenarios de la Casa de Molière y de la Royal Shakespeare Company. La iniciativa del Gobierno socialista quería superar este complejo de inferioridad colectivo con respecto a nuestros vecinos, especialmente en un momento que coincidía con el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Así, a imagen de sus referentes norteños, esta institución se fijaba como misión específica la recuperación, conservación y revisión de los textos teatrales de todas las épocas, con el fin último de su puesta en escena, procedentes del patrimonio teatral español y universal; el estudio y la divulgación de las obras de teatro clásico, y el adiestramiento de intérpretes especializados en el teatro clásico [España. Ministerio de Cultura. Orden CUL/2241/1986, de 14 de enero, por la que se crea la Compañía Nacional de Teatro Clásico].
Lo cierto es que con el tiempo la Compañía Nacional se ha revelado ante todo como una unidad de producción de espectáculos que basa su repertorio fundamentalmente en el gran legado dramático del Barroco español, con algunas incursiones esporádicas en textos de épocas anteriores (los romances sobre el Cid, La Celestina, las farsas y las églogas de Lucas Fernández, Don Duardos de Gil Vicente o más recientemente la Comedia Aquilana de Torres Naharro) o posteriores (los sainetes de Ramón de la Cruz, La comedia nueva o el café de Moratín, Don Juan Tenorio), y que solo de manera muy puntual ha prestado atención a los clásicos extranjeros (con un Tartufo de Molière y un Hamlet de Shakespeare). Con constancia desigual se ha atendido también a los otros dos objetivos que se exponían en los estatutos reproducidos líneas arriba: la vinculación con el campo académico para contribuir a un conocimiento más profundo y a la divulgación de nuestro patrimonio teatral –una tarea para la que Marsillach recurrió a Luciano García Lorenzo como mediador entre la erudición universitaria y el mundo de la praxis escénica–47, y la formación de una cantera de actores especializados en la interpretación de estos textos, propósito con el que nació en 1989 la Escuela de Teatro Clásico, que desapareció apenas tres temporadas después48.
Volviendo a Calderón, es muy significativo que Marsillach eligiera como espectáculo inaugural de la CNTC El médico de su honra, que había subido a las tablas por última vez en 1946, cuando Cayetano Luca de Tena la montó en el Teatro Español49. Desde la época del Realismo las tragedias calderonianas de honor conyugal eran consideradas poco menos que inmorales –Menéndez Pelayo había contribuido en gran medida a generalizar esta opinión– y en las contadas ocasiones en que se habían representado en el siglo XX los espectadores especializados siempre habían cuestionado la vigencia y el interés de su temática, como hiciera ya en 1905 el crítico de ABC al referirse a la interpretación de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza como doña Mencía y don Gutierre: «¿cómo traducir con absoluto acierto caracteres y cosas tan remotas que no conviven hoy en nuestro ambiente?» [Floridor en Mascarell 2014 a: 130-131]. Por estas razones la trilogía que integraban El médico de su honra, El pintor de su deshonra y A secreto agravio, secreta venganza, junto a El mayor monstruo del mundo, formaba parte del canon literario pero no ya del escénico, cosa que no ocurría con Otelo, la primera de las obras de Shakespeare que se había incorporado al caudal de las compañías españolas precisamente por su parecido con los «casos de la honra» de la comedia nacional. Pero sobre el bardo inglés no pesaba la leyenda negra que hacía suponer al campo teatral y aun al campo académico de nuestro país que Calderón estaba de parte del asesino en los crímenes pasionales que presentaba en estas piezas.
Marsillach, hombre polémico, no era ajeno a estas disquisiciones y opinaba lo contrario:
Nosotros optamos por pensar que El médico de su honra está escrita desde el horror que a una persona en su sano juicio le provoca la posible aceptación de una ley tan injusta como inhumana [Marsillach en el programa de mano].
Así pues, la decisión de comenzar la andadura de la CNTC con El médico de su honra fue premeditada, y años después, en su autobiografía, continuaba defendiendo la actualidad de la obra de Calderón:
La elección del primer texto era fundamental. ¿Por qué me decidí por El médico de su honra? […] Lo que Calderón plantea en su drama –¿o tragedia?– me fascinaba. En El médico de su honra un hombre asesina a su mujer por el «qué dirán»: la quiere, no está seguro de que le engañe y, sin embargo, la mata: porque los demás sospechan, porque murmuran, porque recelan. Este hombre sufre, pero cumple con la injusticia de una ley que obliga a morir a un inocente. ¿A cambio de qué?: pues de que el orden –hipócrita– sea restablecido y la mancha de la suposición no se extienda, y para que, como diríamos, la «alarma social» cese. ¿No es ésta una barbaridad moderna y actual? Soplan vientos de deshonra sobre los políticos, los jueces y los periodistas de nuestro país. ¿Realmente el argumento de la obra de Calderón es un tema «antiguo» que en nada nos concierne? Ah, pero, claro, se aborda un asunto tabú: una materia dramática que nos conduce a la Inquisición, a la Leyenda Negra, a Alfonso X y sus Partidas y a la naturaleza terrible de un pueblo que canta «la maté porque era mía» y se va a la taberna a beberse unos vinos para celebrarlo [Marsillach 1998: 450].
Obviamente, se trataba de un tema molesto porque enfrentaba a España a sus demonios, a su historia más vergonzante. Recordar ese pasado incómodo quizá no era lo más deseable viniendo de una unidad de producción pública en la que el Ministerio invertía esfuerzo y dinero para generar cohesión social en torno a la tradición patria y para poner el país a la altura de Francia y el Reino Unido, no para insistir en las acusaciones que durante siglos habíamos recibido de allende los Pirineos:
Según algunos, no fue una buena forma de arrancar para una compañía que se había institucionalizado [...] con el fin de conseguir «la recuperación, conservación y revisión [...] de los textos teatrales de todas las épocas [...] procedentes del patrimonio teatral español y universal». ¿Son el honor y la honra, con las consecuencias de su enfermiza exaltación, conceptos de nuestro patrimonio teatral que debemos recuperar, conservar y revisar? ¿O más nos valdría –como dijo un refinado crítico [...]– olvidarse de esas enojosas cuestiones? De acuerdo con esta última hipótesis, habría un Calderón católico y patriótico a glorificar; y otro cruel y atroz a olvidar: una postura, a mi entender, claramente reaccionaria. Entre otras razones porque no sabemos qué opinaba Calderón sobre el crimen de don Gutierre, el protagonista de El médico de su honra: ¿lo absolvía o lo condenaba? Algunos ensayistas sostienen que el autor está de acuerdo con el asesino, pero otros piensan justamente lo contrario y aventuran que el horror de la esposa desangrada es la denuncia de un código intolerable [Marsillach 1998: 450-451].
En palabras de Mascarell este comienzo fue toda una «declaración de intenciones» por parte del director catalán50, quien en lugar de ocultar una parcela del repertorio que pudiera resultar importuna para la construcción de la identidad nacional, propuso volver sobre ella y resignificarla, pero no desde la manipulación del texto, sino desde la puesta en escena:
Mi dirección escénica se quiso mantener en una calculada neutralidad para que fuese el público quien decidiera. Para mí el teatro no tiene el deber de dar soluciones –a menos que se esté al servicio de una propaganda sectaria–: su grandeza reside en la pregunta y en la desazón que el interrogante produce en los espectadores [Marsillach 1998: 451].
Las críticas arreciaron. Una de las más demoledoras y despiadadas le llegó de su hasta entonces amigo Eduardo Haro Tecglen51, a quien este Médico de su honra le resultó tan desagradable e incomprensible como el libreto que le servía de base:
Este es un espectáculo intrigante y feo. Es de una fealdad de esas que a veces pueden ser atractivas. Por la irregularidad de rasgos, por la intriga misma de por qué es así pudiendo ser mejor de cualquier otra manera: por el morbo. Coincide así, quizá casualmente, con la obra misma de Calderón, tan repugnante y atractiva, con su horror frío y su infierno cínico. No hay más coincidencias. Está bien elegida, y valientemente, para iniciar el trabajo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Calderón, en el teatro español, es el clásico por antonomasia; dentro de él, sus exposiciones y desenlaces sobre el honor bestial de una larguísima época –no del todo extinguida, véanse las páginas de sucesos– son una característica, y El médico de su honra lo compendia todo. En los últimos años ha habido un cierto pudor, como un deseo de tapar esta cara fea de Calderón. No se representa tal obra, y se da lugar en los escenarios a la segunda voz del autor, y hasta se la retoca. […]
El problema de la musicalidad o de la belleza de concierto de voces se ha ido convirtiendo en secundario ante el de la simple interpretación de los personajes y su capacidad de contar lo que sucede, por qué y cómo. La interpretación actoral de la Compañía Nacional de Teatro Clásico es deleznable, salvo excepciones que no hacen más que confirmar el desastre colectivo. […] Son nombres de actores suficientemente probados, elogiados muchas veces. La no correspondencia con esta actuación hace pensar que han sido dirigidos de manera adversa, o a despecho de las riquezas del texto, o sin ánimo de contar la novela. […] La excepción principal es la de Pellicena, que explica su papel y le da la sonoridad que requiere, el sentido interiorizado, silencioso y siniestro de su personaje; y la de Francisco Portes en el fácil gracioso.
Una forma de entender por qué esto pasa así es sencilla, porque es la más frecuente: el vuelco del director y del escenógrafo hacia el espectáculo y la tentación pocas veces resistida de imponerlo por encima de todo. Si puede suponerse que por esa fatal atracción los actores quedan descuidados, puede verse con claridad que las segundas acciones, los inventos, el figurinismo, la iluminación, desvían frecuentemente la atención del espectador de lo que se está diciendo, de la clave y el matiz de la frase, hacia otros lugares del escenario. La luz y el color están de parte de quien no está hablando. Y este espectáculo es muy inferior en estética a la obra misma de Calderón. Es un espacio cerrado, en ocre, con rampas y puertas; podía ser una metáfora de la plaza de toros. Desde esas rampas se deslizan o a veces trepan los personajes.
El vestuario –del rey abajo– es rufianesco, lo cual podría ser a su vez una metáfora de la España destrozona y ruin que se retrataría; los anacronismos deliberados añaden intriga. Lejos está todo del Alcázar de Sevilla o de la riqueza de la casa de don Gutierre, que los versos alaban. Y de la belleza, dando a esta palabra su sentido más amplio. El tópico del ruedo se añade a tópicos de circulación frecuente; el de las Parcas, mil veces usado, representado aquí por personajes del superrealismo fantástico de los pintores nórdicos de la primera mitad del siglo, tantas veces recurridos. No son solo problemas de incomodidad estética, sino que hacen daño a la superficie de la obra, por una parte, y a su profundidad, por otra –el sentido de la tragedia cristiana, por ejemplo, que es de libre albedrío, aparece sustituido por unos elaboradores implacables de destino–. Un terceto de creadores como son Adolfo Marsillach, el director técnico –y escenógrafo y figurinista– Cytrynowski y el revisor –y asesor de la compañía– Pérez Sierra parece haberse dejado llevar más de su propia ilusión, de su propio entusiasmo por los hallazgos escénicos propios o recolectados de otros que por el servicio al clásico. Todo esto intriga; intriga al desentrañar símbolos y anacronismos, al margen del de desentrañar la obra, y produce, sobre todo, un movimiento de incomprensión global.
El éxito fue moderado. Tributado, sobre todo, a un esfuerzo que empieza, a unos nombres ilustres y a una esperanza que nos ofrecen [Haro Tecglen 1986].
Para el periodista de El País la responsabilidad de dicho «éxito moderado» era de Calderón pero sobre todo de Marsillach, que ante semejantes invectivas estuvo a punto de dimitir [Marsillach 1998: 459], aunque en el fondo debía de ser consciente de que no había tomado un camino errado. Cuando una década después repuso este mismo montaje con un nuevo elenco, el tiempo le dio la razón y se demostró que el principal problema de la obra inaugural de esta institución fue que ni los actores ni el público estaban preparados para asimilar aquella propuesta52.
Tras esta primera experiencia de la CNTC se instauró el sistema que ha llegado hasta la actualidad, en virtud del cual alternan en la dirección de los montajes el director de la compañía y otros directores invitados de reconocido prestigio, al tiempo que se buscan «unos textos no demasiado transitados pero sin renunciar, desde luego, a los “grandes” títulos, para evitar caer en la monotonía de hacer siempre las mismas obras y el prurito del descubrimiento por el descubrimiento» [Fischer 2000: 773]53. Marsillach siempre prefirió hacerse cargo de los primeros, y en su siguiente acercamiento a Calderón se decidió por montar una comedia costumbrista totalmente olvidada por la profesión:
El elegido para continuar la programación fue El astrólogo fingido. […] Marsillach, que volvía a dirigir la pieza, leyó o escuchó una frase que comparaba el ritmo cinematográfico con el que tenían las comedias áureas de enredo, de capa y espada. Esta apreciación, en manos del director, se convirtió en una brillantísima, audaz e imaginativa puesta en escena. […] Pronto se vio que el «invento» no casaba muy bien con ese otro –tan teatral– de Calderón […], optándose por escoger, de entre las muchas comedias del autor madrileño, Antes que todo es mi dama [Alonso 2001: 415].
Este texto había sido bastante popular en los siglos XVII y XVIII pero desapareció del repertorio de nuestros cómicos nada más empezar el siglo XIX. La condición de obra menor, intrascendente y desconocida de Antes que todo es mi dama la convertía en el punto de partida perfecto para este experimento de «teatro dentro del cine dentro del teatro». Adelantándose a los ataques procedentes del campo académico, Marsillach ya anunciaba que «el teatro es un juego y yo reivindico mi derecho a jugar» [en Torres 1987] y años después, ya de vuelta de todo, aclararía que su principal objetivo con este «juguete cómico» había sido conseguir que nuestro teatro clásico llegara al gran público aun a despecho de la erudición:
Preferíamos que se escandalizase Domingo Ynduráin a que bostezara un estudiante. Trabajar pensando en los «entendidos» conduce a un callejón sin salida [Marsillach 1998: 465].
Si bien este montaje resultó ser «más la parodia de un clásico, que un clásico» [Barea 1988], conectaba con el espíritu barroco por su metateatralidad y su carácter lúdico, y por eso mismo fue un éxito, tanto que supuso el espaldarazo definitivo de los espectadores y los críticos al controvertido proyecto de la CNTC [García Lorenzo 2011: 346-347].
Sin embargo, no sin cierta malicia o resentimiento, Haro Tecglen trató de evidenciar y de desmontar todos los resortes de los que se había servido el director, cargando de paso contra la frivolidad y los convencionalismos del propio texto original. La animadversión personal que ahora sentía hacia Marsillach y sus prejuicios contra la dramaturgia barroca autóctona (habituales, ya lo hemos visto, en los intelectuales de su generación, que renegaban de toda cultura identificable con el Franquismo) afloraron por igual en su crónica sobre esta función:
Marsillach superpone otra carpintería –la suya– a la de Calderón, lógicamente pensando en el maleado público de hoy. Como la trama es necia –«porque el vulgo es necio», como decía Lope para defenderse de reproches–, encuentra una solución para representarlo aumentando su necedad: los galanes son perfectamente estúpidos; hay que reírse de ellos, aun en los diálogos serios del original: son cómicos exagerados. Como todos los demás personajes. Y como el distanciamiento y la complicidad del público podrían ser insuficientes, acude, por tanto, a otro mayor. El conocido recurso del teatro del teatro lo convierte en teatro dentro del cine o cine dentro del teatro: se rueda una película (mala) con actores (malos) hacia los años treinta. El recurso al cine tampoco es nuevo. […]
Es inútil decir que la obrilla de Calderón pasa no a segundo plano, sino a pretexto, porque ella misma está manipulada desde esa versión y esa dirección. Está teñida por todo ello, y resulta una burla de sí misma y una demostración de lo tontos que eran nuestros antepasados del Siglo de Oro, y también los de los años treinta. […]
En lo que hay que insistir es en que ese propósito de Marsillach surge como un producto muy bien terminado: lo que pretende, lo hace, y sus inventos y movimientos son hilarantes. […] Dentro de las convenciones importa poco que muchas de las escenas correspondan al cine mudo más que al principio del sonoro: la imitación de los gestos antiguos, las carreritas, los melindres de las damas, los duelos graciosos, no dejan de funcionar. Para cada minuto, Marsillach ha inventado algo o lo ha repetido para recuperar las risas anteriores. Una labor quizá más invisible para el público, pero decisiva para la obra, es la relojería de movimientos, la situación de cada cual en el escenario, las relaciones de unos actores con otros. Se reconoce continuamente una maestría y una capacidad excepcional para hacer teatro.
Los actores, por tanto, hacen el remedo no solo del cine (malo) sino mucho del teatro (malo). El trío esencial de galanes lo hacen Ángel de Andrés, Vicente Cuesta y Antonio Canal; este último es más legal –digamos– en el comedimiento de su papel, y no menos gracioso, mientras Vicente Cuesta se lanza al figurón. También se domina Francisco Portes, a quien alcanza el ridículo del personaje siempre burlado –el padre–, pero que no renuncia a su dicción y a su dignidad. Las damitas hacen sus melindres y sus gestitos. Los graciosos de Calderón pierden su razón de ser: son más graciosos los otros. Todo el reparto está pasado en edad, y eso pesa [Haro Tecglen 1987 b].
Aun reconociendo que el producto final funcionaba a la perfección gracias a la maestría del director en su oficio, Haro Tecglen cuestionaba la legitimidad de producir un montaje de estas características en el marco de una institución pública que se había fundado para velar por el patrimonio dramático nacional pero que con este espectáculo brillante creado a partir de un texto mediocre estaba aportando más prestigio al propio Marsillach que a Calderón:
Entrar en un segundo año de polémica acerca de si una Compañía Nacional de Teatro Clásico debe respetarlo y reintegrarlo a la actualidad con sus valores literarios y sociales parece ya aburrido. Marsillach ha explicado muchas veces que no tiene tal idea; lo comparten el INAEM y el Ministerio de Cultura de que dependen, y lo distribuyen por el mundo como parte de la tradición cultural española, y ya se ve bien claro que lo que quieren es eso. Se deja para otras compañías, privadas o institucionales, esa misión del clásico restaurado, y esta para el juego –y esa palabra la repite Marsillach–. Es así, y sobre ello cada uno podrá tener la opinión que quiera: no va a influir en nada [Haro Tecglen 1987 b].
El ataque se dirigía en última instancia hacia los responsables políticos del nombramiento de Marsillach, pero finalmente el crítico de El País no pudo más que admitir la apoteosis de su antiguo amigo54:
El éxito se olía desde antes de empezar la representación; parecía suponer, sobre todo, un desagravio a Marsillach por lo que algunas personas consideraron sus errores anteriores (que no son errores, sino deliberación). Las risas comenzaron desde las primeras escenas, después los aplausos claramente destinados al director por su forma de resolver escenas; todo fue creciendo, acalorándose, hasta el brillante final proyectado. Si hubo premeditación de éxito, el desarrollo de la obra y el ingenio de Marsillach ganaron su batalla y consiguieron un triunfo clarísimo [Haro Tecglen 1987 b].
Desde el campo intelectual se le podría achacar a Marsillach que hubiera sacrificado parte del capital cultural de Calderón en aras de la democratización (o acaso vulgarización) de nuestros clásicos. En efecto, este montaje dinamitaba el capital simbólico de Calderón, porque al difuminar los límites entre el rito cultural y el espectáculo de entretenimiento55 anulaba las barreras que distinguían (en el sentido bourdieuano) al espectador competente del gran público. De ahí que el campo de poder apoyara con firmeza la gestión del director barcelonés en la CNTC, pues participaba del proyecto socialista de popularizar el consumo de las artes escénicas como alternativa de ocio, al tiempo que acercaba a los más jóvenes al patrimonio dramático nacional, libre ya del estigma de su identificación con los valores de la dictadura. Incluso el mundo académico, dividido en cuanto a su valoración de la propuesta, se rindió ante esta evidencia56.
Aunque los referentes internacionales de esta unidad de producción del INAEM empezaron siendo la Comédie Française (un «teatro-museo» donde quienes mandan son los actores, depositarios de la tradición y encargados de preservarla) y la Royal Shakespeare Company (la cual, aunque con enfoque más moderno, sigue privilegiando el servicio de los directores al texto), Marsillach había demostrado con sus «experimentos» a partir de textos poco transitados del repertorio que la vía que él proponía era muy distinta. Cuando gracias a esta estrategia el consumo de los clásicos empezaba a formar parte del habitus de los espectadores, en 1988 la CNTC se atrevió por fin con varias obras maestras del canon, de suerte que en su tercera temporada se programaron El burlador de Sevilla, La Celestina y El alcalde de Zalamea.
Después de una tragedia de uxoricidio oscura y políticamente incorrecta por su controvertido significado y de un vodevil de puro entretenimiento donde el texto era casi un pretexto para el juego escénico, desde el Teatro de la Comedia se invitó a José Luis Alonso, entonces responsable de la Zarzuela, para dirigir el texto de Calderón y de todo el Siglo de Oro que más se había representado en lo que iba de siglo. A pesar de la dificultad que entrañaba enfrentarse a una obra tan popular y con tanta tradición escénica a sus espaldas, la crítica destacó unánimemente la sencillez, el rigor y la verdad de la propuesta de Alonso y la fidelidad a la letra y al espíritu de Calderón que regían su trabajo y el de todo su equipo:
Celebremos que, al fin, un texto clásico haya sido tratado con respeto, con musculada fidelidad, sin incurrir en la gárrula moda de caricaturizar personajes y situaciones […]. José Luis Alonso trata el magnífico texto con tal linealidad, con tal observancia de sus espacios y sus tiempos, que el drama de Pedro Crespo y su hija obtiene toda la carnalidad, toda la vivacidad de un suceso verdadero. […] Alonso utiliza un ámbito teatral transformable quizá levemente enfático de Pedro Moreno. La sequedad, cierta grandiosidad patrimonial del paisaje castellano, del paisaje extremeño […]. Sequedad. Elementos corpóreos, sin embargo, más simbólicos que realistas. Sobria estilización al servicio de la mutación espacial rápidamente narrativa. Libre así el concepto de espacio dramático, Alonso lo enriquece con una ambientación sonora que integra lo que podría ser llamado el bajo continuo de la presencia militar. Los redobles miden el tiempo, subrayan las tensiones. […] La interpretación es dramatizante en medida justa. Luchan los actores con la cadencia del verso. La intención prosificadora también está doctamente contenida. […] En suma: una extraordinaria, seria, responsable, valiosamente dramática versión del drama [López Sancho 1988].
El espectador percibe por momentos una doble sensación: está ante un montaje completamente exento de pedantería, casi demasiado ortodoxo para los tiempos que corren, pero, al mismo tiempo, recibe con claridad un mensaje que, aun con palabras del XVII, parece haber sido emitido ayer mismo, si no hoy, en el mismo momento de la representación […]. Alonso ha construido un espectáculo en el que las partes están a disposición de un todo centrado en la claridad de la comunicación y en la verdad escénica […]. Hasta ahora ha habido montajes; a partir de ahora se va a hablar de entidad, tal vez primera piedra de lo que podrá ser, en el futuro, la Comedia Española [Guerenabarrena 1988].
Sin fidelidades «arqueológicas» ni espíritu museístico –¡nada más lejos de la concepción artística del director de la obra!– José Luis Alonso de Santos [sic] aborda El alcalde desde el respeto –lo que no significa sumisión– y amor por el teatro clásico. El resultado final es excelente. Desde la interpretación, donde todos los actores crean una auténtica ilusión de verdad dramática, hasta el ambiente de época expresado mediante el vestuario y la creación de ámbitos de relaciones humanas a través de las composiciones lumínicas, todo está absolutamente medido en la representación, como si se tratara de un engranaje perfecto. Cada uno de los movimientos de los actores, sus silencios, sus réplicas en tono desafiante o contenido, responden a una concepción de la obra como un conjunto armónico, como un todo que ha de cautivar y sorprender al espectador en su unidad y en sus diferentes elementos. […] Gratifica comprobar como un trabajo riguroso elaborado desde el respeto y la sensibilidad artística conmueve, entretiene, divierte y enriquece culturalmente al espectador [Galán 1988].
He asistido tres veces a la representación de este espectáculo como aprendiz que cree haber hallado un producto ejemplar, una lección de sabiduría teatral. Echo mano del término lección porque hay en este trabajo un didactismo que impresiona por su transparencia y su honestidad; no se ha intentado ir más allá de Calderón, se ha ahondado en él, se le ha comprendido y se le ha definido mediante una escritura dramática conceptual, esencialmente épica, que universaliza el drama y nos lo entrega palpitante, vivo y cercano. La lucidez de este espectáculo está en su sobriedad, en su reducción a signo, en su sencillez calculada [Oliva 1988].
Detrás de algunas de estas alabanzas no era difícil leer un ataque a la experimentación, el personalismo y la iconoclastia del trabajo con los clásicos de Marsillach, que se dio por aludido:
El alcalde de Zalamea y La Celestina fueron dos importantes acontecimientos, aunque la crítica se volcó en merecidos elogios para José Luis Alonso y estuvo, como ya era habitual, parca o desagradable conmigo. (El estreno de la El alcalde fue clamoroso y el de La Celestina cortésmente frío). Yo creo que se aprovechó la ocasión para señalar que José Luis me había dado una lección. (Solo faltó que pidieran públicamente mi cese y su nombramiento como director de la compañía) [Marsillach 1998: 467].
Esto no ocurrió. Antes al contrario, la aportación modélica de Alonso sirvió para afianzar la trayectoria de la CNTC y con su larga gira (que duró casi dos años y la llevó a representar a España, junto a La Celestina de Marsillach, en el Festival de Edimburgo) este Alcalde… contribuyó a incrementar el valor simbólico de la institución al tiempo que consagraba como actor a su protagonista, Jesús Puente, cuya carrera artística osciló siempre entre el teatro y trabajos en otros medios menos prestigiosos pero probablemente más lucrativos:
Ha hecho el papel de su vida, obteniendo con su trabajo una complicidad con el público que hace tiempo no se veía en el escenario. Por difícil que resulte de creer, uno se olvida de que ese señor anuncia atunes en televisión y cree encontrarse frente al rebelde y tozudo alcalde de Zalamea. Puente se crece en un papel que ha trabajado desde la emoción, buscando el espíritu del personaje y haciéndolo suyo, sin lucimientos de más en los gestos o en la voz. Contenido y al mismo tiempo seguro. Pedro Crespo es el eje [Arco 1989].
En cualquier caso, tras casi una década de ausencia de los escenarios57, el drama histórico ambientado en Extremadura regresaba para demostrar que aún tenía cosas que decir a los espectadores de finales del siglo XX. No cabe duda de que el capital cultural de este texto de Calderón, muy superior al de las obras del mismo autor que no formaban parte del canon escénico reciente, también influyó en la estupenda acogida del espectáculo de Alonso Mañes, quien en 1990 –en el período de interinidad en la dirección de Rafael Pérez Sierra, durante la marcha de Marsillach al INAEM– volvió a ser invitado a la CNTC para repetir éxito, pero esta vez con una comedia de capa y espada, La dama duende, en cuya recuperación para las tablas había jugado un papel fundamental él mismo años atrás y que ahora sería su testamento teatral.
Además de la CNTC, después de la efemérides de 1981 otros teatros públicos se sumaron a la recuperación para la escena de la obra de Calderón. Ya hablamos de la versión de Los cabellos de Absalón con que José Luis Gómez conmemoró el cuarto centenario del Teatro Español de Madrid, donde en 1989 se propició la exhumación de un texto que no se representaba desde principios del siglo XVIII: El castillo de Lindabridis58. Esta comedia caballeresca, dirigida por Juan Pastor (1943-) –procedente del Teatro Experimental Independiente– al frente de un equipo de alumnos de un curso de teatro clásico y de la Escuela-Taller de Tecnología del Espectáculo, se dirigía al público escolar dentro de la Campaña Joven del coliseo de la calle del Príncipe.
Es muy llamativo y sintomático de la voluntad del Gobierno central de reivindicar la modernidad de nuestro autor que el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas produjera tres montajes basados en sus textos, el primero de los cuales, antes mismo de la creación de la CNTC, fue No hay un burlas con Calderón (1985). Aquí Ángel Facio (1938-), director de Los Goliardos, realizaba un «ejercicio de estilo» a partir de No siempre lo peor es cierto e injertos de otras comedias de enredo calderonianas, y el resultado fue un collage a medio camino entre el vodevil y el musical que «no fue apoyado por la asistencia masiva del público, desconcertado quizá ante la programación de una obra con connotaciones clásicas en un circuito todavía reservado al teatro más vanguardista» [Vilches 1985: 194]. En la misma Sala Olimpia del INAEM pudo verse en 1988 Calderón, la versión libérrima sobre La vida es sueño que había escrito en los años 60 Pier Paolo Pasolini, dirigida por Guillermo Heras (1952-), del grupo Tábano, quien en 1991 también orquestaría El jardín de Falerina, tercer montaje de la Escuela de Teatro Clásico de la CNTC, esta vez en coproducción con el Festival de Almagro y el CNNTE. Sorprende encontrarnos en el mismo contexto formativo que el del ya citado montaje de Juan Pastor otra versión de una comedia caballeresca olvidada, aunque El jardín de Falerina había sido representada varias veces en las fiestas cortesanas de los Austrias Menores y fue habitual en el formato de zarzuela y comedia de tramoya en los escenarios dieciochescos59. En esta elección, además de razones prácticas como su amplia nómina de personajes, también influyeron «los recuerdos de un universo infantil, de un imaginario personal poblado de héroes míticos, de libros de caballería del ciclo artúrico y carolingio» [Santa-Cruz 1991], y su director insistía en que, precisamente gracias a lo extraño de su género, este espectáculo
solo puede ser abordado a partir de las premisas con las que ha sido concebido, esto es, como un experimento escénico, con todas las libertades y las limitaciones que dicho concepto conlleva. […] Me pareció que esta obra era un territorio que me permitía hacer una indagación, una búsqueda en una línea similar a la que determinados creadores, para mí maestros, como Ronconi o Brook, llevan años transitando [Guillermo Heras en Santa-Cruz 1991].
Fue además la única ocasión hasta la fecha en que la cantera de la Compañía Nacional se ha acercado a Calderón, pues tanto en la experiencia didáctica piloto que arrancó Marsillach como en la Joven Compañía que impulsó años más tarde Eduardo Vasco y que se ha mantenido hasta la actualidad siempre se ha privilegiado la puesta en escena de comedias de Lope, acaso por considerarlas más sencillas y por tanto más aptas para el proceso pedagógico de iniciación actoral al repertorio antiguo.
Todas estas propuestas coincidían en reivindicar la libertad de los creadores del campo teatral a la hora de abordar el patrimonio dramático nacional, una práctica que, como hemos visto, también alentaba Marsillach desde la CNTC. Así pues, en los años 80 el modelo oficial español de acercamiento a nuestros clásicos se alejaba de los referentes europeos más inmediatos (la Comédie Française y la Royal Shakespeare Company) en su cometido de servir al texto, pero sobre todo trataba de desmarcarse de los Teatros Nacionales franquistas, con los cuales podía compartir repertorio, pero no lectura ni punto de vista sobre el mismo.
La labor de los teatros institucionales, y sobre de todo de la CNTC, influyó en el acercamiento a nuestra dramaturgia barroca de las empresas privadas y sobre todo logró «un hueco permanente para el teatro clásico en las carteleras españolas» [Muñoz Carabantes 1992: 477]. Se ha hablado mucho de competencia desleal de las unidades del INAEM con respecto al resto de compañías, ya que durante muchos años el presupuesto destinado a la CNTC fue incluso superior al total de subvenciones que se otorgaban a las demás iniciativas teatrales, pero lo cierto es que, junto al sistema de ayudas a la producción y a la red de festivales o ciclos dedicados a la recuperación de nuestro patrimonio dramático para las tablas, la existencia de una institución oficial centrada en el repertorio áureo contribuyó a que la profesión y el público volvieran a acercarse a Calderón sin los prejuicios heredados de la dictadura. Tanto es así que, ante la existencia de un circuito específico de distribución, a finales de la década de los 80 aparecieron las primeras compañías especializadas en Siglo de Oro: Manuel Canseco continuó al frente de su Compañía Española de Teatro Clásico, que poco después tendría que renunciar a su nombre por su parecido con el de la CNTC, y tras Casa con dos puertas… (1979) montó No hay burlas con el amor (1986) y El mágico prodigioso (1989); Fernando Urdiales (1951-2019) aglutinó a profesionales venidos del teatro independiente vallisoletano en Teatro Corsario, que comenzaría su largo periplo calderoniano con El gran teatro del mundo (1989); diversos agentes precedentes del TEM, el TEI y el TEC fundaron Zampanó y se atrevieron con una trilogía formada por El secreto a voces (1988), Con quien vengo vengo (1989) y La cisma de Inglaterra (1990), y desde Producciones Marginales y Teatro Rosaura Ernesto Caballero (1958-) llevó a cabo reescrituras más libres de textos de Calderón como La vida es sueño en Rosaura (el sueño es vida, mileidi) (1984), La gran Cenobia en Zenobia (en versión de Ignacio del Moral) (1987) o Eco y Narciso (1991).
Esto ya nos da una idea de la diversidad del repertorio calderoniano debido a iniciativas privadas que pudo verse en las carteleras españolas durante el decenio que va de 1981 a 1992. Acorde con el espíritu frívolo y desenfadado de la Movida, abundaron las comedias, sobre todo las de capa y espada, con cinco montajes distintos60 de La dama duende –que asciende en este momento a los primeros puestos del canon escénico–, dos de Casa con dos puertas mala es de guardar y de El galán fantasma y uno de No hay burlas con el amor, Con quien vengo vengo y El astrólogo fingido. El interés por la comedia palatina se redujo a El secreto a voces, encontramos algún ejemplo de teatro musical o cortesano (La púrpura de la rosa, Eco y Narciso) y en cuanto a los géneros menores, junto a entremeses como El desafío de Juan Rana, El toreador o El dragoncillo, algunas jácaras de Calderón volvieron a subir a las tablas.
En cuanto a los dramas, que enlazaban con la veneración que Centroeuropa sentía por la veta más trascendente de nuestro autor, La vida es sueño fue el más representado, con un total de siete versiones, confirmándose como la obra más popular de Calderón, muy por delante de El alcalde de Zalamea, que solo se representó en dos ocasiones, tantas como El mágico prodigioso, El príncipe constante y A secreto agravio, secreta venganza, con la cual las tragedias de honor conyugal regresaban el repertorio. Asimismo, sendos espectáculos basados en La cisma de Inglaterra, La gran Cenobia, Los cabellos de Absalón y La devoción de la cruz confirmaban la recuperación para la escena de los dramas históricos y de los textos de contenido religioso. Por otra parte, los autos sacramentales siguieron estando muy presentes, sobre todo El gran teatro del mundo, que también se escenificó en siete ocasiones, a lo cual habría que sumar los montajes aislados de El auto de las plantas, El pleito matrimonial del alma y el cuerpo, La vida es sueño y La cena del rey Baltasar.
Si los aficionados solían decantarse por el prestigio del canon, las compañías privadas se atrevieron con obras menos transitadas del repertorio calderoniano, movidas probablemente por el ejemplo de la CNTC o quizá también porque en la mayoría de la profesión latía el deseo de desmarcarse de la tradición franquista y de encontrar un Calderón a la medida de la escena contemporánea. De hecho, fue en este momento cuando los clásicos comenzaron a desbordar el límite de los antiguos teatros burgueses y los festivales para entrar en la programación de salas alternativas como la Olimpia, el Teatro Pradillo o la Mirador, al tiempo que empezamos a encontrar versiones de obras de Calderón para niños, jóvenes o discapacitados, o en formatos tan diversos como el teatro comunitario o el teatro de objetos.
Por tanto, los 80 fueron una década fundamental para entender la rehabilitación de Calderón dentro del canon escénico nacional. Los hitos que constituyeron el tricentenario de su muerte en 1981, las disposiciones que tomó el PSOE en materia teatral y la creación de la CNTC explican cómo y por qué el campo del poder indujo a la profesión del espectáculo a devolver a los escenarios ciertas obras del poeta madrileño, un proceso inseparable de la integración de España en Europa, que operó en paralelo en lo político, en lo económico y en lo cultural. Pero esto solo fue el prólogo de la etapa de esplendor para la imagen internacional de España que comenzó en los 90 y en la cual esta nueva visión de los clásicos tendría mucho que decir.
Desde finales de los años 70 los sucesivos Gobiernos democráticos trataron de restaurar la imagen internacional de nuestro país, y si en lo económico y lo político el proceso se había iniciado mucho antes, ya hemos visto cómo en la década de los 80 los ejecutivos socialistas apretaron el paso para situarnos a la altura de los países occidentales de nuestro entorno también en el plano cultural y divulgar así, en palabras del ministro Javier Solana, «la realidad de una España democrática, en pleno proceso de modernización» [en Borja y Mascareñas 1992: 90]. Todos estos esfuerzos culminaron en 1992, que pasará a la historia como «el año de España en el mundo» [Borja y Mascareñas 1992: 89].
A lo largo de 1992 se celebraron dentro del territorio nacional una efemérides (el V Centenario del Descubrimiento de América), tres acontecimientos culturales de primer orden (la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Capitalidad Europea de la Cultura en Madrid) y varios actos diplomáticos (la Conferencia Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, pocos meses después de la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo de 1991). Todos ellos subrayaban el papel preponderante que España ocupaba ahora en Europa, América Latina, el Mediterráneo y en todo el panorama internacional, al tiempo que sirvieron para enmascarar la recesión económica –con una tasa de desempleo del 25%– y la crisis política que se abría al descubrirse los primeros casos de corrupción en los que el PSOE se veía implicado. El brillo de los eventos celebrados en 1992 fue tal que, a pesar de las sombras que se cernían sobre su equipo, Felipe González volvería a ganar las elecciones en 1993 y aún gobernaría hasta 1996.
Por lo que se refiere a las artes escénicas, la Expo de Sevilla, la Olimpiada Cultural de Barcelona y la Capitalidad Europea en Madrid concentraron buena parte de la inversión pública en cultura, lo cual supuso la disminución de las ayudas a otras iniciativas y tuvo como consecuencia ya a finales de 1991 «la convocatoria de una huelga, promovida por la Unión de Federaciones de Actores, secundadas por otras asociaciones teatrales» contra el Ministerio de Cultura [Vilches de Frutos 1994: 441]. Mientras que en la Ciudad Condal el Centre Dramàtic de la Generalitat optaba por promocionar a los clásicos catalanes61 y las carteleras trataban de realzar lo autóctono y lo cosmopolita en una programación más deslumbrante que pensada para atraer a los espectadores62, Sevilla funcionó como una auténtica plataforma para difundir lo mejor del teatro español, del Barroco al siglo XX (con autores como Valle Inclán, Alberti, Lorca, Sanchis Sinisterra…), y para mostrar al público local las creaciones de las compañías más prestigiosas de Europa, algunas de las cuales ofrecieron su personal visión acerca de las grandes aportaciones de nuestro país al canon universal, como el Quijote, el mito de don Juan o algún texto de Lope o Calderón, como Los cabellos de Absalón, representada por primera vez en inglés en el Palenque de la Isla de la Cartuja con motivo de la Fiesta Nacional de Estados Unidos, y La vida es sueño, que se pudo ver en georgiano en el Lope de Vega en la versión del Teatro Rustaveli de Tiblisi63. La compañía española Zampanó también utilizó poco después Sevilla como escaparate para su particular versión del drama de Segismundo64, pero de los autores de nuestro Siglo de Oro el que más protagonismo tuvo en la Expo fue Cervantes, pues no en vano Marsillach, al regresar a la CNTC tras su breve paso por la dirección del INAEM (1989-1990), montó en primicia La gran sultana, reivindicando con esta comedia –totalmente desconocida para los profesionales del medio– una identidad cultural de signo progresista, basada en valores como la tolerancia, la libertad, el igualitarismo o la capacidad crítica, más exportables que los que la tradición escénica había leído en los grandes dramaturgos áureos65.
La otra aportación de la CNTC a la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América sí tuvo en cuenta a Calderón. En efecto, dentro de los actos que se celebraron en la Villa y Corte con motivo de su nombramiento como Capital Cultural Europea, la compañía dependiente del Ministerio y el Consorcio Madrid 92, con el patrocinio de Telefónica, coprodujeron Fiesta barroca, un «macroespectáculo» al aire libre para 1800 espectadores [Amestoy 2016: 292] compuesto por un cortejo procesional, la loa y el auto sacramental El gran mercado del mundo, la mojiganga de Las visiones de la Muerte y el entremés de Los órganos de Quiñones de Benavente66. Orquestado por Miguel Narros (1928-2013)67 al mando de su equipo habitual de colaboradores (Andrea D’Odorico, Arnold Taraborrelli…) junto al compositor Tomás Marco, a Rafael Pérez Sierra en la dramaturgia y al profesor Díez Borque para la documentación histórico-literaria, y con un elenco formado por casi trescientos actores entre figurantes y caras conocidas como las de José Coronado y Ana Duato, este montaje pudo verse durante una única semana en la Plaza Mayor y fue un homenaje a la tradición perdida del Corpus madrileño. Pero a pesar de que el desfile previo a la representación reproducía el recorrido de la custodia y de los antiguos carros de cómicos por la calle Mayor, más que una reconstrucción arqueológica se trataba de una recreación de la fiesta de la eucaristía que insistía en la teatralidad de la celebración y no en su contenido religioso. Por tanto, la puesta en escena brillaba por encima del auto sacramental que le servía de base, es decir, el nombre de Calderón se usaba como sello de prestigio para un espectáculo que pasaba por alto el texto al que se debía. Ello demuestra los prejuicios que buena parte de la profesión teatral seguía sintiendo hacia esta parcela del repertorio áureo tan manida por el Nacionalcatolicismo, coincidiendo con críticos como Haro Tecglen, quien aprovechó de nuevo esta ocasión para alabar el trabajo de Narros y tildar a Calderón de autor soporífero, ortodoxo y reaccionario al servicio de la Contrarreforma y del Imperio:
Una verdadera fiesta, más o menos barroca; unos maravillosos trajes; una bella música del maestro Tomás Marco, que toma una cierta picardía de la época evocada y se lanza a las menos audacias posibles, y que es más que incidental (aunque a veces sirva para subrayar situaciones); una coreografía agradable. A veces, todos estos trabajos de baile, canto, orquesta y movimiento de escena consiguen espléndidos momentos. […]
La ventaja que tiene este espectáculo visual y la lucha contra el frío –oí a un espectador decir que «con este frío no se puede pensar»– es que no tiene uno que atender a los textos excesivamente, ni siquiera mantener una actitud crítica. Ya se sabe lo que es el teatro barroco: unos versos difíciles que chocan siempre con los actores de hoy, unos conceptos que a veces son inasibles y otras excesivamente simplones. También se sabe lo que era Calderón de la Barca, en estos escritos de encargo y con la entonces loable intención de servir a la Eucaristía: una buena propaganda de la moral. Los asquerosos libros de los heterodoxos, que había que pisotear; las llamadas de los instintos y de los sentimientos, que había que abandonar. La Gracia, que espera ver qué traen del mercado metafórico –el de la vida, el del mundo– sus dos pretendientes, elegirá al que lleva el cilicio, el harapo sencillo, la cruz, y el pan y el vino donde están el cuerpo de Dios, cosa que a los heréticos les parece imposible porque, en su atrofia cerebral, no encuentran posible que un cuerpo humano quepa en tan pequeño lugar, y si fuera así, comérselo sería un canibalismo bárbaro más que un acto de adoración. Parece que tenían razón: no se sabe nunca. En cuanto a las gracias habituales, en la época de Calderón y en esta misma, no las veo yo inclinadas a elegir el cilicio y la pobreza. Quizá me equivoco.
Este texto de El gran mercado del mundo viene precedido de su correspondiente loa y está rodeado de unas folías, de un entremés de Quiñones de Benavente […], de más espléndidos bailes y de una mojiganga, la de Las visiones de la muerte, de un Calderón de la cepa divertida (y hay que añadir que la tendencia general hacia lo cómico y lo divertido viene en mucho del ingenio de Miguel Narros y de su buena voluntad); es decir, de mucho, de muchas cosas. Esta generosidad de los creadores del espectáculo es loable, pero quizá fuera más de agradecer algo menos de esfuerzo; algo menos, o bastante menos, de las casi tres horas que dura el espectáculo. Yo, lanzado a la sinceridad, me atrevería a decir que lo que sobra es el propio auto sacramental de Calderón, no solo por mi fastidio general de todas las propagandas del poder y de las bellezas versificadoras que ocultan los verdaderos pensamientos de los autores, sino porque en él se quiebra el ritmo que lleva el espectáculo, y que es muy brillante. […]
Muchas personas abandonaron las gradas. Primero aprovecharon algunos breves tiempos muertos para huir, encogidos, avergonzados; luego se fueron lanzando por las crujientes y resonantes escaleras sin ningún pudor. Entre el verso y el clima pudieron con ellos. La mayor parte resistimos, con lo cual queda demostrado que la fascinación de lo que se veía y se escuchaba –me refiero a la música de Tomás Marco– estaba por encima de la comodidad personal. Las ovaciones y los bravos fueron justos [Haro Tecglen 1992].
Esta nota sobre la reacción del público nos habla de que, pese al afán de los agentes del teatro por acercar el rito cultural a la categoría de espectáculo de entretenimiento, ciertos géneros aún se resistían a los gustos de los receptores contemporáneos. Desde ABC, López Sancho, sin cargar sus tintas directamente contra Calderón, apuntaba en la misma dirección:
El criterio de Narros ha atendido mucho más a la espectacularidad y la diversión del espectáculo que al rigor teológico. […] Disquisiciones teológicas fundamentales resultan frivolizadas por la caricaturización de algunos tipos simbólicos como la Inocencia, la Lascivia o por la ligereza de los tonos rayante en la caricatura. Parece percibirse un cierto sentimiento de escepticismo del director sobre los rigores doctrinales de Calderón, actitud evidentemente muy moderna pero que rebaja el mensaje, prescindiendo de su antigüedad o actualidad, del poeta y de su tiempo.
Todos los sucesos se pasan, tienden a la caricatura, lo que no impide que el aspecto teatral sea brillante, los agrupamientos de personajes alcancen altos niveles de belleza y todo propenda a entrar en tonos de musical ligero que desdibuja el variado y ágil conjunto.
Estamos ante un espectáculo brillantemente infiel al modelo. Una brillantez escénica sin propiedad. Quiero decir, con un fondo sacrificado a una infidelidad escénica.
No se presta el tratamiento a interpretaciones sobresalientes y por eso no las hay. Domina el conjunto. Los más de los cuadros son vistosos, ricos de colorido, con figurines pintorescos, agitados por unos ritmos gestuales muy de revista, con lo cual el resultado es más válido como espectáculo que busca lo visual y deja de lado el pensamiento. […] Los bailes gitanos, el precioso cuadro de gigantes y cabezudos y otros momentos musicales acrecientan la frivolización del espectáculo al que dan amenidad y alegría. Los elementos escenográficos son preciosos y levantan la calidad estética del bello y discutible espectáculo [López Sancho 1992].
Pero es que incluso este crítico, que por filiación política no era precisamente progresista, se lamentaba de que, frente a la imagen de modernidad que en ese mismo momento irradiaban Sevilla y Barcelona, Madrid se decantara por proyectar una identidad construida sobre las viejas glorias del Siglo de Oro:
La Coordinadora [de Madrid Capital Europea de la Cultura] optó, pues, por las grandezas del pasado, Calderón, el auto sacramental, lo barroco. […] Definir en ello el mensaje de la transitoria capitalidad cultural matritense es, no puede negarse, un gesto de buscar justificación en el pasado. Una dimisión de enseñarle al mundo a este Madrid de hoy como un poderoso e innovador impulso hacia el futuro [López Sancho 1992].
Lejos quedaba el Madrid iconoclasta del alcalde Tierno Galván y la Movida. De hecho, las desavenencias entre el Ayuntamiento (regentado por José María Álvarez del Manzano, del PP) y la Comunidad (presidida por Joaquín Leguina, del PSOE) explican en buena medida el fracaso de esta Capitalidad Cultural Europea68, al menos en lo que se refiere a su seguimiento por parte del público. En ese sentido, la Fiesta barroca fue una excepción, pues de hecho sirvió para dar a conocer a los madrileños la cita europea, que llevaba desarrollándose medio año en la ciudad sin que la mayoría de sus habitantes lo supiesen, abrumados con el cúmulo de celebraciones internacionales y efemérides que tenían lugar en todo el país. La representación a cargo de la CNTC registró un lleno de taquilla y contribuyó, pues, a la difusión de Madrid 92, pero sin duda tuvo aún mayor impacto el cortejo procesional gratuito que la precedía:
Creer en Madrid 92 y en la resonancia de la Capitalidad Europea de la Cultura empieza a ser cosa de fe, ante la desgana que los madrileños manifiestan sobre esta celebración. Un auto sacramental escrito por Calderón de la Barca hace tres siglos, sin embargo, ha provocado la primera y más evidente comunión de los ciudadanos con estos festejos gracias al cortejo previo, por la Calle Mayor, que verán gratis 100.000 personas. […]
La representación del auto El gran mercado del mundo por parte de 270 artistas, de entrada restringida, agotada y que finaliza mañana, va a ser vista por 12.300 espectadores que han pagado en taquilla 1.500 pesetas –más 300 invitados– en un teatro al aire libre montado en un lateral de la Plaza Mayor. El cortejo previo, que sale desde delante de la Catedral de La Almudena y discurre unos 500 metros por la Calle Mayor, lo van a contemplar sin pagar un duro 100.000 madrileños. En este paseo triunfal, que se celebrará hasta el lunes entre las ocho y las nueve de la noche, participan 206 artistas (gigantes, cabezudos, conocidos actores, diablos, malabaristas, zancudos, bailarines, etcétera). Madrid 92 ha conseguido, seis meses y medio después de su estreno, conectar con la calle. La inversión, 386 millones aportados en su totalidad por uno de sus escasos patrocinadores (Telefónica), ha merecido la pena. Los madrileños han podido sentirse, desde el pasado lunes y hasta mañana, identificados con un acto del Consorcio de la Capital Europea de la Cultura, aunque algunos lo ignoren.
«¿Madrid 92? Ah, no sabía; pues muy bien, oye». Esta mujer no tiene reparos en confesar que no controlaba quiénes eran los organizadores de este cortejo callejero [Casqueiro 1992].
Sin embargo, este evento evidenció que la inversión en alta cultura que se estaba realizando en España desde hacía una década no se apoyaba en una formación del gran público, que carecía de la competencia cultural para descodificarla, como prueba esta serie de anécdotas recogidas durante el desfile de la Fiesta barroca:
Las aceras de la Calle Mayor están repletas. El público, mayor y menor, mira con entusiasmo a la caravana. El vestuario, que ha costado 42 millones de pesetas, es especialmente original y lleva a los más pequeños a equivocarse: «Oye, payaso, caramelos».
El cortejo, una procesión del Corpus del siglo XVII, lleva de todo menos payasos. Los espectadores, apiñados, van armados de cámaras fotográficas y de vídeo. Las mujeres más jóvenes las enchufan, sobre todo, al paso al galope, melena al viento, capa sobre los lomos del caballo, de José Coronado. Cuando terminan los aullidos, algunas discuten sobre lo mal que le queda el traje y sobre los motivos de su separación con Paola Dominguín.
Las personas mayores también se equivocan. Cuando llega Alfonso del Real en una carroza, acompañado de Guillermo Montesinos y Juan Echanove, lo confunden con Ángel de Andrés y se sorprenden por su buena apariencia. Cuando aparece al final De Andrés, le saludan como si fuera Del Real. Todos tiran caramelos.
A todos parece haberles gustado mucho la procesión. «Yo voy a volver», dice un joven que se marca un buen tanto ante una rubia extranjera: «El dragón representa lo lúdico de la primavera...». Una señora mayor se muestra encantada del espectáculo al comentarlo con sus hijos y da con la clave: «Tenían que tener un ese [folleto] para ir sabiendo lo que es la Inquisición y quiénes los judíos».
Es cierto. La gente se dedica durante gran parte del trayecto a hacer quinielas sobre lo que simbolizan las cosas y las personas que pasan durante una hora muy corta por sus ojos [Casqueiro 1992].
Esta crónica incide con mucho sentido del humor en uno de los problemas fundamentales de la democratización de la cultura tal y como se había entendido y puesto en marcha desde los primeros gobiernos democráticos: ahora que nuestros clásicos ya estaban al alcance de todos resultaba que la gran mayoría de la población española no estaba capacitada para entenderlos, y ello a pesar de los esfuerzos que los agentes del campo teatral llevaban a cabo para realizar versiones de las obras de Calderón que, aun en detrimento del propio texto, conectaban con los gustos, los hábitos y la ideología del espectador contemporáneo.
Pero los ataques más duros que llovieron sobre esta Fiesta barroca eran de muy distinto signo y se dirigieron contra su presupuesto excesivo. En un momento en que la recesión económica amenazaba con poner en peligro la inversión pública en cultura, muchos consideraron obsceno el coste de una función que solo estuvo en cartel siete días:
Debe saber, amigo lector, que con los cuatrocientos millones aportados –al parecer– por Telefónica podrían funcionar, la menos, cuarenta compañías con cuarenta espectáculos por toda la geografía peninsular. Con diez millones de pesetas, cifra elevada y escasamente concedida por las Administraciones en las subvenciones y ayudas al teatro, cuarenta compañías podrían dar trabajo a unos doscientos actores (a una media de cinco por obra), cuarenta directores, cuarenta escenógrafos… Y podría usted ver las obras de cuarenta autores distintos (entre clásicos y contemporáneos, españoles y extranjeros). […] Probablemente, el arte teatral fuera más dinámico y podría avanzar desde esta difícil situación por la que está atravesando… en una época en la que las salas teatrales privadas cierran por la asfixia económica que padecen, entre otras causas por la falta de ayuda del dinero público. Con cuatrocientos millones tal vez podrían no cerrar los dos teatros madrileños que han anunciado ya su clausura: el Marquina y el Maravillas. […]
Pero tal vez no haya verdadero interés por conservar teatros, por incentivar la creación teatral, por promocionar el arte escénico… Tal vez la defensa y la promoción de nuestros bienes culturales-teatrales desde la «cantera», como se diría en el argot deportivo, no alcance páginas en los periódicos, minutos de imágenes en las televisiones y entrevistas en las radios. Tal vez la rentabilidad política del evento invita a lograr de Telefónica una inversión económica en un espectáculo puntual alejado de la dura realidad que padece nuestro teatro [Galán 1992].
Se trataba de una opinión generalizada, pero hasta pasado ese año no se llevarían a cabo los recortes en cultura, y entonces ya serían drásticos. Entretanto, dentro de la extensión cultural de Madrid 92, aunque con un despliegue de medios mucho más modesto, también se repusieron El castillo de Lindabridis dirigido por Juan Pastor en el Centro Cultural Casa del Reloj del barrio de Arganzuela, y El auto de las plantas, coproducido por el Teatro de Rojas de Toledo junto la Muralla Árabe de la Cuesta de la Vega.
Fuera de España los estados de nuestro entorno asistían asombrados al milagro (¿o espejismo?) español. La inversión continuada para la internacionalización de la cultura española que habían hecho los socialistas daba sus frutos, e incluso Francia se rendía ante nuestra dramaturgia nacional programando en el Théâtre de l’Odéon-Théâtre de l’Europe parisino (a la sazón dirigido por Lluís Pasqual69) un ciclo hispánico que incluía zarzuela y montajes de textos de Valle Inclán, Lorca, Alberti, Pablo Neruda, Eduardo Galeano, Sanchis Sinisterra, sin olvidarse de Lope y Calderón, que estuvo representado por la refinada puesta en escena de La vie est un songe de José Luis Gómez70. Ese mismo verano se vería en el Festival de Aviñón el Calderón de Pasolini dirigido por Jean Louis Martinelli.
Pero los fastos del 92 acabaron pasando factura a las cuentas públicas. La última legislatura de Felipe González (1993-1996) estuvo marcada por la pérdida de la mayoría absoluta del PSOE, lo cual obligó a un pacto de investidura con los nacionalistas catalanes conservadores, «que forzaron un debilitamiento del Ministerio de Cultura, con consecuencias evidentes en la política teatral» [Sánchez 2009]. Es cierto que justo antes, en marzo de 1992, se había instituido la Red Nacional de Teatros y Espacios Públicos, que debía ser una herramienta eficaz para favorecer las giras de las compañías por todo el territorio nacional71, pero en realidad favoreció a los espectáculos más comerciales (de hecho, fue en este momento cuando irrumpieron los primeros musicales de importación), al tiempo que la descentralización autonómica fomentaba las giras de las compañías restringidas a áreas geográficas cerradas. Los reajustes presupuestarios en el INAEM llevaron a la desaparición de la Escuela de Teatro Clásico de la CNTC (1992) y al cierre del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, reabsorbido por el Centro Dramático Nacional (1994). En esta coyuntura Adolfo Marsillach, que veía peligrar su cabeza ante el inminente cambio de signo del Gobierno, repuso El médico de su honra (1994) –coincidiendo con la inauguración de la sede de la Compañía en Almagro, el Hospital de San Juan– y durante su último año al frente de la institución que había fundado programó una Vida es sueño dirigida por el hispanofrancés Ariel García Valdés y protagonizada por Pedro Mari Sánchez (1954-)72 –que sustituía al proyecto de El gran teatro del mundo del fallecido Simón Suárez–, y un Misántropo (1996) que firmó él mismo a modo de despedida73.
La resaca del 92 anunciaba malos tiempos para las artes escénicas74. El sistema de apoyo económico a la cultura por parte del campo de poder mostraba sus primeros síntomas de agotamiento, y las críticas al despilfarro de los socialistas corrían el riesgo de afectar a la política de subvenciones, de las cuales dependía por entero el mercado de los clásicos. Fueron pocos los que ensayaron otras fórmulas, como la creación de teatros-escuela que aunaban creación y formación, un sistema que, más o menos fiel a su espíritu inicial, ha permitido la continuidad del Teatro de la Abadía de José Luis Gómez (1994) y del Territorio de Nuevos Tiempos de Ricardo Iniesta y la compañía Atalaya (1995), en ambos casos con un fuerte apoyo de las instituciones regionales correspondientes.
Antes de la victoria electoral del Partido Popular en 1996, José María Aznar ya había anunciado cuál sería el nuevo paradigma escénico que propiciarían los conservadores desde el Gobierno. En el discurso Un compromiso con el teatro, en sintonía con la ideología neoliberal, el líder del PP atacaba el excesivo dirigismo del Estado en el campo del teatro en la época felipista75 y prometía una ley de mecenazgo que nunca promulgó (y que a día de hoy sigue esperando en un cajón). En realidad Aznar no hacía sino resumir las ideas que habían expuesto previamente Eduardo Galán y Juan Carlos Pérez de la Fuente en sus Reflexiones en torno a una política teatral, las cuales les valdrían los cargos de subdirector general de Teatro y director del Centro Dramático Nacional, respectivamente, dentro del Ministerio de Educación y Cultura de Esperanza Aguirre.
Constatando, en su opinión, que el resultado de la gestión socialista había sido que «el público ha abandonado los teatros», que «a menudo se han representado espectáculos de difícil comprensión y valoración artística» [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 17] y que «el teatro ha dejado de ser un fenómeno popular y se ha convertido en un acontecimiento elitista y un espectáculo minoritario» [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 21], proponían terminar con «un teatro fundamentalmente intervenido por el poder político, que ejerce un férreo control presupuestario, y cuyas consecuencias más graves se resumen en la pérdida de una parcela significativa de la libertad de creación y expresión» [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 16], y frente a «la política del fracaso subvencionado» [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 19] apostaron por «primar el éxito. Aunque implique que los que más recaudan por taquilla más ayuda reciban del Estado» [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 105]. Y así hicieron, favoreciendo las coproducciones de los teatros institucionales con las empresas privadas [Galán y Pérez de la Fuente 1994: 85], lo cual resultó en beneficio de las grandes productoras y los proyectos comerciales y en detrimento de las compañías pequeñas y de los montajes más arriesgados, como la creación contemporánea76. El circuito de los clásicos, en cambio, no corrió la misma suerte, porque si para el nuevo presidente del Gobierno el teatro era «parte esencial del patrimonio de la nación» [Aznar 1996:5], Calderón y sus coetáneos quedaban a salvo de la política de racionalización del gasto en tanto que vertebradores de la identidad nacional centralista.
No obstante, debido al estilo personalísimo de Marsillach a la hora de renovar y abordar el repertorio, su cese sí significó el final de una era en la CNTC, y para evitar una ruptura mayor con respecto a los logros que se habían obtenido en el ámbito de la puesta en escena de la dramaturgia barroca, Tomás Marco, nuevo director del INAEM, recuperó a parte del equipo del barcelonés, designando a Luciano García Lorenzo como director del Festival de Almagro y poniendo una vez más a Rafael Pérez Sierra al timón del Teatro de la Comedia.
Por lo demás, esta década trajo pocas novedades a la historia de la recepción escénica de Calderón. A los festivales especializados en la programación de clásicos ya existentes se habían sumado Cáceres en 1990, Getafe en 1996 y El Escorial en 1998, y junto a compañías consolidadas como Zampanó (que tras su trilogía calderoniana giraría durante varios años con La vida es sueño), Corsario (con Amar después de la muerte, La vida es sueño y el entremés El reloj y figuras de la venta dentro del espectáculo Clásicos locos) o Micomicón (con Los cabellos de Absalón, a partir del texto que le da título y de La venganza de Tamar de Tirso), otros colectivos empezaron a bucear en el repertorio áureo: nombres de siempre como el actor Francisco Portes (1940-2004) –quien, tras su paso por la CNTC, produjo, dirigió y protagonizó El alcalde de Zalamea–, José Tamayo (revisitando una vez más El gran teatro del mundo), Manuel Canseco (que repuso No hay burlas con el amor) o César Oliva y su compañía Andrés de Claramonte (con La dama duende y El encanto sin encanto), al lado de jóvenes recién salidos de las escuelas de arte dramático pero que no tardarían en dar que hablar, como Eduardo Vasco al mando del equipo de Don Duardos (Dar tiempo al tiempo), luego reconvertido en Noviembre Teatro77.
La Escuela de Teatro Clásico que Marsillach había creado dentro de la CNTC desapareció de forma abrupta, pero la dificultad específica que entraña el trabajo del verso suscitó un interés por la literatura dramática del siglo XVII entre profesores y alumnos de numerosos centros de formación teatral, tanto reglada como dirigida a aficionados, y de ahí que como parte de un proceso pedagógico se optase por montar textos de Calderón en escuelas municipales como las de Torreperogil (Jaén) (Eco y Narciso), La Laguna (Tenerife) (La aurora de Copacabana) y Getxo (Vizcaya) (La vida es sueño); en aulas de teatro de universidades como Murcia (la mojiganga de Las visiones de la muerte dentro del espectáculo Regalo de dioses), Sevilla (El agua mansa) o la Carlos III de Madrid; en el Conservatorio de Música de Gijón (versionando El golfo de las sirenas con el título de El mar de las sirenas); en los cursos del Centro Andaluz de Teatro (que se clausuraron en 1995 con el montaje de Carnestolendas sobre varios entremeses de Calderón dirigidos por Juan Carlos Sánchez y Roberto Quintana) y sobre todo en las escuelas oficiales de arte dramático, como el Instituto de Teatro y de las Artes Escénicas de Asturias, las ESAD de Sevilla y Murcia y la RESAD de Madrid, donde en 1999 se creó una compañía para egresados especializada en Barroco y bautizada José Estruch en honor al discípulo de Margarita Xirgu que tanto había fomentado el amor por los clásicos entre sus alumnos uruguayos y españoles. Asimismo, el interés pedagógico y el capital cultural del teatro de Calderón sirvieron para que muchos profesionales empezaran a acercarse a sus obras con la vista puesta en las campañas escolares, que aseguraban cierta rentabilidad y contribuyeron a seguir familiarizando a los espectadores más jóvenes con el repertorio antiguo.
Prueba de que apenas veinte años después del final de dictadura el trabajo de fondo con el patrimonio teatral empezaba a dar sus frutos y de que los espectadores ya empezaban a reconocer a Calderón como icono identitario es que en este momento se inició la tradición de teatro comunitario más longeva de nuestro país: desde 1994 y de forma ininterrumpida hasta hoy, el pueblo de Zalamea de la Serena (Badajoz), bajo la batuta de Miguel Nieto, representa todos los veranos el drama de Calderón ambientado en su localidad a partir de la versión que Francisco Brines hizo para la puesta en escena de José Luis Alonso en la CNTC. Con la colaboración del Gobierno autonómico, lo que empezó siendo un montaje al aire libre en el que participaron algo más de doscientos vecinos, es desde 2008 Fiesta de Interés Turístico Regional, ha sido galardonado con la Medalla de Oro de la Junta de Extremadura (2011) y ha llegado a movilizar a ochocientos actores amateurs en una población que no llega a los cuatro mil habitantes.
La nómina de títulos calderonianos representados entre 1993 y 1999 confirma la tendencia que se había iniciado en los años 80, con un equilibrio entre su producción seria y sus obras jocosas que, no obstante, se inclina ligeramente del lado de estas últimas, dentro de las cuales incluiríamos los géneros breves (representados por entremeses como El reloj y las figuras de la venta o la mojiganga de Las visiones de la muerte, que se montó en cuatro ocasiones), las zarzuelas de tema mitológico (La púrpura de la rosa, El golfo de las sirenas, que se pusieron en escena reivindicando su componente musical), las fiestas cortesanas de carácter burlesco (Céfalo y Pocris), las comedias palatinas (El secreto a voces, El encanto sin encanto) y sobre todo las de capa y espada, con sendos espectáculos basados en Dar tiempo al tiempo y Guárdate del agua mansa, dos a partir de No hay burlas con el amor y cuatro sobre La dama duende y Casa con dos puertas mala es de guardar. Entre los dramas, el más visitado fue de nuevo La vida es sueño, del que he documentado siete versiones, frente a un único montaje de La aurora en Copacabana, Amar después de la muerte, Los cabellos de Absalón, El médico de su honra, La hija del aire, El mayor monstruo del mundo y El alcalde de Zalamea (sin contar con la cita anual celebrada en la comarca extremeña de La Serena).
Llama la atención que junto a La vida es sueño la pieza representada más veces sea El gran teatro del mundo, que dio lugar a otros siete montajes, la mayor parte de ellos, eso sí, de corto recorrido, al igual que los de los otros dos únicos ejemplos de autos sacramentales presentes en este período: La cena del rey Baltasar y Los encantos de la culpa. Si bien es verdad que casi todas las propuestas basadas en este género estuvieron promovidas por la Iglesia y se hicieron pensando en su escenificación en templos católicos (ya fuera por profesionales o por aficionados vinculados a organizaciones religiosas), en alguna ocasión nos encontramos con miradas laicas y más contemporáneas sobre el teatro teológico de Calderón, como la de Etelvino Vázquez al frente del equipo del Territorio Nuevos Tiempos-Atalaya79.
Durante los años 90 la CNTC consolidó su papel de referente en la puesta en escena de Calderón, y de hecho el tipo de repertorio que encontramos en el resto de la cartelera del período es una suerte de reflejo o desarrollo del de la unidad de producción del INAEM. Ya he hecho referencia a la mayor parte de sus espectáculos, pero no está de más recordar que en este arco temporal el equipo del Clásico montó comedias costumbristas (La dama duende y No hay burlas con el amor80), una rareza de inspiración caballeresca (El jardín de Falerina), dos dramas de muy distinta índole y desigual fortuna escénica (El médico de su honra y La vida es sueño), una pieza breve (la mojiganga de Las visiones de la muerte) y un auto sacramental (El gran mercado del mundo).
Así pues, al llegar el año 2000, y con él la conmemoración del cuarto centenario del nacimiento del dramaturgo madrileño, la CNTC asumía su condición de buque insignia de la efemérides. Sin embargo, el camino no fue fácil. Rafael Pérez Sierra llevaba desde hacía tiempo ultimando los preparativos del aniversario calderoniano, que había de celebrarse con dos textos canónicos nunca transitados por la institución: El mágico prodigioso y sobre todo La hija del aire, el montaje estrella de la temporada, dirigido por Jorge Lavelli, fundador del Théâtre National de la Colline de París. Pero la sumisión del teatro al campo del poder les jugó una mala pasada a Calderón, a Lavelli y a Pérez Sierra, quien en noviembre de 1999 presentó su dimisión cuando desde el INAEM se canceló repentinamente la programación prevista alegando como causa el elevado caché del prestigioso director francoargentino81. La solución de urgencia, pocos meses antes de las nuevas elecciones generales, fue el nombramiento de otro director-gestor, Andrés Amorós (1941-), que además de encargar unos entremeses de Cervantes a Joan Font, de Els Comediants, solucionó el problema urgente de la falta de contenidos para el Año Calderón abriendo la vía de las coproducciones con grandes empresas de producción teatral. La puesta en marcha de esta radical alternativa al modelo de gestión teatral socialdemócrata provocó mucha inquietud entre los agentes culturales vinculados a la izquierda, como Marsillach:
Comprendo que un teatro institucional disponga de más medios que una sala alternativa o un grupo independiente, pero me molesta que unos tiren los platos por la ventana y otros recojan las sobras de la calle. Como es lógico, las tentaciones demagógicas son muchas. La solución, a mi juicio, no pasa por privatizar las compañías oficiales como se privatiza Telefónica. En la cultura los problemas son diferentes y, si se me permite la comparación, más delicados. De una torpeza empresarial, un país se resarce en cinco o diez años, pero de un error cultural un pueblo puede tardar un siglo en recuperarse [Marsillach 2000].
Amorós justificó como consecuencia del bajo presupuesto que manejaba lo que otros consideraban el resultado de la aplicación de los postulados neoliberalistas a la política teatral en relación con los clásicos:
¿Qué ocurrió? Que llegaron los prejuicios políticos y hubo quien entendió que se trataba de una privatización de la CNTC. Pero yo únicamente pensaba en sacarle más rentabilidad al poco dinero del que disponíamos. Asociarse con la empresa privada significaba sacarle más partido al capital de la CNTC [Amorós en Mascarell 2014 a: 439].
El caso es que para celebrar el centenario calderoniano la CNTC encargó apresuradamente dos montajes a las dos principales productoras del país: Pentación, cuya Dama duende –dirigida por José Luis Alonso de Santos y protagonizada por los televisivos Enrique Simón y Lola Baldrich– con toda seguridad no hubiera necesitado de mucho apoyo institucional para comercializarse82, y Focus, gestora del Teatre Romea de Barcelona, que no hizo sino remontar La vida es sueño que Calixto Bieito (1963-) ya había dirigido en inglés para el Festival de Edimburgo y el Barbican Centre de Londres, ahora en castellano y con Carlos Álvarez Novoa (ganador de un Goya al mejor actor revelación por su papel en Solas) como rey Basilio entre el reparto83. Frente a la programación de Pérez Sierra, que había apostado por la incorporación al canon escénico de dos obras maestras poco frecuentadas sobre las tablas españolas, Pentación y Focus huyeron de todo riesgo, pues como empresas que son se rigen por la lógica del mercado, y de ahí que volvieran a los textos de nuestro autor más populares en la era democrática.
La tercera coproducción de la CNTC para el centenario calderoniano fue un montaje del otro gran título del canon, El alcalde de Zalamea, y esta vez el encargo recayó en manos de otra institución pública: el Teatre Nacional de Catalunya. Bajo la batuta de Sergi Belbel (1963-)84, se trataba del primer espectáculo en lengua castellana en la historia del Centre Dramàtic de la Generalitat, una concesión por parte de la comunidad autónoma que tenía como contrapartida desde Madrid la inyección económica que el equipo de Andrés Amorós hizo a la sala de Les Glòries, muy en consonancia con el trato de favor que la CNTC estaba dando a los profesionales catalanes: recordemos que solo en el año 2000, además del autor de Carícies, pasaron por la Comedia Joan Font de Els Comediants con Maravillas de Cervantes, Calixto Bieito del Teatre Romea con La vida es sueño y a punto estuvo de hacerlo Albert Boadella de Els Joglars con una adaptación del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita que al final nunca vio la luz. La política teatral del momento era, pues, inseparable del Pacto del Majestic y de la dependencia mutua entre el Partido Popular y Convergència i Unió para la gobernabilidad de España y de Cataluña, un acuerdo que estuvo vigente hasta la victoria de Aznar por mayoría absoluta en las elecciones de abril de 2000. Aunque fuera por el entendimiento forzoso al que tuvieron que someterse los conservadores centralistas y nacionalistas dada la coyuntura parlamentaria, este Alcalde de Zalamea da prueba de las buenas relaciones existentes entre ambas administraciones, puesto que el estreno del drama de Calderón no causó las ampollas que sí levantaría en 2005 el segundo montaje en castellano del TNC (una Fuenteovejuna dirigida por Ramon Simó sobre una dramaturgia de Juan Mayorga) acaso porque en esta ocasión la producción corrió exclusivamente a cargo del erario público catalán y porque se exhibió en medio de la crispación por la reforma del Estatut d’autonomia85, con el debate identitario sobre la definición de Cataluña como nación a modo de telón de fondo.
Pero volviendo al año 2000, además de las tres coproducciones citadas, la CNTC organizó en su sede del Teatro de la Comedia dos recitales dedicados al dramaturgo homenajeado, el primero (protagonizado por María Jesús Valdés) coincidiendo con su natalicio el 17 de enero y más tarde otro titulado Luces y sombras de Calderón. Este pequeño formato se repetiría en las numerosísimas veladas poéticas o poético-musicales y las dramaturgias a partir de varios de sus textos que inundarían las carteleras de esa temporada, dando como resultado espectáculos de desigual calidad entre los cuales uno de los ejemplos más elaborados y de vida más larga fue Calderón, ¿enamorado? de Zampanó.
El hecho de que la CNTC montara las obras maestras del canon alejó al resto de compañías de dichas piezas, puesto que a la hora de abrirse un hueco en la programación cualquier propuesta tendría difícil competir con el prestigio del Clásico y con la infraestructura de las grandes empresas teatrales como Focus o Pentación. De ahí que, exceptuando alguna escenificación amateur fuera del mercado y aparte de las versiones «oficiales» patrocinadas por el Ministerio, solo se pudo ver otra Vida es sueño (la de Producciones Inconstantes dirigida por Emilio del Valle) y otro Alcalde de Zalamea (la reposición del de Francisco Portes). La mayor parte de los agentes teatrales optó por bucear en el repertorio calderoniano, de modo que la nota dominante del Año Calderón es la variedad de títulos, muchos de los cuales se habían estrenado ya en las temporadas anteriores con la vista puesta en esta efemérides.
No faltaron los autos sacramentales, con títulos inéditos como Primero y segundo Isaac o El tesoro escondido y otros más conocidos como La cena del rey Baltasar y, cómo no, El gran teatro del mundo, que inspiró cuatro espectáculos diferentes, entre ellos el de José Tamayo (1920-2003)86, quien viajó al Vaticano para clausurar con Calderón el XLVII Congreso Eucarístico Internacional como en sus mejores tiempos87. También se representaron dramas de contenido religioso, histórico o bíblico como El mágico prodigioso (coproducción entre el Gobierno de Canarias y el INAEM), Los cabellos de Absalón (con el cual Micomicón paseó a Calderón en el circuito alternativo, llevándolo a salas como la Pradillo o la Cuarta Pared) y El príncipe constante (en la versión portuguesa de Jorge Lisptopad y la Companhia de Almada), junto a sus entremeses y sus comedias cómicas: alguna canónica, como Casa con dos puertas mala es de guardar (en sendos montajes de Carlos Marchena y Javier Veiga, actor formado en la RESAD famoso como presentador de El club de la comedia pero volcado en la producción con su compañía Teatro Impar); otras no del todo desconocidas, como El galán fantasma (en una puesta en escena comercial para los Veranos de la Villa protagonizada por Carmen Morales –hija de los cantantes Rocío Dúrcal y Junior y célebre por su papel en la serie adolescente Al salir de clase88– y en la versión infantil prosificada del Teatro Sanpol), y alguna, en fin, rescatada del olvido, como Mañanas de abril y mayo de Miguel Narros con Ángeles Martín y Fernando Conde (1952-) entre el reparto como gancho para el gran público89. Resultan llamativas las incursiones en subgéneros desterrados de las tablas y solo transitados en época reciente como la comedia burlesca (Guirigai montó a la sazón Céfalo y Pocris adaptada para niños y en formato de pasacalles) o la comedia mitológica, ejemplificada por El mayor encanto, amor, rebautizada El mayor hechizo, amor en la versión de Fernando Urdiales y el equipo de Corsario en coproducción con el Teatro Calderón de Valladolid y la Junta de Castilla y León90, y El monstruo de los jardines, de la compañía José Estruch de la RESAD, dirigida por Ernesto Caballero, profesor en dicho centro de enseñanza que, según señalamos, ya había explorado terrenos similares con su propio colectivo una década más atrás91.
Asimismo, este centenario aportó como novedad con respecto al de 1981 la colaboración entre los campos teatral y musical para la recuperación de las partituras relacionadas con las obras de Calderón. La Fundación Caja Madrid, dentro del ciclo de música española «Los Siglos de Oro», auspició varios conciertos en torno al tema (Primero y segundo Isaac sobre el auto sacramental homónimo, Calderón y la música teatral y Tonos humanos de las comedias de Calderón), pero el fenómeno más llamativo y de mayor proyección internacional fue la exhumación de las óperas con libreto calderoniano: La púrpura de la rosa, dirigida por Gabriel Garrido y Óscar Aráiz para el Teatro de la Zarzuela y el Grand Théâtre de Ginebra; Celos aun del aire matan, en una versión semiescénica de Pier Luigi Pizzi para el Teatro Real y poco después también en un concierto de Jordi Savall para el Auditori de Barcelona y el Konzerthaus de Viena, y Fieras afemina amor, representada por un equipo español en la Feria del Libro de Guadalajara (México).
La recuperación de la producción cortesana de nuestro dramaturgo, que comprende las obras de tramoya y las zarzuelas, coincidió con el apogeo del fuerte crecimiento económico que se produjo durante el Gobierno de Aznar. En efecto, rescatar los espectáculos que en el siglo XVIII se llamaban «de subida» quizá hubiera sido impensable en otro momento, pero no en este, pues a tal efecto el Ministerio de Cultura había creado la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, que en 2002 se convertiría en la Sociedad Estatal de Conmoraciones Culturales y ahora se volcaba en el recuerdo del autor de La dama duende, vertebrando muchos de los actos que en su memoria organizó el mundo de la cultura. Entre otros eventos, la Biblioteca Nacional de España le dedicó una exposición de contenido histórico titulada «Calderón de la Barca y la España del Barroco» y el Círculo de Bellas Artes de Madrid ilustró su vigencia en las tablas con una muestra de escenografías, figurines, fotos y carteles bajo el marbete «Calderón en escena: siglo XX». En el apartado de congresos mencionaré el seminario sobre el vínculo de Calderón con la Teología que se celebró en la Universidad de Sevilla; las Jornadas de Teatro Clásico de Almería, que ahondaron en el papel de la música y la escenografía en su teatro; el simposio «Pensar a Calderón desde el 2000» en la Universidad Complutense; el congreso internacional «Calderón cómico» organizado por la Universidad de La Rioja; el curso de verano sobre su modernidad que tuvo lugar en El Escorial; el seminario sobre las fiestas teatrales en el Madrid de su tiempo en el Centro Cultural de la Villa; el encuentro «Llegir i representar Calderón l’any 2000» organizado por la Universidad Menéndez Pelayo en Barcelona, así como un ciclo de conferencias dictadas en la Real Academia de la Historia. También se sumó a la celebración la Iglesia, que evocó su figura en una misa oficiada por Rouco Varela, cardenal y arzobispo de Madrid.
Todos estos actos contribuían a ofrecer una visión poliédrica del dramaturgo, católico, sí, pero también autor de textos cercanos a la tragedia y de comedias desternillantes, y antes que nada un experto conocedor de la carpintería teatral. En pleno auge de la burbuja inmobiliaria la bonanza económica propició que la profesión teatral en bloque, libre ya de perjuicios, se acercara a nuestro autor aprovechando que los clásicos contaban con un público, gracias a la existencia de unas infraestructuras consolidadas desde finales de la Transición, y sobre todo porque las instituciones daban su apoyo financiero a las iniciativas culturales que reivindicaran la figura de Calderón como un icono universal del que todos los españoles podían enorgullecerse.
Los últimos años que forman parte del arco temporal que hemos abarcado en este recorrido por la historia reciente de la recepción escénica de Calderón están marcados por un suceso que, a modo de bisagra, divide en dos momentos muy diferenciados esta etapa: la gran recesión mundial de 2008, que hizo reventar la burbuja inmobiliaria española (origen de la bonanza que se había vivido en nuestro país en torno al cambio de milenio) y sumió al país en una grave crisis no solo financiera, sino también social y política, cuyas consecuencias llegan hasta el día de hoy. Considerando que desde la Transición se había establecido una fuerte dependencia del mundo de la cultura con respecto al poder, la crisis afectó y mucho al campo del teatro, y especialmente al mercado de los clásicos, que para entonces solo podía entenderse desde la subvención a la creación escénica.
Habida cuenta de su vínculo directo con el campo político, el comportamiento de la CNTC con respecto a Calderón también es una vez más el paradigma del tratamiento que se le da en España a nuestro patrimonio dramático y a la cultura general, porque después del cuarto centenario de su nacimiento tuvieron que pasar cinco años hasta que la Compañía Nacional volvió a montar una obra de nuestro autor. En efecto, Andrés Amorós había planificado una temporada dedicada a Calderón que concluyó con la efemérides y a la que habían de seguir un ciclo sobre Lope y otro sobre Tirso, intercalados con cuatro espectáculos distintos basados en el mito de don Juan. Cuando a mediados de 2000 Amorós dio el salto al INAEM, lo sustituyó al frente del Clásico el dramaturgo José Luis Alonso de Santos (1942-), que continuó con el proyecto artístico de su predecesor:
Andrés estuvo poco tiempo, pero cambió por completo la idea de la Compañía, su programación y orientación. Cuando yo llegué, tenía dos posibilidades: cambiar su propuesta –diseñada para varios años– o mantenerla. Como me pareció un proyecto muy razonable, asumí todo el trabajo de Andrés y decidí darle continuidad. Quizá, si no hubiese estado él antes, me hubiera planteado mi etapa de otra manera. Pero Andrés es un hombre muy trabajador en el que confío plenamente. Además, no soy partidario de llegar al cargo para configurar tu propia compañía privada y realizar tu desarrollo personal. Al igual que Andrés, considero que la CNTC es un centro de producción. La Compañía no es mi compañía. Por otro lado, si después se ocupará de la institución otro profesional, ¿qué sentido tiene hacerla propia? [Alonso de Santos en Mascarell 2014: 451].
A pesar de su perfil de director artístico y de que sí llevó las riendas de algún montaje aislado, Alonso de Santos se volcó en la gestión y fue bajo su mandato, en junio de 2002, cuando se produjo el cierre por obras de la Comedia y el traslado provisional de la Compañía al Teatro Pavón, propiedad de Zampanó, una mudanza que no resultó en beneficio de la unidad de producción de la CNTC, puesto que el local de la calle Embajadores es un teatro con muchas menos localidades, peores condiciones técnicas y está situado en un barrio de la capital (Lavapiés-El Rastro) con menos tradición teatral –o al menos no con la solera del entorno de la plaza de Santa Ana–, menos accesible y quizás demasiado popular o incluso marginal para los espectadores de la burguesía madrileña.
La victoria de los socialistas en las elecciones de 2004 provocó un nuevo baile de nombres en los cargos institucionales, y la dirección de la CNTC recayó sobre Eduardo Vasco (1968-), un joven creador formado en la RESAD que entendía la institución de manera diametralmente opuesta a la de los directores de la etapa del PP. Inspirándose en el modelo de compañía y en el personalismo92 de Marsillach, Vasco creó dos elencos estables de actores, muchos de ellos procedentes de su equipo de Noviembre Teatro, y logró consolidar una manera de decir el verso con la ayuda de Vicente Fuentes (1947-), maestro de palabra que ha adaptado al castellano las enseñanzas sobre el trabajo interpretativo con el texto de Cicely Berry93 y la Royal Shakespeare Company y que a día de hoy sigue siendo uno de los pilares imprescindibles de la CNTC.
Por lo que se refiere al repertorio, Eduardo Vasco apostó por rescatar obras que apenas habían subido a las tablas desde su estreno en el siglo XVII, afirmación que resulta especialmente cierta en su acercamiento a Calderón. Con un criterio ecléctico, el propio Vasco dirigió el drama histórico Amar después de la muerte (2005)94, la comedia musical palatina Las manos blancas no ofenden (2008)95 y la tragedia de honor conyugal El pintor de su deshonra (2008)96, y asimismo confió a sus ayudantes de dirección una selección de Entremeses barrocos (2011) entre los cuales se incluían dos de nuestro autor, Los degollados y El toreador, y, para la temporada de transición que siguió a su mandato, programó el drama histórico-filosófico En la vida todo es verdad y todo mentira (2012), dirigido por Ernesto Caballero. Todo títulos desconocidos, o casi, porque en 2010 Vasco orquestó un Alcalde de Zalamea97 donde reunió a actores con dos décadas de experiencia en la CNTC como Joaquín Notario (1958-), Pepa Pedroche (1967-) o José Luis Santos (1953-2017) con nuevos fichajes procedentes de la Joven como Eva Rufo (1978-) o David Boceta (1979-) y alguna cara nueva como Ernesto Arias (1969-), del Teatro de La Abadía. Este espectáculo ya se resentía del fin del «milagro español», puesto que a modo de homenaje a los maestros de la tradición reciente reutilizaba parte del vestuario de la puesta en escena de José Luis Alonso de 1988, pero a pesar de su éxito no se repuso.
Y si la propia Compañía Nacional comenzaba a hacerse eco de la crisis, observemos cómo la depresión financiera de 2008 marcó un antes y un después en el acercamiento de los profesionales del espectáculo a Calderón.
Hasta 2008 observamos ciertas tendencias que solo pueden explicarse desde la abundancia e incluso el despilfarro. Porque solo desde una gestión irresponsable de los fondos públicos se entienden producciones millonarias que no alcanzaron las siete funciones, como el auto sacramental El gran teatro del mundo que José Luis Alonso de Santos dirigió en 2006 en la Biblioteca Valenciana con el patrocinio de la Generalitat, Copa América, Caja Madrid y la Fundación Universidad Internacional de Valencia coincidiendo con la visita del Papa a la ciudad del Turia, y otros ejemplos del género ligeramente más modestos, pero también en versión escénico-musical, con actores acompañados de coros y orquestas y bailarines, como Amar y ser amado o La divina Filotea de la compañía de Pedro Mari Sánchez y Los Músicos de Su Alteza (2007) y La paz universal o el lirio y la azucena de Antiqua escena y La Grande Chapelle (2008), ambos producidos por la Fundación Caja Madrid y estrenados en la Semana de la Música Religiosa de Cuenca.
Hasta ese momento las autonomías aún disponían de liquidez para producir grandes proyectos escénicos, como hicieron con La vida es sueño en 2005 el fugaz Centro Dramático de Aragón (una de tantas unidades de producción regionales que desaparecieron casi tan pronto como se crearon) y en 2008 la Compañía Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid, que fagocitó por una temporada a la José Estruch de la RESAD al asociarse con la productora privada de Juan Carlos Pérez de la Fuente (1959-)98, ojo derecho de los populares y director de otro Calderón, El mágico prodigioso (2006), también tratado con mimo por el gobierno regional de la capital. Otro tanto ocurría con los consistorios municipales, como el de Córdoba (de Izquierda Unida), que entre 2004 y 2008 organizó con la colaboración del obispado y de las compañías locales Teatro Impar y Trápala Teatro la Semana del Auto Sacramental, durante cuyas sucesivas ediciones pudieron verse en el Patio de los Naranjos de la Mezquita La cena del rey Baltasar (2004), Andrómeda y Perseo (2005), El gran teatro del mundo (2006), Los encantos de la culpa, La vida es sueño (2007) y El veneno y la triaca (2008), junto a otras piezas afines de autores del Barroco. Por su parte, el Ayuntamiento de Madrid, a través del Teatro Español, asumió el alto coste de dos títulos canónicos calderonianos: el primero, El alcalde de Zalamea (2003)99, le sirvió al controvertido Gustavo Pérez Puig (1930-2012) para despedirse de su despacho de la calle del Príncipe después de trece años en que el coliseo madrileño se había retrotraído a los tiempos de los Teatros Nacionales franquistas en su programación, sus modos de hacer y en los agentes implicados en sus puestas en escena, mientras que La hija del aire, coproducida con el Teatro San Martín de Buenos Aires (2004)100, fue una suerte de acto de desagravio del nuevo director del Español, Mario Gas, al equipo artístico que había promovido esta misma iniciativa pensando en el centenario calderoniano de 2000 pero que había visto cómo el proyecto se desvanecía por las injerencias políticas en la programación de la CNTC. Si entonces el Ministerio había desestimado la propuesta considerando que el caché de su director, el francoargentino Jorge Lavelli, era demasiado alto, no ocurrió lo mismo ahora y por fin pudo viajar a España el elenco de seis músicos y quince actores porteños encabezados por Blanca Portillo (1963-), a quien su interpretación de Semíramis y Ninias le valió el Premio Miguel Mihura de la SGAE y el Premio de la Unión de Actores.
En definitiva, la última legislatura de Aznar y la primera de Zapatero fueron un período de vacas gordas para la cultura. El circuito de distribución para los espectáculos basados en textos de Calderón crecía con la creación de nuevos festivales especializados en el repertorio del Siglo de Oro: en julio de 2000 nació el Festival de Teatro de Olite (Navarra); enseguida le siguió la Mostra de Teatro Clásico de Lugo; a raíz de la restauración del viejo corral de comedias se creó en 2001 Clásicos en Alcalá (Madrid); en 2002 comenzó su andadura el Festival de Chinchilla de Montearagón (Albacete); en agosto de 2006 celebró su primera edición el Festival Olmedo Clásico (Valladolid), y entretanto el presupuesto de los festivales más antiguos crecía exponencialmente, sobre todo en el decano de los encuentros veraniegos, el de Almagro, que veía multiplicar sus espacios de exhibición hasta llegar a la veintena.
Eran tiempos en los que aún podíamos costear holgadamente los cachés de numerosas compañías extranjeras, como los japoneses Ksec Act y los italianos Lenz Rifrazioni, que visitaron España con una trilogía calderoniana muy vanguardista compuesta por La vita è sogno (2004), Il magico prodigioso (2006) y Il principe constante (2006), o iniciativas como la hispano-neoyorquina Life is a Dream de The Culture Project (2008), centrada en la defensa de los derechos humanos y patrocinada por Amnistía Internacional. El número de agrupaciones que se acercaban al repertorio áureo siguió creciendo, y a la nómina de compañías especializadas en clásicos se añadieron nuevas agrupaciones como Rakatá (2006-), hoy convertida en Fundación Siglo de Oro101, o Nao d’Amores (2001-), equipo artístico estable liderado por Ana Zamora y dedicado a la investigación y puesta en escena de un ámbito tan poco explorado y a la vez tan poco comercial como el teatro de la Edad Media y el Renacimiento102. Los programadores estaban dispuestos a asumir riesgos, y de ahí que las pequeñas compañías privadas se aventurasen a montar obras de Calderón muy poco conocidas para el gran público, como El astrólogo fingido, La gran Cenobia o Con quien vengo vengo, o bien que apostasen por géneros alejados de los gustos y los hábitos del espectador contemporáneo, como El mágico prodigioso o La devoción de la cruz, dos piezas religiosas que generaron sendas lecturas laicas. La generosidad de las subvenciones animaba a los empresarios teatrales a contar con elencos de más de diez actores: doce tenía El escondido y la tapada de Manuel Canseco (2002) y diecisiete El alcalde de Zalamea de Rafael Rodríguez y 2RC (2006), el cual, coproducido por el Ayuntamiento de Las Palmas, pudo dar el salto a la península para muy pocas representaciones gracias a las ayudas a giras del Gobierno de Canarias. Y si observamos que los títulos se repiten es porque hasta entonces era un fenómeno habitual ver varias versiones de una misma obra durante una misma temporada e incluso en un mismo festival.
Pero con la crisis económica la situación cambió radicalmente. Los Anuarios de las artes escénicas, musicales y audiovisuales de la SGAE103 demuestran cómo de 2000 a 2007 se venía registrando un aumento progresivo en la oferta de funciones, el número de espectadores y la recaudación en taquilla, pero de repente, a partir del año 2008, la tendencia se invierte. Las consecuencias directas de la política de austeridad que el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo impusieron a España fueron la bajada de los cachés, la disminución de las giras, el endeudamiento de las compañías por los impagos de las administraciones públicas, la reducción de la cuantía y de la cantidad de subvenciones, los recortes presupuestarios en la programación de los teatros y los festivales y finalmente, tras el rescate europeo a la banca española, la subida del IVA cultural del 8 al 21% ya en septiembre de 2012, durante la primera legislatura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno.
La crisis no es un contexto propicio para el riesgo, de manera que en esta última etapa tanto los teatros públicos como las empresas privadas apuestan por los títulos consagrados y por los rostros conocidos como gancho para el público y garantía de una buena recaudación en taquilla. Así han hecho recientemente la productora del antiguo subdirector de Teatro del INAEM Eduardo Galán, Secuencia 3 Artes y Comunicación, con su Galán fantasma (2010) –que ha ido ganando posiciones en el canon desde 1981 y que incluía en el reparto a Carmen Morales y a Guillermo Montesinos–, o Miguel Narros en su cuasi póstuma Dama duende (2013) –producida por Faraute y protagonizada por los televisivos Diana Palazón, Chema León y un veterano de las tablas como Marcial Álvarez–, y también el Teatro Español, que ha fichado al cineasta Carlos Saura para dirigir El gran teatro del mundo (2013) con Manuel Morón, Fele Martínez, Adriana Ugarte o Ruth Gabriel. Quienes han podido han optado por buscar financiación fuera de España, como ha hecho Calixto Bieito, aprovechando el fervor que suscita Calderón en los países germánicos, con su peculiar visión de este mismo auto sacramental, una «cantata experimental» bilingüe estrenada y financiada por el Teatro de Friburgo (Alemania) en 2011 y que pasó fugazmente por el Grec y por el Auditorio de El Escorial en verano de 2012, y otros han encontrado patrocinios inusitados, como la compañía Delabarca, dirigida por la profesora de la RESAD Nuria Alkorta, que repuso El Año Santo en Madrid en los Teatros del Canal en 2011 con motivo de la visita del Papa dentro de la Jornada Mundial de la Juventud, y representó periódicamente la comedia histórica Darlo todo y no dar nada en el Museo del Prado acompañando a la exposición temporal «Velázquez y la familia de Felipe IV» (2013-2014).
Tampoco es este un buen momento para volver a exhumar las zarzuelas calderonianas, y en este sentido la colaboración entre el campo musical y el teatral se ha reducido a conciertos de cámara a partir de partituras barrocas escritas para libretos de nuestro autor, como el ciclo organizado por la Fundación Juan March «Las músicas de Calderón de la Barca» (2011), en cuya parte escénica también colaboró discretamente Nuria Alkorta. La excepción que confirma la regla fue La crítica del amor (2015), «fiesta cantada» y también bailada, «un homenaje a Felipe IV, casi un desagravio a su persona y su reinado, y al compositor Juan Hidalgo» [Antonio Castillo Algarra en el dossier del espectáculo], pero a medio camino entre la ópera primitiva y los musicales de Broadway a partir de No hay burlas con el amor que sin embargo solo pudo verse en el Festival de Olite.
Las compañías modestas se ven forzadas a decantarse por espectáculos de formato reducido, con elencos más que ajustados, como A secreto agravio secreta venganza de El Óbolo (2013), con seis actores procedentes de La Abadía; La vida es sueño [vv. 105-106] de Moma Teatre, dirigida por Carles Alfaro (2017) y No hay burlas con el amor de Factoría Teatro (2015), ambas para cuatro intérpretes, o Se busca Juan Rana de 2RC (2013), con otros tantos actores que se desdoblan para representar El desafío de Juan Rana y diversos entremeses de varios autores, un recurso a la sarta de piezas breves que también ha utilizado la CNTC, y Corsario en Clásicos cómicos. Entremeses de burlas (2014), estrenado con motivo del 150 aniversario de la inauguración del Teatro Calderón de Valladolid y que entre otros textos cortos incluía Guardadme las espaldas. A menudo la reducción de los repartos a la mínima expresión conduce a dramaturgias muy libres sobre el original calderoniano; es el caso de la investigación de Konstante 013 de los malagueños Teatro de los Orígenes Laboratorio (2013) sobre El príncipe constante y el teatro ritual; de Controversia de Amatoste Teatro (2010), donde se entrelazan los dramas de Semíramis y Segismundo; de Todo no basta de la Compañía Delabarca (2013), construido a partir de La hija del aire y No yo de Beckett; de Rosaura de Inverso Teatro (2016), que cuenta con voz femenina la historia de la sucesión al trono polaco, y de La vida es sueño. El bululú de El Aedo Teatro (2012). La mayoría de estas propuestas son de carácter experimental, aunque el pequeño formato también es ideal para la distribución en campañas escolares, de lo cual ha sabido beneficiarse Jesús Torres con el citado monólogo basado la obra cumbre de Calderón. Así pues, los grandes repartos, y con ellos títulos como El alcalde de Zalamea, parecen condenados a desaparecer del circuito comercial y se van restringiendo al teatro institucional o bien al teatro aficionado, en iniciativas como la que llevan a cabo todos los veranos desde hace más de veinte años los vecinos del pueblo de Pedro Crespo en la provincia de Badajoz104.
En definitiva, arriesgan quienes tienen poco que perder: se arriesga desde el teatro universitario, con propuestas como Lorca, Calderón y los estudiantes de Babel (2012), un espectáculo compuesto a partir de tres entremeses calderonianos, dirigido por Toni Tordera e interpretado por los estudiantes Erasmus de la Universitat de València, o La selva confusa (2010), uno de los textos exhumados por el profesor de la Complutense Erik Coenen y su compañía La redondilla; se arriesga desde las escuelas de Arte Dramático, con montajes como Del príncipe constante (2011), de los alumnos de la ESAD de Extremadura dirigidos por los italianos Pietro Cennamo y Andrea Visibelli de la compañía Theatralia, o España es sueño (2011) –sobre Calderón de Pasolini y el auto sacramental La vida es sueño–, de Mariano Gracia y sus alumnos de la RESAD, quienes al igual que los Erasmus de Tordera giraron por buena parte del territorio nacional gracias al programa «Las huellas de La Barraca» de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, y se arriesga también desde las compañías emergentes que presentan sus propuestas a los circuitos alternativos, y por qué no decirlo, low cost. El ejemplo más claro es Almagro Off, donde haciendo de la necesidad virtud los participantes buscan nuevos lenguajes expresivos, no solo en cuanto a la plástica –como demostró el espectáculo ganador de la primera edición de este certamen, una Vida es sueño contada con objetos muy sencillos pero de una textura sumamente poética por Carlos Almeida y sus compatriotas argentinos de la Compañía de Titiriteros de la Universidad Nacional de San Martín (2011)–, sino también por lo que se refiere a la reescritura y al diálogo con los textos de Calderón, como los trabajos de Gustavo Galindo y Teatro Galo Real titulados La gran Zenobia o la hermosura desdichada (2012) y Crónica de una Casa Real (2015) sobre La venganza de Tamar de Tirso y Los cabellos de Absalón o las variaciones de distintos dramaturgos noveles (todos ellos galardonados con el premio Calderón de la Barca) sobre La vida es sueño en Calderón cadáver (2015), o en cuanto a los dispositivos escénicos, como en La cena del rey Baltasar de Carlos Tuñón y [los números imaginarios] (2013), donde la fiesta de la eucaristía deviene un espectáculo íntimo para doce comensales que se sientan junto a los actores alrededor de una mesa para participar en la experiencia de vivir un «auto sacrílego» desde dentro.
Muchos festivales españoles han tratado de hacer frente a los recortes abriendo secciones experimentales a imitación del Off de Aviñón o del Fringe de Edimburgo y donde los agentes más jóvenes (que tratan de abrirse un hueco en el campo teatral) se ven obligados a renunciar a una remuneración digna por su trabajo a cambio de obtener un capital simbólico imprescindible para acceder a la profesionalización; y esos mismos espectáculos se muestran asimismo en las salas alternativas madrileñas (Kubik Fabrik, El Umbral de Primavera, La Pensión de las Pulgas, Nave 73, Sala Mirador, Azarte, Teatro Pavón-Kamikaze…), a veces de vida efímera, en condiciones aún más precarias para tener siquiera la oportunidad de ser vistos por los programadores de teatros y festivales. Precisamente la crisis le ha servido como bandera publicitaria en sus dos montajes calderonianos a la compañía Primas de Riesgo, creada por la actriz Karina Garantivá y compuesta únicamente por mujeres, aunque con la ayuda en la dramaturgia de un antiguo entusiasta de Calderón, Ernesto Caballero, pareja de la directora y director él mismo del CDN: su Naces, consumes, mueres (2012) es una versión muy libre del auto El gran mercado del mundo que criticaba las injerencias de los mercados en el arte, mientras que en El mágico prodigioso (2014) usaron como reclamo para su difusión el lema «Calderón a precio de porno» [Galán 2014] pues en la taquilla se distribuían revistas eróticas (tasadas oficialmente con un IVA del 4%) en lugar de entradas con un IVA del 21% a modo de protesta por la subida de impuestos a los productos culturales.
En esta coyuntura un buen nicho de mercado para los clásicos es el teatro infantil porque sus costes de producción son más reducidos y porque los consumidores adultos escatiman menos en el ocio para sus hijos, sobre todo si el entretenimiento lleva aparejado el capital cultural del patrimonio dramático. Varios festivales ya cuentan con una sección dedicada al público familiar y en Almagro se celebra desde 2012 el Certamen de Barroco Infantil, una fórmula que, como el certamen Off, permite programar más obras con cachés más bajos. Algunas de las propuestas para niños basadas en textos de Calderón que se han visto en España en los últimos años han sido El gran mercado del mundo de la compañía vallisoletana Pie Izquierdo dirigida por Esther Arribas (2011), Segismundo prisionero de La Pitbull Teatro (2013), El mágico prodigioso de El viaje entretenido (2015) y Y los sueños, sueños son de Tropos y La Tirita Teatro (2016). Curiosamente, observamos que en el terreno de las adaptaciones de Calderón para niños hay un predominio absoluto de las obras canónicas de contenido filosófico o doctrinal, que casan mejor con el didactismo del teatro infantil que el enredo y los juegos lingüísticos culteranos de las comedias de capa y espada. En esa misma línea se enmarca el ciclo Mi Primer Clásico de la CNTC, que se inauguró con la coproducción Otro gran teatro del mundo de Uroc Teatro (2012), dirigida por Olga Margallo y estrenada durante la campaña de Navidades.
Y es que una vez más la CNTC marca o sigue la tendencia general del período. Ya lo hemos visto al repasar la programación de los últimos años de la era Vasco, pero con la llegada a la dirección de Helena Pimenta (1955-) –cuya carrera es inseparable de la de su compañía UR Teatro-Antzerkia, con sede en Rentería (Guipúzcoa) y especializada en la puesta en escena de obras de Shakespeare– su equipo recibió órdenes expresas desde el INAEM de que buena parte de su presupuesto debía financiarse con los beneficios de la taquilla, con lo cual adquirían el compromiso de conseguir vender el mayor número posible de entradas. Ante la bajada del número global de consumidores de artes vivas, Pimenta optó por apoyarse en nombres de reconocido prestigio para garantizarse el éxito de su primer espectáculo en 2012: una Vida es sueño (de nuevo el recurso al canon) adaptada por Juan Mayorga (1965-) –uno de nuestros dramaturgos contemporáneos vivos más traducido a otros idiomas– y protagonizada por Blanca Portillo, artista conocida por el gran público gracias a sus papeles en televisión (saltó a la fama con la sitcom Siete vidas) y cine (además de una extensa filmografía, desde 2006 se ha incorporado al selecto grupo de las «chicas Almodóvar») pero respetadísima en la profesión teatral, donde ha ejercido como productora, directora y sobre todo como primera actriz. Ya hemos visto que esta no era precisamente su primera incursión en el repertorio calderoniano, pues ya había demostrado sus dotes interpretativas y su versatilidad en dos registros muy distintos con No hay burlas con el amor dirigida por Denis Rafter y La hija del aire de Jorge Lavelli, pero tras encarnar a un príncipe de Dinamarca asexuado en el Hamlet del director esloveno Tomaž Pandur (2009) –ascendiendo así al Olimpo de las divas que han interpretado los grandes roles masculinos, desde Sarah Bernhardt a Nuria Espert105– solo le faltaba ponerse en la piel de Segismundo, el personaje de nuestra tradición teatral más codiciado por los actores, con el capital simbólico que lleva aparejado, lo cual propició que ese mismo año se le concediera el Premio Nacional de Teatro por «su amplia y variada trayectoria profesional, su valentía al asumir nuevos retos escénicos y su defensa del teatro como compromiso con la sociedad» [Ministerio de Educación, Cultura y Deportes en Torres 2012 c]. Esta Vida es sueño se ha mantenido en cartel casi cuatro años, ha girado por España, ha conseguido llevar por primera vez un clásico español al Teatre Lliure de Barcelona y ha llegado hasta Argentina y Francia, colgando en todas partes el cartel de «agotadas las localidades», lo cual demuestra que dicha fórmula, es decir, asociar el capital cultural del canon calderoniano y de la propia CNTC a rostros populares pero, eso sí, con una trayectoria sólida en su acercamiento al patrimonio dramático, funciona para atraer al gran público al teatro incluso en tiempos de recesión y produce un intercambio de bienes simbólicos y económicos entre las instituciones y los agentes del campo teatral muy beneficioso para ambas partes.
Los otros dos acercamientos que ha realizado la CNTC a Calderón desde que Helena Pimenta lleva las riendas de esta unidad de producción del INAEM apuntan en esa misma dirección y han obtenido un éxito similar. Así, en primavera de 2015 la Compañía se despedía del Teatro Pavón (propiedad de Zampanó, que durante más de una década había sido la sede provisional madrileña de la CNTC) con Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, dirigido por Ignacio García y protagonizado por Sergio Peris-Mencheta (1975-), quien se había dado a conocer por sus apariciones en la serie para adolescentes Al salir de clase pero que en teatro se ha ganado el reconocimiento de la profesión por su labor de director al frente de su productora, Barco Pirata, con montajes como Tempestad (2012) a partir del texto de Shakespeare. La elección de La cisma de Inglaterra –que, aun formando parte de las grandes obras de nuestro autor y de sus títulos más representados en el siglo XVIII, en el XX solo había despertado la curiosidad de Manuel Canseco y de los miembros del equipo de Zampanó– viene motivada por el interés de su reflexión sobre el poder en unos tiempos en que la crisis ha reavivado el debate político, pero también por sus puntos en común con temas y motivos shakespearianos y acaso por la moda de series históricas como The Tudors.
Finalmente, para la reinauguración del Teatro de la Comedia Pimenta ha vuelto a conciliar popularidad y prestigio, de modo que la recién restaurada sala de la calle del Príncipe ha abierto sus puertas con un Alcalde de Zalamea dirigido por ella misma y con Carmelo Gómez como Pedro Crespo (2015). Hacía veinticinco años que Carmelo Gómez (1962-) había protagonizado El caballero de Olmedo a las órdenes de Miguel Narros para la CNTC (1991) y, aunque periódicamente había regresado al teatro, el actor leonés ha dedicado la mayor parte de su carrera al cine, donde curiosamente uno de los papeles que más fama le ha dado es el de Teodoro en la versión cinematográfica de El perro del hortelano de Pilar Miró (1996), por el cual fue nominado a un Premio Goya. Por otra parte, la elección del último texto de Calderón con el sello de Helena Pimenta, La dama duende (2017), pone de manifiesto la búsqueda dentro del repertorio de piezas que conecten con el ideario feminista, por el anhelo de libertad de la protagonista, una joven que se rebela contra su destino de viuda sometida a un encierro por parte de su hermano. No en vano, la programación del Festival Internacional de Almagro en su 41ª edición de 2018 está dedicada a las mujeres escritoras del Siglo de Oro.
Llegamos así al momento presente, cuando parece que después de casi tres décadas de sumisión al campo del poder, el teatro vuelve a regirse por una lógica comercial y los imperativos de la economía se imponen incluso en el ámbito de la creación institucional. Y es que el patrimonio dramático nacional no ha sido ajeno al fenómeno de expansión y contracción de la promoción a las artes que ha resultado de la relación de subordinación del mundo de la cultura al campo político. Así las cosas, después de los esfuerzos que los sucesivos gobiernos democráticos y los agentes del microcosmos teatral realizaron para resignificar un canon como el calderoniano, muy contaminado como consecuencia del abuso al que se había visto sometido por parte del Nacionalcatolicismo, nuestro dramaturgo se enfrenta ahora al problema de la propia supervivencia del teatro como fenómeno de ocio escasamente rentable desde el punto de vista comercial.
No obstante, en esta transición de un sistema a otro, con el estallido de la crisis de 2008 como bisagra entre ambos momentos, la presencia de Calderón en nuestras tablas parece bascular desde la búsqueda de títulos casi desconocidos, el recurso a las comedias de capa y espada más divertidas y frívolas y el montaje de obras mitológicas con gran aparato escénico y música en vivo hacia la apuesta segura por los grandes títulos del canon y la indagación en su repertorio serio y trascendente, con la vista vuelta a sus obras de mayor calado filosófico y de contenido político explícito, o bien en aquellos textos costumbristas que ponen el acento en el empoderamiento femenino.
Con la consolidación del régimen democrático de 1978 en las últimas cuatro décadas España ha experimentado una rápida transformación que también se ha manifestado en las industrias culturales. El teatro había llegado a la Transición muy fragilizado como negocio frente a otros medios de entretenimiento más masivos y rentables como el cine, el fútbol o la televisión, pero amparándose en su valor simbólico como bien de consumo prestigioso pronto fue objeto de una protección especial por parte de la Administración. Después de una dictadura que duró más de un tercio de siglo, la necesidad de irradiar una imagen de normalidad y modernidad impulsó a los políticos de nuestro país a crear un sistema de ayudas a la creación que tuvo como consecuencia el sometimiento del campo cultural al campo de poder, lo cual ha permitido a las artes escénicas sobrevivir a cambio de estar expuestas a los cambios de color de los gobiernos municipales, autonómicos y central. Por otra parte, el proceso de integración y convergencia europea y la globalización de los mercados mundiales son otros factores que han influido de forma decisiva en el funcionamiento del microcosmos de la producción cultural española, puesto que en el contexto en que vivimos la soberanía de los Estados está sujeta a la lógica de los mercados internacionales.
Por lo que se refiere a la construcción nacional y a la proyección exterior, la búsqueda y la definición de una nueva identidad para la España democrática se han plasmado en la recuperación para la escena de los autores proscritos por el Franquismo, con especial atención a la figura y a la obra de Federico García Lorca por su condición de víctima de la Guerra Civil y por su fama mundial, de suerte que desde los años 80 ocupa una posición central en el canon escénico autóctono y mundial. Sin embargo, este fenómeno no ha ido en detrimento de los dramaturgos de nuestro Siglo de Oro, cuya presencia en las carteleras había decaído a mediados de los 60 hasta casi desaparecer en los 70, pero que desde finales de ese mismo decenio recibió un impulso revitalizador. En efecto, la clase política y los agentes teatrales se reconciliaron con nuestros clásicos porque reivindicar la dramaturgia áurea española como una pieza fundamental para entender el teatro universal equivalía a reclamar para España el lugar privilegiado entre las principales potencias occidentales que le correspondía pero que había perdido tras la Guerra de Sucesión. De ahí que Calderón, a pesar de que su apropiación por parte del Nacionalcatolicismo aún estaba reciente, fuese un candidato idóneo para desempeñar el papel de embajador cultural de España en el mundo: desde que el Romanticismo alemán lo tomó como referente ha gozado de un amplio reconocimiento en el extranjero y es el único de nuestros dramaturgos que puede rivalizar con Shakespeare.
Así pues, el tricentenario de su muerte en 1981 sirvió para que la monarquía parlamentaria, reforzada tras el fracaso del golpe de Estado de Tejero, pudiera hacer suyo el patrimonio dramático nacional con la colaboración de agentes teatrales procedentes de ámbitos tan dispares como el teatro institucional, el teatro comercial y el teatro independiente, mezclados todos ahora en un campo que se había reconfigurado para adaptarse a su nueva relación con el poder. Podrían trazarse algunos paralelismos entre las efemérides calderonianas de 1881 y 1981, puesto que tanto el régimen de 1978 como la Restauración fueron soluciones de signo conciliador que usaron este icono para contestar a un relato conservador previo sobre nuestra historia mediante una reinterpretación más abierta del mismo, pero la diferencia fundamental entre ambas celebraciones estriba en que mientras que en el reinado de Alfonso XII apenas se representaron obras del poeta madrileño, a finales del siglo XX la resignificación de la obra de Calderón fue inseparable de su vuelta a los escenarios, que por esa misma razón vino acompañada de una renovación del repertorio.
Los actos de 1981 inauguraron la moda de la exhumación de sus textos más desconocidos o menos representados, los cuales se abrieron hueco entre las reposiciones de los títulos habituales, y unos y otros contribuyeron a forjar una imagen más completa y compleja de nuestro autor, pues en esas temporadas los profesionales del teatro –deseosos de ganar posiciones dentro de su campo y de recibir una ayuda pública a la producción– se acercaron tanto a sus comedias más disparatadas como a sus dramas más serios, sin dejar de representar algunos de sus autos sacramentales (con El gran teatro del mundo muy por delante de otros como La cena del rey Baltasar, La vida es sueño o El gran mercado del mundo) desde perspectivas tradicionales e historicistas o bien más contemporáneas e iconoclastas. No obstante, pese a la repetición de títulos como La dama duende, Casa con dos puertas mala es de guardar y otras muchas de sus comedias de enredo, durante los años 80 seguían vivos los prejuicios de algunos artistas e intelectuales que continuaban identificando a Calderón con el dramaturgo de la ortodoxia católica que el Franquismo quiso ver en él, y contra ello tuvo que luchar la Compañía Nacional de Teatro Clásico cuando el Ministerio de Cultura socialista decidió crearla inspirándose en los ejemplos centenarios de la Comédie Française y la Royal Shakespeare Company, con la intención de situar a la dramaturgia española en el lugar que merecía dentro de la literatura universal.
Desde su fundación en 1986 la CNTC ha oscilado entre la estructura de compañía estable definida por el sello personal de su director y el modelo neoliberal de centro de coproducción de espectáculos sin un equipo artístico fijo, según gobernasen los socialdemócratas o los democristianos, lo cual ha influido en la frecuencia con la que o bien se han montado las obras maestras de Calderón o bien se ha optado por rescatar textos olvidados. En cualquier caso parece claro que esta unidad del INAEM ha sido clave en la reinterpretación ideológica de su obra y su figura, pues a lo largo de su andadura ha buceado en su repertorio tratando de encontrar en él valores contemporáneos como el feminismo, la tolerancia ante las diferencias religiosas o étnicas, la corrupción del poder, la justicia social o el puro juego, lo cual explica el interés renovado de buena parte de la profesión por sus tragedias de honor conyugal (El médico de su honra, El pintor de su deshonra, A secreto agravio secreta venganza), sus dramas históricos y políticos (El alcalde de Zalamea, La hija del aire, La vida es sueño, La cisma de Inglaterra, La gran Cenobia, Amar después de la muerte…), y también por sus piezas cortesanas (las zarzuelas y las comedias mitológicas, la mayoría de las cuales no se habían vuelto a representar desde el siglo XVIII), sus entremeses y sobre todo por sus comedias de capa y espada más intrascendentes (La dama duende, Casa con dos puertas mala es de guardar, No hay burlas con el amor, El galán fantasma, entre otros muchos títulos), muy cercanas al espíritu lúdico y despreocupado de la Movida y aun al ritmo de las sitcoms. Asimismo, Adolfo Marsillach y los directores que le han sucedido en el cargo han conseguido que asistir a la representación de un texto del Siglo de Oro deje de ser un rito cultural reservado a un auditorio distinguido y minoritario para convertirse en una opción de ocio entretenida y asequible a todos los bolsillos, sin perder por ello un ápice de su capital simbólico.
También hemos visto cómo desde la llegada de los socialistas al poder en 1982 la inversión en cultura aumentó de manera exponencial para acercar a España a los estándares europeos de consumo cultural y contribuir así a la democratización de la cultura como herramienta de cohesión social, según habían soñado los agentes políticos de la II República. Desde entonces han proliferado los festivales de artes escénicas, muchos de ellos centrados en la programación de piezas del Siglo de Oro, con lo cual se ha creado una red específica de distribución para estos espectáculos y eso ha permitido que aparezcan varias compañías especializadas en este tipo de repertorio, que su trabajo pueda verse en gran parte de la geografía española y que la presencia de los clásicos en las carteleras sea mucho mayor. Pero la frontera entre la democratización y la vulgarización de la cultura no siempre es clara, pues quizá la mayor difusión de estos textos no siempre ha venido acompañada del deseable aumento de la competencia cultural del público; tanto es así que si en 1881 el furor calderoniano se traducía entre las clases bajas en la adquisición de mercancías con el nombre de nuestro dramaturgo como reclamo publicitario, probablemente uno de los primeros fenómenos kitsch de la historia cultural española, desde la Transición muchos festivales de teatro se han convertido en destinos para el turismo de masas o espacios donde, entre los mercadillos pseudomedievales y el consumo de cañas y tapas, la difusión del patrimonio dramático nacional corre el riesgo de pasar a un segundo plano106.
Además, la descentralización y el reparto de las competencias entre el Estado y las autonomías han provocado que el concepto de identidad nacional se fragmente y se multiplique por diecisiete. En concreto, el empuje del teatro en lengua vernácula en Cataluña, la Comunidad Valenciana, Baleares, el País Vasco y Galicia, con la promoción de los idiomas propios y de sus hechos diferenciales por parte de sus respectivos gobiernos autonómicos, ha resultado en perjuicio del canon áureo, que se sigue asociando al centralismo franquista de raíz imperial y que por tanto tiene una presencia mucho mayor en Castilla y en la Meseta que en la periferia peninsular.
Por consiguiente, pese al empeño de la CNTC en seguir girando por España (frente al CDN, cuyos montajes apenas salen de Madrid), el lugar que ocupa Calderón en la cartelera es desigual en función del área geográfica a la que nos refiramos, y también está sujeto a fuertes variaciones según la temporada. Las efemérides tienen mucho que ver en ello, pues si bien las de 1981 y 2000 han contribuido a recanonizar a nuestro dramaturgo y a descubrir facetas desconocidas de su producción, otras conmemoraciones han favorecido su discriminación de las programaciones en beneficio de los autores o las obras homenajeadas, como ha ocurrido en los últimos años con los centenarios del Quijote (2005 y 2015), de Rojas Zorrilla (2007), del Arte nuevo de hacer comedias de Lope (2009), de Santa Teresa (2015), de Cervantes y Shakespeare (2016), de Moreto (2018)… Entre los literatos del Barroco Cervantes y Lope rivalizan con Calderón como iconos de la identidad nacional mucho menos marcados ideológicamente, menos aristocráticos y reaccionarios, menos cercanos al poder y por tanto menos incómodos que el autor de La vida es sueño, cuyos datos biográficos (soldado en la Guerra de los Segadores, sacerdote que suministraba de autos sacramentales a la Iglesia durante el apogeo de la Inquisición, dramaturgo cortesano al servicio directo de los Austrias Menores) siguen siendo molestos a día de hoy para los sectores más progresistas del campo teatral.
Quizá en eso estriben las resistencias de algunos de nuestros dramaturgos contemporáneos más heterodoxos y rebeldes, como Angélica Liddell o Rodrigo García, a acercarse a los motivos calderonianos, aun cuando la reescritura de Shakespeare o los ecos de los clásicos griegos son constantes en su producción; pero acaso también se deba a que para muchos creadores del circuito independiente Calderón representa el teatro institucional y por tanto la sumisión de la cultura al poder, dada la falta de autonomía del campo del teatro. No ocurre lo mismo con otros autores de esa misma generación, como Ernesto Caballero o Juan Mayorga, que han sabido leer un mensaje moderno en las contradicciones ideológicas de sus obras y al mismo tiempo se han beneficiado del capital simbólico que irradia el poeta madrileño.
Dicho capital simbólico también ha atraído a agentes desde otros campos (religioso, literario, musical, académico…) con un resultado similar: la Iglesia y organizaciones católicas afines a ella como el Opus Dei han continuado reivindicando a Calderón como adalid de la fe y han auspiciado la puesta en escena de sus autos sacramentales en la línea propagandística del Nacionalcatolicismo de los años 50, demostrando su vigor como poder fáctico; dramaturgos y otros literatos que han adaptado algunas de obras a veces han obtenido en concepto de derechos de autor más beneficios por estos encargos que por sus propias obras, a cambio de transferir a determinada producción el prestigio de su nombre; los músicos y los musicólogos han exhumado las partituras asociadas a sus libretos con el fin de reivindicar la originalidad de la temprana aportación española a la historia de la ópera, y desde la universidad los profesores e investigadores especialistas en Siglo de Oro hacen valer sus conocimientos en la materia para ampliar sus redes de contactos en otros campos y ganar en influencia más allá de la enseñanza y la investigación.
Sin embargo, a raíz de la crisis de 2008 el sistema de cultura subvencionada que se había venido impulsando desde la Transición se tambalea. Los recortes impuestos por la troika se han cebado con el ámbito de la creación artística, que se ve obligada a reconvertirse a marchas forzadas, y lógicamente el circuito de los clásicos también resulta afectado por los ajustes presupuestarios y la subida del IVA cultural al 21%, lo cual fuerza a minimizar los riesgos, a abandonar la búsqueda de títulos poco frecuentados del repertorio y a apostar por las obras más conocidas del canon. Para atraer a un mayor número de espectadores en un contexto en el cual los ciudadanos han perdido bastante poder adquisitivo, el teatro institucional, y en concreto la CNTC, utiliza estrategias propias del teatro comercial: asocia el nombre de Calderón al de rostros famosos de la televisión y el cine, intérpretes que aseguran taquillazos al tiempo que forjan o consolidan su reputación al encarnar a los grandes personajes del teatro nacional y hacer valer su competencia artística frente a otros compañeros igualmente populares pero acaso menos duchos en el manejo de la palabra y el verso. Este fenómeno propicia que muchos agentes del campo teatral se vean desplazados hacia los márgenes de la profesión, pero incluso desde esa posición periférica algunos también se decantan por los clásicos, ya sea como medio de subsistencia debido a su potencial dentro las campañas escolares, ya desde el circuito off como una manera de abrirse camino en el microcosmos teatral, aunque partiendo de la precariedad laboral más absoluta.
Por lo que respecta al repertorio, si bien con la recesión no se ha abandonado del todo al Calderón cómico –y de hecho el formato de los entremeses ha demostrado su vigencia y coincide con la moda del microteatro y el gusto por los formatos breves–, la comedia de capa y espada parece retroceder posiciones. Se impone el canon calderoniano que triunfa en Centroeuropa: el Calderón más serio y profundo, el de La vida es sueño, los autos sacramentales, las tragedias sobre el poder o los dramas de mayor calado filosófico, como El mágico prodigioso o La hija del aire. Es muy significativo que el repertorio calderoniano posterior a la crisis de 2008 tenga muchas similitudes con el canon isabelino inglés. La comparación de Calderón con Shakespeare viene de antiguo, pero es por primera vez en este momento cuando se empieza a asumir (y ello quizá debido a la labor de recuperación escénica de su obra que se ha llevado a cabo desde principios de los años ochenta) que el genio del español está a la altura del bardo inglés. De ahí que en los últimos tiempos se hayan reivindicado sus dramas históricos con trasfondo político (frente al Macbeth, Ricardo III y al resto de sagas reales británicas que redactó Shakespeare) o sus tragedias de uxoricidio (frente a Otelo o El cuento de invierno), y cuando se ha optado por la comedia de capa y espada se ha puesto el acento en la figura de la dama tracista como mujer empoderada, en la línea de las reivindicaciones del movimiento feminista. Se trata, pues, de un Calderón resignificado, comprometido con unas causas muy diferentes de aquellas con que lo habían identificado los vencedores de la Guerra Civil.
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— (dir.) (2012 a): 25 años de la CNTC. Un viaje hacia el futuro 2 vols. Madrid, Compañía Nacional de Teatro Clásico.
— (2012 b): «El complejo y discreto diseño de la política cultural. Entrevista a José Manuel Garrido» en Mar Zubieta (dir): 25 años de la CNTC. Un viaje hacia el futuro, vol. 1. Madrid, Compañía Nacional de Teatro Clásico, pp. 27-36.
1 Para la Restauración, véase Menéndez Onrubia 1990; acerca de la II República, García Martín 2004 y Paulino Ayuso y Zubieta 2010; sobre el Franquismo, García Lorenzo 2001, y sobre varias temporadas de la era democrática Díez Borque 2000 a, 2000 b y 2004, García Lorenzo 1996 a, 1997 a, 2000, 2001, 2002, 2007 a, Huerta Calvo y Urzáiz 2006 y Wheeler 2012.
2 Fundamentalmente sobre la Compañía Nacional de Teatro Clásico [Fischer 1993, 1998, 2000 a, 2002 y 2003 y Mascarell 2014].
3 Sobre el auto sacramental véase De Paco 1992 y 2001.
4 Sobre El galán fantasma véase Iglesias Iglesias 2014; sobre La vida es sueño, Mancebo 2002 y Adillo 2008, y sobre El alcalde de Zalamea, Peláez Martín 2001, Romera Castillo 1990 y Fischer 2003.
5 Véase Adillo 2016: 399-590.
6 Del vocabulario de Bourdieu me interesan la teoría de los campos; el concepto de toma de posición; la diferencia entre capital económico, cultural y simbólico; las nociones de distinción, legitimidad y competencia artística; la idea de violencia simbólica como mecanismo de dominación, y los principios de autonomía y heteronomía, entre otros términos matizados por las visiones del interaccionismo simbólico y de las teorías sistémicas, sobre todo a la hora de abordar la cuestión del canon. Véanse Bourdieu 1968, 1979 a, 1979 b, 1980 a, 1980 b, 1987, 1988, 1991, 1992, 1994, 1997 y 2001; Bourdieu y Wacquant: 1992; Sullà 1998; Pozuelo Yvancos 1998 a y b, 2000 y 2014; Culler 1998 b, Gumbrecht 1998, Harris 1998, Kermode 1998; Even-Zohar: 1990, 1994, 2008 y 2011; Johnson 1993, Guillory 1993, Guitiérrez 2005, Fernández Fernández 2005 y 2013, Gruia 2007, Meischner 2007, Becker 2008.
7 «La drástica reinterpretación de la obra de Calderón en España, a partir, sobre todo, del congreso celebrado en Madrid en 1981 en conmemoración del tercer centenario de su muerte, influyó muy saludablemente sin duda, en primer lugar en la propia comunidad de investigadores y estudiosos de la obra del dramaturgo» [Castilla 2001: 205].
8 Véase VV.AA. 1981.
9 Véase el epígrafe 2.1.
10 Véase Adillo 2016: 106-123.
11 «El público del estreno aplaudió algunas escenas, ovacionó a los intérpretes –especialmente a Pou, María José Goyanes y Pedro del Río– y, sobre todo, a José Luis Alonso, como agradecimiento a que entre tanto Calderón y tanto otro clásico desatinados [sic] ofreciera esta versión fresca y simple, tan difícil de conseguir» [Haro Tecglen 1981 b].
12 Véase el epígrafe 4.3.
13 Véase Iglesias Iglesias 2014.
14 «El auto sacramental La cena del rey Baltasar, de Pedro Calderón de la Barca, que ha comenzado a representarse en España en el interior de los templos religiosos, con motivo del tercer centenario de la muerte de su autor, por la compañía Lope de Vega, que dirige José Tamayo, no podrá escenificarse en la catedral de La Laguna (Tenerife), al desautorizarlo el obispo de la diócesis nivariense, Luis Franco Cascón […]. El obispo Franco Cascón comunicó ayer al Ayuntamiento de La Laguna, una de las entidades patrocinadoras del acto, que el Cabildo catedralicio se veía imposibilitado para ceder la catedral, ya que es el templo en el que se imparte el culto habitual de la ciudad, y al mismo acude el pueblo a recibir diariamente los sacramentos.
Señala, además, el obispo que la utilización del templo para dicha representación teatral entrañaría perjuicios al pueblo de Dios. En la misma comunicación, sin embargo aplaude y bendice lo que considera un noble propósito, al entender que Calderón de la Barca es uno de los más importantes escritores de las letras del Siglo de Oro español, inspirado en la teología católica para resaltar las virtudes cristianas a través del teatro» [Martín 1981]. «El cardenal-arzobispo de Sevilla ha comunicado a los organizadores que no podrán representar el auto sacramental de Calderón de la Barca La cena del rey Baltasar en el primer templo de Sevilla […] por entender que es contraria a las normas del derecho canónico vigente» [en La Vanguardia, 12 de mayo de 1981].
15 «Subvencionado todo ello por la Dirección General de Teatro y Música, ayudado por el Ayuntamiento de Madrid, nos encontramos otra vez con este problema: no hay un discernimiento, un examen serio de los proyectos y de sus resultados» [Haro Tecglen 1981 a].
16 «El teatro clásico va a ser sometido a un intensivo tratamiento doble, de desideologización, o quizás mejor aún de contraideologización, por una parte, con el fin de despojarlo de todas las vestimentas nacionalistas del Franquismo, y de reteatralización, por otra, en espacios escénicos “desacramentalizados” que permitan a todos los públicos ver a sus clásicos con una mirada teatral, y no solo cultural ni culturalista» [Ruiz Ramón 2003: 424].
17 «El trabajo de adaptación ha tenido como objetivo dar una mayor continuidad y claridad a la historia de Rosaura; para ello, manteniendo la fidelidad absoluta al texto, se han llevado a cabo alteraciones temporales, modificando el orden de grupos de escenas en las II y III jornadas. Además de esto se han suprimido algunos textos reiterativos e incluido otros de la versión de Zaragoza, por su interés dramático, ya que desarrollaban situaciones tan solo planteadas en otras versiones» [Gómez en Teatro Español 1981: 57].
18 «Hay momentos de gran belleza, por ejemplo en el decorado de Eduardo Arroyo y la iluminación de José Miguel López Sáez: el cielo estrellado, las gemas relampagueantes parecen responder a dos versos de Calderón: “esos vidrios y cristales/ sobre cimientos de piedra”» [Haro Tecglen 1981 g].
19 «Otra idea que ha estado muy presente en la puesta en escena es la de considerar este texto como un testimonio de nuestro pasado e, independientemente de que se comparta o no la ideología que transmite, presentarlo como tal, desvelando, no tergiversando su contenido. […] Probablemente la labor principal de una puesta en escena sea esta: no inventar sobre la obra, sino desvelar al máximo todo lo que el texto contiene o sugiere, sea explícito o no» [Gómez en Teatro Español 1981: 58-59].
20 «José Luis Gómez deja ver nítidamente el desengaño; sobre todo en la escena final, en el supuesto final feliz que lo conduce todo dentro de un orden preestablecido: se llega al pacto, todos son perdedores» [Haro Tecglen 1981 g].
21 «¿Se podría evitar el ladrillazo pedagógico sin caer en experimentos supuestamente “modernos”? (José Luis Gómez lo consiguió con La vida es sueño: un antecedente a tener en cuenta)» [Marsillach 1998: 442].
22 «“He escogido Absalón, de Calderón de la Barca, porque como empecé aquí con La vida es sueño, que era un éxito seguro, he querido efectuar ahora un rescate”. […] Para Gómez, que considera esta obra como un verdadero Shakespeare, “la batalla que se libra en la obra ocurre en el cerebro y en el corazón, no en el escenario. Yo he montado un conflicto interior acerca de unas personas perdidas en el laberinto de las pasiones, de la envidia, del deseo, de la culpa, del miedo. Si he escogido Absalón es porque trata de un tema que me interesa mucho: la muerte del padre y el temor al hijo. Yo creo que cada padre tiene cierto miedo al hijo, un miedo muy especial, al mismo tiempo que siente el deseo de que le supere”» [Torres 1983]. «Una tragedia de sangre y de guerra, una revuelta tribal que hubiera podido escribir Esquilo para el escenario del palacio de los Átridas; un baño de sangre y una contienda por el poder, como en la Inglaterra isabelina del mejor pulso de Shakespeare. […] La apuesta ha debido de ser apasionante. Reinventar el drama hebreo, tan pormenorizadamente relatado en la Biblia, leerlo a través del filtro católico de Calderón, conservado en un verso a la vez duro y bellísimo, y remitirlo en última instancia a un Israel inconcreto, despojado de referencias occidentales, casi conceptual. […] Pocas veces en una tragedia de nuestro Siglo de Oro se llega a esta acumulación de atrocidades, por más que la contención del lenguaje, su belleza, su poesía, consigan redimirlo de su crudeza. El espectáculo de José Luis Gómez ha querido desnudar la crueldad de la tragedia. Entonces, la palabra calderoniana, desmembrada del verso, adquiere el relieve de lo arcano, de lo ritual, sin que reste un ápice de ferocidad y de violencia a cuanto ocurre» [Pérez Coterillo 1983].
23 «Pretende José Luis Gómez añadir doctrinas modernas, “leerlo” con Freud y Kafka de la mano. Y ahí es donde Gómez se organiza un batiburrillo que le lleva a buscar en la brillantez de la transcripción visual una forma dramática que se convierte casi en aquel cine de romanos que realizaron los primeros grandes directores del cine norteamericano en los primeros tiempos de su arte; o sea, en una espectacularidad acartonada, con cartón-piedra grandilocuente, en el que la tragedia se diluye, los espacios y tiempos escénicos, demasiado simultaneados, originan confusión barroca más barroca que el natural barroquismo calderoniano y el drama pierde la grandeza casi shakespeariana rozada, casi alcanzada, en algunos pasajes de la representación. Ridiculeces como la de vestir a Salomón, en la última parte de la obra, como un judío de cualquier ghetto de Praga, Viena o Varsovia llevan la libertad del anacronismo, propia del teatro de Calderón, a un punto casi burlesco.
[…] Hay tanta presunción en todo el manejo del material que por todas partes estalla la desmedida ambición del director, causa de notorios excesos al mismo tiempo que insuficiencias.
Sinisterra ha hecho un trabajo considerable, libre, inteligente y ordenador de un texto bíblico tratado en mediano verso por Calderón, aunque dentro de una brutal estructura dramática. Pero el verso no siempre suena debidamente. Hay contradicciones, falta de unidad, en el criterio de los intérpretes. […] Un muestrario de tipos hiperestesiados hacia la espectacularidad donde Gómez ha puesto más ansia de visualidad y dinamismo que hondura y calidad humanas» [López Sancho 1983].
24 «Hacer gran teatro va consistiendo en estrenar, es decir, en una buena noche de bravos y felicitaciones, unas críticas donde se reconozcan los méritos que suele haber y unos programas fastuosos donde se apoye su capacidad teórica. Más allá, apenas importa. Estamos asistiendo desde hace unas temporadas a este fenómeno de obras en pleno éxito, sufragadas por la Administración a precio de oro, que desaparecen de cartel con los teatros llenos» [Haro Tecglen 1984].
25 Véase Adillo 2016: 270-296.
26 Así resume la obra su autor: «Nuestro espectáculo se basa en el supuesto de una compañía de teatro español que tiene que representar a Calderón para obtener una subvención y sobrevivir, pese a que este autor no le gusta, por reaccionario y elitista. La discusión provoca, dentro de la compañía, diversas propuestas de representación que irán mostrándose ante el público, desde el montaje clásico al experimental, pasando por el musical» [Miralles en «Alberto Miralles estrena una obra sobre la política cultural en el centenario de Calderón» en El País, 21 de octubre de 1981].
27 Véase Adillo 2016: 134-136 y 143-146.
28 «No obstante la apariencia de agitación incontrolada, todo es normal. No es otra la atmósfera que deberá conseguir el director de la obra, seleccionando los diálogos y movimientos relevantes, sin interrumpir los que no afectan de manera decisiva a la clarificación del espectáculo, que, en definitiva, es el sometimiento del intelectual al poder» [Miralles 2004: 204].
29 Sin embargo, en 1989 Alberto Miralles aceptaría el encargo de montar para los Veranos de la Villa una dramaturgia propia a partir de varios textos del Siglo de Oro titulada Capa y espada, dentro de la cual incluye bastantes fragmentos de El pleito matrimonial del alma y el cuerpo, el mismo auto que está en el origen del conflicto que articulaba Céfiro agreste de olímpicos embates.
30 Sobre Calderón en la cartelera francesa contemporánea, véase Peral Vega 2008 a.
31 Sobre la fortuna escénica reciente de Calderón en los países anglosajones, véanse Ruano de la Haza 2004 y Braga Riera 2008.
32 Véase Adillo 2016: 280-281.
33 El director de este último espectáculo, Raúl Ruiz, realizó asimismo una película titulada Mémoire des apparences: la vie est un songe en la que mezcla elementos de la pieza con una historia ambientada en el Chile contemporáneo.
34 «Cuando el Teatro Nacional de Londres estrena en 1981 El alcalde de Zalamea, de Calderón, en una espléndida traducción de Adrian Mitchell, se habla de ella como de un hallazgo, y de Calderón, casi como de un autor novel» [Ruano de la Haza 2004: 235].
35 Esta misma zarzuela también se representó en la RFA durante la Semana Cultural Española de Colonia pero, curiosamente, en el año de su centenario la presencia de Calderón en los países de habla alemana no fue tan intensa como podría esperarse de un área que siempre lo ha incluido en el repertorio de sus teatros. Dame Kobold y Der Richter von Zalamea fueron los únicos títulos que pudieron verse en las carteleras de Alemania y Austria. Véase Gimber 2008.
36 Véase Samaniego 1981.
37 Véase http://www.repertorio.org/.
38 A día de hoy son cuatro las versiones (1971, 1981, 1995 y 2009) que esta compañía ha hecho de la obra maestra de Calderón.
40 Véase Adillo 2017 a: 552-569.
41 «Los centros públicos de producción teatral han sido los “culpables” en mayor grado de la recuperación de público que ha experimentado el teatro español a lo largo de la década de los años 80» [Fernández Torres 1990: 62].
42 Para la diferencia entre masificación y democratización de la cultura, véase Coavoux 2012: 70-71.
43 «Vinculado a los movimientos de teatro universitario de los 60 como actor y director de escena, [José Manuel Garrido] fue ayudante de dirección de José Luis Alonso Mañes y dirigió el Teatro Universitario de Madrid y el de Murcia […] En 1982 […] se le nombró director general del Ministerio de Cultura […]. En 1985 pasó a ser director general del INAEM (Instituto Nacional de Artes Escénicas y de la Música), y desde allí lideró las iniciativas de la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, la Joven Orquesta Nacional, el Plan Nacional de Auditorios y el Plan de Rehabilitación de Teatros Públicos; la creación del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y la reconversión del Teatro Real en ópera. […] Igualmente puso en marcha el Museo Nacional de Teatro de Almagro» [Zubieta 2012 b: 35].
44 Para los sociólogos de la cultura, determinadas formas del arte consideradas «distinguidas» solo pasarán a formar parte del habitus del común de los consumidores si estos tienen los conocimientos necesarios para interpretarlas: «Il semble en particulier que l’alternative entre relativisme (toutes les formes d’art se valent et la démocratisation doit consister à effacer les différences arbitraires de légitimité) et légitimisme (la démocratisation doit favoriser l’accès pour tous aux formes d’art et aux œuvres les plus légitimes) est difficile à dépasser. La démocratisation de l’art peut alors passer, ou par la réhabilitation des réceptions dominées, ou par la diffusion des compétences de réception dominantes. Dans le premier cas, le dévoilement de la rareté de la réception spécifique, y compris dans les catégories de population apparemment les plus compétentes, couplé à des politiques de médiation centrées sur l’habilitation des discours dominés sur l’art pourrait permettre une certaine démocratisation. Dans le second, la médiation ne peut que prendre la forme d’un enseignement d’une compétence et d’une familiarité à l’art. […] Pierre Bourdieu voyait, dans la généralisation de l’enseignement artistique, la seule solution possible aux inégalités devant l’œuvre d’art» [Coavoux 2012: 80].
45 Sobre Marsillach véanse Marsillach 1998 y Oliva 2005.
46 En calidad de tales ambos ejercieron, respectivamente, como figurinista y escenógrafo y como dramaturgista en todos los espectáculos de la CNTC en que colaboraron con Marsillach.
47 A la producción de los espectáculos de la CNTC le ha acompañado siempre la investigación científica sobre temas relacionados con el teatro del Siglo de Oro, línea de acción que se desarrolla a través de la publicación de colecciones como los Cuadernos de Teatro Clásico, el Boletín de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, los Textos de Teatro Clásico y los Cuadernos pedagógicos, estos últimos con afán didáctico, destinados a los profesores de secundaria que acuden con sus alumnos al teatro.
48 «En enero de 1989 pusimos en marcha un “cursillo de teatro clásico para actores profesionales” que nos sirviera como base para la posterior creación de una Escuela de Teatro Clásico. […] Aquel primer intento dio paso a un curso más elaborado, pero la escuela que se fundó después no produjo el resultado que esperábamos. Fue un loable intento –los periódicos nos felicitaron porque, en general, todo lo que suene a didáctico tiene muy buena prensa– y nada más. Cuando volví a dirigir la compañía en 1992, me la “cargué”: me costó hacerlo porque yo la había creado, pero… Ahora pienso que me equivoqué» [Marsillach 1998: 465]. Sobre la Joven Compañía que retomó este proyecto casi dos décadas más tarde, véase el epígrafe 5.3.
49 Véase Adillo 2017 a: 226-229.
50 «Marsillach podía haber iniciado la andadura de la CNTC con una comedia de enredo para suscitar la hilaridad entre el público o podía haber escogido un título canónico cuyos versos resuenan en la mente de los espectadores. Pero optó por una pieza compleja y oscura, cargada de implicaciones morales, más proclive al pensamiento que a la acción, para abrir la CNTC a la sociedad contemporánea» [Mascarell 2014 a: 159].
51 «Especialmente había un crítico en el diario El País que aborrecía a los clásicos porque se había quedado en la época de la República. Y era amigo personal nuestro. Llegaba a los estrenos y preguntaba a la jefa de sala: “¿Cuánto dura la función? ¿Dos horas y tres cuartos?”, y soplaba. Siendo yo director de la CNTC, hice La estrella de Sevilla. Le llamé por teléfono y le dije: “Eduardo [Haro Tecglen], como sé que tú piensas que nuestro Lope y nuestro Calderón son gente acomodada con el sistema, con la Iglesia, con el Estado, con los poderes, ven a ver esta obra donde sale un rey histórico que es de una perversión que ni los reyes shakespeareanos...”. Y luego en la crítica no dijo ni bueno ni malo. Él ha llegado incluso a insultar a nuestros actores, y los actores son seres muy indefensos por definición, a los que tuvimos que decir: “No tiene razón, vosotros habéis hecho lo que os hemos mandado”» [Pérez Sierra en Mascarell 2014 a: 421-422].
52 «Al día siguiente de su estreno madrileño, el 23 de octubre, un conspicuo crítico del lugar se echaba las manos a la cabeza por haber presenciado tan vergonzoso argumento en la moderna y democrática España de 1986» [Alonso 2001: 411-412]. «En 1994 el panorama era muy distinto. […] El público también se había vuelto más receptivo. Adolfo tenía ya una clientela devota y asidua que entendía su variada estética y se encontraba a gusto con ella. En 1994 el reconocimiento y el éxito fueron indiscutibles» [Pedraza 2006: 341].
53 «Desde el principio de la Compañía Nacional de Teatro Clásico procuré encontrar una programación que alternara una comedia con un drama y una obra famosa con otra menos conocida» [Marsillach 1998: 523]. Él mismo, en el programa de mano de La Celestina, había dicho: «A nuestro juicio, el repertorio es una curiosa mezcla de lo insólito con lo inevitable».
54 Sin embargo, Rafael Pérez Sierra da fe de que, a pesar de la reacción del público, Haro Tecglen siguió en sus trece: «En el estreno de Antes que todo es mi dama se produjo una ovación terrible, un griterío de agradecimiento desde el público puesto en pie. ¿Eso qué quería decir? La gente estaba deseando restañar nuestras heridas. Y el crítico [Haro Tecglen] se quedó sentado, ¡el único de todo el teatro! Yo y Marsillach estábamos en un palco y nos quedamos muy impactados por la reacción del público» [Pérez Sierra en Mascarell 2014 a: 422].
55 Como señala Mascarell [2014 a: 190-191], Marsillach actuó con mucha astucia al proponerse integrar a Calderón en la cultura de masas: si el cine había arrebatado la popularidad al teatro, convertido en «alta cultura», había que llevar el cine al teatro para repopularizarlo.
56 Para un repaso de las reacciones que Antes que todo es mi dama provocó entre los filólogos, véase Mascarell 2014 a: 178-181.
57 Después del montaje que Fernando Fernán Gómez había estrenado en el Centro Cultural de la Villa en diciembre de 1979, El alcalde de Zalamea no se había vuelto a ver en Madrid. Sin tener en cuenta un par de representaciones a cargo de sendos grupos de aficionados, el único montaje profesional de este texto que he podido documentar en ese lapso temporal fue el que Francisco Portes protagonizó con la Compañía Tirso de Molina y nunca llegó a la capital.
58 De hecho, la última puesta en escena del mismo de la que tengo noticia tuvo lugar en ese mismo coliseo.
59 Véase Adillo 2017 a: 44-59 y 98-103.
60 Sin contar con las sucesivas reposiciones de la versión de Antonio Guirau para el Teatro Popular de la Villa de Madrid (1984, 1986, 1990).
61 «El Centre Dramàtic de la Generalitat oferí un Cicle de Teatre Clàssic Català amb l’esperança, probablement un xic ingènua, que els forasters que visitessin la capital del món, coneguessin la nostra tradició escènica» [Benach 1992 b].
62 «A la Barcelona del 92 les arts escèniques van gaudir d’una presència variada i exuberant, per bé que no gens efectiva a l’hora de recaptar nous clients. […] Un cop més, sembla que el que interessa és fer teatre “amb” el teatre» [Joan-Anton Benach 1992 b].
63 «La vida es sueño que se ha estrenado en Sevilla es una coproducción del Rustaveli con la Expo. Estreno, pues, mundial que, por desgracia, no despertó la expectación causada por las anteriores visitas de la Royal Shakespeare o del Dramaten, con montaje de Bergman. “Calderón, en georgiano, menuda paliza”, debieron pensar algunos; “Calderón y en georgiano, menuda paliza”, pensaron los más. Total, que la platea acabó llenándose, con invitaciones, pero no el teatro. Lástima, porque fue una soberbia interpretación.
En mi opinión, el montaje es un montaje de artista, sin grandes aspavientos, sin grandes innovaciones. Los georgianos interpretan a Calderón como podrían interpretar, digamos, a Pushkin. Lo importante son los actores […]. Un Calderón una pizca romántico –Pushkin–, pero Calderón al fin y al cabo. Las imágenes, no todas, tienen fuerza […] pero las voces, la música, se imponen. En cierto modo, cabría hablar de un Calderón musical.
Para terminar: la producción le cuesta a la Expo 18 millones de pesetas, que es lo que un centro dramático español se gasta en publicidad para un montaje. Y el espectáculo se ha cocinado bajo las bombas, en una Georgia en guerra. Memorable» [Sagarra 1992].
64 «En 1992 hacía más de diez años que habían comenzado su andadura y, tras haberse enfrentado a títulos poco frecuentes, se deciden a montar la obra cumbre de Calderón, con el interés añadido de usar como base para su representación la versión impresa en Zaragoza con fecha de 1636, la supuesta primera redacción del drama, para lo cual contaron con el asesoramiento literario de José María Ruano de la Haza, colaborador habitual de la agrupación. No es la primera vez que se recurre a lo que algunos especialistas han considerado como la versión más genuinamente dramática de la comedia, pero en esta ocasión la novedad radicaba en que la dramaturgia de Amaya Curieses se basaba exclusivamente en dicho texto, sin completarlo con los pasajes más conocidos de la edición madrileña, como las décimas del monólogo de Segismundo que cierran la jornada segunda y que el público conoce de memoria (“Sueña el rey…”)» [Adillo 2008: 124].
65 Véanse García Lorenzo 1994, Vilches 2006 y Mascarell 2014 a: 231-264.
66 Sobre los preparativos de la contribución de la CNTC a los actos del 92, es interesante leer las declaraciones de su director: «Eso del 92 es una especie de torcedor, que decían nuestro clásicos. La CNTC lo que debe hacer es seguir programando. En esa programación ordinaria lo que hemos hecho es incluir obras que hagan referencia a las ciudades de los acontecimientos. El desdén con el desdén, obra maestra de Agustín Moreto que transcurre durante unas carnestolendas en un ambiente palaciego catalán, será la obra que nosotros dediquemos a Barcelona. Habíamos pensado también en una comedia de Lope que es como una postal sevillana, La niña de plata, y me viene bien para decir que el repertorio no es tan estrecho porque podíamos haber hecho La estrella de Sevilla. La comedia madrileña podría ser El acero de Madrid o cualquier otra; hay muchas. Hay dos proyectos extraordinarios: hemos pensado en una fiesta, que no auto, sacramental completa con su loa, su entremés, su mojiganga y toda esa parte procesional que tenía la fiesta primaveral, religiosa. Eso nos lo ha pedido Madrid Capital Cultural 92 y tal vez puede hacerse en Sevilla, Barcelona y aquellas ciudades donde haya tradición de fiesta del Corpus. El segundo querríamos que fuera una naumaquia, una fiesta acuática al estilo de la época, pero no es seguro» [Rafael Pérez Sierra en Fondevila 1991], «Adolfo quería hacer una naumaquia en el Retiro, pero no nos lo permitían. Como no era creyente, nunca hubiera pensado en hacer un auto sacramental. Pero el director del comité organizador del evento era un dominico y estuvo muy de acuerdo con el proyecto de la Fiesta barroca que le propuse. Yo escogí El gran mercado del mundo de Calderón. José María Díez Borque me dijo que en la Biblioteca Nacional había una loa que, a todas luces, no era de Calderón, pero que hacía referencia al auto El gran mercado del mundo. La localizamos y yo la rehice prácticamente toda. Elegimos también el Entremés de los órganos de Quiñones de Benavente. Y la mojiganga de Las visiones de la muerte de Calderón, que es una obra maestra. Y nos atrevimos. Teníamos mucho dinero y eso nos permitió traer a Madrid bueyes del Rocío o la Tarasca del Corpus de Valencia. ¡Todo un despliege! Me quedaría con este montaje porque tiene un valor grande: salimos a las calles y la Plaza Mayor se llenaba todas las tardes para ver el recorrido. Eso fue muy bonito» [Pérez Sierra en Mascarell 2014 a: 432-433].
67 Sobre Narros véase Amestoy 2016.
68 «Al lado de estos dos grandes acontecimientos [la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona] la capitalidad cultural de Madrid pasó sin pena ni gloria. En este caso, a diferencia de los dos anteriores, la cooperación entre instituciones no pareció funcionar, la adhesión ciudadana fue pobre y el efecto mediático internacional prácticamente nulo» [Borja y Mascareñas 1992: 94].
69 Por esas fechas Lluís Pasqual estaba fraguando también el proyecto de una película basada en La vida es sueño, producida por TVE y con Antonio Banderas como Segismundo [Martí 1992 b]. Sin embargo, nunca se llegó a rodar.
70 Véanse Voline 1992 y Marcabru 1992.
71 La RED fue «una de las iniciativas más loables de la gestión teatral de la década socialista, por su incidencia en el proceso de descentralización y en la posibilidad de promocionar los lenguajes más vanguardistas en espacios no habituados a ello» [Vilches de Frutos 1994: 441].
72 Véanse Benach 1996, Centeno 1996 b, Ley 1996, López Sancho 1996, Pascual 1996, Haro Tecglen 1996, Olivares 1996, Pérez-Rasilla 2006 y Adillo 2008: 79-84.
73 Inmediatamente después de su marcha de la CNTC Marsillach montó un espectáculo titulado Una noche con los clásicos donde, acompañado de María Jesús Valdés y Amparo Rivelles, hacía un recorrido por distintos textos de Calderón, Lope, Sor Juana, Quevedo, Garcilaso, Fray Luis y Gil Vicente.
74 «Las múltiples actividades que surgieron en torno a 1992 en vez de producir un impulso inusitado a las artes escénicas en España, lo que hicieron fue cuestionar las circunstancias en que se venían produciendo» [Oliva 2004 c: 183].
75 «Los excesos del intervencionismo de los últimos años, con dosis inaceptables de arbitrariedad, amiguismo y clientelismo, han hecho que la tensión que siempre ha existido entre la cultura y el poder se haya agudizado» [Aznar 1996: 7].
76 «La época de normalización había concluido y ello se celebró con un despliegue de fuegos artificiales que, al apagarse, dejó a la luz las carencias. No obstante, como siguiendo un guion preestablecido, se entendió que, creadas las infraestructuras y el ordenamiento, era el momento de abandonar el mercado a su suerte. La creación contemporánea fue desatendida, y no solo la creación contemporánea, sino la producción escénica con voluntad “artística” y el mercado (es decir, el mercado de las subvenciones y los contratos públicos) fue poco a poco devorado por iniciativas comerciales, entre ellas las de empresas como Anexa, Focus, Pentación o Calendas.
En este nuevo contexto, se desató una hostilidad manifiesta hacia el teatro y la danza contemporánea» [Sánchez 2009: 25].
77 «A diferencia de lo que solemos soportar en muchos montajes de obras de nuestros clásicos en los teatros oficiales de la Villa, aquí el tratamiento literario actualizador de los cambios producidos por los siglos en el lenguaje, el tratamiento de Manuel Lagos es humilde, transparente, respetuoso y el trabajo director de Eduardo Vasco, un joven de evidente talento e ingenio constructivo libre de las insufribles pedanterías abusivas de los nuevos genios que se permiten cambiarle a Lope o a Calderón lo que llaman dramaturgia y no es otra cosa que la estructura dramática del texto, en vez de darle estocadas al verdadero autor y cambiárselo todo, se limita a acentuar la agilidad del autor, a darle un gracioso ritmo casi musical, al movimiento, y de inventar algunas bromas felicísimas, como ciertos juegos de chambergos, que solo vienen a ser una sonrisa más en la cómica mecánica del texto original […].
Estamos en la aparición de nuevas generaciones de actores para el teatro clásico que nos consuelen de tantas incompetentes pretensiones como inducían a pensar en una crisis sin remedio de la representaciones de nuestros grandes autores del llamado Siglo de Oro. Eduardo Vasco y este animoso equipo de Don Duardos permiten pensar en un futuro renacimiento de lo que empezaba a parecernos perdido sin remedio. Atención. No hay que cerrar los ojos a esta ya positiva esperanza» [López Sancho 1994].
79 Estaba previsto que este espectáculo fuera dirigido por Salvador Távora, de La Cuadra de Sevilla, quien tuvo que renunciar a él porque estaba implicado en otros proyectos. La elección de Etelvino Vázquez, asturiano afincado en su tierra pero formado en Andalucía, resultó un acierto: «Calderón visto y oído ahora en este excelente montaje del TNT resulta un autor muy moderno en la forma y muy antiguo en el fondo […].
El director, Etelvino Vázquez ha acomodado la acción al riguroso esquema de la pieza. Los personajes van pasando, acompañado cada uno de un muñeco que simboliza su papel ante el supremo juez en un escenario estricto, con entradas previstas para la vida y la muerte en una escenografía barroca como conviene a la obra. Hay las necesarias diferencias en los comportamientos de cada personaje y una cierta monotonía tonal que propende a lo severo, a lo simbólicamente dramático. Todo se aplica a actualizar el hermoso sermón que es la obra, y a lograr que el desfile de los tipos sometidos a juicio final escape a una cierta monotonía interpretativa. […]
El gran auto se moderniza sin necesidad hacia una caricatura moderna de un teatro que, ineludiblemente, tiene una época: la propia España del siglo de Calderón. Estamos, pues, ante un entonado, un cuidado barroquismo que requiere convertir el auto sacramental en una función de festival, exigencia a la que sorprendentemente el precioso texto de Calderón se acomoda con plena naturalidad. […] Calderón, autor de hoy, es un acierto. Sobre todo porque a nadie se le ocurrido someterlo a virguerías festivaleras. Bien, pues, este espectáculo de ayer ágilmente acomodado a los gustos de hoy» [López Sancho 1997].
80 Este fue el último Calderón de la CNTC antes del cambio del milenio, y a su éxito contribuyeron el acierto en la elección de la comedia y el reparto encabezado por Blanca Portillo, que ya había obtenido un Goya a la mejor actriz revelación en 1997, y por su papel en No hay burlas con el amor recibió el Premio Ojo Crítico. «Todo esto, a siglos de su estreno, sigue haciendo reír al público. A veces, a carcajadas. Probablemente, el principal factor es el lenguaje, y especialmente el de la chica sabihonda, que habla con soltura de los libros de Ovidio y a la que no entienden nunca los demás. Blanca Portillo es muy buena actriz, y lleva su papel como le han mandado, hasta el extremo de la farsa: con gran regocijo. Farsa, o entrada, o número de circo; al director Denis Rafter –un irlandés que dirige en España desde hace muchos años– se le ha ocurrido que el escenario sea una pista de circo, y que se finjan algunos números; y también tomar algo de cine mudo, y la musiquilla con que se suelen, ahora, acompañar aquellas viejas cintas. Para el público del estreno de esta versión de Calderón hecha por Pérez Sierra, todo esto supone una cantidad suficiente de alegría; y ríe y aplaude. No solo a Blanca Portillo, sino al septenario de actores de los papeles principales; incluso a los dos superfluos. Naturalmente, a los colaboradores del director, que salieron merecidamente a escena aglomerándose con los intérpretes» [Haro Tecglen 1998].
«No hay burlas con el amor, una de las comedias menos frecuentadas de Calderón de la Barca, es, más que recuperada, recreada, redescubierta, en esta divertida y despreocupada reconstrucción de cuya responsabilidad puede con todos los méritos responsabilizarse Rafael Pérez Sierra. Durante muchos años hemos padecido, sufrido montajes de grandes obras de nuestros clásicos, organizadas por directores frecuentemente prestigiosos, pero en los más de los casos, enfermos de la misma enfermedad doble: falta de amor y falta de respeto a los más grandes autores del teatro clásico español del llamado Siglo de Oro. […] Esta nueva versión de No hay burlas con el amor [es] un ejemplo de cómo puede convertirse en un autor de hoy a uno de los más grandes autores de nuestro Siglo de Oro. […] Un gran aplauso para el equipo de interpretación, con notas especiales para Blanca Portillo, que convierte en modernísimas las burlas de Calderón contra el gongorismo; para Carmen del Valle, segura de su deliciosa personalidad femenina; para el excelente gracioso que resulta Fernando Conde en el enamoradísimo Moscatel, y para la magistral medida de Antonio Vico en un don Alonso de Luna serenamente arrollador, sin demérito para los demás, uno de los cuales, Jacobo Dicenta, finísimo enamorado de la hermana pequeña, amor que es causa del conflicto cómico, y Payla Soldevilla para la criada Inés, que resulta un tipo muy de la época, cargado de suave comicidad» [López Sancho 1998].
81 «Desde su nombramiento [como director de la CNTC Rafael Pérez Sierra] se había sentido acosado por la Secretaría de Estado del Ministerio y la Subdirección General del INAEM […] por lo que define como política del “ordeno y mando” y que se marcha seguramente a su puesto de catedrático en la Escuela de Canto, “estupefacto y tras haber sufrido una continua acumulación de acciones intervencionistas”. Pérez Sierra señaló que el motivo que lo llevó a tomar su decisión, dimitiendo primero verbalmente y anteayer por escrito, fue que no se aceptara el contrato con el director francoargentino Jorge Lavelli, con el que se había llegado a un compromiso para que el año que viene dirigiera La hija del aire, dentro de la celebración del cuarto centenario del nacimiento de Calderón: “Es doblemente absurdo teniendo en cuenta que el pasado 1 de octubre el subdirector del INAEM, Eduardo Galán, sabedor de las condiciones contractuales de Lavelli, se congratuló conmigo de que le hubieran solicitado a él el espectáculo para llevarlo a Buenos Aires, hasta el punto de que intentó que fuera estrenado allí, hecho este último que no acepté, aunque compartí con él su alegría”, comentó Pérez Sierra.
El hasta ayer director del Clásico recordó que el INAEM tiene establecidas una tasas para contratar a directores escénicos que no pueden superar los tres millones de pesetas por obra, a excepción de figuras extranjeras: “El caché es absolutamente normal. Lo que ha ocurrido no es más que una intromisión más, de las muchas que he tenido, porque me he sentido continuamente acosado, como cuando me negué este verano pasado a solicitar una ampliación de presupuesto de 40 millones para montar una misteriosa Celestina, recomendada por la Secretaría de Estado de Cultura. A pesar de ello, y sin mi firma, se ha agregado esa cantidad a la compañía. O como cuando intentaron colarme una programación fantasma para las celebraciones de Felipe II. Ha sido un continuo ordeno y mando”, dice este profesional. Pérez Sierra ya estuvo a punto de ser sustituido hace dos años por el director catalán Calixto Bieito, a quien le ofreció el cargo el propio Eduardo Galán, decisión que impidieron el anterior director del INAEM, Tomás Marco, y la entonces ministra Esperanza Aguirre» [Torres 1999 a]. «[A Andrés Amorós] no lo juzgo. Prácticamente ni pasó por el cargo. ¿Qué dirigió? ¿Los Entremeses de Cervantes? Yo tenía preparado un Año Calderón increíble: La hija del aire (segunda parte) con Lavelli, un proyecto que me llevó a la tumba, porque un personaje abyecto del Ministerio [¿Eduardo Galán?] dijo que no había dinero para pagar eso, y El mágico prodigioso. O sea, dos monumentos de Calderón. ¡Así se hace un Año Calderón! Y Amorós pasó por la CNTC sin tocarla ni mancharla, vamos» [Pérez Sierra en Mascarell 2014 a: 427].
82 «El mayor atractivo de La dama duende es su gran sentido teatral, la belleza de sus versos y la síntesis de todas las comedias del Siglo de Oro que en ella se encierra. He tratado de rescatar la modernidad del texto, sus grandes temas centrales, como son la búsqueda del amor, la dignidad y las dificultades de la juventud para encontrar sentido a la vida, que tanto en aquella época como en esta son elementos fundamentales. […]. Al espectador se le hace una triple oferta […]: se le invita a conocer una joya de nuestro riquísimo patrimonio cultural, a disfrutar de la belleza artística, la armonía, el misterio y la delicadeza de la obra, y a divertirse con una comedia alegre y simpática, lo mismo que si fuera a ver una película de Spielberg» [José Luis Alonso de Santos en el programa de mano].
«Se ha obtenido de la obra, de manera ejemplar, casi todo lo que la obra puede dar de sí en cuanto a divertimento. La interpretación es sinfónica, sin resquicios ni caídas; el castellano que se usa tiene la belleza del lenguaje bien dicho. Cum laude para la escenografía y vestuario de Llorenç Corbella, la iluminación de Josep Solbes, la coreografía de María José Ruiz y la música de Javier Alejano. Un gran espectáculo que demuestra la voluntad de diversión que deseaban transmitir los clásicos, antes de ser fosilizados por las academias» [Roda 2000].
«La comedia de intriga y enredo (lo que luego se llamaría vodevil) de Calderón de la Barca se representa ahora como un juego dieciochesco: como si fuera de Marivaux, entre guirnaldas y estatuas desnudas, que son en realidad señoritas pintaditas que respiran y algo se mueven, palpitantes, como cuando en Inglaterra aparecieron los primeros desnudos en el teatro, que estaban obligados por ley a no moverse. Ciertas formas del vestuario, algunas ninfas que corren y saltan armoniosas, pequeñas bromas en algunas escenas, se trazan sobre la conocida tosquedad de Calderón, que nunca fue muy fino, aun cuando fuera profundo y pensador. En lugar del equívoco y la ambigüedad con que se viste la obra y la trazan los jóvenes actores con sus rasgos de escuela, estamos siempre en la frontera del honor y de la muerte, de la necesidad de la mujer de expresar unos sentimientos que le están prohibidos, en una angustia española de Siglo de Oro.
Las espadas salen al aire más de una vez: son incruentas, pero son una parte de la razón y del fondo de lo que es un juego que en cualquier momento puede ser trágico: dentro de la broma, su amenaza verdadera está ahí. Ciertos artificios cómicos siguen funcionando, como antes y después de esta comedia.
Sobre todo la risa que le da al espectador saber más que los personajes, adelantarse a lo que va a pasar: el viejo truco del teatro chino –de los movimientos en la oscuridad que no es tal para nosotros, sino solo para ellos–. Y el resorte del miedo, sobre todo el miedo del criado, del ignorante, que luego en el primer cine americano iba a estar representado por el negro.
Las ocultaciones son esenciales: pienso que si Madrid hubiese sido una ciudad bien iluminada, la comedia hubiera ido por otro camino. La tapada, el embozado; las personas íntimas que no se reconocen porque no se ven, aunque se toquen y se hablen en su estilo peculiar.
En este caso, la desaparición y la trasformación llegan a hacer teóricamente invisible a la dama que busca al galán que la ignora. La habilidad meramente teatral consiste en que nada se le oculta al espectador: no hay sorpresas para nosotros, que vamos viendo la trama a medida que se hace.
José Luis Alonso de Santos, que es de espíritu jocoso, ha dado a esta versión literaria y gestual ese toque afrancesado, y le funciona bien. La dicción del verso es otra cuestión. Hace veinte años se discutía aún la manera de decir este teatro, sus distintas posibilidades y estilos o simplemente maneras: se ha abandonado por imposible, y ni siquiera las voces de hoy, de hombres y mujeres, son adecuadas y van dejando un tonillo, un soniquete agudo poco musical.
Repito que los espectadores –en el estreno de invitados– se rieron donde había que reírse: donde lo esperaba el lejano autor y también donde lo ha marcado el director de hoy» [Haro Tecglen 2000 a].
83 Muchas de las características de este montaje se deben a que la puesta en escena se hizo pensando en el público extranjero: se estrenó en el Festival de Edimburgo, se pudo ver en el Barbican Centre de Londres y en la Brooklyn Academy of Music de Nueva York (1998-1999), y una década después regresó con un nuevo elenco, esta vez argentino, al Teatro San Martín de Buenos Aires (2010). Sobre esta Vida es sueño, véanse Billington 1998, Wolf 1999, Brantley 1999, Benach 2000 a, Gil 2000, Haro Tecglen 2000, Pérez de Olaguer 2000, García Garzón 2000, Ortega Cerpa 2000, Rague 2000, Olivares 2000 b, Compañía Nacional de Teatro Clásico 2001, Rotger 2001, Herreras 2001, Vallés 2001, Zabalta 2001, Pedraza Jiménez 2001 b, Pérez-Rasilla 2006, Adillo 2008: 88-96, Mascarell 2014: 297-326 y Adillo 2014.
84 «El alcalde de Zalamea es una de las obras más representadas de Calderón y de todo el teatro clásico español en los escenarios de todo el mundo. Es también, a mi entender, una de las piezas más ricas y sugerentes de toda la dramaturgia clásica europea, por la fuerza de su argumento, la complejidad de sus personajes y por la tensión política y social que se respira entre líneas a lo largo de toda la obra y que nos llega, a pesar de siglos de distancia, con un frescor y una modernidad sorprendentes» [Sergi Belbel en el programa de mano].
«La pintoresca oportunidad de inaugurar la temporada del TNC con una de las grandes obras de Calderón la ha aprovechado Sergi Belbel –hasta donde ha podido– para una de las “lecturas” más interesantes de cuantas se habrán llevado a cabo con ella en este país. […] Sergi Belbel ha pasado por El alcalde con mucho respeto hacia su incuestionable calidad textual, pero haciendo un giro a la izquierda. […] Respetar el texto, respetar la palabra, supone servirla sin cortes ni apaños, íntegramente como la escribió el autor. Pero no es irrespetuoso cambiar los acentos a esa palabra. Y el resultado perceptible es que pocas veces como en esta ocasión resultan tan de carne y hueso las criaturas calderonianas situadas sobre el escenario. Ricos y pobres, nobles y villanos, militares y paisanos: el montaje del TNC ilustra con registros auténticos ese permanente juego de dualidades. Hay una gestualidad nueva en ese Alcalde. Más verosímil. […] El estilo pata la llana complica a veces la buena comprensión del verso barroco. […] Atención a los paralelismos entre La vida es sueño dirigida por Bieito y El alcalde de Zalamea de Belbel. ¿No existirá en la dramaturgia autóctona una clara inclinación prosaica a la hora de “leer” los clásicos españoles?» [Benach 2000 b].
«En sus obras, y en particular en El alcalde de Zalamea, hay una visión de una sociedad que está en un punto de cambio importante. Está pasando de una sociedad arcaica a un nuevo modelo a nivel europeo, basado más en el poder del pueblo y el fin de los privilegios. […] Pedro Crespo es el vengador de una clase que ha sido vilipendiada y que a partir de ahora tendrá un peso social y político en la historia de España y de Europa. […]
[La lectura reaccionaria de Calderón] yo no la veo por ningún lado. He hecho un análisis de la obra con los actores, y más que nada se denuncia lo contrario: el abuso de poder. La justicia se entiende como algo igual absolutamente para todos, pasando por encima de estamentos y privilegios. […]
El texto que utilizamos es el de Calderón, íntegro. […] [La puesta en escena] no es en absoluto rompedora, ni provocativa, ni escandalosa, pero no es tampoco conservadora» [Sergi Belbel en Víllora 2000 c].
85 Sobre la polémica lingüística e ideológica que suscitó el segundo montaje en castellano del TNC, véase García Lorenzo 2010.
86 Sobre Tamayo y la trayectoria de la compañía Lope de Vega, véase Ruiz García y Gyenes 1971.
87 «Fue el cardenal Antonio María Rouco, que presenció la representación en Santiago de Compostela, el que le dio la idea a Tamayo de venir a Roma con esta pieza.
“El texto, escrito en el siglo XVII, parece dirigido al público del año 2000”, dice Tamayo. “Por la claridad de ideas y porque los problemas que aborda nos afectan directamente, son cuestiones eternas”» [Galán 2000].
«El Papa que fue actor ha querido traer a Roma un auto sacramental para el momento cumbre del Año Jubilar: la clausura del Congreso Eucarístico. […] El pasado enero Luca Ronconi deslumbró a Milán con La vida es sueño. Ahora es el turno de Roma.
José Tamayo manifestó ayer que “como buen conocedor, a Juan Pablo II le encantó la idea y comentó que Calderón es un autor de grandísimo significado”. Según el embajador de España ante la Santa Sede, Carlos Abella, la representación “será un regalo al Santo Padre y una oportunidad de mostrar la tradición artística y católica de España”. El proyecto, hecho posible gracias al patrocinio de Caja Sur, es un nuevo elemento de realce de la imagen internacional de España.
[…] Pepe Rubio, que interpreta al pobre, se mostró entusiasta por el genio de Tamayo y la posibilidad de realizar en el Vaticano “un papel en el que me siento cerca de Dios, el que más a gusto he hecho en mi vida”. […] Juan Pablo II no podrá asistir a la representación» [Boo 2000].
88 «Acababa de dejar la serie Al salir de clase porque ya llevaba dos años con un mismo papel y quería cambiar de aires. Me hubiera gustado estudiar antes algo de interpretación pero las oportunidades llegan cuando llegan» [Carmen Morales en Guzmán 2000].
89 «Un espectáculo bello, limpio, gracioso, larguísimo. La comedia es saltona y fácil, una repetición de situaciones lopescas y hasta del propio Don Pedro: él mismo dice en el texto que hay cosas que recuerdan su Dama duende. […] Cierto que Narros exagera la comicidad y la sandez de esos personajes masculinos, pero ya en el original apuntan la caricatura. En cambio, saca adelante un personaje secundario y de relleno al que da acciones mudas, sentimentalismo, humanidad. Todo está bien. Está probablemente menos bien la lentitud, la demora, el retraso de la acción, que no parecen corresponder a lo chispeante del irregular suceso, aunque ya Calderón se preocupa de repetir y hasta reiterar con exceso la fábula inverosímil, suponiendo que el público no la entendería de una sola vez. El retardo en la locución hace prosa del verso, aunque algunas bellas frases quedan clavadas; y hace que los actores se vean en dificultades para realizar movimientos que tienen que ser rápidos o evasivos mientras tienen que decir sus palabras en demasiado tiempo. Pero esa es la marca de la casa: uno de los estilos de Narros, y se supone que si lo percibe en su silla de director en los ensayos y lo deja así es porque cree que ese es el arte teatral.
Los otros recursos de Narros son, como siempre, inteligentes y bellos, y creo que mejoran la obra. […] Lleva a los actores a la comicidad abierta, con tipos como el de don Hipólito (Fernando Conde), donde el actor y la dirección crean la imbecilidad conducida por la prosopopeya, o en el celoso de la espada en la mano (lo cual es ya un acierto de dirección), gritón y escapado (Víctor Villate), y saca adelante algo que está en Calderón más disimulado, que es la iniciativa de la mujer sobre el hombre, la osadía amatoria de Doña Ana (Ángeles Martín, con bella voz y con brío) y los enredos de doña Clara (Amparo Martín); damas que toman el cuchillo o la espada y pelean con los hombres y les dominan. Si esto pasa con los juegos de galanes, los cómicos, las “figuras de donaire” hacen todas las tropelías posibles: uno de ellos está caracterizado como un fusilado del 2 de mayo de Goya, con los pelos crespos y alborotados y la blanca camisa abierta y los brazos muchas veces en cruz. Hay chistes, grandes y pequeños, añadidos como acciones mudas, que se suman a la obra.
Gustó mucho, a pesar de la longitud soportada en sillas que no son cómodas y en un local [el Teatro Madrid] grande y con poca acústica para la comedia. Aplaudieron, los aplausos arreciaron ante la presencia de Ángeles Martín y de Fernando Conde y se multiplicaron con la breve aparición de Miguel Narros» [Haro Tecglen 2000 a].
90 «Cuando la dirección del Teatro Calderón de la Barca de Valladolid nos propuso la puesta en escena de una obra de Calderón para conmemorar su centenario, aceptamos el encargo con entusiasmo. Calderón es un viejo conocido de Corsario: este es el quinto montaje que realiza la compañía de este autor.
Lamentablemente, a Calderón de la Barca, como ocurre con nuestros clásicos, se le conoce poco y se le recuerda por un número reducido de títulos teatrales. Por otra parte, el uso que se hizo de su obra para reafirmar el Nacionalcatolicismo de Postguerra le ha convertido, para varias generaciones de españoles, en un autor antipático, adalid de la Contrarreforma, teologista, reaccionario. […]
Nuestra versión atiende menos al carácter aleccionador del original y profundiza más en la fascinación que nos produce a los contemporáneos la isla repleta de sorpresas, horrores y peligros, en medio de los cuales reina el encanto morboso de la hechicera» [Fernando Urdiales en el programa de mano].
91 «Mi trayectoria como dramaturgo está definida, entre otros aspectos, por una permanente reformulación de los esquemas dramatúrgicos de nuestro teatro del Siglo de Oro, con especial énfasis en la obra de Calderón. En efecto, desde mis primeros textos estrenados, mi labor dramática siempre ha procurado nutrirse del ingente patrimonio teatral de nuestros autores del Diecisiete. Este sustento se ha visto incrementado desde mi condición de director de escena con el montaje de diversas obras de nuestros autores del Barroco. […] Calderón, en las comedias mitológicas, se manifiesta no solo como un exquisito poeta, un certero dramaturgo, sino también como un consumado director de escena. […] La dirección de este Monstruo participa del mismo propósito. Por ello, a partir de estos presupuestos, a través de los recursos propios de la puesta en escena contemporánea, intento transmitir en el espectador de hoy la admiratio que me ha provocado esta deliciosa obra» [Ernesto Caballero en el programa de mano].
92 «Es verdad, ha sido una gestión muy personalista. No creo que se pueda crear un sello, un estilo y una definición –lo que se le demandaba a la CNTC– sin ser personalista; simplemente es imposible. Las grandes temporadas de los teatros europeos las ha definido una persona. Las instituciones, por sí solas, no hacen nada, o tienen alguien que lleva el timón de una manera muy fuerte o no brillan. Además, a mí se me llamó para que hiciera eso. Tú llegas, pones el sello, enseñas lo que haces y luego viene otro. En una compañía privada nadie se extraña de que Els Joglars tenga el sello de Boadella. Y la CNTC, aunque pública, es también una “compañía”. Ojo, dirigir un teatro público es otra cosa: si yo mañana tuviera que encargarme del Teatro Español, tendría mi gusto y lo controlaría todo, pero no dirigiría tantos espectáculos. Pero es que una compañía con un elenco estable posee una serie de premisas fundamentales para su funcionamiento: que tú dirijas, que tú marques el sello, que tú seas el primero que te coloques en determinados sitios o abanderes determinados proyectos, como por ejemplo el de la Joven. Porque la definición artística no puede hacerse de una manera teórica, hay que hacerla desde el escenario. Yo entiendo así el concepto de compañía; lo otro es una gestión de un centro dramático de producción.
Si se coge el Piccolo, hay que fijarse en cuántas veces dirigió Strelher. Cuando los grandes directores europeos se han puesto al frente de un teatro, han marcado ellos la tendencia artística a base de trabajo, no simplemente con la teoría, porque eso tiene muy poca efectividad. Pero, sí, es verdad: he llevado a cabo una gestión muy personalista. Es evidente, no puedo decir que no. Y, además, es algo que busqué» [Vasco en Mascarell 2014: 485-486].
93 Vicente Fuentes y el equipo de Fuentes de la Voz han traducido al castellano dos de los manuales de Cicely Berry sobre el trabajo del actor con el texto. Véanse Berry 2010 y 2015 y www.fuentesdelavoz.com.
94 «El autor subraya los problemas de convivencia entre culturas distintas y contempla la cuestión con mirada crítica y puede decirse que hasta comprometida, pues, amén de señalar la arrogancia intransigente de los cristianos viejos, introduce juicios contrarios a la devastadora crueldad de las tropas de Juan de Austria. En fin, que parece que nuestro dramaturgo más contrarreformista se inclinaba por la alianza de las civilizaciones (¿tendrá que ver en ello la programación de esta obra por parte de la Compañía Nacional de Teatro Clásico?).
[…] La puesta en escena de Eduardo Vasco, titular de la CNTC, tiene un primoroso acabado, pese al cierto desorden de las escenas bélicas. […] Joaquín Notario, en su línea de consolidad solvencia, encarna a un noble Tuzaní, al que pone brillante contrapunto humorístico Toni Misó, en el papel del criado Alcuzcuz; Pepa Pedroche otorga a su doña Clara calidades dramáticas, y el resto del reparto completa con acierto el cuidado montaje de este interesante drama histórico de Calderón» [García Garzón 2005].
«La obra, un drama de venganza y amor, pone de relieve la relación entre cristianos y moriscos y el fracaso de la convivencia entre estas dos comunidades. El texto, casi desconocido en los escenarios, es rescatado ahora por la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), que lo estrena hoy en el Teatro Pavón de Madrid. Su director, Eduardo Vasco, ha realizado la puesta en escena sobre una versión de Yolanda Pallín. “La obra no ha necesitado ser trasladada a otra época y apenas se han tenido que aclarar términos”, afirma la dramaturga.
[…] Vasco opina que en esta pieza el autor se muestra como un entusiasta de la libertad y la ciencia y profundamente crítico con el poder» [Torres 2005].
95 «La acción, que transcurre en una Italia idealizada, se ha trasladado estética y musicalmente a un estilizado siglo XVIII, realzado por el bello vestuario de Lorenzo Caprile y la partitura que escribió para la pieza hacia la mitad de ese siglo el violinista y compositor José Herrando padre, según explica la directora musical del montaje, Alicia Lázaro […]; ilustraciones musicales de Nebra, Soler y Vivaldi completan el cuidado tapiz musical de este espectáculo preciosista, primorosamente dirigido por Eduardo Vasco, que conseguido imprimir a todo el repertorio de la Compañía Nacional de Teatro Clásico un tan alto nivel estético como rigor dramático.
Estupendo también el terreno interpretativo, donde el elenco habitual realiza un gran trabajo. Desde el Federico de Joaquín Notario a la Lisarda de Pepa Pedroche, pasando por la Serafina de Montse Díez, aunque en esta ocasión haya que destacar el papel anfibio que borda Miguel Cubero como César. Una animada y muy amena fiesta palaciega» [García Garzón 2008 a].
96 «“Marsillach nos enseñó a acertar con los títulos en el sentido de dar una vigencia al teatro clásico”, señala Eduardo Vasco, actual responsable de la compañía fundada a mediados de los años ochenta. “Nada más alejado de la arqueología cultural que el espíritu de Adolfo que siempre renegaba de lo museístico”, comenta el actor Arturo Querejeta, con una dilatada trayectoria sobre las tablas.
Un ejemplo de esta filosofía se halla en el estreno nacional, mañana en Sevilla, de El pintor de su deshonra, una obra teatral de Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681) que aborda temas tan universales y actuales como el honor, los celos, las raíces del machismo o la violencia contra la mujer. “A pesar de la fama de católico radical del dramaturgo”, explica Vasco, “el teatro de Calderón toma partido en favor de la dignidad de las mujeres y arremete contra unas normas sociales que obligaban, nada más y nada menos, que a defender el honor masculino con el asesinato de las esposas presuntamente adúlteras […]”.
El director, los actores y los técnicos de la CNTC reflexionan sobre las intenciones de Calderón de la Barca a la hora de escribir sus dramas de honor, esos espejos de la crueldad y la barbarie de la época. “Siempre ha existido un debate”, recuerda Arturo Querejeta, “sobre si Calderón apoyaba o rechazaba las actitudes que describía en sus obras. Pero yo estoy convencido de que el dramaturgo condenaba esas conductas y hacía pronunciar a su personaje, don Juan Roca, expresiones como 'mal haya el primero, amén que hizo ley tan rigurosa'. Esta obra encubre un drama terrible que muestra el respaldo social a los asesinos. Es, sin duda, muy ilustrativo que en aquel tiempo los padres de las víctimas justificaran esos crímenes”» [Villena 2008].
«La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) continúa incorporando a su repertorio títulos poco frecuentados. En esta ocasión es un texto de Calderón de la Barca, El pintor de su deshonra, que no se representaba en España desde hace cien años aunque, cosas del interés nacional por los clásicos, sí lo hiciera hace una década la Royal Shakespeare. […]
La doble recuperación supone para el director de la CNTC la oportunidad de “redescubrir a Calderón”. A pesar de que es un habitual de los escenarios y de que hace ocho años, con motivo de su IV centenario, se representaron sus obras más populares, para Vasco el dramaturgo es “un gran desconocido en España, un autor al que la tendencia de cada momento ha hecho que se le valore de forma muy distinta y del que siempre se representaban los mismos ocho o diez títulos, según demandaba la necesidad económica y el público”. Por ese motivo el director cree que el espectador se va a sorprender gratamente con este “calderón”, por lo que supone de novedad. “Las obras que vamos a hacer son un poco la cara y la cruz de Calderón. Obras de un autor muy asequible que va a permitir al público disfrutar sin notas a pie de página”» [Esteban 2008].
97 «Hace diez años que la CNTC no pone en pie esta obra, que Vasco cree que debe reponerse periódicamente. “Cuanto más la hagamos mejor”, dice Vasco, que añade que éste era un buen momento para hacerlo, especialmente por el reparto que ha reunido. […]
Lo que hace especial a El alcalde de Zalamea, dice Vasco, “tiene que ver con el concepto de la justicia. Es una obra en la que se muestra cómo un hombre llano puede vencer al poder establecido; una victoria de lo natural sobre lo organizado, sobre el sistema. Esa reflexión sobre la justicia abre una línea en el teatro español que se prolonga hasta el Tenorio, incluso. De la manera más didáctica, el teatro le dice al pueblo que se puede parar a esa gente que comete tropelías en nombre del poder”.
No solo el fondo, también la forma confiere a El alcalde de Zalamea su vitola de obra maestra. “Es una maravilla literaria, una de las mejores obras de Calderón de la Barca. Deja de lado el lenguaje barroco y se preocupa por conseguir una obra verosímil, que entienda el público sin problemas”. Y al estudiarla para realizar esta versión, explica, ha percibido “la magnífica carpintería, la simetría de la construcción, prácticamente arquitectónica, de la obra, la gran sabiduría con que Calderón trabaja los tiempos y los espacios”.
Es una obra, añade el director, «que la sueltes como la sueltes siempre cae de pie». No hay, por tanto, que aderezarla, concluye Vasco; “no hay que cocinarla, simplemente a la plancha, vuelta y vuelta; cuanto más cosas le pongas más la vas a ir deformando”» [Bravo 2010 a].
98 Por cierto, esta Vida es sueño de Pérez de la Fuente echó el cierre al céntrico Teatro Albéniz, alquilado por la Comunidad de Madrid para su programación en la capital. Meses después se inaugurarían los flamantes Teatros del Canal en el barrio de Chamberí mientras el Albéniz sigue abandonado.
99 «Comparar este montaje de José Luis Alonso [el que dirigió para la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1988] con la lectura escénica de El alcalde de Zalamea realizada por el director Gustavo Pérez Puig en 2003 en el Teatro Español es observar que, en las tendencias contemporáneas de puesta en escena de los clásicos españoles, coexisten acercamientos profundamente tradicionales junto a otros rupturistas en el plano visual y generadores de nuevos significados en el conceptual. Pese a los quince años que separan uno y otro trabajo, el más antiguo, el de Alonso, supura una modernidad difícilmente perceptible en el de Pérez Puig. La interpretación convencionalmente plana de los actores, la escenografía pseudorrealista al estilo del teatro español de los años centrales del siglo XX, el vestuario que pretende imitar los trajes campesinos de época y cae en lo naíf, la asimilación de todos los tópicos del teatro rural, y un Pedro Crespo encarnado por Pepe Sancho al estilo añejo –esto es, siguiendo los patrones tradicionales que asimilan al alcalde con un ser agrio y altisonante, y lo alejan de la complejidad y profundidad humana que demanda el drama calderoniano–, todos ellos son rasgos que relegan la propuesta de Pérez Puig a un segundo plano frente a la poderosa fuerza que todavía emana de un montaje ya catalogado como “paradigmático” en la puesta en escena moderna del teatro clásico español» [Mascarell 2014: 223].
100«Lavelli […] ha cogido las dos comedias de Calderón (o dos partes de una misma, larguísima), se ha quedado principalmente con la segunda y ha trabajado sobre ella un espectáculo interesante desde un punto de vista de dirección de escena. Sus actores, más que tales, son muñecos de gestos, de movimientos y paradas y fijación en casi el aire; de sus cuerpos el vestuario desmesurado hace otras cosas y de sus voces más sonido que signo. Los versos de Calderón quedan pulverizados, diría yo, si no fuera porque en el reparto está Blanca Portillo, que traspasa todo eso, que dirige ella misma sus emisiones de voz con un arco muy amplio, que interpreta y hace comprensible un sentido que debe tener toda esta pieza: el de la lucha por el poder […].
Es la obra característica de un buen director que ha puesto a su servicio leyenda, obra, versos, personas. Y espectadores para dos horas y media, fascinados por lo que ven, admiradores de la interpretación. De todo ello yo veo y oigo, sobre todo, la interpretación de Blanca Portillo, reconocida siempre como excelente en cada una de sus interpretaciones» [Haro Tecglen 2004].
«Lluís Pasqual montó la primera parte en 1981, en el María Guerrero, con Ana Belén. Lavelli, astutamente, ha elegido la segunda. Al frente de la compañía del San Martín, de Buenos Aires, donde el montaje obtuvo un enorme éxito, ha desembarcado en el Español para llenar el teatro hasta la bandera. […] La función dura 150 minutos sin intermedio, nos informa el programa, y al principio uno se teme lo peor, a tenor del larguísimo monólogo del rey Lidoro, que Luis Herrera, con su mejor voluntad, escancia como plomo líquido en nuestras orejas. La compañía, pese a ser argentina, no es deslumbrante. […] En lo más alto, a años luz de sus compañeros de reparto, brilla y deslumbra Blanca Portillo. La temporada anterior, la Portillo (se ha ganado a pulso el “la” nobiliario) arrasó como la esposa tímida y sojuzgada de Como en las mejores familias. Aquí se marca un triple salto mortal y cae de pie. Lo de triple es literal, porque ha de encarnar a) a Semíramis, b) a Ninias y c) a Semíramis haciendo de Ninias. En el apartado a) construye su personaje como un cruce entre Lizabeth Scott y Vampira, consciente de que su criatura es una bigger than life. Con una gran y arriesgadísima idea de dirección: mostrar su peligrosidad, su amenaza latente, con la voz y el cuerpo, ya que oculta el rostro con una larguísima melena negra. En el apartado b), gran volatín: un Ninias a caballo entre Harold Lloyd y Larry Semon, graciosísimo pero nunca paródico ni distorsionado, con la dignidad natural de los cómicos del cine mudo. En el apartado c), por último, hace pensar en una joven Espert inyectando ácido sulfúrico en el Victor de Vitrac. Tres interpretaciones por el precio de una. Tres transformaciones que cortan el hipo, unificadas por una grandísima dicción, limpia, clara, poderosa. Y un extraordinario trabajo físico. Yo me quito uno, tres, veinte sombreros ante Lady Portillo, que se merece todos los premios del año. Y otros tantos para Lavelli, por hacerla volar así» [Ordóñez 2005]
«El director, que se muestra fascinado por la mezcla de aspectos trágicos y cómicos que hay en la obra, habla de ella: “Semíramis es algo así como la permanencia de un espíritu perverso, de ambición y autoexaltación indestructible, propio de la naturaleza humana; y la obra, una suerte de parábola sobre el absolutismo inseparable del destino político del hombre”, afirma.
Lavelli piensa que La hija del aire pone de relieve el hecho de que cuando la crítica no se asume ni se produce llega el abuso del poder: “Y no hablo solo del poder político, en cualquier dominio puede darse este abuso que termina siendo el vicio de las democracias; de hecho, si miramos a ciertas formas de populismo y de culto a la personalidad vemos que ahí es donde los regímenes empiezan a viciarse”.
Con este montaje se recupera la tradición, hoy olvidada, de un repertorio de teatro clásico en Buenos Aires, algo que satisface especialmente a Lavelli» [Torres 2004]
«En 2000, Jorge Lavelli debía haber estrenado La hija del aire, un encargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, coincidiendo con el cuarto centenario del nacimiento de su autor, Calderón de la Barca. La política truncó el proyecto, que por fin se verá del 21 de diciembre al 16 de enero en el Teatro Español de Madrid. Rafael Pérez Sierra, director de la compañía, presentó su dimisión cuando el INAEM paró el proyecto alegando que se salía de presupuesto, algo que Pérez Sierra niega. “Hoy se cumple un sueño. Fue una experiencia muy dolorosa”, recordó ayer su protagonista, Blanca Portillo, en la presentación de la obra, que antes se ha visto en el teatro San Martín de Buenos Aires» [Silió 2004].
«Blanca Portillo es la encargada de encarnar a Semíramis, un personaje que para la actriz presenta muchas connotaciones. “Es la condensación de las emociones. Es muy humano pero, al mismo tiempo, también está muy lejos de lo humano”, matiza. Complejo e intenso, este papel requiere de “toda la inteligencia y emoción de la que seas capaz, además de un gran esfuerzo físico”, explica Portillo, que en esta obra interpreta un triple papel: “Semíramis, su hijo Ninias, y el de Semíramis haciendo de su hijo”. En esta interpretación “está todo lo que soy capaz de dar como actriz”, confiesa.
Sobre la temática que aborda La hija del aire, Lavelli asegura que es actual pues, en su opinión, Calderón hace en ella “una interpretación y una reflexión sobre los excesos de poder que puede situarse en cualquier época”. […] Lavelli subraya que, “como Brecht, Calderón parte de la leyenda para superar las censuras oficiales”» [Gaviña 2004].
102 Véase http://www.naodamores.com.
103 Véase www.anuariossgae.com.
104 Véase el capítulo anterior.
105 Un par de temporadas después, en 2016, José Luis Gómez ha hecho algo similar pero en sentido inverso al dar cuerpo y voz a la protagonista de La Celestina en un montaje dirigido por el mismo y coproducido por el Teatro de La Abadía y la CNTC.
106 A propósito de El galán fantasma, montado junto a la Muralla Árabe de Madrid dentro de los Veranos de la Villa del año 2000, leemos: «Los espectadores tradicionales, o sea, de butaca y silencio, sin más, presencian la representación, ajenos a la parafernalia. Pero los que persiguen un divertimento distinto tienen una ocasión única de gozar de Calderón al tiempo que se trasiegan un bocadillo de jamón o un whisky. También hay gazpacho, morcilla de Burgos y tortilla española para dar lustre gastronómico al Siglo de Oro» [Moreno Pachón 2000].
Calderón de la Barca, denostado por los clasicistas y venerado por los románticos, ha suscitado una gran diversidad de valoraciones dentro y fuera de nuestras fronteras, así como una abundantísima bibliografía al respecto. Sin embargo, por lo que se refiere a su acogida más allá de los círculos intelectuales o literarios, y centrándonos en el lugar que su producción ha ocupado en las carteleras españolas a lo largo de la historia y en la imagen que de él se han formado las sucesivas generaciones de espectadores y profesionales del teatro en nuestro país, se echa de menos una monografía que indague en la naturaleza y evolución del canon escénico calderoniano y en los factores que han influido en su configuración diacrónica. Sergio Adillo estudia el impacto que su producción ha tenido en la vida teatral española de los últimos cuarenta años, a partir de 1981, cuando se celebró el tercer centenario de la muerte de nuestro autor, para llegar hasta el momento presente.
Este trabajo fue reconocido por la Academia de las Artes Escénicas con el IV Premio de Investigación José Monleón, que convoca en colaboración con la Universidad Internacional de La Rioja.
Este es el duodécimo título de la colección Libros de la Academia, sello que acoge trabajos de especialidades y de autores vinculados a las artes escénicas. La colección reúne también las aportaciones que se presentan en seminarios y congresos de la institución, así como textos que llegan a la Academia y que son acordes con sus fines. La Academia de las Artes Escénicas de España es una entidad de carácter artístico y cultural destinada a potenciar y popularizar las artes escénicas de nuestro país, mediante la promoción nacional e internacional y el fomento de su investigación y perfeccionamiento.
Versión electrónica disponible en www.academiadelasartesescenicas.es