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cartel de la convocatoria de la primera Escuela de Verano de la AAEE en la Universidad de Salamanca

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Prólogo: Escuela de teatro en la Universidad de Salamanca

Emilio de Miguel Martínez

Codirector de la Iª Escuela de Verano de la Academia
(Universidad de Salamanca)

El verano de 2017 conoció una relación ilusionante entre dos prestigiosas instituciones. La jovencísima Academia de las Artes Escénicas de España –nacida pocos años antes, es decir, en 2014– maridaba con una Universidad de Salamanca (USAL), en víspera de cumplir los ocho siglos de existencia. Se trató de una relación tan inesperada como venturosa. Una relación, me apresuro a subrayar, diríamos que caída del cielo al estudio salmantino. Es decir, no se trataba de algo por lo que viniera luchando una universidad que, tras haber sido pionera con la creación del Aula Juan del Enzina en los comienzos de los setenta, enterrado aquel proyecto, no ha venido destacando por aportaciones de relieve al estudio y práctica del teatro. Fue la buena sintonía entre las cúspides de la Academia y de la USAL la que hizo posible la realización en Salamanca de la primera edición de una escuela de teatro ideada desde la Academia –con diseño fundamental de César Oliva– y, eso sí, acogida con entusiasmo por la Universidad.

Que ese año se celebrara el centenario del nacimiento de José Zorrilla facilitó que su figura y su obra sirvieran de espoleta y cañamazo para la ideación de una serie de lecciones magistrales –las que aquí se recogen–, pero también de variadas actividades que confirman la riqueza y complejidad del hecho teatral. Destaco con especial énfasis las cuatro muestras de lecturas dramatizadas que, aun preparadas en tiempo récord, permitieron la exhibición de entusiasmo y de variados recursos por parte de los estudiantes inscritos en la Escuela de Verano de la Academia, y pusieron de relieve las grandes aportaciones con que ese tipo de ejercicio teatral puede contribuir al entretenimiento y a la formación de los universitarios.

La celebración de esa Escuela de Verano, cuyo mérito no dejaré de subrayar que procede de la iniciativa de la Academia de Artes Escénicas, pudo sacudir el letargo teatral de la institución salmantina facilitando así la recuperación de su protagonismo en el campo teatral. Que, y siempre es grato y oportuno recordarlo, en Salamanca parieron sus obras Juan del Enzina y Lucas Fernández, considerados padres del teatro castellano, y en Salamanca escribió Rojas su Celestina, esa genialidad a la que alguna vez califiqué como madre rehusada del teatro español. Una institución no resignada a vivir solo de recuerdos y nostalgias haría bien en actualizar sus ejecuciones y sus esfuerzos para no limitarse a presumir de los méritos acumulados por sus antepasados.

Se entenderá bien que, al prologar esta publicación de tres clases magistrales que se impartieron en la primera edición de aquella Escuela de teatro, exprese mi agradecimiento a la Academia de las Artes Escénicas y, en paralelo, mi esperanza de que la Universidad de Salamanca sea capaz de hacer que fructifique la semilla que tan generosamente cayó en sus tierras.


Presentación: De la mano de Zorrilla

César Oliva

Codirector de la Iª Escuela de Verano de la Academia
(Universidad de Murcia)

Dentro de las actividades estivales de la Universidad de Salamanca, la Academia de las Artes Escénica de España organizó un curso cuyas lecciones magistrales se recogen a continuación en estas páginas. Para aquella tarea se unieron dos instituciones de diferente signo y proyección, pero conectadas por un interés cultural acorde a sus proyecciones sociales. Una, con ocho siglos de vida a sus espaldas, la universidad más longeva de las españolas; otra, de nacimiento reciente, en plena infancia, interesada en coordinar los esfuerzos de los hombres y mujeres de nuestra escena para hacer un teatro mejor en un país mejor. Una y otra, por consiguiente, empujadas en algo tan fundamental como es la asociación de voluntades que hagan posible el progreso.

Para la Academia supuso un auténtico lujo disponer del mejor escenario en el que desarrollar un curso de verano, con un grupo de profesores y alumnos que enriquecieran el programa preparado al efecto. A punto de cumplir cincuenta años de la puesta en marcha del Aula Juan del Enzina, espacio escénico emblemático de aquel singular teatro independiente español de los años setenta, nada mejor que volver a él como uno de los lugares en donde impartir nuestras clases. Tampoco debemos olvidar que por los cursos de filología salmantinos desfilaron no pocos rostros fundamentales de la escena española contemporánea, o como profesores o como alumnos. Los ingredientes, pues, para nuestra cita en el verano del 2017 estaban ahí, dispuestos a ser utilizados.

Y estaban para desarrollar una temática que también tenía que ver con la región en la que nos encontrábamos: Castilla-León. La ventura hizo que ese año se celebrara el segundo centenario del nacimiento del poeta y dramaturgo vallisoletano José Zorrilla. Qué mejor oportunidad para estudiar no sólo su obra dramática, sino el concepto de modernidad que manejó en sus interesantes escritos teóricos. Zorrilla no sólo debe de pasar a la historia por su Don Juan Tenorio; sus notas y contranotas sobre la teoría del teatro ha dejado una estela de aciertos y de errores, de dudas y discusiones, aptos para el debate y la reflexión. Todo ello formó parte del conjunto de temas que constituyeron el corpus teórico del curso. A más de uno nos había sorprendido la lucidez del pensamiento zorrillesco, para inducir a su estudio y análisis actualizado. De allí a tratar de lo que hoy día supone la modernidad en el teatro o, por mejor decir, la tan citada postmodernidad, había un paso. Un paso que los invitados a nuestras sesiones se encargaron de desvelar.

Las tres lecciones aquí publicadas corresponden a tres días de intenso trabajo. De hecho, abrieron cada una de las jornadas que comenzaban a primera hora de la mañana y terminaban, no pocas veces, superada la media noche. Aunque aquí nos centremos en la parte teórica del curso, haremos mención después del complemento práctico que siguió a dichas clases. El curso lo inauguró José Luis Alonso de Santos, dramaturgo y entonces presidente de la Academia, que dejó constancia de su probada inclinación hacia el autor del Tenorio. «Zorrilla, dramaturgia y práctica escénica» fue el título de su ponencia. A lo largo de la misma se muestran con claridad las contradicciones entre la escritura dramática del autor vallisoletano y su propuesta teórica, tema en el que se insistiría posteriormente en los debates correspondientes.

Una vez expuestos los aspectos más relevantes del romanticismo de Zorrilla, y de la teoría que exhibió sobre todo en su Recuerdos del tiempo viejo, el curso pasó a considerar el conflicto entre lo nuevo y lo reciente en la escena española contemporánea. Correspondió al catedrático de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) Francisco Gutiérrez Carbajo iniciar el análisis con su ponencia «Del romanticismo a la modernidad y a la posmodernidad». En ella advertimos un salto cuantitativo respecto al significado de esos términos en la escena española actual, ilustrado con nombres y títulos que la representan con propiedad. Entramos así a una nueva vía por la que caminar abriendo puertas a la especulación más contemporánea del arte escénico. Por allí continuó el también catedrático José Antonio Pérez Bowie, de la Universidad de Salamanca, que habló de «La pervivencia de elementos románticos en el teatro del siglo xx». Su aportación fue un completo repaso de títulos y nombres que demostraron que aquel movimiento cultural decimonónico dejó raíces y ramas, por curiosas que sean, que se han extendido con profusión por la dramaturgia contemporánea. Ramas o secuelas no siempre fáciles de distinguir y situar en su lugar preciso, dentro de la historia del teatro actual.

Como antes dijimos, estas lecciones no fueron sino el principio provocador de apasionantes actividades, en las que los alumnos hicieron ejercicios al tiempo que dialogaron con importantes figuras de la escena española. De esa manera se pasó de la teoría a la práctica con una serie de sesiones en las que los estudiantes dialogaron con figuras tan representativas como Helena Pimenta, entonces directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y Carmen Portaceli, directora del Teatro Español de Madrid; creadores como Eduardo Vasco, Santiago Sánchez, Guillermo Heras o Antonio Tordera; intérpretes como Julieta Serrano, Yolanda Ulloa, Ginés García Millán o Manuel Gallardo; críticos y teóricos como Antonio Castro, Carmen Márquez, Raúl Losánez, Margarita Piñero o Virtudes Serrano; autores como José Ramón Fernández, Carmen Resino o Julio Salvatierra. Todos ellos bajo el epígrafe de ‘Diálogos con’, espacio en el que conversaron ampliamente profesores y alumnos.

Las tardes fueron ocupadas, en primer lugar, por las llamadas ‘Sesión en abierto’. En ellas se trataron temas colaterales del interés de la música en el Romanticismo (con los profesores Antonio Notario y Javier San José), la teoría y práctica del verso (Julia Oliva), danza contemporánea (Javier Casado y Guillermo Vidal-Ribas) y escenografía e iluminación (Juan Ruesga y Miguel Ángel Camacho). En la segunda parte de las clases vespertinas se prepararon textos de Valle-Inclán, Alonso de Santos, los autores del grupo Astillero, y Vicente Molina Foix, en forma de lecturas dramatizadas o semimontados, a cargo de alumnos que formaban parte del grupo salmantino Electra Teatro. Tampoco faltó el recuerdo a Don Juan Tenorio, gracias a una sesión nocturna preparada por el catedrático de la UNED José Romera Castillo, que ofreció diversos pasajes de diferentes montajes del texto de Zorrilla.

Si damos cuenta de todas estas sesiones complementarias es por enmarcar de manera adecuada el sentido de las lecciones teóricas aquí publicadas, las cuales significaron, sin duda, un paso adelante en el estudio conjunto de las artes escénicas.


retrato del autor

De Zorrilla a mi sombra del Tenorio

José Luis Alonso de Santos

 

Voy a hablar de José Zorrilla, autor del que celebramos este año el bicentenario de su nacimiento, desde la perspectiva de un autor de hoy, pue he nacido en la misma ciudad que él: Valladolid.

Dada esta relación de paisanos, me interesé desde joven por su obra, y escribí mi réplica (por llamarlo de algún modo) a su Don Juan, con mi obra La sombra del Tenorio. De mi obra y de la suya voy a hablarles hoy aquí, señalando contrastes y similitudes, así como la evolución estilística que se ha dado en estos años en la escritura dramática, que quedan reflejados en estas dos obras.

Vamos a situar, pues, su Don Juan Tenorio como punto central de mi intervención, ya que sobre dicha obra se articula la mía, aunque con diferente protagonista y objetivos. Contamos, al hablar de esta obra de Zorrilla, con la ventaja de que varias generaciones conocen sus peripecias y hasta alguno de sus versos, la hayan visto o leído, o no. ¿Quién no conoce la famosa redondilla con que comienza?:

¡Cuál gritan esos malditos!

Pero, ¡mal rayo me parta

si en concluyendo la carta

no pagan caros sus gritos!

Aunque, normalmente, la gente ha hecho un cambio y dice: «Cuán gritan... », haciendo uno de los muchos arreglos populares que hay en el Tenorio desde su primera palabra.

Y quién no se sabe de memoria también lo de:

Yo a las cabañas bajé,

yo a los palacios subí,

yo los claustros escalé,

y en todas partes dejé

memoria amarga de mí.

Versos que, por cierto, en tiempos pasados temían decir los actores famosos que representaban este papel con setenta años o más, desde que a uno de ellos, ya de avanzada edad, don Ricardo Calvo, en el Teatro Calderón de Valladolid, cuando después de subir muros y bajar claustros, llegó, fatigado, a lo de:

A quien quise provoqué,

con quien quise me batí,

y nunca consideré

que pudo matarme a mí

aquel a quien yo maté.

Una voz desde el público le gritó con entusiasmo: «¡Olé ahí..., abuelo!».

O los famosísimos versos de la llamada escena del sofá, que –por cierto– Zorrilla escribió sin poner ningún sofá:

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Versos que la sabiduría popular ha mejorado, cambiando el primero de ellos por uno más sencillo y eficaz: «¿No es verdad, ángel de amor...?»

Estos versos, seguramente los más famosos de toda la obra de Zorrilla –a los que volveremos después al hablar de Zorrilla y la ecología– el propio autor los criticó con dureza tiempo después de escribirlos, al analizar su obra, por la falta de adecuación a la situación en que son pronunciados. Pero así era el Romanticismo, lo de menos era la verosimilitud de los acontecimientos, y lo importante la inspiración poética.

Don Juan Tenorio, de Zorrilla

Para hablar de Don Juan Tenorio empecemos hablando, brevemente, del argumento y de los temas principales de la obra. Comienza con la célebre carta que está escribiendo don Juan en La Hostería del Laurel. Recordemos que su «acción escénica» es «buscar palabras», para ponerlas en esa carta importantísima para el desarrollo de la trama y los personajes, como se verá después. Los demás hacen ruido y fiestas a su alrededor. Don Juan busca las palabras adecuadas para conseguir sus deseos. Ya está definido el personaje. No olvidemos que don Juan utiliza las palabras como armas para la seducción. Aunque en esta ocasión más que intentar seducir a una novicia –que ofrecerá luego en el calor de la apuesta con don Luis–, lo que hace el hombre es escribir a su novia, ya que están prometidos. El padre de doña Inés retira después esa promesa y prohíbe el casamiento (al ver en esa escena de La Hostería del Laurel cómo es don Juan), lo que desencadena el cauce fatal de los acontecimientos.

Es importancia señalar el papel significativo, en negativo, de los padres en las obras de Zorrilla –y en todo el teatro romántico–. En la sociedad burguesa del liberalismo triunfante en ese momento, el padre representa la autoridad con la que se enfrenta la juventud del momento.

El autor solo tiene, a partir de aquí, que desarrollar esta peripecia y hacer que la historia, y los personajes, sigan adelante hacia sus destinos (elemento clave en el Romanticismo).

En la apuesta con don Luis, en esa escena primera, vemos lo que es para don Juan lo más importante. «Vamos a lo importante...», dice: «las sumas». En seducir lo que importa es la cantidad. Hay que recordar que durante muchos siglos, y poco antes de esa época que retrata la obra, España era tierra de harenes.

Este tema de «la cantidad» como elemento definitorio del don Juan es el que explica lo difícil que ha sido siempre el cambio de género en el personaje, ya que es imposible imaginar a doñas Juanas presumiendo de la cantidad de seducidos. Si acaso lo harían de la calidad, pero eso ya no es don Juan, y, además, presumir de ello las deterioraría ya que las conquistas femeninas necesitan siempre del secreto.

Por otro lado, esta necesidad de «cantidad» de conquistas, mezclado con «el breve tiempo del vivir», crea uno de los principales elementos dramáticos de la obra: la urgencia que genera en las acciones del protagonista en la primera parte. No en la segunda, donde él tema ya no será «el tiempo», sino «la muerte». Hablaremos posteriormente del tema del «tiempo», y con él de la cuestión de «el plazo», tan importante en esta obra.

Mi obra La sombra del Tenorio

Hablemos ahora de mi obra La sombra del Tenorio. En ella cuento la vida de un viejo cómico de reparto, Saturnino Morales, que está a punto de morir en un hospital de caridad en los años cincuenta. Dedicó la mayor parte de su vida a representar, en compañías de segunda, el papel de Ciutti en la célebre obra de Zorrilla, aunque siempre deseó hacer el papel protagonista: don Juan, que le parece mucho mejor papel, principal y no secundario. Por ello se prepara para hacer este personaje en la próxima actuación de su vida en el más allá. En sus últimas horas ensaya ante sor Inés, la monja que vela su final, y mezcla anécdotas y sucesos de su vida de cómico haciendo esta obra de Zorrilla.

Escribí mi Sombra del Tenorio para poder hablar de la obra y el personaje de don Juan, de Zorrilla, así como de muchos de los temas del mito y de su teatralidad. En mi obra, el viejo cómico le cuenta sus experiencias haciendo de Ciutti a la monja sor Inés, que está a su lado en los últimos momentos de su vida (e, indirectamente se lo cuenta al público), y le dice lo que es el teatro, y todo lo que él ha vivido representando esta obra por los pueblos de España.

Entre las dos obras, la de Zorrilla y la mía, hay no solo 150 años de distancia, con todos sus cambios sociales y culturales, sino también una idea diferente del teatro y de la vida, llevados al lenguaje escénico y marcando sus contrastes. Hablo de ello en el prólogo de mi obra en el que explico a mi colega autor y paisano, Zorrilla, mis razones para haber escogido a Ciutti, un secundario en su obra, como protagonista de la mía (o, mejor dicho, a un actor que ha representado a Ciutti), y Zorrilla me regaña por ser yo tan poco romántico a pesar de ser de Valladolid.

El juego metateatral de la peripecia de la obra consiste en cuestionar los propios elementos del discurso teatral, permitiendo mezclar y contraponer los dos estilos (romanticismo y realismo) ante los ojos del espectador.

La teatralidad

Al hablar de estas dos obras, Don Juan Tenorio de Zorrilla y mi Sombra del Tenorio, y sus diferencias, estamos entrando ya en el tema principal de mi intervención hoy ante ustedes: la teatralidad.

Al acudir a los tres grandes mitos de nuestra cultura: La Celestina, el Quijote y Don Juan, vemos que sólo este último es un mito esencialmente escénico. Don Juan únicamente parece dotado de realidad cuando vive sobre un escenario, y encarna sobre él su condición de personaje dramático. Necesita ser «actuado» para ser posible, es decir, es un ser «de teatro«. De «la vida es sueño», de Segismundo, pasamos aquí a «la vida es teatro», de don Juan. Del «pienso, luego existo» de Descartes, que impregna el pensamiento racionalista de toda una época, pasamos al «actúo, luego existo» que da origen al subjetivismo de nuestra modernidad desde el Romanticismo. Y ese es el acierto principal de Zorrilla, acentuar ese carácter teatral del personaje. Lo intenta en un gran número de obras, unas veinte, que escribe principalmente en su juventud en un corto periodo de años, de los veinte a los treinta, pero lo consigue plenamente solo en su Don Juan que, recordemos, es un personaje joven escrito por un autor joven, ya que Zorrilla lo escribió con veintisiete años.

Tiene, pues, Don Juan, todos los atributos de la teatralidad, incluidos los de poder ir cambiando a lo largo del tiempo y los países, con las modas y estilos del momento. Por eso se hace barroco con Tirso, clásico con Molière, romántico con Zorrilla, etc.

Una de las reglas de la teatralidad es la necesidad que tienen los personajes de que sus actos sean representativos de su personalidad. Esta regla es especialmente significativa en don Juan, ya que intenta siempre tener el comportamiento histriónico, conquistador y desafiante que representa. Se esfuerza en ser ocurrente y brillante, burlador y trasgresor, seductor y libertino, de enfrentarse a lo establecido, en quedar como diferente de todos, ya que existe sólo porque va de un lado para otro en busca de: «Lances que den fama».

Pues por doquiera que voy

va el escándalo conmigo...

Nos dice el hombre, encantado de sí mismo. O las palabras de Ciutti sobre su amo, que tan bien le definen:

A todo osado se arroja,

de todo se ve capaz,

ni mira dónde se mete,

ni lo pregunta jamás.

Allí hay un lance, le dicen,

y él dice: ¡Allá va don Juan!

Y preso de ese frenesí, y esa necesidad de acción representativa, va poniendo por todos los lugares por donde pasa su famoso cartel:

Aquí está don Juan Tenorio

para quien quiera algo de él.

Este enfrentamiento teatral del personaje con la normativa social de cada comunidad va a dar origen a un carácter similar en su raíz común, pero diferente en la concreción específica de cada cultura y estilo. Zorrilla, dentro del Romanticismo español, va a desarrollar el tema con unas características propias, algunas de las cuales vamos a apuntar hoy aquí brevemente.

Un teatro de juventud

Hablemos del tema central en la obra: el enfrentamiento jóvenes-padres. Recordemos que Zorrilla se da a conocer –y se hace famoso como poeta– con diecinueve años, en el entierro de Larra. Él explica, años después en sus memorias, el éxito casual que tuvo, al leer esos versos en el cementerio (que no iban destinados a tal fin), principalmente debido a su juventud:

«Yo tenía una voz bien timbrada y una manera nunca oída de recitar».

Es importante recordar el carácter oral, sonoro y sentimental de la poesía romántica, que tanto se presta a ese tipo de declamación.

Recordemos esos famosos versos, que empiezan:

Ese vago clamor que rasga el viento

es la voz funeral de una campana;

vano remedo del postrer lamento

de un cadáver sombrío y macilento

que en sucio polvo dormirá mañana.

Y que tienen una estrofa fundamental dentro de ellos:

Que el poeta, en su misión

sobre la tierra que habita,

es una planta maldita

con frutos de bendición.

Zorrilla, con sus diecinueve años, estaba definiendo en esos versos lo que había de ser su vida, la esencia del Romanticismo, y la estructura de su obra principal: Don Juan Tenorio, con la oposición «maldición / bendición».

Su padre, rígido y severo, era relator de la cancillería (jefe de la policía). Sufrió siempre que no le valorara:

«... Mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en nada lo estima».

Su padre le dijo ante sus reiterados suspensos en los estudios:

«... Tú tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de bachiller, te envío a cavar la viña de Torquemada».

Por eso Zorrilla nos cuenta mucho después, en sus Recuerdos del tiempo viejo:

«Mi idea fija era hacer famoso el nombre de mi padre, para que este me volviera a abrir sus brazos... Única ambición mía y único bien, que Dios no ha querido concederme».

Don Juan Tenorio (escrita también, recordemos, muy joven, con veintisiete años), recoge esas relaciones difíciles entre padres e hijos. Si los padres de don Juan y doña Inés no hubieran estado presentes en la apuesta de la Hostería del Laurel, no hubiera habido obra ni «drama». El encadenamiento fatal de los acontecimientos (ocasionado en la tragedia griega por los dioses, y siglos después por el poder real o los nobles), en el Romanticismo lo representan (y ocasionan) los padres.

Es importante señalar que cuando Zorrilla analiza mucho después su obra, con más de sesenta años, cambia de bando y se coloca frente a «esas locuras de juventud». Deja entonces de escribir en verso, ya que sus Recuerdos... los escribe en prosa, cambio significativo no solo del estilo triunfante ya en ese momento (el Realismo-Naturalismo), sino también por su cambio de bando en esa batalla.

En mi obra La sombra del Tenorio el actor que representó toda su vida el papel de criado, Ciutti, y quiere cambiarse ahora en el momento de su muerte al papel de señor, o sea a don Juan, relaciona también su vida y su peripecia de cómico con sus relaciones familiares, pero ya no desde el punto de vista del Romanticismo (enfrentamiento hijos-padres), sino desde el realismo de las dificultades para cambiar de estatus social, en un contraste teatro-vida real.

Romanticismo y ecología

Pero dejemos por un momento el tema de las relaciones familiares en la obra de Zorrilla, y vayamos a las amorosas, tan importantes dentro del movimiento romántico. Y hagámoslo desde un enfoque peculiar, ya que el análisis tradicional del tema amor-romanticismo es de uso común. Los románticos no lo sabían, porque aún no se había inventado el término, pero eran ecologistas, de ahí en parte su gran éxito popular. Veamos el caso en Zorrilla, y concretamente en su más célebre escena de su más célebre obra, la llamada escena del sofá (sin sofá), entre doña Inés y don Juan. Veamos la situación dramática de ese momento:

Don Juan ha raptado a doña Inés de un convento, jugándose la vida pues como es lógico el padre de ésta y las autoridades irán detrás persiguiéndoles, y con ellos don Luis, ya que don Juan acaba de acostarse con su novia haciéndose pasar por él. Consigue pasar el Guadalquivir, y meterse en el huerto de su quinta, entonces ella despierta (iba desmayada) y allí están los dos juntos y solos, ¡al fin!, en medio de la noche. Es decir, don Juan ha conseguido, de mala manera, lo que se proponía: «llevársela al huerto». ¿Y qué dice y hace el gran seductor cuando está a solas, ¡por fin!, con ella en el huerto en medio de la noche? ¿La besa? ¿Le acaricia? ¿Le dice requiebros amorosos de lo guapa que es, lo bonita que tiene la boca y los ojos o el color de sus mejillas, y esas cosas que se dicen para engatusar un seductor a una doncella? No. Le dice un manifiesto ecologista de dónde se respira mejor, qué paisaje es el más bonito, y lo agradable que es el canto de los gorriones, que por cierto a esas horas estarían todos durmiendo tranquilamente. Y, sobre todo, le insiste varias veces en lo bien que se respira en ese lugar, bucólico y campestre, porque lo que le preocupa al hombre, como vemos, es el ambiente, como a los ecologistas. Y respirar, han venido a ese sitio, (raptándola y armando todo ese lío), para respirar bien, le dice. Veamos como comienzan esas célebres décimas:

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Esta aura que vaga llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esa orilla amena;

esa agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando al día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?

Esa armonía que el viento

recoge entre esos millares

de floridos olivares,

que agita con manso aliento;

ese dulcísimo acento

con que trina el ruiseñor

de sus copas morador

llamando al cercano día,

¿no es verdad, gacela mía,

que están respirando amor? ...

Como vemos no le encanta «llevarse a doña Inés al huerto», sino el huerto en sí mismo. Y respirar bien. Eso lo que más. ¡Se lo dice seis veces! Y doña Inés, que es joven y virgen pero no tonta, está al principio desconcertada escuchando a este chico que parece de Greenpeace. La chica estaría preocupada, pensando: «¿Este de qué va?»

Luego ya ella le coge la onda a la escena y se pone también a decirle versos a él, y a él le encanta y se enamora también. Y ya se enajenan, se fascinan, se alucinan y envenenan. Normal, de tanto oxigenarse al respirar profundamente. El amor romántico es, básicamente, un amor muy oxigenado.

Hablando bajo un punto de vista estilístico, el Romanticismo para intentar huir de la sequedad neoclásica se echa en los brazos de la naturaleza, haciendo un canto de su sensualidad, sobre todo de manos de la respiración.

El ámbito teatral

Pero vamos a ponernos serios para poder seguir con estas reflexiones sobre Zorrilla y su Don Juan, ya que el Romanticismo, estilo innovador en su tiempo que lo permite casi todo en busca de la libertad de la imaginación, no permite el humor, ácido que destruye muchas veces ese mundo un tanto artificioso y ampuloso que los autores románticos crean. La poesía y el teatro romántico están cimentados en la pérdida de hegemonía de la razón a manos de la pasión, en la lucha íntima del personaje por dominar esa parte oscura de sí mismo que le conduce a su perdición.

Decíamos antes que hablamos del donjuanismo con un don Juan de teatro y desde el teatro. Y al decir «teatro» señalamos que nos estamos refiriendo a un ámbito determinado. Una figura religiosa puede servir en un bar de adorno, en un museo de objeto artístico, y en una catedral de algo muy distinto, sobre todo para los creyentes, que al traspasar la puerta se introducen en un ámbito religioso en el cual todo adquiere un sentido determinado de tipo simbólico. Esos elementos, fuera del templo tienen otra significación. Eso mismo le pasa al teatro que es un ámbito determinado con unas reglas precisas que tienen poco que ver con las reglas de la vida, sobre todo en el Romanticismo, como defiende una y otra vez Zorrilla, diciendo que en sus obras no pretende dar... «la verdad de la vida, sino la verdad del arte».

¿Cuáles son esas reglas que regulan el funcionamiento de ese ámbito específico de la teatralidad? Veamos algunas de ellas que, además –y es lo que más nos interesa en esta exposición–, van a afectar directamente a la obra de Don Juan, y de toda la producción de Zorrilla.

La primera es que el escenario puede traspasar los márgenes de la vida real y adentrarse con absoluta normalidad en los terrenos imaginarios de la mente: fantasmas, voces interiores, muertos y seres de ultratumba, alegorías, alucinaciones, etc.

Y la segunda, que la comunicación con el espectador está basada en una síntesis artística (y por tanto convencional) de espacio, tiempo y causalidad. El tiempo y el espacio en un escenario se utilizan con una gran síntesis poética. El teatro no es un jardín, es un frasco de esencia de rosas. No es el mar, es una gota de agua en el escenario, o un telón que representa el mar. Es algo que siempre significa y representa más que a sí mismo, ya que se sirve del escenario como lupa multiplicadora y transformadora de sentido.

El tiempo y la muerte

Detengámonos ahora un momento para hablar del tema del tiempo, tan importante en Don Juan Tenorio, y que yo también desarrollo en La sombra del Tenorio, a partir de la obra de Zorrilla.

En la vida real tenemos una esperanza de vida de unos ochenta años y ahí están situados nuestras luchas, amores, deseos y proyectos de vida. En el escenario los personajes tienen una esperanza de vida de dos horas, que van a tener que compartir además con otros personajes. El que más habla en una obra lo hace, como mucho, durante media hora, en la totalidad de su papel, y ya no les digo el que menos.

Por eso hablo yo en mi obra del sentimiento de lo corto que es nuestro papel en la vida. Imagínense lo que es vivir todas sus emociones, sus crisis, sus luchas, sus fantasías y sus relaciones, en el breve plazo de dos horas que dura una representación. Don Juan vive, grita, pelea, ama y muere en sólo dos horas, el tiempo en el que en la vida real nos echamos una siesta. Por ello es muy impaciente, siempre tiene prisa porque sabe que va en un tobogán hacia el final a toda velocidad. A las ocho está en la Hostería del Laurel, con la puesta del sol, y ese mismo día tiene lugar la escena de la apuesta con don Luis, lo detienen, sale de la cárcel, ve a Brígida y a la criada de doña Ana, entra, sale, va y viene..., y luego le cuenta a Ciutti sus planes para conseguir ese mismo día a doña Inés y a doña Ana:

A las nueve en el convento,

y a las diez en esta calle.

¡Las cosas que hace este hombre en una hora! Por eso lo que le sucede puede parecernos que no es verosímil con el tiempo de la vida, pero sí con el tiempo escénico. Al público le gusta esa síntesis temporal del teatro, porque refleja de alguna manera el sentimiento que tenemos de que el tiempo breve del escenario es el resumen del tiempo breve de nuestro vivir.

Dice una y otra vez nuestro personaje, yendo a toda prisa de un lado para otro.

Y cuando le preguntan cuantos días necesita para cada mujer que seduce, él contesta que seis:

Uno para enamorarlas,

otro para conseguirlas,

otro para abandonarlas,

dos para sustituirlas

y una hora para olvidarlas.

Como ha conseguido en su famosa lista de su apuesta con don Luis setenta y dos conquistas, divididas en los días que tiene un año, nos muestra que no ha descansado el hombre ni los domingos. Agotador. Pero así es él, o, mejor dicho, así tiene que ser para ser, precisamente don Juan.

En dos horas pasa de todo en su obra, en los pocos metros cuadrados del escenario, como yo digo por boca de Saturnino Morales en La Sombra del Tenorio:

Pasan ciudades, conventos, carnaval en Sevilla, la Hostería del Laurel, música, vino, apuestas, peleas, enredos, gritos, risas, aventuras, capas y espadas, orillas del Guadalquivir, caballos que galopan en las noches de Sevilla, muros que se suben, muros que se bajan, desafíos, deseos y pasiones, olor a jazmín, cementerios, sepulcros que aparecen y desaparecen, salmos penitenciales, estatuas de piedra, calaveras, banquete de fuego y cenizas, sudarios, sombras y espectros, sangre y muerte..., la celestial doña Inés, flores y angelitos, misericordia de Dios y apoteosis del amor.

Recordemos que lo único que consigue vencer la barrera del tiempo, en la obra, es el amor, o, mejor dicho: el amor eterno, que, lógicamente, se caracteriza porque está «fuera» del límite temporal. Este amor es el que busca don Juan, por eso solo se enamora al encontrar a doña Inés, que es la única que se lo puede dar.

El tema del plazo

Otro de los principales temas de la obra, típico en el Romanticismo, y que yo comento desde el realismo de mi obra La sombra del Tenorio, es el importante tema para el teatro (y para la vida) de «el plazo».

La contradicción que se genera en nuestras vidas entre el corto y el largo plazo (y el enfrentamiento que esto provoca con los padres y demás representantes del statu quo social), así como la trasgresión de la norma y la búsqueda de sentido al hecho de vivir, y la contradicción existente entre las ansias de omnipotencia y la conciencia de finitud.

Una obra de teatro funciona cuando representa, de una forma directa y comunicativa, alguna compleja cuestión del imaginario colectivo. Zorrilla lleva al escenario, como ya hemos señalado, el tema del final del plazo del vivir, y el balance y pago de las deudas de las que seamos responsables en él. De ahí los célebre versos:

No hay plazo que no se cumpla,

ni deuda que no se pague.

Que da nombre, además, a la obra sobre don Juan que escribió Antonio de Zamora, uno de los antecedentes del Don Juan Tenorio, de Zorrilla.

Estamos hablando, pues, de la responsabilidad que tenemos con cada uno de los actos que hacemos en la vida, le demos a esto un sentido religioso o no.

El personaje de don Juan vive su juventud desafiando, precisamente, este plazo, que a él le parece tan lejano. Por eso dice una y otra vez a ese aviso:

Pero en el teatro el plazo se termina en el tercer acto, y es el momento del balance y de rendir cuentas.

El tema del error trágico, y de sus consecuencias posteriores (de una y otra manera), que se desarrolla tantas veces en el teatro, tiene en el Romanticismo unas características estilísticas determinadas, que son las que estamos estudiando aquí. En esta obra en concreto se trata de saltarse ese problema y vivir «como si no hubiera plazo», pero guardarse una carta en la manga para tener una ayuda que nos resuelva el problema al final, como aquí doña Inés.

El personaje de doña Inés

Este personaje está lleno de contradicciones, por las diferentes variables que tiene que representar dentro de la obra.

Es monja pero no «monja real», va a profesar pero no. Se enamora de una aventura, pero con su prometido. Se atreve a amar sin condiciones ni límites, y a la vez se ofrece como intercesora y medianera pura y angelical. Es la encargada de convertir el fuego de las pasiones y del infierno de don Juan (del que se habla en toda la obra sin parar), en fuego divino. Tiene que ser ingenua y muy joven, y a la vez domesticar y hacer arrepentirse al pecador extraviado. Rompe «el plazo fatídico del destino», con su ofrecimiento –y sacrificio– de salvarse o condenarse con don Juan, no sola, etc.

Es muy importante atender al final de la primera parte, que termina con sus palabras, y su decisión de «haya hecho lo que haya hecho no ir contra don Juan». Normalmente cortan esta parte los directores, para que termine en punta y brillante con las palabras desafiantes de don Juan «... responda el cielo, no yo». Pero doña Inés en esa última intervención decide que lo que le pase a él le pase a ella. Rompe así el egoísmo del «yo» (ese será para el Romanticismo el verdadero amor: «Ángel de amor»).

Como vemos la razón en esta obra pierde su hegemonía y se la cede a la pasión. Y, finalmente, la pasión, por medio de la entrega y el amor de ella, se convierte en «bendición» (ver los versos de Zorrilla en el entierro de Larra.)

Don Juan cuando encuentra una mujer que se le entrega totalmente, dispuesta a estar con él en este mundo y en el otro, y sin condiciones, se enamora y transforma. Se ve que las anteriores mujeres no hicieron eso (postura romántica de entrega total, donde lo espiritual supera a lo corporal). Así las palabras que le dice doña Inés la segunda vez que habla con él (ya en su quinta):

Don Juan yo lo imploro de tu hidalga compasión,

(Vamos a ver qué le pide, implorándoselo):

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.

Tiene el personaje, por tanto, que dar ese sacrificio de Inés hacia Dios en nombre de don Juan. Sacrificio –e intermediación– que Dios acepta.

Ella es solo el vehículo mediante el cual él puede salvarse. Y él la define como «espejo y luz de mis ojos» (puro narcisismo.)

En la obra se la dibuja siempre como mercancía: «guardé un tesoro», dice el padre... Y don Juan: «Y si acierto a robar tan gran tesoro». Está definida siempre por el discurso masculino no como carne tentadora (como parece en una primera lectura), sino como dinero, intereses y estatus.

Finalmente, el tema del «amor eterno» enlaza a «la mujer» con el elemento salvador (la Virgen María).

Zorrilla contra Zorrilla

En sus declaraciones de toda su vida, y en sus Recuerdos del tiempo viejo, en que hace balance de su vida y su obra, a veces Zorrilla ataca su Tenorio:

Mi don Juan es el mayor disparate que he escrito... No hay drama donde yo haya acumulado más locuras e inverosimilitudes.

Pero otras veces lo defiende:

¿Intento yo, como se ha dicho, desacreditar mi obra y conspirar contra su representación por el inútil y villano placer a mis editores y a los empresarios y actores, porque la propiedad de la obra no me pertenece? Estúpida o malévola suposición... Don Juan me centuplica la popularidad y el cariño que por él me tiene el pueblo español, y por él soy el poeta más conocido hasta en los pueblos más pequeños de España...

Zorrilla escribió esta obra con veintisiete años, y vivió hasta los setenta y seis. En esos ciencuenta años cambiaron muchas cosas en España y en el mundo (estilos, costumbres, corrientes literarias, etc.)

Como su estreno fue regular, por un reparto equivocado y otras causas, vendió su obra por cuatro perras a un empresario, y le tocó ver después cómo se hacían ricos todos con ella, menos él, cada vez que tenía que acudir a uno de los miles de homenajes que le hacían, con representación de obra incluida. Amargado, lleno de apuros económicos y harto de ver su obra (sin cobrar por ella), acabó odiándola, tal vez también porque nunca le sirvió para lo que la escribió, y que era su principal objetivo en la vida: intentar ganarse el respeto y el reconocimiento de su padre con su éxito.

Vive treinta años ausente de su patria, que tanto amaba, lo que le amarga el carácter y le da una idea mala de sí mismo, a lo que también contribuye el tema económico, y las dificultades que tiene un poeta, aún con éxito, para salir adelante: «La gente cree que los poetas vivimos del aire», dice, ante las dificultades que tiene siempre para cobrar sus obras. En los últimos años está a la puerta de la miseria, rogando ayudas al Estado (que finalmente le conceden).

Su primera obra, después de una colaboración con García Gutiérrez, es Cada cual con su razón. Su última obra: Traidor, inconfeso y mártir, es la única que le gusta, y no toda ella, solo el primer y segundo acto. Después de esta obra deja de escribir teatro.

Muere a los setenta y seis años. Los últimos veinte años de su vida le reprochan no haber sabido retirarse, y escribe:

En algún periódico, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado en cara el «no saber retirarme a tiempo», pero no me han dicho dónde, puesto que saben que no puedo retirarme a un monasterio.

Escribe sus Recuerdos del tiempo viejo en artículos de prensa, con sesenta y cinco años. Lo hace por sus dificultades económicas. Dice:

Me arrojo otra vez en brazos del trabajo, en vez de arrojarme por el balcón.

En esos Recuerdos, al reflexionar sobre la dificultad de vivir y de escribir, y del desajuste existencial del escritor y compararlo con el de sus personajes, se coloca ya a las puertas de la modernidad. Arremete, al final (en parte por un ajuste al medio nuevo que siente en su entorno) contra la locura de la poesía romántica.

Contradicciones en su obra

  1. Rapta una monja de un convento, pero en realidad es su prometida. (Parece sacrilegio, pero no es monja realmente).
  2. Doña Inés se va con don Juan, pero desmayada. (O sea, no tiene la culpa de hacer lo que quiere hacer, es inocente).
  3. Don Juan se enamora de doña Inés porque es muy buena y angelical. Luego se deja redimir ya que ella lo merece. (Las anteriores parece que no).
  4. Don Juan se quiere casar, fundar una familia y portarse bien, arrepintiéndose de su pasado de joven loco. (O sea, madurar, pero no le dejan los padres).
  5. El fuego del infierno, que viene de las pasiones humanas animales y sin control, se domina y se hace aquí fuego purificador. (Llamitas que van al cielo, dice el autor al final de la obra).
  6. El romanticismo de Zorrilla quiere hacer una revolución formal, rompiendo la pasión del logos del clasicismo, pero partiendo siempre de los arquetipos conservadores.
  7. Zorrilla todo lo hace para agradar a su padre, y a su padre cada vez le gusta menos lo que hace. Contradicción de estar desgarrado en dos partes a la vez.
  8. Sus Recuerdos del tiempo viejo más que un intento de sinceridad, son una adaptación al medio. Los gustos han cambiado, y él cambia con ellos burlándose de su etapa anterior, para ser aceptado ahora también como «un moderno». Aquello era: «tiempos antiguos», dice justificándose. Negocia con los nuevos tiempos por mera supervivencia. Es un modernizarse a costa de atacarse a sí mismo, mediante una retórica de la restitución.
  9. Otra de las grandes contradicciones de Zorrilla es que él, que es tan espiritual como romántico, y tradicional para casi todo, defiende el márketing, que tanto juego dará dos siglos después. Ese es el hallazgo y la particularidad de su gran personaje: Brígida, que consigue que doña Inés se enamore perdidamente de don Juan ¡sin conocerle!, solo por la propaganda que ella hace del mismo.
  10. Zorrilla basa su escritura siempre en llevarse la contraria a sí mismo, lo que da un toque de complejidad a sus personajes que a veces defienden dos cosas contrarias a la vez.

La locura en Zorrilla

En la obra de Zorrilla la locura es un tema recurrente, tanto directa como indirectamente (envuelta en la máscara del satanismo). El autor usa estos términos reiteradamente tanto en su obra, por boca de sus personajes, como al reflexionar sobre sus actos en el pasado, y en su obra:

Desde mi primera juventud he caminado hacia el manicomio, y que soy además el mayor tonto que hay en España... Yo soy un hombre muy alegre y un poeta muy triste, de lo que resulta que mi poesía y yo parecemos falsos.

Su primer «capricho dramático» (según su autor no se le puede llamar drama), se titula Vivir loco y morir más, y en él el autor ya dice «loco estoy».

En varios momentos de sus Recuerdos del tiempo viejo nos habla de su personalidad depresiva:

He vivido con la sonrisa en los labios, pero he llevado siempre la tristeza en el corazón, porque no he sabido jamás lograr lo que me he propuesto.

Y también de recuerdos diabólicos ya en su mente de niño en Valladolid. Habla que de niño y joven era sonámbulo y tenía una mente delirante:

Mi cerebro empezaba ya a destornillarse y a dar en la locura que produjo al fin mi delirante poesía... Voy a sentarme sobre mi ataúd a la puerta del cementerio a ver a los que ante mí pasan, muertos o vivos... ¿Por qué siendo yo un hombre de sencillas costumbres, con los instintos caseros del gato, he pasado mi vida en continuo movimiento?... ¿Por qué siendo yo un hombre pacífico y enemigo de quimeras no me he dedicado a escribir más que de pendencias y cuchilladas?... ¿Y por qué siendo desde chico muy cobarde no hay en mis escritos más que muertos y desastres, fantasmas y aparecidos, conjuras y apariciones, que más parecen mis libros tratados de cabalística y demonología que trabajos de hombres social y buen cristiano?... Pero yo tenía, por lo visto, dentro de mí, un espíritu vagabundo, y me fugaba de mi patria una vez más, como me había fugado del paterno hogar. ¿De quién huía yo? De mí mismo... No me ha dado nunca miedo más que mi propia sombra.

Romanticismo e interpretación

Hay dos fechas que son básicas como símbolos del nacimiento y final del Romanticismo en España (que viene de Alemania, por Francia e Inglaterra): el estreno de La conjuración de Venecia (1834), de Martínez de la Rosa, y el de Don Juan Tenorio (1844), de Zorrilla. En 1835 se estrenó Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y en 1836 El trovador, de García Gutiérrez.

Unos diez años marcan el esplendor del Romanticismo en España (época que siguió a la muerte de Fernando VII, momento en el que los liberales se hacen con el poder, luego coinciden Liberalismo y Romanticismo). La prematura muerte de Larra y Espronceda, y la evolución hacia posiciones conservadoras de Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas o Zorrilla, hacen que desde mediados de siglo aparezcan nuevas ideas, ya más próximas al Realismo.

Sobre la interpretación de sus obras por los actores: le decía Zorrilla a Julián Romea, actor que introduce ya el naturalismo y que a él no le gustaba para sus obras: «Quiero que representes, no que presentes».

Entre esas dos palabras se sitúa el principal debate sobre cómo debe ser la interpretación de los actores, y más si es en verso, un debate sobre cómo se debe actuar –si de forma naturalista, o elocuente y musical– llega hasta nuestros días.

Sobre la gran importancia de los actores, decía Zorrilla:

El mejor poeta no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da a cada una de las de su papel una intención, una inflexión, un movimiento y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un sonido sin vibración que excita seca, pálida y fría la idea en ella expresada.

La historia de lo que es don Juan está ligada siempre a la historia del teatro, por eso se ha representado (e interpretado) siempre de manera diferente.

Otros datos sobre Don Juan Tenorio

Para situarnos históricamente recordemos que Tirso de Molina la estrenó en 1630, Antonio de Zamora en 1714, y Zorrilla en 1844. Zorrilla (después como zarzuela) en 1877. Echegaray y Benavente a finales del XIX. Los hermanos Machado en 1927, y mi Sombra del Tenorio es de 1994.

En un antiguo trabajo, Ramón J. Sender y sus alumnas citan 125 Don Juan en España, y más de 6.000 en el mundo.

Pensada en una noche de insomnio (empieza por los ovillejos), fue escrita en veinte días. Vendida en 4.200 reales (de lo que su autor se arrepiente toda su vida). Reconoce que coge cosas de Tirso y de Antonio de Zamora (No hay deuda que no se pague), pero directa o indirectamente hay otras muchas influencias. Hay versos enteros de sus leyendas como las de El capitán Montoya y Margarita la Tornera.

Los mitos que recogen el imaginario de la humanidad recorren los tiempos y los países, impregnándose de los elementos culturales más significativos de cada comunidad. Así, el arquetipo don Juan –joven transgresor, seductor y pendenciero, que se burla hasta de la muerte y del mas allá– , va adoptando diferentes formas y lenguajes en Tirso de Molina en España, Goldoni en Italia, Molière en Francia, Mozart con Da Ponte, Hoffman, Gautier, Lord Byron, Alfred de Musset, Pushkin, Merimée, Dumas, Zamora, Baudelaire, Tolstoi, Flaubert, Bernard Shaw, Zorrilla, etc.

Todo ello dentro de las características generales del teatro de este autor: rapidez en la acción, sorpresa en los episodios, imaginación verbal, versos sonoros y memorables, alardes técnicos, variedad de ambientes y recursos escénicos, y esquematismo en los caracteres en su reducción a tipos reconocibles.

Varios de estos temas esenciales: la lucha por el sexo y el amor, la apuesta por el triunfo y la fama frente a los demás, el enfrentamiento con la figura del padre, la crisis entre el corto y el largo plazo, y la respuesta ante la muerte que se acerca. Cuando Zorrilla trata estos asuntos los sintetiza escénicamente y les da una simbología teatral.

El autor escribió estos versos sobre su obra, tratando de explicar su éxito –que él decía era un espejo del alma popular del espectador–. Dice Zorrilla:

¿Qué tiene, pues, mi Tenorio?

Tiene que es de nuestra tierra

el tipo tradicional;

tiene todo el bien y el mal

que el genio español encierra.

Que, hijo de la tradición,

es impío y es creyente,

es balandrón y es valiente,

y tiene buen corazón.

Tiene que es diestro y es zurdo,

que no cree en Dios y le invoca,

que lleva el alma en la boca,

y es colérico y absurdo.

Con defectos tan notorios

vivirá aquí diez mil soles;

pues todos los españoles

nos la echamos de Tenorios.

Y si en el pueblo lo hallé

y en español le escribí,

y su autor el pueblo fue...

¿Por qué me aplaudís a mí?


retrato del autor

Del Romanticismo a la Postmodernidad.
Alonso de Santos: recreación del Don Juan

Francisco Gutiérrez Carbajo
(Universidad Nacional de Educación a Distancia)

Del Romanticismo a la Postmodernidad

Romanticismo, modernismo, postmodernidad..., según mi hipótesis conjetural o abductiva, son términos que tienen un valor esencialmente metodológico y de ordenación mental. No los considero, por tanto, conceptos que delimiten y definan de una forma cerrada y autónoma determinados movimientos, corrientes o tendencias.

Los movimientos artísticos, literarios y culturales no se producen a golpe de campana, ni se corresponden fielmente con una época o con un siglo determinado, sino que conviven diacrónica y sincrónicamente unos con otros, y solidariamente se intercambian sus inquietudes temáticas y sus recursos expresivos. En el siglo xix, por ejemplo, asistimos a la presencia de la escena neoclásica, de la romántica y de la realista.

Se han encontrado componentes neoclásicos y románticos (Ojeda Escudero, 1997), o ingredientes tradicionales y renovadores en un mismo autor, como Martínez de la Rosa (Abrams, 1992), y se han revisado los albores del Romanticismo en textos de escritores del siglo xviii, como Lista, Quintana y Gallego (Martínez Torrón, 1993).

Por todo ello, he utilizado en diversos trabajos el término de sistema, procedente del formalismo ruso, que ha sido reelaborado por importantes teorías como las de Itamar Even-Zohar, Gideon Toury y Patrick Cattrysse. Se trata de un sistema dinámico caracterizado por sus oposiciones internas, en el que los cambios producidos a lo largo de la evolución histórica no pueden ser descritos «en términos de un esencialismo inmóvil... » (Fernández, 2000: 30).

En la línea de Eikhenbaum y de otros formalistas, la concepción histórica o diacrónica de una obra no entra en contradicción con la descripción exhaustiva de sus formas estilísticas y de sus funciones, y, a su vez, el análisis inmanente no puede desconocer el dinamismo de un estilo individual y la consideración de la historia y del contexto social (Vinogradov, 1965: 109-113).

Si abordamos la evolución histórica limitándonos a una serie previamente aislada, «tropezamos continuamente con las series vecinas, culturales, sociales, existenciales y si no la estudiamos en conexión con ellas, nos vemos condenados a quedar incompletos» (Tynianov, 1973: 117). En este contexto, la visión de cualquier manifestación artística es imposible fuera del sistema en el cual y con el cual se encuentran en correlación. (Tynianov-Jakobson, 1965: 138).

De algunas de estas propuestas parten los presupuestos del Funcionalismo dinámico de Even-Zohar, en el que el polisistema «equivaldría a la heterogeneidad y dinamismo fruto de las relaciones diacrónicas, además de las sincrónicas» (Fernández, 2000: 31).

Esta policronía dinámica o este dinamismo de las relaciones diacrónicas la ilustran algunas de las múltiples recreaciones del mito del Don Juan, especialmente la de José Luis Alonso de Santos en La sombra del Tenorio. Se comprobará, así, que aunque hayan pasado dos siglos, Alonso de Santos, desde una perspectiva realista, magistralmente analizada por Andrés Amorós y por otros autores, establece un diálogo intertextual con algunos asuntos y recursos formales y expresivos utilizados por su paisano de Valladolid.

Para responder por una parte al título general de mi ponencia y para contextualizar este magnífico diálogo intertextual, expondré brevemente algunas consideraciones sobre el Romanticismo, el Modernismo y la Postmodernidad, antes de abordar el análisis de esa obra.

Sobre el origen y la evolución de la palabra romanticismo y de otros términos afines merecen destacarse las investigaciones de Allison E. Peers (1933 y 1973) y Donald Shaw (1973 y 1982), que distingue cuatro períodos en la historia del vocablo romántico.

La inauguración oficial del movimiento se data en Alemania en 1798, «cuando Friedrich Schlegel en la revista Atheneum define la lírica romántica como una poesía universal progresiva que (...) radica siempre en el devenir, incluso tiene como carácter propio el estar siempre en evolución» (Detore, 1992: 478). Esta «nueva sensibilidad» de la poesía la aplicarán August Wilhelm Schlegel, Novalis y Schleiermacher a otros campos, como el teatro. Si Dante, Shakespeare y Calderón son para los hermanos Schlegel los grandes modelos, frente a ellos, los autores clásicos y neoclásicos merecen los mayores reproches. Tal actitud le llevó a afirmar a Heine que los «Schlegel luchaban contra Corneille y Racine, como los príncipes alemanes luchaban contra Napoleón». No me detendré en otras consideraciones, como las que relacionan a Friedrich Schlegel con la Modernidad, (Cuniberto, 1991), ni en los trabajos sobre la filosofía del joven F. Shlegel y los orígenes del movimiento en Alemania (Martínez Montalbán, 1992).

Al igual que en el mundo germánico, también a finales del siglo xviii el Romanticismo adquiere una formulación específica en Inglaterra con las Baladas líricas (1798) de Coleridge (1772-1834) y Wordsworth (1770-1850), verdadero manifiesto del movimiento en dicho país. El español José María Blanco White (1775-1841), emigrado a Inglaterra, difundiría las ideas de algunos de estos autores desde las páginas de Variedades o El Mensajero de Londres.

Tanto en Francia como en Italia puede considerarse a Madame de Staël la inauguradora del movimiento romántico. Tras una estancia en Alemania, donde conoció a Goethe y a Schiller, escribió en 1810 su libro titulado precisamente De Alemania, en el que consideraba periclitados los presupuestos del clasicismo francés y abogaba por una nueva escritura dominada únicamente por la libertad y el entusiasmo. La policía imperial napoleónica destruyó las pruebas de imprenta del libro, que se publicó en Londres en 1813. Un artículo de Madame de Staël, aparecido en Italia en 1816, en el que se resumía de alguna forma el programa de su libro De Alemania, provocó opiniones encontradas, y está en la génesis del escrito de Berchet, Carta semiseria de Crisóstomo, considerado por algunos estudiosos como el manifiesto del Romanticismo italiano. Y si en Francia Madame de Staël fue la anunciadora del Romanticismo, los principios del movimiento quedarían perfectamente definidos en el prefacio a la obra teatral Cromwell (1827), de Víctor Hugo, y en Hernani (1830), donde se afirma que «el romanticismo, tantas veces mal definido, no es otra cosa que el liberalismo en literatura».

En España, teniendo en cuenta estos y otros antecedentes, fue fundamental la labor de los teóricos alemanes y especialmente la de Juan Nicolás Böhl de Faber (1770-1836), que se estableció en Cádiz como cónsul de su país, y publicó en el Mercurio Gaditano la traducción de un extracto de las Reflexiones sobre el teatro de Schlegel. Este escrito fue contestado por Antonio Alcalá Galiano y José Joaquín de Mora, dando lugar a lo que se llamó la «querella calderoniana» (Camille Pitollet, 1909). A algunos de estos autores y de esas publicaciones periódicas se alude en Los conserjes de San Felipe (Cádiz 1812) de Alonso de Santos, y los presupuestos teóricos enunciados subyacen, entre otros, en la base de La sombra del Tenorio.

Las raíces del Romanticismo alemán están ya latentes en el movimiento denominado Sturm und Drang (Tempestad y empuje), tomado del drama homónimo de Klinger (1752-1831), que se desarrolló en el período comprendido entre 1770 y 1790 y representó la rebelión juvenil contra la rigidez de la Ilustración.

La singularidad y el especial desarrollo del Romanticismo germánico han sido resaltados, entre otros, por Hauser, para quien, mientras el Romanticismo alemán derivó de una actitud originariamente revolucionaria hacia una posición reaccionaria, el europeo occidental pasó de una posición conservadora y monárquica a una actitud liberal (Hauser, 1969a: II, 347). El primer Romanticismo alemán se entusiasma, en efecto, con la Revolución Francesa, pero luego se torna conservador. En Francia, sin embargo, la Revolución, aunque constituyera un acontecimiento romántico, se hace bajo un signo clasicista, para luego dejar paso a un creciente liberalismo, estimulado por los hechos de 1830, hasta el fracaso de los intentos revolucionarios de 1848 (Valverde, 1981: 30)

Arnold Hauser insiste en que lo característico del movimiento romántico no radica en que represente una concepción del mundo revolucionaria o antirrevolucionaria, progresista o reaccionaria, sino en que alcance una u otra posición por un camino caprichoso, irracional y nada dialéctico. Todo el siglo xix dependió artísticamente del Romanticismo, pero este movimiento era todavía producto del siglo xviii y nunca perdió la conciencia de su carácter transitorio y de su posición históricamente problemática (Hauser, 1969a: II: 351). La definición de Goethe (1749-1832), según la cual el Romanticismo es una enfermedad, tiene sentido a la luz de unos planteamientos psicológicos superados, aunque su obra Los sufrimientos del joven Werther (1774) contiene ya todos los ingredientes románticos. El sufrimiento romántico es resaltado también por Friedrich Hölderlin (1770-1843).

Los movimientos culturales y literarios no establecen, por tanto, barreras rígidas entre unos y otros. La exaltación de la sensibilidad en el siglo xix enlaza con una corriente del siglo anterior, de la misma forma que la profundización en el yo y en la subjetividad (Jay, 1993) prolonga las tesis idealistas de Immanuel Kant (1724-1804). A su vez, la valoración de la naturaleza, a la que los románticos no sólo le conceden el papel de escenario sino el de protagonista de algunas de sus creaciones, tiene precedentes (La nueva Eloísa de Rousseau) que introduce en la literatura francesa las más logradas descripciones. La defensa de la libertad por parte de los románticos cuenta, entre sus antecedentes, con las ideas defendidas por el mismo Rousseau en el Contrato social, y por otros escritores ilustrados como Voltaire y Montesquieu. En Alemania, el Romanticismo no sólo recibió la herencia de Goethe (1749-1832), Hamann (1730-1788) –polemizador con Kant y con otros filósofos de la Ilustración a quienes acusaba de «abstraccionistas»– y Herder (1744-1803) –antecedente directo del Sturm und Drang–, sino también de Lessing (1729-1781), autor de Laocoonte, de las Cartas sobre la literatura moderna –imbuidas del espíritu francés de la Ilustración– y escritor en quien la Aufklärum (Ilustración) encuentra la más genuina representación. En el mismo mundo germánico destacan Novalis (1772-1801), Kleist (1777-1811), Hoffmann (1776-1822) y filósofos como Fichte (1762-1814) y Hegel (1770-1831), que nos invita en la Fenomenología del espíritu al reconocimiento de nosotros mismos a través de las figuras de la conciencia y del pensamiento objetivadas por mediación de la reflexión, y cuya influencia en el movimiento romántico sigue subrayándose en la actualidad (Innerarity, 1993). Una invitación que, como luego se verá, acepta muy gustoso Saturnino en La sombra del Tenorio y nos hará partícipe de ella a los espectadores.

En Inglaterra Lord Byron asume la defensa del más ilustre representante del movimiento ilustrado, Alexander Pope (1688-1744), y en Italia la escritura romántica de Alessandro Manzoni (1785-1783) y Giacomo Leopardi (1798-1837) remite con frecuencia a referentes clásicos.

En España, además de los ingredientes románticos en las obras de autores dieciochescos como Cadalso, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos, los escritores situados entre las dos centurias como Manuel María de Arjona (1771-1820), José María Blanco White (1775-1841) y Juan Nicasio Gallego (1777-1853) mantienen fecundos contactos con la primera generación romántica del siglo xix. Russell P. Sebold (1983) e Iris M. Zavala (1982) han sabido enlazar el sensualismo filosófico inglés con el panteísmo de la Ilustración y han considerado algunas poesías de Cadalso («A la muerte de Filis...») y de Meléndez Valdés como las primeras manifestaciones del Romanticismo europeo. Por lo que se refiere a Blanco White, encontraron en él un fuerte apoyo los románticos españoles que se refugiaron en Inglaterra a consecuencia de la política despótica del rey Fernando VII. El profesor Vicente Llorens, en Liberales y románticos (1979), ha constatado cómo quedó paralizada la vida intelectual española a causa de la política absolutista y ha contabilizado unas mil familias las que vivieron emigradas en Londres. La contribución de los emigrados a la consolidación del Romanticismo en España se concreta en publicaciones en diversos periódicos, como El Español Constitucional, Ocios de Españoles Emigrados o en Repertorio Americano, fundado por don Andrés Bello, y en otros citados por Alonso de Santos en su excelente y documentada obra teatral Los conserjes de San Felipe (Cádiz 1812).

El Romanticismo de Zorrilla y de otros autores se prolonga en movimientos posteriores como el Modernismo y la Postmodernidad, cuyo proceso y evolución pueden rastrearse muy bien en la recreación de su Don Juan por José Luis Alonso de Santos.

El Modernismo, término historiado por Bernardo Gicovate (1964), Díaz Plaja (1966), Ned Davison (1971) y John Butt (1993), etc., y consolidado, entre otros por Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Villaespesa, Manuel Machado y Valle-Inclán, «no fue solamente una tendencia literaria». Según Juan Ramón: «el Modernismo fue una tendencia general. Alcanzó a todo (...) Eso es el Modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y de libertad hacia la belleza». Juan Ramón, en su concepción del Modernismo como movimiento totalizador y envolvente, incluye a escuelas vanguardistas, como el dadaísmo y el cubismo. La síntesis del movimiento, sobre todo en Hispanoamérica sería Rubén Darío. En España el poeta modernista máximo de ese momento es –para Juan Ramón– Miguel de Unamuno. De ellos hace derivar una doble línea: una de carácter estético, encarnada en Rubén, y otra de tipo ideológico, representada por Unamuno.

La naturaleza universal y totalizadora del Modernismo es defendida igualmente por Federico de Onís y Ricardo Gullón. Este último, en La invención del 98, argumenta que es «cosa de todos los días» que los escritores critiquen las estructuras sociales cuya insuficiencia padecen, pero «que en las últimas décadas del siglo xix comenzara un gran movimiento universal de rebeldía contra los principios determinantes de estas estructuras y que ese alzamiento fundiera lo ético con lo estético o, mejor dicho, declarase una ética a través de la estética, es menos corriente y fue una nota distintiva de la época modernista, durante la cual, y dentro de un marco espacial muy vasto acontecieron diversos fenómenos, uno de los cuales fue la generación tan exaltada y deformada por la crítica desde 1912 hasta hoy mismo» (Gullón, R.:1969: 11).

Pedro Salinas señala ya en su libro sobre La poesía de Rubén Darío (1948) lo que estos movimientos deben a corrientes literarias anteriores. En esta línea deben situarse, según Donald L. Shaw (1993), las reflexiones de Octavio Paz en Los hijos del limo, y las investigaciones posteriores de Cathy Jrade, Lily Litvak e Ivan Schulman, entre otros. Jrade (1983) asegura que el Modernismo a ambos lados del Atlántico sólo puede entenderse correctamente cuando se lo relaciona con su «seria subestructura filosófica», en el sentido que antes se anunciaba, e Ivan Schulman (1987) considera inconcebible que la crítica haya reiterado durante muchos años «la equivocada noción del modernismo como un fenómeno puramente estético». Para Shaw, la cuestión fundamental viene ya planteada desde el Romanticismo.

Giovanni Allegra (1986) resalta igualmente el engarce de este movimiento con el Romanticismo junto a la influencia de Nietzsche y de otros autores. Ya Eduardo Chavarri en la encuesta de Gente Vieja subrayaba que el Modernismo era «una palpitación más del romanticismo».

Si desde Valera hasta nuestros días se vienen rastreando las huellas románticas en el Naturalismo, algo parecido sucede en estas indagaciones sobre el movimiento modernista. Derek Flitter (1993), por ejemplo, justifica las tesis expuestas de Shaw y destaca la crisis metafísica romántica de los escritores progresistas de fin de siglo. Al igual que Cardwel (1993), señala las concordancias entre románticos, krausistas y modernistas y demuestra de nuevo la escasa rentabilidad de enfrentar el Modernismo al 98. Son las tesis defendidas por Mainer (1988, 1993 y 1994), y ratificadas por Javier Blasco (1993) y otros prestigiosos investigadores de nuestros días.

Bernard J. McGuirk (1993), siguiendo la argumentación de Michel Foucault de que la historia se vuelve «efectiva» en la medida en que introduce una discontinuidad en nuestro propio ser, ejemplifica el cambio del Modernismo desde una supuesta herencia de continuidad romántica hacia una fragmentada vanguardia.

En la relación de Modernismo y Modernism sustenta precisamente John Butt (1993: 39-58) uno de sus importantes trabajos. Butt define al modernismo como el «movimiento literario hispánico de finales del siglo xix y de principios del siglo xx, asociado con los poetas Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Francisco Villaespesa y otros escritores hispánicos influidos por el parnasianismo y el simbolismo franceses» (Butt, 1993: 39). Butt acepta el término inglés modernism, propuesto por Bullock-Stallybrase (1977), con el significado que tiene en la crítica literaria de todas las lenguas europeas, con excepción de la Península Ibérica, a saber: «Tendencia internacional que aparece en la poesía, ficción, drama, música, pintura, arquitectura y otras artes occidentales de finales del siglo xix y que posteriormente afecta a la mayoría de las artes del siglo XX... Incluye el simbolismo, el impresionismo, la ‘decadencia’, el fauvismo, el cubismo, el post-impresionismo, el futurismo, el constructivismo, el imaginismo, el vorticismo, el expresionismo, el dadaísmo y el surrealismo... El Modernism tiene un fuerte contenido formal y estético y podría considerarse como un intento de defender el ámbito de lo estético contra las presiones intelectuales, sociales e históricas que lo amenazaban».

Butt (1993: 49) matiza que en Las literaturas malsanas (1894) de Pompeu Gener –libro en el que no se menciona a Rubén Darío– el Modernismo aparece condenado tanto por los reaccionarios políticos y religiosos como por pensadores de izquierda. Iris M. Zavala, trascendiendo también la perspectiva puramente estética, y siguiendo los presupuestos de Paul de Man de que la «modernidad existe en la forma de deseo de borrar lo que vino antes», elabora una «cartografía del modernismo hispánico» en la que este movimiento es considerado como la definición «de una experiencia sociocultural que apunta a nuevas formulaciones ideológicas (lo que Foucault llama “formaciones discursivas”) del sujeto social». «El modernismo, por tanto, –subraya Zavala (1991: 229)– además de ser un movimiento literario, comparte el amplio proyecto político y socioeconómico en sus orígenes, y participa en la nueva proyección y empresa liberadora histórica».

Desde el modelo teórico de Mijail Bajtín, la profesora Susana Reizs (1993) analiza el diálogo que establece con las vanguardias el Modernismo, y rechaza la concepción exclusivamente literaria de este movimiento.

José Carlos Mainer, que en el trabajo «1900-1910: Nueva literatura, nuevos públicos» (1988) lleva a cabo una interpretación del Modernismo fundada en la voluntad sincrética de sus teóricos y en los aspectos de la recepción, observa que «no pueden considerarse la difusión y los intereses del movimiento modernista al margen del acelerado y conflictivo proceso de cambios sociales en cuyo marco se produjo» (Mainer, 1994: 68).

Los presupuestos del Modernismo en sentido amplio son aplicables a la modernidad de finales del XIX y a la casi totalidad del siglo xx. Este concepto arranca de la concepción filosófica renacentista, de la visión antropocéntrica del mundo, y de las tesis sobre la subjetivad y la racionalidad que defiende Hegel y que luego reelaboran Habermas y otros autores.

La Modernidad, que surge realmente en el siglo xvi renacentista, la ilustran, como explica José Antonio Maravall, los cuadros de Rafael y de Piero de la Francesca, las esculturas de Donatello o de Verrochio, los monumento arquitectónicos de Bruneleschi o de Bramante, los sonetos de Ronsard, de Garcilaso, de Boscán, los textos latinos de Erasmo o de Nebrija, pero también la psicología de Vives, la utopía de Tomás Moro, la antropología política de Las Casas, la anatomía de Andrea Vasalio, los dibujos de Durero y de Leonardo, las funciones bancarias de los Fugger, la religiosidad de Rabelais y de Juan de la Cruz, la invención de la imprenta, de la artillería y otras armas de fuego, los efectos de la corriente monetaria de los metales preciosos, la extensión de la diplomacia, de los sistemas estatales de las grandes monarquías, de la empresa colosal de moldear todo un nuevo continente, la curiositas, lema fundamental de la modernidad del Renacimiento.

Este paradigma moderno de la racionalidad sería impugnado por la Postmodernidad, que fija una de sus raíces en la irracionalidad romántica. Se comprueba en la propuesta de la «condición postmoderna», defendida por Lyotard y en los presupuestos de Gianni Vattimo, Gilles Lipovetsky y otros autores.

En La condición postmoderna: Informe sobre el saber (1979) se considera la epistemología de la cultura postmoderna como final de los «grandes relatos» o metanarrativas, características fundamentales de la modernidad según Lyotard. Él expresa su preferencia por una pluralidad de pequeñas narrativas que compitan entre ellas, reemplazando el totalitarismo de las metanarrativas. Por esta razón, La condición postmoderna ha sido criticada como una excusa para un relativismo extremo. Sin embargo, el autor sugiere la existencia de una verdad objetiva, pero añade que debido a la limitada capacidad del conocimiento humano, nunca será capaz de conocerla. En otras palabras, no hay certeza en las ideas, solamente mejor o peores interpretaciones de las cosas.

Para Lyotard, la cultura occidental actualiza el nihilismo descrito por Nietzsche, contemplando los ideales arruinados que deja detrás de sí con una satisfacción melancólica. La cultura ha abandonado sus pretensiones éticas y políticas, y manifiesta su carácter estético mediante términos como «espectacularización, mediatización, simulación, hegemonía de los artefactos, mímesis generalizada, hedonismo, narcisismo, autoafección, autoconstrucción y otros» (Lyotard, 1993: 68).

En la línea de la fabulación nietzscheana, Gianni Vattimo considera que la cultura, las ciencias humanas y la comunicación generalizada parecen orientarse a lo que de un modo aproximado puede denominarse «fabulación del mundo» (Vattimo, 1989: 103). El hecho de que en este nuevo mundo planteado en el contexto de la información haya gran diversidad de verdades parciales que conforman la realidad, convierte en una tarea ardua alcanzar una visión real del mismo. Existen tantas realidades distintas que complican la posibilidad de abstraernos y comprenderlas a todas. Resulta muy difícil analizar los datos aunque sí son posibles las interpretaciones. De esta forma, «el mundo verdadero se ha convertido en fábula», como escribe Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos.

Si se ha producido una desmitificación, el dominio de los mass media ha logrado, según Vattimo, desmitificar la desmitificación, ha considerado concluida la Modernidad, se ha dado paso a la edad posmoderna y el mito ha vuelto a cobrar su importancia.

Sobre la base de Nietzsche y de Heidegger, postula una «contaminación» de la hermenéutica, consistente en que esta dirija su tarea no solo al pasado, sino también a los múltiples contenidos del saber y de los medios de comunicación de masas. Este saber estaría en el nivel de una verdad «débil» sin intentar los supuestos caracteres fuertes de una metafísica.

No son ajenas a esta dialéctica las propuestas de algunos de los más significativos representantes de la Escuela de Frankfurt, que anuncian por otra parte la relación de la Modernidad con los medios, estudiada entre otros por Gilles Lipovetsky y Jean Serroy.

Walter Benjamin en el Libro de los pasajes, guiado por Baudelaire, analiza las tempranas experiencias de la gran ciudad a través de fenómenos como la crisis de la obra de arte y de la cultura, el empobrecimiento de la experiencia, la presencia de la multitud, del mercado y de las mercancías y el derrumbamiento del progreso.

Por su parte Ernst Bloch en El espíritu de la utopía, frente a las teorías pesimistas de la decadencia, por ejemplo, La decadencia de Occidente de Spengler, defiende su tesis de un nuevo comienzo. Según Bloch, el mundo se halla en fermentación hacia «lo no posible todavía», tal como aparece en las obras de arte, en el teatro y en la música (Gabas, 2011: 434).

En cuanto a Horkheimer y Adorno, se ha discutido su posible rechazo global de la evolución del arte, de la Modernidad y de la humanidad occidental. Pero más que un rechazo hay un poderoso toque de atención sobre el desgarro inherente al nacimiento de la subjetividad. El siglo xx ha visto cómo la ciencia se convertía en barbarie e instrumento de una dominación total. Por debajo de todo ello está la primacía del universal sobre lo particular.

En este punto Horkheimer y Adorno coinciden con Hannah Arendt en la denuncia del mal radical, que consiste en el sacrificio del individuo a un todo que lo precede. En la cúspide del imperio de las masas, ponen al descubierto el fracaso de la cultura moderna occidental, que ha puesto en peligro sus propios lemas: dignidad, individualidad, yo, subjetividad, autonomía... (Gabás, 2011: 446).

Horkheimer y Adorno presentan en Dialéctica de la Ilustración un análisis del arte con no pocos puntos en común con las propuestas de Lipovetsky y Serroy. En el capítulo «La industria cultural» exponen un pensamiento que más tarde desarrollará Marcuse: el de la unidad inmediata entre lo universal y lo particular. Es decir, la cultura, en lugar de ofrecer una experiencia de lo diferente, contribuye a la reproducción de lo idéntico.

La brillante excepción, como en otros casos, la constituye el arte de Alonso de Santos, que siempre reproduce lo diverso y lo diferenciado del sujeto frente a la colectividad. Saturnino, el protagonista de La sombra del Tenoro, es un paradigma de lo que Victor Sklovski denominó «la disimilitud de lo similar». La obra implica la recuperación del sujeto moderno, que, desde otra perspectiva, postulan Louis Althusser y algunos de sus seguidores, como Jacques Rancière, Étienne Balibar o Alain Badiou.

Adorno y Horkheimer (1994:165 y 174) describen la conjunción del poder económico y político con el poder de los medios en su función de aniquilación de la cultura de la modernidad al suprimir las fronteras entre lo particular y lo universal.

Como he apuntado, algunos de estos presupuestos son reelaborados y corregidos en nuestros días por pensadores como Lipovetsky y Serroy. Las teorías de estos autores constituyen instrumentos fundamentales para abordar las obras de Alonso de Santos.

Lipovetsky y Serroy en La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna (2007) analizan el papel de la información, el entretenimiento y la cultura, es decir, los mismos asuntos abordados ya por Horkheimer y Adorno, aunque desde una óptica distinta. Desde la óptica panóptica. Los fenómenos analizados forman parte, en efecto, del fenómeno de la visualización del mundo, fenómeno que se manifiesta en multitud y diversidad de pantallas y condiciona la percepción de la realidad. El cine, «el arte de la gran pantalla», el gran arte industrial del siglo xx, conformaba el hilo conductor de las tesis de Lipovetsky y Serroy. En otros trabajos me he referido precisamente a los elementos fílmicos en la obra de Alonso de Santos.

La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada (2010) continúa la línea de estos autores, en el sentido de explorar los distintos campos de la Postmodernidad. Aquí la atención se centra en la cultura tomada como ejemplo y representación planetaria.

Con el término «cultura-mundo» designan «la cultura extendida del capitalismo, el individualismo y la tecnociencia, una cultura globalizada que estructura de modo radicalmente nuevo la relación de la persona consigo misma y con el mundo». Coinciden en su concepción de la cultura con Althuser, Castoriadis y una corriente del marxismo estructuralista francés, que la consideraban «una superestructura de signos, perfume y ornato del mundo real».

La cultura-mundo está, sin embargo, repleta de paradojas y de contradicciones. Lipovetsky y Serroy afirman que «también desorganiza a mayor escala las conciencias, las formas de vida, la existencia individual. El mundo hipermoderno esta desorientado, inseguro, desestabilizado, no de manera ocasional, sino cotidianamente, de forma estructural y crónica. Y esto es nuevo». Esta desorientación, nueva y excepcional, es precisamente una de las características centrales de la cultura-mundo.

Este descentramiento y desorientación resultan sorprendentes si tenemos en cuenta que nunca el mundo hasta ahora había conseguido cotas tan altas de progreso en todos los niveles ni nunca antes se había dispuesto de los recursos actuales. Lo que sucede es que de tales recursos no pueden beneficiarse todos, ni siquiera la mayor parte de la población mundial.

En la última parte del libro muestran cómo el mercado ha engullido el mundo del arte. El cambio experimentado por los museos de todo el planeta les sirve para apoyar su visión de la expresión artística como una actividad reestructurada por las lógicas del espectáculo y de las nuevas estrategias de seducción. El museo ha dejado de ser un espacio de reflexión y de goce estético para convertirse en espacio urbano y «joyero seducción».

Para suavizar estos rasgos tan negativos de la cultura-mundo del siglo xxi, Lipovetsky y Serroy consideran que el individuo hipermoderno no tiene por qué contentarse con los meros placeres consumistas, sino también puede ser agente de cultura, expresarse, dar su opinión y participar en la vida pública.

Mucho antes de las propuestas de estos investigadores, ya Alonso de Santos ha defendido en su teoría teatral y ha demostrado en su práctica escénica que los sujetos no han de ser altavoces de teorías políticas ni predicadores de ningún tipo de doctrina, sino agentes de cultura y creadores de arte.

Vicente Verdú en La hoguera del capital (2012) analiza las nuevas relaciones de las modernas redes de comunicación, las crecientes desigualdades en el poder adquisitivo y el papel de los políticos y las instituciones.

En esta época panóptica y panmediática los responsables de la crisis de la cultura no son los medios sino los poderes que han provocado la crisis global. Lo que hoy se consideran manifestaciones culturales –grandes museos convertidos en contenedores, sin contenido, por ejemplo– entran en la categoría de lo que Vargas Llosa (2012), en La civilización del espectáculo, califica de «banalización lúdica de la cultura imperante». Vargas Llosa señala a los agentes que han perpetrado el simpático y divertido caos del espectáculo; anhela el concepto romano de la auctoritas, documenta el regreso de los nacionalismos y los fundamentalismos religiosos y se lamenta de que el lugar de los intelectuales –buena parte por culpa de ellos mismos– ha sido ocupado por estrellas mediáticas. Añora la conversación ilustrada; se inquieta ante el desapego a la ley –con ejemplos como los de la piratería intelectual– y el tsunami relativista. Se constata la entrega del periodismo a la ola del espectáculo; describe la conversión de la cultura en un inmenso cartel publicitario; muestra la renuncia de la crítica a su labor orientadora, y denuncia la falsificación del erotismo en sexo de ida y vuelta... (Lafuente, 2012: 9).

Algunos críticos piensan que bajo la tesis de la cultura como espectáculo subyace un pensamiento conservador. Guy Debord ya lo anunciaba al hablar de La sociedad del espectáculo. Tras la idea de una sociedad cada vez más espectacularizada se camuflan a menudo pensamientos conservadores que rechazan lo nuevo de forma sistemática, pues quieren que el mundo siga siendo como antes: gobernado sólo por la altísima cultura (De Diego, 2012). Pero en las Mitologías de Roland Barthes, libro publicado diez años antes que el clásico de Debord, se rompían las fronteras establecidas entre las denominadas alta y baja cultura y en un sentido semejante se manifestaba T.S. Eliot en 1948.

Las tragedias que nos exhiben cada día los medios en esta era panóptica no se limitan a presentar los grandes conflictos bélicos sino también las batallas y enfrentamientos familiares e interpersonales, muchas veces resultado de la gran tragedia global.

La recreación del Don Juan: La sombra del Tenorio de Alonso de Santos

Aplicadas estas teorías a lo medular de nuestra ponencia –la redefinición por Alonso de Santos de las diversas corrientes desde el Romanticismo hasta la Posmodernidad– el papel de los medios y la óptica panóptica tienen ya un especial protagonismo en la recreación del mito del Don Juan que lleva a cabo Jesús Campos García en d.juan@simetrico.es. Según confesiones del propio autor, «a la luz del siglo xxi, cuando se tiende a la simetría de los géneros en todas las facetas de la actividad humana, parece lógico que al burlador de Sevilla le salga al paso una burladora». Piensa Jesús Campos que «había que demoler el mito y reescribirlo de nueva planta, y eso es lo que he hecho. Sexo, violencia, religión y muerte siguen siendo los fundamentos del drama, pero el discurso no sólo es distinto, sino que es inverso».

Reconoce luego que de los más de trescientos los donjuanes que conoce, toma algo de los fundamentales: de Tirso, que crea el mito a partir de dos tradiciones orales, la del burlador y la del desafío a los muertos; de Zamora, con cuyo Convidado de Piedra se consolida su representación anual; del de Zorrilla, también del de Molière y del de Mozart, aunque el que más le interesa es el de Max Frisch: «Teatralmente, me resulta más próximo. Y, en homenaje a su Don Juan o el amor a la geometría, inicio la obra con el glugluteo de los pavos reales en un jardín romántico» (Campos, 2008).

El Don Juan también es objeto de recreación en Tiempo de indignación de Alfonso Vallejo, una pieza en la que Pippo, en una multiplicidad actoral, recurre al personaje clásico y declama los versos que quizá más veces se hayan repetido en los escenarios españoles:

Clamé al cielo, y no me oyó.

Mas, si sus puertas me cierra,

de mis pasos en la Tierra

responda el cielo, no yo.

Una de las últimas o penúltimas recreaciones del Don Juan es la puesta en escena por Mariano de Paco Serrano en El prisionero. Desnudando a Don Juan (2016), obra basada en una idea original de José Manuel Seda1. Esta versión nos conduce a un Don Juan nuevo, casi desconocido, privado del halo narcisista de conquistador. El personaje, más que embarcado en la empresa de la conquista, lo está en la búsqueda de la libertad individual, en la reflexión sobre los conflictos internos y sobre las normas sociales que condicionan y marcan el destino de cada persona.

Aunque en este caso don Juan no viaje por diversos lugares, y parezca atenazado y encenagado por el propio lodo del suelo carcelario, lleva a cabo un rico y profundo viaje a su interior y al de los espectadores.

La escenografía recrea una húmeda cárcel veneciana del siglo xvii, una celda en la que Don Juan vive las que podrían ser sus últimas horas, y el protagonista, a la vez que experimenta todos los horrores de la prisión, trabaja en la construcción y el desarrollo del mito de Don Juan. El protagonista escucha desde la celda cómo construyen el patíbulo donde será ejecutado y tiene la posibilidad de sobrevivir si firma un documento en el que se retracte públicamente de sus «crímenes». Puesto que el texto presenta la celda como un espacio intransitable, Mariano de Paco ha construido un escenario compuesto de agua y lodo, que funciona como un elemento vivo más.

En este lugar el personaje se enfrenta a sí mismo, e independientemente de la resolución final de su pensamiento, pone en tela de juicio si sus actitudes han sido las correctas o no, y estas dudas que alberga el protagonista son las que lo humanizan más, lo hacen más cercano al público, y logran que el espectador participe de su experiencia carcelaria. Ese es el objetivo fundamental del director: lograr que el espectador trate de situarse en esa celda, sin ver la luz del día ni tener noción del tiempo durante meses, y piense qué haría en una situación semejante.

En la recreación de un mito, como es el de Don Juan, han de tenerse en cuenta, siguiendo la teoría de los polisistemas, dos estructuras significantes: la del mytos de la tradición aristotélica, y la del discurso literario específico en que el anterior se encarna (Fernández, 2000; Gutiérrez Carbajo, 2013: 215). Estos presupuestos no se cumplen en la mayoría de las múltiples reelaboraciones del Don Juan, si exceptuamos los ejemplos citados, y la magnífica recreación que lleva a cabo José Luis Alonso de Santos en La sombra del Tenorio, que ilustra y sintetiza las principales corrientes y teorías expuestas.

Francisco Ruiz Ramón, muy crítico con el teatro romántico en general, considera que en la recreación del mito que lleva a cabo Zorrilla, el acierto del autor reside en haber recalcado con máxima intensidad la teatralidad del personaje como forma propia de vida, en haber elevado la teatralidad a modo de existencia (Ruiz Ramón, 1981: 315 y 330). Esa teatralidad es la que revisa y actualiza sabiamente Alonso de Santos dos siglos después.

En otro lugar he señalado que el personaje de Don Juan de Tirso, de Zamora, de Zorrilla... ha sido objeto de una consideración psicologista, como sucede en las corrientes psicocríticas, derivadas en buena parte de los postulados de Freud, Jung, Adler y de las teorías de algunas escuelas anglosajonas centradas especialmente en la psicología diferencial.

A parecidos enfoques apelan también determinadas construcciones semióticas, para las cuales la constitución semántica del personaje está unida al concepto de identificación, aunque la identificación psicológica del personaje –en este caso del Don Juan– se defina como un proceso de comunicación (Gutiérrez Carbajo, 2013: 387).

Partiendo de la consideración psicologista, e incluso biológica y médica que lleva a cabo Gregorio Marañón, José Luis Alonso de Santos podía haber construido el personaje de Ciutti atendiendo a los parámetros clínicos y psicológicos, ya que una de sus especialidades es precisamente la psicología, y ha trabajado también en este campo.

Sin embargo, ha preferido una representación lúdica del tipo, sin llegar a los procedimientos deconstruccionistas de Valle-Inclán que transforma al mítico don Juan en Juanito Ventolera.

Alonso de Santos construye un personaje singular, un ser a la vez trágico y cómico, una superación de los componentes románticos, que constituye una profundización y superación de los elementos naturalistas.

Reactualizando el mytos de la tradición aristotélica, lleva a cabo una naturalización del mismo, y no obvia el discurso del don Juan de Zorrilla, que repite Saturnino:

Por donde quiera que fui,

la razón atropellé,

la virtud escarnecí

a la justicia burlé

y a las mujeres vendí.

Desde el punto de vista escénico, y contrariamente a las tesis de Bajtín, en el teatro, y de forma muy especial en el de Alonso de Santos, todo es dialógico, incluso en el monólogo del protagonista: en él pueden reconocerse, en efecto, varias voces: la de José Zorrilla, la de don Juan Tenorio, la del autor de esta pieza, la de su intérprete y la de otros personajes a los que alude a lo largo de su parlamento. A su vez, y a pesar de ser un monólogo, el protagonista conversa con varios interlocutores, además de consigo mismo: habla, así, con la monja que lo acompaña, con el público, e indirectamente con Zorrilla y con Alonso de Santos.

En la nota que escribió el autor con motivo del estreno de La sombra del Tenorio comenta que un buen día su paisano don José Zorrilla lo llamó por teléfono, recordándole cómo en sus años de instituto pasaba al lado de su estatua y se paraba un ratito al lado de ella. Pensaba entonces el escritor romántico que ese chico seguiría su tradición y escribiría Don Juan Tenorio. Alonso de Santos le recuerda que esta obra ya estaba escrita, incluso con anterioridad a Zorrilla, y que el personaje de Don Juan le parece «un fanfarrón de mucho cuidado» y que él prefiere a Ciutti. Zorrilla se sorprende de esta preferencia por un criado –lo estima fruto del maldito Realismo, y de lo social– y le cuelga el teléfono. Alonso de Santos le cuenta esta anécdota a Rafael Álvarez el Brujo y deciden hacer juntos el espectáculo.

La historia puesta en escena en La sombra del Tenorio está ambientada en los años sesenta del siglo xx y es la de un viejo cómico, Saturnino, que durante toda su vida ha estado representando al criado Ciutti, y que sin embargo siempre deseó hacer el papel del Tenorio. Ahora en el hospital, atendido por una monja, le relata sus numerosas giras «por esos pueblos de Dios» y se dispone a representar el papel del galán, a «dar un cambiazo de una vez por todas, para poder llegar en la otra vida un poco más lejos de lo que ha llegado en ésta».

La obra, dividida en dieciseis cuadros, no es sólo la historia de un viejo cómico sino también un homenaje al mundo de los comediantes y a la propia comedia. Como en Viva el Duque, nuestro dueño y en otras obras del autor, asistimos a la representación del teatro dentro del teatro, que, aparte del juego escénico, constituye una representación sobre el hecho dramático. Alonso de Santos cultiva el metateatro, antes de que esta modalidad se pusiera de moda. Como en otros campos, aquí también fue un pionero en la escena contemporánea.

Mediante los procedimientos metateatrales, el autor involucra e implica a los espectadores en la propia representación e incluso hace subir al público imaginativamente al escenario. Así en el cuadro cuarto comenta el protagonista: «Imagínese que estamos en el teatro, Sor Inés, y que esto está lleno de público. Allí delante está el escenario, hermana (...) Ya sube el telón. ¡Qué bonito el decorado! Mesas repletas, vino, música, fiesta... Carnaval en Sevilla, a ver cuál de los dos señoritos más conquistadores de la ciudad de la Giralda hacen más golferías o pecados, que diría usted (...) Mire: ¡Ya está ahí! ¡Empieza ya! Peleas, enredos, vicios, crímenes... La luna que aparece, tapias de convento que suben... ».

Tres cuadros más adelante, en el séptimo, Alonso de Santos, mediante este procedimiento que venimos defendiendo de reformulación de los géneros dramáticos, y mediante un magnífico juego pirandelliano, invierte las trasposiciones habituales entre el teatro y la realidad: «Estaba pensando yo, Sor Inés, que para hacernos mejor a la idea de que estamos a punto de comenzar una representación de teatro, podemos inventar que, lo mismo que en los teatros se hace que lo que pasa en el escenario parezca que pasa de verdad en la vida, aquí, al revés, nos imaginamos que en vez de estar en la vida, estamos en un escenario. Y que, ahí, hermana, en vez de haber una pared, están las butacas con el público... ».

La participación real del público en el espectáculo tiene lugar en el cuadro XII, que constituye, según el autor un «entremés, o entresemana, según se le quiera llamar, en que el actor se solaza con el público». El protagonista les comunica a los espectadores que va a detener la representación y a charlar un rato con ellos. La representación, sin embargo, continúa, pero de ella hace partícipe al público, ya que ahora la acción se traslada al patio de butacas. Como se anota en la acotación «El actor baja al patio de butacas para contar anécdotas de su vida de comediante, aprovechando la confusión de realidades creada por el autor». En esta interacción del actor con el público, en algunas ocasiones se ha rifado un jamón entre los espectadores, continuando una costumbre, que, según el propio cómico, han seguido en el descanso de varias representaciones del Tenorio, y en las que con el precio de la venta de las papeletas se pagaba a los actores.

En el cuadro XIV, y también en clave de humor, Saturnino Morales explica a la monja y a los espectadores las distintas formas de representar la obra, que puede realizarse con un tono «majestuoso, altivo y gallardo», o «valiente, impetuoso y osado», o «romántico, tierno y lírico» o «amenazador, pendenciero y desafiante», o «exagerado en la expresión» o «interpretado a lo natural»; y, mediante el recitado de las correspondientes estrofas, va suministrando ejemplos de las distintas formas interpretativas.

Alonso de Santos realiza una sabia utilización del espacio y del tiempo. Si el primero es el elemento donde todos los ingredientes dramáticos adquieren su verdadero valor sémico, el tiempo puede comprimir o extender el espacio y está en íntima conexión con él, según la teoría del entrelazamiento cuántico.

Como he comentado en otras ocasiones, las consideraciones acerca del espacio nos llegan desde el inicio de la reflexión filosófica. Platón ya lo define como receptáculo en su diálogo Timeo y en Aristóteles este concepto encuentra su tratamiento en las conexiones de los lugares con la mimesis (Valles Calatrava, 1999: 11). En el pensamiento filosófico posterior, si Locke ([1690], 1956) asocia el espacio a la idea de extensión, Leibniz ([1765], 1992) estima tal identificación como una confusión, y considera que las «ideas y las verdades nos son innatas como inclinaciones, disposiciones, hábitos o virtualidades naturales...» y que el espacio –como el tiempo– no constituyen más que puras abstracciones. Leibniz, que se adelanta a la estética trascendental kantiana, define el espacio como «un orden de coexistencia de datos». En un sentido semejante, para Kant, el espacio y el tiempo son «intuiciones puras» y «formas a priori de la sensibilidad» (Kant, [1781], 1995). Una nueva profundización en estos conceptos nos llega de mano de Ernst Cassirer ([1923, 1925 y 1929], 1971-1978), que distingue entre «espacio mítico» y «espacio geométrico», y de Gaston Bachelard ([1938], 1985), para quien «nada es evidente. Nada es dado. Todo es construido», afirmaciones que suscriben en su totalidad la teoría y la práctica dramática de Alonso de Santos. El espacio literario, por su parte, ha atraído la atención de los teóricos, y a él le han dedicado importantes investigaciones, entre otros, Maurice Blanchot (1955), Gerard Genette (1969) y Iuri Lotman (1973).

El espacio en La sombra del Tenorio tiene más de carácter mítico y simbólico que de dimensión puramente geométrica, aunque el autor especifica con mucha precisión las localizaciones. Por otra parte, en la obra, junto al espacio físico, adquiere una gran importancia el espacio interior del protagonista, y sin obviar las consideraciones sobre el concepto de extensión aristotélica, desempeñan una función muy significativa los espacios aludidos por el protagonista, o, como diría Díez Borque (1975), los decorados verbales.

El espacio implica y explica todo. Como comenta el protagonista, el escenario es un «lugar mágico donde en unos metros de espacio cabe el mundo entero. Y no sólo el mundo que vemos o sentimos, sino mucho más: caben los dioses y los diablos, los cielos y los infiernos. Caben fantasmas, espectros y seres imaginarios. Caben la verdad y la mentira, la justicia y la injusticia, nuestros sueños y nuestras esperanzas. Aquí cabe todo, señoras y señores, porque el escenario es el inmenso reino de nuestra imaginación».

La dialéctica de la realidad y de la ficción, en la rica tradición de Sófocles, es la principal fuerza estructuradora de la mayoría de las obras de Alonso de Santos y de la que Woody Allen considera su mejor película: La rosa púrpura de El Cairo (1985).

El espacio se entrecruza con el tiempo y no resulta infrecuente en el teatro de Alonso de Santos la referencia al espacio con metáforas temporales y al tiempo con metáforas espaciales.

En relación con ello, permítanme recordarles una entrevista en la que le preguntaron a Jorge Luis Borges por los viajes espaciales y el argentino universal contestó: «Espaciales son todos los viajes, ¿no?». Pues no, no todos los viajes son espaciales, como lo demuestran el Viaje del Parnaso, de Cervantes, la Subida del monte Carmelo, de San Juan de la Cruz, el Itinerarium mentis in Deum de San Buenaventura, el viaje que realiza Santa Teresa en Las Moradas o Castillo Interior. Este tipo de viaje interior, aunque haya efectuado múltiples giras a lo largo de su existencia, es el que está experimentando Saturnino en los últimos momentos de su vida.

Alonso de Santos lleva a cabo una redefinición de la estructura homérica del viaje: casa-aventura-casa. Ulises sale de casa, realiza la aventura y regresa a casa. Y entre todos los que regresan a sus lares, después de la guerra, él es el que más intensamente regresa. Esta estructura es la que sigue Cervantes en los tres viajes que lleva a cabo el hidalgo, el primero solo y los dos siguientes acompañado por Sancho. Al final del último viaje, ya reposa tranquilo en su cama como Saturnino, y aunque lo animen a nuevas aventuras, él contesta, una vez recuperada la lucidez: «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño».

La estructura homérica es también la que sigue el viaje de Max Estrella a lo largo de la noche madrileña en Luces de bohemia de Valle-Inclán.

En el desarrollo de estos viajes se produce siempre la bajada a los infiernos, se encuentra uno con las tinieblas. Eneas bajó realmente en la ficción al infierno y se entrevistó con su padre Anquises. Max Estrella ha de conocer el mundo de la cárcel antes de volver a su casa. Saturnino conoce muy bien lo que significa esa bajada a los infiernos.

Saturnino, que ha realizado múltiples viajes espaciales, nos está representando en La sombra del Tenorio ese viaje interior desde el comienzo de su vida hasta lo que va a ser el final, un viaje que ha llevado a nuestro protagonista de ser un personaje de ficción a convertirse en un personaje real por las verdades tan reales que expresa su discurso y que todos experimentamos a lo largo de nuestra existencia.

En Alonso de Santos, un realista en sentido total del término, que sabe como nadie recrear una obra romántica, no es la realidad la que crea la ficción sino la ficción la que crea la realidad.

La sombra del Tenorio a pesar de su aparente estructura estática, de estar ubicada en un espacio muy concreto, en su estructura latente está impregnada de dinamismo e inspirada, según mi hipótesis conjetural, en el motivo mítico del viaje.

El espacio, como se ha apuntado, está entrelazado con el tiempo, cuyo estudio es recurrente en la historia literaria y filosófica. La idea del «todo fluye y nada permanece» de Heráclito de Éfeso se encuentra asociada no sólo a la dimensión espacial sino también y principalmente al vector temporal. Platón en el Cratilo es el primero que presenta las tesis de Heráclito, y Aristóteles en su Metafísica comenta a su vez tales argumentaciones, aunque no se muestra enteramente convencido de que lo que se viene admitiendo como opinión heracliteana sea en realidad lo que dijo Heráclito. Al tiempo, junto con el espacio, dedica el estagirita el libro IV de su Física. En esta importante obra analiza el tiempo con criterios y métodos propios de la filosofía y de las ciencias de la naturaleza, y, al igual que Platón, asocia tiempo y movimiento. El tiempo –según Aristóteles– es el número del movimiento: es continuo como este y no puede disociarse el uno del otro.

Como Aristóteles, los filósofos Kant y Hegel asocian el tiempo con el espacio. Para el primero –como ya se ha apuntado– ambas categorías constituyen formas a priori de la sensibilidad. Hegel, en su Fenomenología del espíritu, nos invita, entre otras cosas, a la experiencia explícita del reconocimiento del tiempo y de nosotros mismos a través de las figuras de la conciencia y del pensamiento objetivadas por medio de la reflexión (Hegel [1807], 1966).

En una dirección divergente de la enunciada, Bergson, Spengler, Heidegger y otros filósofos se oponen a parangonar espacio y tiempo.

Bergson, frente al tiempo-espacio, coloca el tiempo-duración en la introspección. El tiempo para Bergson no es sólo el externo, el cronológico, sino esencialmente la percepción que del mismo tenemos en nuestro interior. Mucho antes, una buena parte del pensamiento filosófico medieval, con Plotino y Agustín de Hipona a la cabeza, asegura que la medida del tiempo reside en nuestra conciencia.

Spengler separa del espacio muerto, el tiempo vivo, como destino e historia; y Heidegger opone el concepto tradicional de tiempo al de temporalidad, en la que encuentra el sentido ontológico de la existencia. Para Heidegger ([1927], 1993) el tiempo no es la antítesis del ser. El ser es ya devenir.

Los teóricos del teatro, por su parte, suelen interrelacionar, de ordinario, los conceptos de espacio y de tiempo. María del Carmen Bobes (1987: 217) encuentra una estrecha vinculación entre las formas espaciales y temporales, y para Kowzan (1992), los productos teatrales son comunicados en el espacio y en el tiempo, aunque para su lectura, la representación escénica prefiere el concepto semiológico de comunicación.

Si el teatro es «una anarquía que se organiza» (Derrida, 1967), parece obvio que el tiempo colabora con el espacio en la organización de esta anarquía. Las formas temporales presentan en el drama tanto o mayor complejidad que las temporales.

Estas opiniones sobre el tiempo pueden ser complementadas con las de G. Poulet (1950), P. Ricoeur (1987) y de otros muchos investigadores. Importa, sin embargo, señalar que es casi imposible percibir el tiempo en el teatro si no es a través de manifestaciones no temporales, materiales y con frecuencia espaciales. No son casuales expresiones como «espacio temporal» o «fluir del tiempo» (Spang, 1991: 223).

Casi todos los estudiosos coinciden en que el tiempo teatral es el del presente. El drama es «re-presentación» en el sentido estricto de la palabra. Pero el presente fue comparado por Platón con el filo de un cuchillo. Cuando hablamos, las palabras enunciadas pertenecen ya al pasado y las que vamos a pronunciar anuncian el futuro. De ahí la labilidad del tiempo.

La dialéctica entre el presente y el futuro es fundamental en el teatro, y el tiempo, en general, constituye uno de los núcleos temáticos y formales esenciales del drama romántico. «El tiempo no malgastemos» se dice en el Don Juan de Zorrilla. Al teatro romántico le conviene perfectamente la sentencia de Quevedo: «Todas las horas hieren, la última mata». El Don Juan es una lucha contra el tiempo. El tiempo, como se ha observado, está unido al movimiento. En el Don Juan de Zorrilla los personajes se mueven de forma constante y solamente paran cuando se ponen a cenar, a cenar con la muerte.

Como se ha señalado, ya en el año 1798 Friedrich Schlegel argumenta que la esencia de lo romántico radica siempre en el devenir, incluso tiene como carácter propio el estar siempre en evolución.

Este devenir, este fluir del tiempo, se representa en el Don Juan por las horas que marca el reloj, y en La sombra del Tenorio, de José Luis Alonso de Santos el toque de las diversas horas canónicas (maitines, etc.) va marcando el paso del tiempo.

El clásico carpe diem, recreado magníficamente en los sonetos garcilasianos, en los versos «que se nos va la Pascua, mozas, que se nos va la Pascua...» de Luis de Góngora, en La vida es sueño de Calderón («De esta vida disfrutemos/ el tiempo que la tenemos...»), se ejemplifica en «el tiempo no malgastemos» de Don Juan y en esa lucha contra el tiempo que mantiene Saturnino en La sombra del Tenorio. Atendiendo al tiempo esta obra representa magníficamente la sentencia del académico Emilio Lledó: «Somos lo que hemos sido», que puede complementarse con la afirmación de José Manuel Caballero Bonald: «Somos el tiempo que nos queda». Saturnino Morales sabe que «la verdad de las cosas finitas es su final», como decía Hegel.

El tiempo constituye no solo un recurso formal y dramático en La sombra del Tenorio sino que representa a la vez, junto con la vida, la muerte y el amor, los «universales del sentimiento», como los definió certeramente don Antonio Machado.

Lucrecio adelantándose a los poetas petrarquistas y a los dramaturgos románticos manifestó que «el amor es una pasión, que cuando más se la provee, más fieramente en nuestro pecho arde».

El amor es, por de pronto, cosa de nuestro cuerpo y en la obra de Alonso de Santos los cuerpos son los verdaderos protagonistas.

La práctica teatral de Alonso de Santos ilustra perfectamente la afirmación de Artaud, según la cual «el teatro es una fantasmagoría que necesita cuerpos». Suscribe también en la escena, con la construcción de personajes tan carnales, la tesis de Merleau-Ponty en La fenomenología de la percepción de que «el cuerpo es nuestro medio general de tener un mundo».

Susan Griffin, Luce Irigaray, Audre Lorde, Adrienne Rich y Rosi Braidotti, entre otras, subrayan la percepción de que no tenemos un cuerpo sino de que somos un cuerpo.

Alrededor del siglo v antes de nuestra era se extendió la idea del ser humano escindido en alma y cuerpo, imagen consagrada en el Fedón de Platón y difundida por la patrística y la filosofía medieval. En el Renacimiento el cuerpo consigue una cierta autonomía y pasa a concebirse como límite, como frontera con los demás, y en definitiva, como un factor decisivo en el proceso de individualización que caracteriza la Modernidad.

La obra del médico flamenco Andrés Vesalio, De humani corporis fabrica libri septem (1543), consolida la visión del individuo disociado en alma y cuerpo y establece las bases para las teorías de Descartes sobre la res cogitans y la res extensa. Y si el racionalismo y el idealismo potencian el valor del cogitans, el pensamiento de Nietzsche involucra el cuerpo en la experiencia estética.

En esta línea, sus ideas sobre lo dionisiaco en El nacimiento de la tragedia, influirán en las concepciones de autores como Walter Benjamin o Michel Foucault.

Melanie Klein –criticada por Freud– subraya la importancia del cuerpo materno en El psicoanálisis del niño (1931) y Wilhelm Reich en La revolución sexual centra los argumentos principales de sus tesis en el cuerpo.

Del cuerpo como habitáculo, e incluso del menosprecio del cuerpo, se ha pasado en nuestros días a una exaltación del mismo como metáfora o encarnación del poder. Si por una parte hemos asistido a una visión siniestra de lo orgánico en Georges Bataille, Antonin Artaud y Hans Bellmer, entre otros, los modelos que han presentado los medios de comunicación y la publicidad de cuerpos perfectos han llevado a auténticos sacrificios e incluso a manipulaciones y a prácticas autodestructivas.

En un aforismo de El crepúsculo de los dioses Nietzsche expone una receta sobre la importancia de saber elegir y sobre el cuerpo, que Alonso de Santos aplica siempre: «... es necesario haber tenido en el buen gusto un principio de selección para elegir las compañías, el lugar, el vestido, la satisfacción sexual (...) Es decisivo (...) el que se comience la cultura por el lugar justo... el lugar justo es el cuerpo, el ademán, la dieta, la fisiología, el resto es consecuencia de ello... ».

José Luis Alonso de Santos ha sabido colocar al cuerpo en su sitio. En el teatro es fundamental la posición y el movimiento del cuerpo, aun antes ya de levantarse el telón o de encenderse las luces del escenario. Si Aristóteles decía que el teatro es acción, Alonso de Santos, gran conocedor de sus teorías y de todos los clásicos y modernos, ha demostrado que la dramaturgia son cuerpos en acción, con todo lo que implica ese cuerpo en el que se unen lo intelectual cognitivo y lo intuitivo emocional, lo aparencial, fenoménico y lo nouménico esencial.

Las categorías lacanianas de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario nos pueden ser de gran utilidad para intentar elucidar las claves de esta obra en la que tras una apariencia muy sencilla se encierran elementos de una gran complejidad semántica.

En los monólogos del protagonista se desvelan las experiencias más hermosas de la vida pero también se subrayan las «erratas» de la existencia, por utilizar un término de José Manuel Caballero Bonald, cuando fue investido doctor honoris causa de mi universidad y tuve el honor de apadrinarlo.

He comentado en otras ocasiones que el teatro de Alonso de Santos más que político es un teatro cívico, mostrando y representando los más sofisticados instrumentos que utilizan los diversos medios –incluidos los del poder– para desalojar al individuo de la esfera de la dignidad.

Frente a cualquier tipo de manipulación y de destrucción del individuo el imperativo que se impone Alonso de Santos es el de crear constantemente, el de construir vida y construir arte, cultura. Las reflexiones sobre la construcción de la cultura empiezan a tomar cuerpo en la filosofía de los siglos xviii y xix, cuando se habla de la necesidad de una Kulturphilosophie y de una Geistenswissenschaft, y han seguido en épocas posteriores hasta la actual, en la que más que hablar de construir cultura se habla de crisis de la cultura e incluso de la cultura de la crisis. Ya Nietzsche, al que con frecuencia se le considera un destructor, se dedicó a la noble tarea de construir una nueva cultura.

La aportación nietzscheana más importante en el campo de la filosofía y de la cultura para G. Deleuze radica «en la introducción de los conceptos de sentido y de valor». El sentido es una de las palabras que entraña mayores potencialidades polisémicas y nuestro autor saber desarrollarlas con gran tino y maestría.

Frente a lo insoportable de su época, Nietzsche encuentra en el mundo griego la Lebenlust, la joi de vivre. Algo parecido le sucede a Alonso de Santo, aunque nuestro dramaturgo –a diferencia del filósofo alemán– sabe encontrar la Lebenlust en todo.

En La sombra del Tenorio el autor nos reafirma una vez más en la creencia de que somos mucho más de lo que imaginamos.

Con esta obra comprobamos que el caudal que tenemos dentro de nosotros mismos no tiene nada que ver con el pobre mundo exclusivamente racional en el que con frecuencia nos desenvolvemos.

La sombra del Tenorio, como otras obras de Alonso de Santos, es un toque de alerta, una llamada de atención, una invitación a desechar el pesimismo y la desesperación mezquina y a vivir con mayor grandeza, intensidad y donosura.

Nietzsche en la Tercera intempestiva afirma que la propensión a la pereza –la conformidad con la convención– es la debilidad más extendida entre los hombres. La que determina la época actual es la adhesión a la ilusión mala, aquella que no pretende arrancar al hombre de la profunda melancolía que le produce la nada de su existencia. Hay que ser, por tanto, potentes y reidores. Y aquí la práctica artística de Alonso de Santos coincide plenamente con el autor de Así habló Zaratustra.

Saturnino, que conoce muy bien todos los dispositivos y mecanismo del arte escénico, nos explica que «... al fin y al cabo, salir a hacer `un recado’ un personaje en una obra de teatro no requiere más trabajo que quedarse entre cajas esperando y volver a entrar cuando el papel lo requiere» (Alonso de Santos, 2008, I: 749).

Las ideas de Alonso de Santos arrancan de la mejor tradición clásica y están en consonancia con las de los mejores pensadores actuales. La «condición posmoderna», que antes de en Jean François Lyotard, ya la encontramos en Michel Foucault, Louis Althuser, Lèvi Strauss, etc., ha sido objeto en los últimos tiempos de una revisión por J. P. Feinmann, Vargas Llosa, por Gianni Vattimo, Lipovetsky y Serroy... como he comentado anteriormente.

Estos y otros trabajos, que intentan desvelar las claves del mundo de nuestros días, puedan ayudar a contextualizar lo que tan precisa y sabiamente nos presenta Alonso de Santos en La sombra del Tenorio y en otras obras. Se trata del maravilloso viaje entretenido desde el Romanticismo hasta el Modernismo y la Posmodernidad.

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Pervivencia del Romanticismo en el teatro español del siglo XX

José Antonio Pérez Bowie
(Universidad de Salamanca)

Preliminar

He de comenzar reconociendo la dificultad que supone enfrentarse a un tema como el que me ha sido adjudicado en estas jornadas, una dificultad que deriva de la esencial polisemia que afecta a etiquetas tan manidas y devaluadas como las de «romanticismo» y «romántico». Si echamos mano de la historiografía literaria y de la teoría de la literatura comprobamos que el término «romanticismo» dista de ser un término unívoco utilizado para designar un movimiento artístico-literario (y, además, un periodo histórico), pues bajo él se acogen contenidos no solo diversos sino contradictorios, lo que obliga a hablar de «romanticismos» más que de «romanticismo». No se trata aquí de extenderse en la historia de un movimiento que alberga en su seno corrientes claramente contradictorias y cuya esencia y características han sido objeto de numerosos estudios, entre los que se pueden citar los de Abrams (1977), Furst (1969), Lovejoy (1948), Peers (1954) o Shaw (1973).

Incurriendo en el riesgo de un exceso de simplificación, podría decirse que existen al menos dos concepciones de lo romántico: Por una parte nos encontramos con un romanticismo tradicionalista, de perfil claramente conservador y vinculado a la exaltación de lo nacional y a la búsqueda de los orígenes y las huellas identitarias de la comunidad (lengua, literatura, cultura, tradiciones, etc.); un movimiento de signo idealista, propenso a la construcción de relatos «fundadores» y a lecturas interesadas de la Historia. Frente a él existe un romanticismo de carácter transgresor y subversivo, defensor del individualismo y proclive a la ruptura con todos los cánones y modelos precedentes; la exaltación de la irracionalidad es una de sus banderas, que le lleva a valorar la primacía de la intuición sobre la del intelecto, así como a la fascinación por la figura del rebelde y las de los marginados o perdedores. En el caso español es especialmente evidente esa doble faz del Romanticismo pues sus presupuestos nutrieron ideológicamente en gran medida a las dos corrientes políticas cuyos enfrentamientos dibujan la turbulenta historia de nuestro siglo xix (Carnero 1978, Llorens 1980, Shaw 1968).

Me interesa detenerme especialmente en un reciente trabajo de José Luis Molinuevo donde se explica de manera brillante esa doble faz del movimiento romántico remitiéndolo al mito del Edén, objeto de fascinación permanente para los románticos y cuya interpretación da lugar a dos lecturas encontradas: la nostalgia del Paraíso y la injusticia de la creación. La primera desemboca en la concepción del arte como medio de restaurar en una nueva existencia el paraíso arrebatado, como expresión de la nostalgia por la inocencia perdida, del anhelo de recuperarla y del sentimiento de culpa por el incierto pecado que determinó el castigo. La segunda conlleva la manifestación de la rebeldía contra la injusticia de la creación y de la expulsión del Paraíso, junto a la revitalización de otro viejo mito: el de Prometeo, reivindicado como el rebelde que se enfrenta a los dioses y les arrebata el fuego sagrado para entregárselo a los hombres2.

De todos modos, resulta problemático hablar de una diferenciación clara entre ambas facetas ya que no ha sido infrecuente el trasvase mutuo de esos elementos diferenciadores en un confusionismo alimentado, además, por los procesos de devaluación o de reformulación interesada que la categoría de «romántico» ha experimentado a lo largo del tiempo. Piénsese cómo ha llegado a convertirse en un adjetivo dotado de unas connotaciones peyorativas indudables mediante el que se califica cualquier tipo de exceso sentimental y/ o melodramático. Aunque, a la vez, no puede dejar de reconocerse que el Romanticismo (ahora con mayúsculas) ha sido y continúa siendo revalorizado como el movimiento del que surgen gran parte de las ideas que configuran el mundo contemporáneo.

En las páginas que siguen pasaré revista a algunas de las diversas modalidades a través de las que lo romántico (entendido como una etiqueta transversal aplicable a creaciones literarias de épocas y de géneros muy diversos) se manifiesta en el teatro español del siglo xx. Antes, me detendré brevemente en comentar la revalorización actual a la que acabo de hacer referencia.

¿Actualidad o atemporalidad de lo romántico?

No puede negarse que el movimiento romántico constituyó una auténtica revolución cuyas aportaciones contribuyeron a la gestación de la Modernidad y que no se limitó solo a los ámbitos de la literatura, sino que se extendió a los de la filosofía, la política y otros campos de la actividad humana; y sus efectos, no siempre inmediatos sino a menudo retardados, continúan en gran parte vigentes en la medida en que han contribuido a configurar las bases sobre las que se asienta la sociedad en que vivimos.

La otra cara de esta vigencia la encontramos en las ficciones que se divulgan hoy en día desde las múltiples plataformas disponibles (literatura, cine, series televisivas, cómics) y entre las que resulta posible distinguir dos vertientes perfectamente diferenciadas, ambas manifestaciones igualmente devaluadas de la herencia romántica: por una parte, las historias caracterizadas por su sentimentalismo edulcorado y por la visión idealizadora y simplista de la complejidad del ser humano; por otra las que retoman la faceta «negra» de aquel legado, su nihilismo ontológico y su fascinación por el mal derivada de la razón que, enfrentada a su propio abismo, acaba generando monstruos (vampiros, zombis, hombres-lobos y toda la nutrida fauna que protagoniza gran parte de las ficciones contemporáneas).

Como se ve, volvemos siempre a la dicotomía entre dos extremos opuestos, entre lo utópico y lo distópico, entre la idealización y la fascinación por lo monstruoso. Ello lleva a José Luis Molinuevo a preguntarse si el Romanticismo no es «solo una época de límites difusos y contenidos problemáticos, sino una forma de ser humano que atraviesa todos los tiempos» y que sus contradicciones no son sino «el desvelamiento de la contradicción humana» y, a la vez, «la posibilidad de convivir con ella». Y añade:

Es preciso adoptar la perspectiva de que el romanticismo no es algo sido, sino que está siendo. Quizá eso ayude a explicar una de las características de nuestra época que consiste, al decir de Ortega, que no somos ya románticos, pero que tampoco somos otra cosa3.

La devaluación de lo romántico en el imaginario popular. Melodramatismo y sensiblería en el teatro de consumo

El proceso de devaluación que ha experimentado lo romántico está mucho más presente en aquellos medios que alimentan las apetencias multitudinarias de ficción (subproductos literarios, cine de consumo, series televisivas, cómic, videojuegos) que en los escenarios. El teatro, para bien o para mal, no ha llegado a adquirir la categoría de «arte de masas», pero en aquellas ocasiones en las que renuncia a su condición de arte minoritario y se aproxima a las formas de consumo populares sí resulta factible hallar ese romanticismo devaluado al que me refiero, visible en rasgos como el melodramatismo superficial y exacerbado, la elementalidad de la intriga, la psicología plana de los personajes (reducidos a tipos de reacciones previsibles), la tendencia a la sensiblería, el cierre satisfactorio de la historia, etc. Baste recordar que algunos de los éxitos teatrales contemporáneos son adaptaciones más o menos dulcificadas (y convertidas en musicales) de las populares novelas decimonónicas en las que la estética romántica se manifestaba en sus aspectos más superficiales (Los miserables, La Bella y la Bestia4) o sus imitaciones contemporáneas, a veces procedentes de la gran pantalla (El rey León).

Pero sin llegar a tales extremos, sí puede decirse que en muchas de las obras que triunfaron en los escenarios a la largo de todo el siglo xx, las reminiscencias románticas no desaparecen nunca por completo sino que permanecen y afloran con cierta continuidad y en autores muy diversos entre sí por su ideología o su estética. Baste pensar en los excesos melodramáticos y en la estereotipación de los personajes de Echegaray o en la exaltación idealizadora que el teatro poético en verso hace de determinadas épocas consideradas especialmente «románticas» como los siglos medievales y dorados. Sus cultivadores (Villaespesa, Marquina, Pemán, Fernández Ardavín) continuaban militando en un Romanticismo ideológicamente reaccionario, idealizador del pasado, del que extraían argumentos para su defensa de los valores tradicionales y de la religión como fuerza aglutinadora de la españolidad. Otra manifestación de Romanticismo la encontramos en el drama rural (Benavente, Joaquín Dicenta, García Lorca) con su melodramatismo y las pasiones exacerbadas. Unos componentes que no faltan en otras muchas obras estrenadas en los años de postguerra, aunque sus historias se ubiquen ahora en ambientes preferentemente urbanos; títulos como La mordaza (Alfonso Sastre), La muralla (Calvo Sotelo), La casa de las Chivas (Jaime Salom), El viento sobre la tierra (José Mª Pemán), Las cartas boca abajo y El tragaluz (Buero Vallejo) o Las manos son inocentes (López Rubio) constituyen una buena muestra.

La fascinación por lo sobrenatural y sus derivas terroríficas

Esta faceta de lo romántico es menos frecuente en el teatro que en otros medios. Uno de sus escasos cultivadores es Alfonso Sastre, quien ha recurrido a ella en alguna de sus obras, bien sea como experimento sobre las posibilidades que brinda en escena la especulación sobre cuestiones que escapan a la comprensión racional, bien enfrentándose a esa temática con un tratamiento irónico y distanciador.

Un ejemplo de la primera posibilidad lo constituye El cuervo (escrita en 1956 y estrenada el 31 de octubre de 1957 en el Teatro María Guerrero de Madrid bajo la dirección de Claudio de la Torre), que se sitúa en la línea del teatro de John B. Priestley con su obsesión por la posibilidad sobre los pliegues temporales, la reiteración de sucesos ya ocurridos o anticipación de acontecimientos futuros (Llama un inspector, La herida del tiempo). La acción, como se recordará, se sitúa durante la celebración de la Nochevieja en el chalet de Juan, cuya mujer Laura murió asesinada la misma noche del año anterior. El dueño de la casa y sus tres invitados (Alfonso y el matrimonio Pedro e Inés) creen volver a estar viviendo los acontecimientos de aquella velada, lo que se confirma con la aparición de Laura, quien está viva y cree estar aún en la fiesta de la Nochevieja anterior. Los acontecimientos se van a repetir de modo idéntico a aquella noche sin que los esfuerzos de los personajes por evitarlo tengan resultado5.

Ejemplos del otro tratamiento los encontramos en el conjunto de piezas breves, aunque de extensión irregular, agrupadas bajo el título común de Ejercicios de terror, publicadas en 1970: Metamorfosis bajo la luna, Las palabras en el cristal o Episodio con una médium, Brujería antillana o El muñeco siniestro, El doctor Frankestein en Hortaleza, La venganza de la momia o Los crímenes del museo y Terror con melancolía y unos trozos de hielo o El vampiro de Uppsala.

El tratamiento irónico se anuncia ya desde los propios títulos y se incrementa en las acotaciones6 (en la línea de las última obras del autor en las que el texto secundario adquiere una importante dimensión narrativa) y en los numerosos paratextos que sirven de nexo articulador entre las distintas piezas (entre ellos las instrucciones que se dan a los espectadores desde un altavoz o la parodia de una conferencia sobre la historia del vampirismo que intenta pronunciar un pesado orador y a quien las protestas de los espectadores obligan a abandonar el escenario). El tratamiento irónico va unido en casi todas esas piezas, al igual que en todas las escritas en los años sesenta y setenta, a una evidente crítica política o social; por ejemplo, el episodio de licantropía sucede entre soldados norteamericanos que combaten en Vietnam o la protagonista del episodio de Frankenstein es una reportera sensacionalista que pretende acostarse con el monstruo para lograr una exclusiva.

La inclusión en escena de elementos sobrenaturales, inexplicables con criterios de racionalidad, podría considerarse otra deriva en la misma línea de la pervivencia de lo romántico. Es un recurso al que apelan en ocasiones en sus piezas dramáticas autores como Miguel Mihura (El caso de la mujer asesinadita) o José López Rubio (La otra orilla), normalmente con un tratamiento humorístico o irónico aunque no exento de un cierto tono sensiblero. Esa presencia de lo sobrenatural se encuentra también en algunas de las obras de Alejandro Casona (La barca sin pescador, La dama del alba), adscribibles a un teatro caracterizado como «poético» y en el que la visión idealizada de la realidad conlleva una inevitable propensión al sentimentalismo.

La revisitación del héroe romántico

La fascinación por el héroe, el prestigio del mismo o la posibilidad de desarrollar y expandir su universo diegético llevan a la reescritura contemporánea de textos del pasado. Uno de los héroes románticos de mayor atractivo, que ha adquirido una dimensión mítica, es el de Don Juan como prueban las decenas de textos que lo retoman para abordarlo desde los más diversos géneros y desarrollos argumentales. Aunque su origen es bastante anterior al Romanticismo, es la obra de algunos autores de este movimiento (Zorrilla, Byron) quienes le confieren un brillo especial dotándolo de las características del héroe romántico (rebeldía, transgresión, pasión, simpatía, iconoclastia...) que contribuyeron a dotarlo de su fascinación actual. Solo en el teatro español del siglo xx pueden citarse varias «reescrituras» como, entre otras, las de Francisco Villaespesa (El burlador de Sevilla, 1928), Manuel y Antonio Machado (Don Juan de Mañara, 1928), Federico Oliver (Han matado a Don Juan, 1929), Jacinto Grau (Don Juan de Carillana, 1913, y El burlador que no se burla, 1930), Martínez Sierra (Don Juan de España, 1921), Unamuno (El hermano Juan, 1929), Juan Ignacio Luca de Tena (De lo pintado a lo vivo, 1944) o Jacinto Benavente (El criado de don Juan, 1905, y Ha llegado Don Juan, 1952).

Un ejemplo contemporáneo de este acercamiento al héroe romántico lo constituye la pieza de José Luis Alonso de Santos La sombra del Tenorio, estrenada en 1994. El autor parte del Don Juan Tenorio de Zorrilla y aborda al héroe desde la perspectiva de un personaje secundario, un actor que vivió siempre, sin conseguirla, con la ilusión de interpretar el papel protagonístico. Su reescritura se organiza, pues, en torno al desarrollo de un personaje marginal o de escasa presencia en la historia, en la línea de otras reescrituras contemporáneas como la de Hamlet que lleva a cabo Tom Stoppard en Rosencratz and Guildestern are dead o la de La casa de Bernarda Alba que realiza Ernesto Caballero en Pepe el Romano. Como en la obra de Stoppard, el juego metaficcional y la reflexión metadiscursiva sobre el propio teatro son los ejes articuladores de su propuesta escénica, en la que el público real que asiste a la representación queda convertido en el público imaginario convocado para su actuación por las palabras del protagonista, Saturnino, en un largo monólogo a cuyo transcurso se difuminan los límites entre lo espectral o lo soñado y la realidad.

Cabe preguntarse si nos hallamos ante una parodia del héroe romántico o ante un ejercicio de nostalgia por la teatralidad romántica que aun continúa fascinando. Por una parte, existe una evidente intención irónica que se inicia ya desde las palabras de presentación del programa de mano donde el autor se refiere a la imaginada conversación con la estatua de Zorrilla y su negativa a la petición de este de que escribiera un nuevo Tenorio; y continúa con las referencias en las acotaciones a relámpagos y truenos, a tañidos de campanas y ecos de la Salve Regina cantada por las monjas y a «músicas alucinadas». Pero, a la par, todo el texto desprende una evidente ternura hacia el personaje y una evocación nostálgica de un tipo de teatro ya desaparecido que impregnan a la función de un inevitable sentimentalismo.

La parodia

Es una faceta más que debe tenerse en cuenta cuando se trata de comprobar el alcance temporal de un determinado movimiento estético. La aparición de la parodia actuaría como uno de los marcadores más importantes para determinar el comienzo de la pérdida de vigencia de ese movimiento y la aparición de las nuevas propuestas estéticas destinadas a desplazarlo. Las estrategias paródicas pueden, así, ser consideradas como un índice de saturación, como el hartazgo de unos modelos con los que los receptores han dejado de sentirse identificados y a los que comienzan a retirar su adhesión. Es necesario señalar, sin embargo, que ese rechazo se manifiesta de forma progresiva pues se produce primero entre las elites administradoras del canon y puede transcurrir un largo tiempo hasta que sea compartido por consumidores de los niveles culturales inferiores.

Aunque ya en el siglo xix se estrenaron numerosas obras paródicas de Don Juan Tenorio de Zorrilla7, la parodia del teatro romántico no alcanza plena efectividad hasta que dramaturgos formados en la estética de las vanguardias supieron transmitir el potencial subversivo de estas mediante un lenguaje capaz de conectar aquellos espectadores que hasta entonces habían permanecido fieles a la devaluada herencia romántica y a sus tópicos más reiterados, y hacerles reparar en la vacuidad y ridiculez de los mismos. El ejemplo más representativo es, sin duda, Angelina o El honor de un brigadier, de Enrique Jardiel Poncela, estrenada en 1934. Hay que señalar, además, cómo en otros textos teatrales del propio Jardiel y de los miembros de su generación (la denominada como «la otra generación del 27»), no es infrecuente encontrar una visión irónica del Romanticismo concretada a través de un personaje generalmente femenino, al que se caracteriza como un outsider ajeno por completo al mundo real y a la lógica por el que este se rige y cuyos delirios y ensoñaciones entran en conflicto con el prosaísmo y el sentido práctico de quienes le rodean. Baste recordar a algunos de los personajes femeninos de Antonio Lara, «Tono», como la Julieta de Romeo y Julieta Martínez o la Aurora de ¡Qué bollo es vivir!, inmersas ambas en un mundo idealizado y que se enfrentan desde su ingenuidad al materialismo y al pragmatismo definitorios de la sociedad burguesa que las rodea y en el seno de la cual se siente asfixiadas8.

La auténtica herencia del Romanticismo

Esta serie de elementos a los que me acabo de referir no constituyen más que manifestaciones devaluadas de la faceta literaria de un movimiento innegablemente revolucionario que afectó a los más diversos ámbitos de la actividad humana aunque en el imaginario popular haya quedado reducido a un manojo de tópicos que continúan perviviendo apoyados por el poder de los medios de comunicación al servicio de la demanda de los públicos mayoritarios.

Pero la importancia del movimiento romántico, al que podría calificarse como una bomba de efecto retardado, radica en el germen revolucionario que albergaba y que se fue desplegando de modo lento pero implacable a lo largo del siglo xx. En el caso concreto del teatro, los efectos decisivos no fueron los inmediatos, que condujeron a la rebelión contra la concepción aristotélica y su secular tiranía de las tres unidades, sino la progresiva revolución que fue gestándose en los escenarios desde la última década del siglo xix y que supuso una transformación total de la concepción del drama entendido como «unidad absoluta y autosuficiente», expresión de un universo concebido desde unos parámetros racionales y que estaba en vigor desde el Renacimiento9. Factores como la incorporación de un narrador, la versatilidad del espacio escénico (con las posibilidades de simultaneidad, de fragmentación, de sustitución instantánea proporcionadas por la iluminación eléctrica), la introducción del punto de vista subjetivo que difumina los límites entre el mundo real y el imaginado o soñado, la recurrencia a proyecciones estáticas o dinámicas, el protagonismo del cuerpo en su fisicidad como elemento clave en la interpretación, el cuestionamiento del lenguaje como herramientas de comunicación, etc., son claves en una evolución hacia la conquista de nuevas dimensiones de la realidad, de territorios no explorados de la mente humana que hasta entonces habían permanecido inaccesibles. Puede aducirse una amplia lista de dramaturgos cuyos nombres constituyen los jalones del desarrollo del potencial subversivo que albergaba el movimiento romántico y que se fue desplegando a lo largo del siglo xx: Chejov, Maeterlinck, Strindberg, Artaud, Schnitzler, Pirandello, Brecht, Bruckner, O’Neill, Schnitzler, Wilder, Miller, Beckett, Ionesco, Weiss, Dürrenmatt son algunos de las más significativos de esa lista a la que pueden añadirse varios nombres españoles como los de Valle-Inclán, García Lorca, Buero Vallejo, Sastre o Arrabal.

Los ecos de esa explosión se extienden hasta nuestros días en donde el llamado teatro postdramático10 puede considerarse la última etapa (hasta ahora) del lento pero imparable despliegue de la revolución romántica en el ámbito de la escena. Sus drásticas propuestas desembocan en la renuncia al lenguaje como instrumento comunicativo y la consiguiente prevalencia de lo performativo sobre el texto; ello implica una recepción a niveles puramente sensoriales excluyendo por completo la comprensión intelectual. Mientras que el espectador del teatro precedente construía la ficción fusionando los datos concretos facilitados a través de la palabra y las informaciones que, a nivel sensorial, recibía de los otros sistemas de signos emitidos desde el escenario, en este teatro se pone de manifiesto la imposibilidad de esa fusión exhibiendo el abismo existente entre ambos tipos de recepción y concediendo primacía a la segunda a partir del argumento de que nuestro sistema nervioso responde a los estímulos exteriores sin sintetizarlos en información cognitiva11.

Bibliografía

Abrams, M.H. (1977). El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica. Barcelona: Seix Barral.

Alonso de Santos, José Luis (1995). La sombra del Tenorio (junto con La estanquera de Vallecas). Madrid: Castalia.

Carnero, Guillermo (1978). Los orígenes del romanticismo reaccionario español. Valencia: Universidad de Valencia.

Furst, Lillian R. (1969). Romanticism. London: Methuen Co.

Hartwig, Susanne (2014). «Hic et nuncs en el teatro contemporáneo», ALEC, 39-2, pp. 115-135.

Lara, Antonio («Tono») (1947). Romeo y Julieta Martínez, Madrid: Biblioteca Teatral (nº 194).

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Lehmann, Hans-Ties (2013). Teatro postdramático. Murcia: CENDEAC.

Llorens, Vicente (1979). Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834). Madrid: Castalia.

Lovejoy, Arthur O. (1948). «On the discrimination of romanticism», en Essays on the History of Ideas. Baltimore: John Hopkins University Press.

Noh Kang, Sook-hwa (2016) Las parodias dramáticas de Don Juan Tenorio en el siglo xix. Tesis doctoral inédita, presentada en la Universidad Complutense de Madrid.

Molinuevo, José Luis (2009). Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo. Murcia: CENDEAC.

Peers, E. Allison (1954). Historia del movimiento romántico español. Madrid: Gredos

Sastre, Alfonso (1960). El cuervo, Madrid: Escelicer (colección Teatro, nº 246)

—   (1991) Ejercicios de terror, Bilbao: Argitaletxe Hiru.

Shaw, Donald (1968). «The anti-romantic reaction in Spain», Modern Laguage Review, LXIII, pp. 606-611.

—   (1973). Romanticism and its congnates. Toronto: Toronto University Press

Szondi, Peter (1994). Teoría del drama moderno (junto con Tentativa sobre lo trágico). Barcelona: Destino.


Biografías de los autores

Emilio de Miguel

Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca hasta 2019, alterna su docencia de investigación entre el teatro español contemporáneo y la literatura medieval española. En el campo de los estudios teatrales, sus principales publicaciones son: El teatro de Miguel Mihura (Usal, 1997), El teatro español, 1980-2000, Catálogo visitado (Usal, 2002) y De teatro. La preparación del espectador (Reichenberger, 2013). En el ámbito medieval, destacan: La Celestina de Fernando de Rojas (Gredos, 1996) y A, ante, bajo, cabe, con La Celestina (Usal, 2016).

César Oliva

Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia, de la que es Catedrático emérito de Teoría y Práctica del Teatro. Ha impartido cursos y conferencias en varios centros académicos nacionales y del extranjero. Tiene publicados más de trescientos artículos, y una veintena de libros, entre ellos: Historia básica del arte escénico (Cátedra, 2003, 7ª ed.), Teatro español del siglo XX (Síntesis, 2002), La última escena (Cátedra, 2004) y Versos y trazas (Editum Teatro, 2009). Fue fundador del Teatro Universitario de Murcia, con el que llegó a montar más de cuarenta producciones. También ha dirigido obras con diversas empresas e instituciones. Su último montaje es Volvió una noche (1019), de Eduardo Rovner. Ha sido director del Centro Nacional de Documentación Teatral (1979-1980), Festival de Almagro (1983-1985), Festival Internacional Medieval de Elche (1994-2005) y de la Escuela de Teatro de la UNIA (2005-2011). También ha coordinado diversos proyectos teatrales, como “Las Huellas de La Barraca”, desde 2006 a 2012. En la actualidad es asesor artístico de los Teatros Romea y Circo de Murcia, y vocal de la junta directiva de la Academia de las Artes Escénicas de España, de la que es miembro fundador.

José Luis Alonso de Santos

Es autor de medio centenar de obras teatrales, algunas de las más populares del teatro español contemporáneo como Bajarse al moro, La estanquera de Vallecas o Salvajes. Se forjó desde la práctica escénica, en el teatro independiente, cuando creó en la década de los setenta el Teatro Libre de Madrid. Más tarde fundó Tábano y la productora Pentación, de modo que conoce el oficio desde varios ángulos. Es autor de numerosas versiones de obras de Plauto, Moreto, Aristófanes, Molière, Shakespeare y Robert Graves. Fue director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) y de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD) y ha sido galardonado con numerosos premios, entre ellos el Nacional de Teatro, Tirso de Molina y Max.

Profesor y teórico, ha condensado su sabiduría dramatúrgica en tratados de referencia, como La escritura dramática y Manual de teoría y práctica teatral. Fundador de la Academia de las Artes Escénicas de España, fue el primero en presidirla.

Francisco Gutiérrez Carbajo

Catedrático de Literatura Española, académico correspondiente por Madrid de la Reial Acadèmia de Bones Lletres y académico de la Academia de las Artes Escénicas. Ha sido presidente de la Asociación Española de Semiótica, miembro del Comité de Expertos de la ANECA, y durante ocho años decano de Filología de la UNED. Ha impartido clases en universidades europeas, africanas y americanas, pertenece a los consejos de redacción de reconocidas revistas internacionales. Fundador de editorial Demófilo, donde editó más de veinte obras, ha publicado cuarenta y cinco libros y numerosos trabajos de investigación, así como ediciones críticas de autores clásicos y contemporáneos en Cátedra, Castalia, Georg Olms Verlag y en otras prestigiosas editoriales.

José Antonio Pérez Bowie

Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Salamanca. Su labor de investigación abarca un amplio campo dentro de la citada área con especial atención a la teoría y el análisis de los discursos literarios (novela, teatro, poesía, ensayo) y últimamente a las relaciones entre la literatura y los medios audiovisuales. Ha dirigido durante más de veinte años el grupo de investigación GELYC, centrado en estudios comparatísticos entre literatura y medios audiovisuales y que ha llevado a cabo diversos proyectos financiados por organismos gubernamentales. Entre sus publicaciones se encuentran libros como Leer el cine. La teoría literaria en la teoría cinematográfica, Cine literatura y poder, Realismo teatral y realismo cinematográfico, Reescrituras fílmicas: Nuevos territorios de la adaptación, La teatralidad en la pantalla (Reflexiones sobre el diálogo contemporáneo entre cine y teatro) o Ficciones nómadas (Procesos de intermedialidad literaria y audiovisual).


Notas

 

1Con dirección de Mariano de Paco Serrano, la interpretación corrió a cargo de José Luis de Blas.

2J.L. Molinuevo: Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo, Murcia: CENDEAC, 2009, pp. 78-79.

3Ibíd., p. 79.

4La Bella y la Bestia es en realidad un cuento de hadas popular de origen francés cuya primera versión literaria fue la de Suzanne Barbot de Villeneuve (1740), a la que siguió otra, más divulgada, de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont (1754). La sintonía de su temática con la sensibilidad romántica determinó que alcanzara una considerable popularidad en la época.

5La obra se cierra con un final inquietante pues enfrenta al espectador al enigma de que lo vivido por los personajes tenga visos de realidad: se insinúa los taxistas que llegan a recoger a los tres amigos (después de que estos ya hayan podido marcharse tras conseguir quitar la nieve que bloqueaba el coche) proceden «del pasado» pues se sorprenden al ver la fecha del calendario colgado en la cocina que marca el 31 de diciembre del año que acaba de comenzar.

6Véase como ejemplo la siguiente acotación: «Al poco vuelve Orlac cargado de velones –que luego encenderá–, crucifijos, imágenes de angelotes, etc. y comienza a ornamentar la habitación como un lugar sagrado hasta convertirla en una especie de iglesia barroca (...). [Orlac] se ha puesto una casulla –¿o será demasiado irreverente tal efecto escénico en un país tan acendradamente católico como el nuestro? Señores de la censura: estudien, por favor detenidamente este problema– y procede a echar agua bendita con el hisopo por todos los rincones» (Ejercicios de terror, Bilbao: Argitaletxe Hiru, 1991, pp. 118-119).

7Existe una tesis doctoral reciente sobre esta cuestión: Las parodias dramáticas de Don Juan Tenorio en el siglo xix, presentada en la Universidad Complutense de Madrid en marzo de 2016 por Sook-hwa Noh Kang bajo la dirección de la profª. Ángela Ena Bordonada.

8Véanse un par de ejemplos:
Fernando.– (...) ¿Qué esperamos para casarnos? Julieta.– Debemos esperar, Fernando. Tú no eres como yo quisiera. Es posible que con el tiempo cambies. Fernando.– La que debes cambiar eres tú. Con tus novelas y romanticismos vives fuera de la realidad. Julieta.– Soy así porque pienso que cada hora que pasa no es una hora más sino una hora menos. (Tono: Romeo y Julieta Martínez, Madrid: Biblioteca Teatral , nº 194, 1947)
Aurora.– Y soy feliz porque he aprendido a soñar. ¿Tú sabes lo que es soñar? Doña Úrsula.– Sí, eso que nos pasa cuando hemos cenado demasiado. Aurora.– No, mamá, no. Soñar es vivir otra vida: la que deseamos... (...). En nuestra alma está todo lo que buscamos. Doña Úrsula.– ¡Hombre! Pues mira a ver si están ahí mis gafas de concha, que llevo días buscándolas. (Tono: ¡Qué bollo es vivir! junto con Francisca Alegre y Ole, Madrid: Ediciones Alfil, colección Teatro nº 25, 1957)

9Véase Peter Szondi, Teoría del drama moderno (junto a Tentativa sobre lo trágico), Barcelona: Destino, 1994, p. 17).

10Etiqueta acuñada por el teórico alemán Hans-Thies Lehmann cuyo libro Postdramatisches Theater (1999) es un detallado estudio de la génesis de estas prácticas escénicas y de sus manifestaciones más relevantes. Traducción española: CENDEAC, Murcia, 2013.

11Puede leerse al respecto el trabajo de Susanne Hartwig «Hic et nuncs en el teatro contemporáneo» (ALEC, 39-2, 2014, 115-135), donde analiza sendas piezas de Angélica Liddell y Rodrigo García, dos dramaturgos españoles representantes de esa tendencia.


Nota del editor

Sobre este título

Dentro de las actividades estivales de la Universidad de Salamanca, la Academia de las Artes Escénica de España organizó la primera edición de la Escuela de Verano de las Artes Escénicas, cuyas lecciones magistrales se recogen en este volumen.

Los catedráticos y académicos Emilio de Miguel y César Oliva diseñaron el programa de esta primera edición de la Escuela, que llevó por título José Zorrilla, de la modernidad a la posmodernidad en la escena, ya que coincidió con el centenario del autor vallisoletano. Las conferencias que aquí se recogen pertenecen a José Luis Alonso de Santos, entonces presidente de la Academia y autor de La sombra del Tenorio, su réplica dramática a la célebre obra de su paisano Zorrilla, que también fue analizada por los catedráticos Francisco Gutiérrez Carbajo y José Antonio Pérez Bowie.

 

Sobre la colección

Este es el décimotercer título de la colección Libros de la Academia, sello que acoge trabajos de especialidades y de autores vinculados a las artes escénicas. La colección reúne también las aportaciones que se presentan en seminarios y congresos de la institución, así como textos que llegan a la Academia y que son acordes con sus fines.

La Academia de las Artes Escénicas de España es una entidad de carácter artístico y cultural destinada a potenciar y popularizar las artes escénicas de nuestro país, mediante la promoción nacional e internacional y el fomento de su investigación y perfeccionamiento.

Títulos publicados

  1. Libro Blanco de la Academia de las Artes Escénicas de España
  2. Espejismos de la identidad coreográfica: estéticas y transformaciones de la farruca
  3. Análisis de la situación de las artes escénicas en España
  4. Escritos sobre teatro de Josep Lluís Sirera
  5. Metateatro español en el umbral del siglo XXI: el mundo del teatro y el teatro del mundo
  6. La ficción contada desde un escenario puede reflejar la realidad más profunda. Textos dramáticos y escritos sobre teatro de Carlos Álvarez-Nóvoa
  7. Soñadores y estrellas
  8. Homosexualidad y teatro en España
  9. Las proposopoyecas de María Velasco (Autoficción y teatro)
  10. José Monleón o el iluminador de sombras
  11. Recuerdos de la revista Teatro
  12. La resignificación de Calderón en la escena española reciente (1981-2018)
  13. José Zorrilla, de la modernidad a la posmodernidad en la escena

Versión electrónica disponible en www.academiadelasartesescenicas.es

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